miércoles, 31 de marzo de 2010

Las siete plagas

      —¡Papá!
      —Ayayayayayay… Porfavornogrites. Tengo un resacón tremendo. Otra vez me la lió Odín anoche. Buff… Menuda juerga… Ay… Y este Zeus…
      —Perdona, papá. ¿Papá?
      —¿Eh? Ah, sí… Estooo… ¿Jesús? ¿Tú eras Jesús, verdad?
      —Sí, papá, soy tu hijo Jesús.
      —Bien, bien. ¿En qué te puedo ayudar? Esperaesperaespera... Por favor, no grites. Con calma, hijo mío.
      —Sí, papá. Con calma. Pero de forma clara y directa. Lo de la Tierra es insostenible. Tengo a Mahoma todo el día burlándose de mí y…
      —¿La Tierra? Espera, que no logro recordar… ¡Ah! Sí, aquel pequeño planeta habitado por monos. Jé. Esa fue una buena. Ahí ensayé lo de la evolución y esas chorradas. Qué buenos recuerdos. Me lo pasé muy bien metiendo miedo a toda esa gente con el truco de la zarza ardiendo y esas cosas. Jo jo jo…
      —Sí, papá. La Tierra. Esa misma.
      —… y lo del niño nacido de virgen… Esa fue muy buena también. ¡Hasta Huitzilopochtli se tuvo que chupar esa jugada!…
      —Sí, papá. La Tierra. El hijo nacido de mujer virgen.
      —… ¡Qué época más fantástica! ¿Eras tú el hijo de una virgen?
      —Sí, papá, ese soy yo. Jesús. De Nazaret. ¿No lo recuerdas?
      —Sí, bueno… ¿Nazaret, dices? Bueno, si tú lo dices… ¿Y qué necesitas, Jesús, hijo mío? ¿Es algo relativo a tu madre…? ¿María, no? Sabrás que lo de su virginidad y todo eso fue un montaje, ¿verdad? Yo era joven y ya sabes…
      —Sí, papá, ya lo sé. No es por mi madre, la Virgen María. Es por la Tierra…
      —¿Qué le sucede a la Tierra? ¿No está ya fuera de servicio? Creí que había acordado con Luzbel que él se encargaría de hacer limpieza.
      —No, papá. Al final decidimos mantener lo del libre albedrío y esperar a ver qué sucedía. Me dejaste al cargo de la fe de esos mortales. Y al otro que no hace más que regalar vírgenes.
      —Cierto, cierto… ¿Jesús? ¿Verdad? Mi memoria ya no es lo que era y a veces te confundo con ese otro profeta con el que estuve ensayando… ¿Cómo se llamaba? ¿Mahoma? Sí, eso es. Mahoma. ¿Cómo le va a tu casi hermano Mahoma?
      —Demasiado bien. Encantado regalando vírgenes a todos los que se inmolan en su nombre y en el tuyo, papá.
      —Je, je, je. Esa fue una buena también. ¿Cómo va nuestro stock de vírgenes, por cierto?
      —No lo sé, papá. Eso se lo tendrás que preguntar a Mahoma.
      —Te voy a contar un secreto, hijo mío… Jesús. Ahí se la jugué bien a Mahoma. En realidad contraté los servicios de una clínica china experta en reconstrucción de hímenes y nuestras… esto… vírgenes van rotando. Así mantenemos un stock reducido siempre circulando. Reciclamos vírgenes, por así decirlo. Lo único que me preocupa es que no entren muchos a la vez, porque entonces se notaría demasiado el… desgaste… si la rotación es demasiado rápida. ¿Cómo va el stock de vírgenes?
      —Ya sabía eso, papá. Hasta Mahoma lo sabe, pero a él lo que le hace gracia es regalarlas para que sus fieles se suiciden en su nombre. Y te repito que lo del stock se lo tendrás que preguntar a Mahoma.
      —¿Y si no has venido para hablar del stock de vírgenes para qué era entonces… Jesús? ¿En qué puedo ayudarte?
      —¡La Tierra, papá! ¡La Tierra!
      —Nogritesporfavortelopido… la cabeza me va a estallar…
      —Lo siento, papá. Con calma, sí.
      —¿Y qué pasa con la Tierra, hijo mío?
      —No es exactamente "con", papá. Es "en". Lo correcto sería preguntar «qué pasa EN la Tierra, papá».
      —Vaya, sí, Jesús. Ya recuerdo. Jesús, el pedante. El de los panes y los peces. Bueno. A ver… ¿Qué pasa EN la Tierra?
      —La situación es insostenible, papá. Tú ministerio… Mi ministerio, aquellos que han de llevar tu palabra a la Tierra, se han desviado. Son unos depravados. Abusan de menores.
      —¿Abusan?
      —Sí. Sexualmente.
      —¿Sexualmente?
      —Sí, papá. Abusan sexualmente de menores de edad. De niños, papá. De niños. Relaciones sexuales con niños, papá. Hablo de pederastia, papá. Es horrible.
      —¿Y eso es malo? En el planeta Xunapulcurno, de Alfa Centauri IV y mi victoria número cientocuarenta y tres billones doscientos uno mil cinco, eso es lo más normal del mundo…
      —Papá, abusar de niños es pecado en la Tierra. Está muy mal visto y va contra el celibato impuesto a tus representantes en ese planeta. Los curas no pueden hacer eso, papá. Lo curas tiene prohibida cualquier relación carnal. Y menos aún con niños. Está terminantemente prohibido.
      —¿Y yo prohibí eso?
      —En realidad fue más bien una ocurrencia de Pablo…
      —¿Pablo? ¡Ah, sí! El del caballo. Jo, jo, jo. Menuda leche le di a ese. Estuvo ciego un buen rato. ¿Y cómo era aquello? ¡Ah, sí! «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?»
      —¡Papá!
      —¡No grites! ¡Leñe!
      —Perdón, papá. ¿Puedo seguir?
      —Sí, por favor, que ya empiezo a tener un poco de apetito y quiero darme una ducha antes de fabricar otro mundo. Creo que a este le voy a dedicar dos semanitas para currarme un poco mejor lo de las nubes. Nunca consigo que las nubes salgan a mi gusto.
      —Sí, las nubes, papá. El problema es de imagen, papá. Llevo dos mil años intentando por todos los medios que tu nombre sea enaltecido, recordado, admirado. Intentando ganar adeptos para tu causa, para dignificar tu imagen, papá. Luchando contra todos aquellos que vilipendian la idea de ti y de tu magnificencia. Y lo que están haciendo es malo para tu imagen, papá. La gente ya no cree en la iglesia. La gente ya no reza. No te respetan, papá. Ya pocos creen en ti y en que realmente te preocupes por ellos. Por unos pocos curas descarriados estamos perdiendo fieles. Y eso es malo, papá. Imagina lo que pensarán tus compañeros si llegan a enterarse. Habrías perdido la partida en ese mundo, papá. Bajarías puestos en la clasificación general en la liga cósmica de dogma y fe.
      —Ahora sí que estoy convencido que fue mala idea no desmontarlo después de la partida. ¿Y qué dicen los curas?
      —Lo niegan, por supuesto.
      —Eso está bien. ¿Y cuál es el problema entonces? Ellos son mi palabra en la Tierra. Y mi palabra es Ley. ¿No?
      —Más o menos, papá. Más o menos. El problema es que ha pasado mucho tiempo desde que te presentaste por última vez. La población es cada vez más insensible a lo que puedan decir tus representantes. Ya nadie escucha tu palabra con el mismo temor y la misma humildad. Y la prensa… Maldita sea mil veces la prensa y todos sus seguidores. Eso fariseos de los medios y su ánimo de lucro. Y los blogueros… Esas serpientes inmundas y pestilentes que no hacen más que amplificar los ecos de esas ridículas e insignificantes necesidades perentorias de tus representantes. Habría que empalar a todos esos blogueros metomentodo. La Tierra está en peligro, papá. Ya no hay valores religiosos. ¿Y qué son unos pocos niños malparados contra el bienestar de la Tierra? Cierto que hay unos pocos curas descarriados. ¿Pero y todo el bien que ha hecho mi… tu iglesia en ese mundo? ¿Para eso me sacrifiqué por ellos muriendo en la cruz? Eso dolió, papá. ¿Y todo para qué? ¿Papá? ¿Me estás prestando atención, papá?
      —¿Eh? ¡Ah! Sí, sí. Fariseos. Prensa. Mal. Todo me parece muy mal, hijo mío. Esto habría que arreglarlo. Arreglarlo, sí.
      —¿Y qué vas a hacer, papá?
      —¿Yo? Esto… Esto parece más bien un trabajo para Mahoma, Jesús. ¿Por qué no le pides que vaya él a solucionarlo, hijo mío?
      —Él tiene otros seguidores, papá. Montó otra religión. Para enaltecerlo a él antes que a ti, papá. Además, Mahoma lo arregla todo pidiendo a sus fieles que se sacrifiquen a cambio de vírgenes. No son actos desinteresados, papá. Como los que yo exijo en tu ministerio para honrar tu gracia.
      —Sí, ya, bueno… ¿Y qué sugieres que hagamos, hijo mío? Si no te entendí mal, creo que la Tierra quedó a tu cuidado y al cuidado de Mahoma. ¿No es así? Y yo ando liado planificando el nuevo planeta-juego con el resto de dioses. Creo que esta vez intentaremos lo del monoteísmo antes que lo del politeísmo, a ver qué tal sale. A ver quién gana la partida. Sigo siendo el favorito, claro. Pero ese Zeus es bastante pertinaz. Esta vez creo que no intentaré lo de la evolución y sí que los haré a mi imagen y semejanza. A ver qué tal se desenvuelven teniendo cuatro patas y una polla como el brazo de un gorila. ¡Je!
      —Estaba pensando en que podíamos hacerlo de nuevo, papá.
      —¿Hacerlo? ¿El qué, hijo mío?
      —Lo de las siete plagas. Para masacrarlos y que vuelvan a creer en ti. En tu implacable deseo de obediencia. O un diluvio. Y, luego, tal vez que yo vuelva a nacer de otra virgen. Renovar el milagro. ¿Qué te parece, papá? Es una buena idea lo de las siete plagas y que yo vuelva a nacer para volver a perdonarlos y renovar el ministerio.
      —Sí, bueno, hijo mío. Verás, Jesús. Es que no sé yo si eso estaría bien. No se ha hecho antes. Las normas son las normas, ya sabes. Y por lo general ya sabes que una vez un planeta ha concluido su tiempo útil le envío un meteorito para erradicarlos. Después Belcebú se encarga de los restos. Es muy peligroso no hacerlo. ¿Qué pasaría si esos… humanos, sí eso… acaban saltando a las estrellas y se dan cuenta que todo es una proyección holográfica y que no hay ni galaxias ni más estrellas que el sol que tienen y esas cosas? Me parece que lo correcto sería terminar con esto ya. Voy a llamar a Satanás. Ya fue bastante trabajo tener que inventar lo de la física cuántica para tenerlos entretenidos unos cuantos siglos.
      —¡Pero papá! Me prometiste que dejarías que yo desarrollara ese mundo, que lo dedicara a enaltecer tu gracia, a honrar tu nombre, a…
      —Sí, ya, bueno… Déjame que lo piense unos días. A ver qué se me ocurre. No veo lo de las siete plagas, no lo veo. Pero lo de volver a enviarte allí. Tal vez eso sí sea una buena idea. Igual consigo librarme de ti un tiempo. Creo que voy a consultar con Vishnú lo de la reencarnación. Me debe algunos favores. Igual eso funciona.
      —De una virgen, papá. Tendría que volver a nacer de una virgen. Bueno, al menos esta vez sí.
      —Ya, una virgen. Vete buscando a ver si encuentras una y me avisas. ¿Ok? Yo voy a seguir pensando en alguna forma de hacerlo creíble. ¿La última vez qué envié? ¿Una paloma? Igual podría enviar un cachalote esta vez. O un elefante. Algo grande e impresionante. Eso me gusta. Déjame que lo piense y ya te contaré lo que decido… ¿Jesús? Sí, eso. Ya hablamos dentro de unos días, Jesús.
      —Prométeme que lo pensarás, papá.
      —Sí, claro, claro. Bueno, me voy yendo, que me espera Azrael por un tema de recogida de desperdicios… Adiós, hijo mío. La Tierra… ¿Cuánto hará que fabriqué la Tierra? ¿Seis mil años? ¿Y qué usé? ¿Leche de cabra rancia o polvo estelar? ¡Ah! ¡Lo de los dinosaurios! ¡Cómo me quedé con todos! Jo, jo, jo… ¿Curas pederastas? Vaya, vaya. ¿Tan feas son las mujeres cuando crecen que hay que fornicar con ellas aún estando verdes? ¿Y los hombres? Eso fue culpa de la evolución, seguro. Era de esperar al elegir a los monos como raíz evolutiva. Todos desviados… ¿Una virgen? Un elefante. Sí, creo que esta vez usaré un elefante para inseminarla. Tendré que resolver lo del acto en sí, no vaya a reventarla y perdamos la oportunidad de que engendre, pero será impresionante ver cómo se lo montan… Reencarnar a… Jesús, sí, eso, Jesús. Reencarnar a Jesús. ¿Y si esta vez lo mando como una mujer? ¿Clotilda? Me gusta Clotilda, sí. Bonito nombre. ¿Había dos o tres sexos en la Tierra? Tengo que consultar en la Divinopedia. Estaría bien que esta vez lo… la sacrificaran en una ceremonia bukkake. Creo que sí, que eso puede funcionar. Va a ser la repera limonera. Como poco otros cinco mil años de fe y dogma incondicionales… Inquisición. Otra vez la inquisición. Eso estaría bien. Jo, jo, jo… Espera a que se lo cuente a los otros. Esta noche la fiesta va a ser monumental. Igual nos podemos sacar unas vírgenes del almacén para animar algo más la velada. Estos chinos hacen maravillas con esa cirugía. Seguro que Odín no puede mejorar esta. Ese hijo suyo, Thor, es demasiado serio y jugando todo el día con el martillito de las narices… La Tierra… ¡Y a Zeus seguro que le saco otros mil puntos en la clasificación! Jo, jo, jo… Ayayayay… Bufff… Menudo resacón llevo, madre mía…

lunes, 29 de marzo de 2010

'Songs From a World Apart'

En general tengo un apetito inmenso por vivir nuevas experiencias (abstenerse los calenturientos mentales, que no me refiero a las de ese tipo, no). Eso se concreta, mayoritariamente, en buscar cosas nuevas que aprender —de ahí que ande siempre saltando de una cosa a otra (reflejado en mi C.R.M.)— y, en la práctica, por escuchar música nueva, nuevos sonidos. Y, cuando el cambio de divisa lo permite o he asumido el rol de hormiguita en detrimento del rol de cigarra, viajar.

La banda sonora de la película-documento-denuncia Home —¿pero aún no la has visto?— fue todo un descubrimiento. La música de Armand Amar, al menos la de esa película, no deja impasible. Tiene la capacidad, el don, de removerte por dentro cuando la escuchas. Es algo más que música de fondo. Lo mío con este compositor se podría calificar de amor al primer acorde.

Como suelo escuchar mucho esa banda sonora, es normal que la barra de Genius, ese nuevo invento de Apple para recomendarte música afín a la que estás escuchando en iTunes, bombardee con otros discos del compositor. Sé que podría desactivar la funcionalidad, pero me gusta ver qué otras cosas me ofrece el mundo de la música según los de Apple. En uno de los fines de semana que estuve por mi casa durante mi temporada en Madrid, saltó el disco 'Songs From a World Apart'. Puede que lo hubiera ofrecido en otras ocasiones, pero no siempre presto atención. Enseguida me atrajo la idea: Música de (o inspirada en) Armenia y de Armand Amar. Así que, siendo afín a mi intención de descapitalizar la economía doméstica (coherencia arbitraria, que le dicen, o nuevamente el rol de la cigarra), no dudé dos segundos en pasar por caja y comenzar la descarga de las canciones. Quería llevármelo en mi iPhone y escucharlo con calma en la oficina.

Se trata de un disco del sello Long Distance en el que el verdadero artista es Lévon Minassian. Puntualizo y corrijo, pues sospecho que el trabajo de Armand Amar también es importantísimo —si no es más importante— en este disco. El centro orgánico y punto de referencia de —y durante— toda la música del disco es el increíble sonido del duduk tocado magistralmente por Lévon Minassian. Leí que el duduk, un instrumento que yo ni sabía que existía pero que parece sonar mucho en muchas películas, es el único instrumento capaz de transmitir el dolor y la pena. No sé si se puede llegar a decir tanto, al menos en este disco, pero desde luego sí que consigue evocar imágenes de otros lugares, de otros mundos, en una composición magnífica. Cerrando los ojos resulta casi posible atisbar los paisajes, los lugares, las gentes que se dibujan en los sonidos de cada uno de los temas de este trabajo conjunto. Un disco para soñar despierto y para disfrutar en soledad. Música intimista con toques melancólicos. Hace sentir morriña por una tierra que ni siquiera es la tuya. Muy recomendado.

Por supuesto hay que poseer cierta inquietud humana y cierto talante estético, por no decir directamente una gran sensibilidad, para apreciar esta obra, pues se aleja mucho de lo que se parte y reparte en el seno de las gestoras de derechos de autor y de los medios de masas. Si crees que podría interesarte o no estás seguro de que sea de tu altura musical, y antes de recurrir a las redes de vagos y maleantes que infestan la red de redes, puedes escuchar aquí el primer tema del disco, Hovern' Engan. Mientras siga disponible, claro. Para mi gusto no es, precisamente, el mejor de los temas. Los hay mucho mejores. No habría de perderse la oportunidad de averiguarlo por uno mismo.

domingo, 28 de marzo de 2010

'Animal factory'

Una de esas constantes en mi vida es que soy una contradicción andante. Por ejemplo: Repito hasta la saciedad que los libros de autoayuda me disgustan y, sin embargo, no hago otra cosa que desviar constantemente mi atención hacia ellos cuando visito las librerías o los puestos de prensa del aeropuerto. Cierto que no son los del tipo de autoayuda venidos al caso, con un barniz psicológico del tipo harás lo que te salga de las narices con poco que te lo propongas y creas en ti mismo. Yo, en general, soy más selectivo y me desvío a por los que vienen barnizados con la temática de gestión de empresas y/o gestión del conocimiento. Así que acabo comprándome libros de la editorial Empresa Activa en cantidades abrumadores. Creo que la culpa, una vez más, habría que echársela al sesgo de confirmación. Busco todo aquello que reafirme lo que ya creo. Y para eso no hay mejor fuente que los libros de autoayuda de gestión empresarial de la editorial en cuestión.

En realidad quiero creer que no es ese el único motivo. Busco aprender más cada vez, pues soy consciente que hay mucho que desconozco, y recurro a la literatura de forma general liviana que me ofrecen los libros de la editorial. Liviana porque casi todo lo que publica esta editorial suele ser en un lenguaje bastante llano y sencillo. No hay florituras en su prosa. Ni falta que hace. Los temas en general suelen ser muy prosaicos y, por mi experiencia particular, los directivos —y los aspirantes a tal— no suelen contar con el número suficiente de circunvoluciones cerebrales como para apreciarlas adecuadamente. Eso sí, en general se intenta que haya humor y que la historia esté contada a modo de cuento. Siempre que se pueda. O que el autor tenga talento para ello.

Dentro de este tipo de literatura, al menos la que yo he comprado y leído hasta la fecha, hay libros que han merecido la pena. Otros que son verdaderas aberraciones. Y algunos que, bueno, se quedan en el limbo de ni sí, ni no, ni todo lo contrario. 'Animal factory' podría caer fácilmente en esa categoría. Sin llegar a ser un libro que destacaría especialmente, tampoco es un libro que me arrepienta por haber leído. De hecho alguna cosa buena he sacado de su lectura. Eso ya es suficiente, en la mayoría de los casos, para alegrarse de haber leído el libro.

También explicaba que había distintas maneras de resolver los problemas: «Con un problema podemos hacer varias cosas: solucionarlo, trasladarlo o minimizarlo». Y volvía con el ejemplo de la sala de reuniones: «Si en la sala de reuniones hay una bombilla fundida, puedes llamar al encargado para que la cambie (solucionado), puedes utilizar una lámpara de mesa (minimizado) o puedes coger una bombilla de la sala de al lado y ponerla (trasladado)».

El autor, Ignacio Canela Mercadé, recoge, con una prosa llana y sencilla, con alguna voluta de humorada, y siguiendo un esquema parecido al de la fábula, el proceso de aprendizaje y la gestión del conocimiento derivado de la resolución de los problemas que surgen en la creación, gestión y crecimiento de una empresa, elaborando a modo de recetario todo lo que se supone que has de tener en cuenta. Así se van contando las peripecias de una granja de animales que decide auto-organizarse, lo que va aconteciendo dentro de los diferentes departamentos y cómo deciden resolverlos. Del aprendizaje adquirido —la gestión del conocimiento consecuente— se irán derivando una serie de alforjas con mensajes claros y concisos sobre qué hay que hacer. O qué hay que evitar hacer. De ahí el recetario. Y no son pocas las recetas que quedan al finalizar el libro, que en sí es bastante corto —160 páginas—, que concluye con más de un centenar de alforjas. O consejos, que al final y al cabo no es otra cosa. ¡Pues sí que da de sí esto de la gestión empresarial! De todas formas, con tanta alforja, a uno a veces le entra la vena macarra y le dan ganas de rezar aquello de un consejo vale lo que cuesta darlo. En mi caso, y en el de este libro, 12 €. Que hay que dividirlos por más de cien alforjas.

Un libro que sin llegar a ser una joya literaria, ni del género en cuestión, ni de la literatura universal, tampoco es un texto que esté carente de utilidad. Alguna tiene —y no me refiero a prender fuego con sus páginas—, pues si no eres experto en la materia, o simplemente tienes curiosidad por conocer en qué dirección se mueven los teóricos de la psicología de la gestión empresarial, es un volumen instructivo. No te lo compres, pero si tienes a alguien que te lo pueda prestar, y no hay nada mejor que leer en tu horizonte de opciones, no pierdas la oportunidad de leerlo. Un libro que se lee muy rápido. Y a ratos resulta hasta entretenido.

viernes, 26 de marzo de 2010

'El mundo'

Hay libros que, por más que te los ponen delante, nunca te paras a cogerlos en la mano para hojearlos y, con suerte o no, comprarlo. De esos hay mucho en mis visitas a las librerías. El libro de Juan José Millás, 'El mundo', es uno de esos libros que me he tropezado múltiples veces y que siempre he despreciado. Por mucho premio nacional de narrativa que le hubiesen concedido.

¿Qué nos atrae, por tanto, de unos libros que luego otros no tienen y no consiguen atrapar nuestra atención? Me lo pregunto muchas veces, aunque en la mayoría de los casos a mí lo que me engancha es el título. Algo que he repetido varias veces. O el autor, si ya he tenido ocasión de disfrutar con alguno de sus libros. 'El mundo' no tiene un título para mí atractivo y, tal vez por eso, siempre lo he dejado de lado. Tampoco era un autor del que conociera nada, por lo que no estaba por la labor de arriesgarme. Ha sido una suerte que mi padre tuviese otros valores, se lo comprase, se lo leyese y me lo regalase una vez leído, recomendándome su lectura varias veces.

Al final tuve que hacerle caso y empecé a leerlo. Y me enganchó. Y me lo pasé muy bien con la infancia del autor, contada en un libro autobiográfico, no sin carga de fantasía como ejercicio de desfiguración de la realidad, en el que la calle donde vive es su propio mundo, su universo, donde se encuentran los límites de lo conocido y por conocer. Es una historia íntima en la que el autor te deja ojear, no sintiéndote por ello un voyeur, en su propia vida. En los cimientos de su vida. En aquellos sucesos que hicieron de fundamentos del resto de su propia existencia, teniendo la calle de su infancia como punto de fuga de todo el conjunto.

Y bien, Dios estaba ahí todo el tiempo para lo bueno y para lo malo, generalmente para lo malo, porque se trataba de un Dios colérico, violento, castigador, fanático. Dios era un fanático de sí porque vivía entregado a su causa de un modo desmedido, como si en lo más íntimo desconfiara de la legitimidad de sus planes o de sus posibilidades de éxito. Podríamos decir que era un nacionalista de sí mismo. Tenía otras caras, pero ésta dominaba sobre las demás. Lo raro para un pensamiento ingenuo como el nuestro era que lograba estar sin estar, pues se manifestaba a través de su ausencia, que lo llenaba todo.

La primera parte del libro es magnífica y se lee de un tirón. Sin embargo, en el universo causal del libro, donde el efecto vendría a ser el adulto en el que lo transforman las vivencias infantiles en su calle, la historia decae, para mi gusto obviamente, justo cuando comienza a contarnos la resonancia de los ecos de su pasado. Convierte el libro en una herramienta de exorcismo, un mecanismo para ajustar cuentas con sus demonios pasados. En especial con niñas que le dieron calabazas en su infancia. Aprovecha que cayeron en desgracia en tiempos presentes para ensañarse con ellas. De forma puntual, ciertamente, pero no deja de ser ensañamiento. Algo que no me gustó especialmente. Quitando este particular detalle, la segunda parte, sin ser aburrida, pierde algo de fuerza. Pierde el encanto, con sabor a inocencia de infancia que todo lo magnifica y lo dramatiza, y que traía de la primera parte.

Es un libro que me ha gustado. Bastante. No tanto como para convertirlo en uno de mis must read, pero sí para convertirlo en un serio candidato. Tal vez debería tener una categoría para los cuasi must read. O empezar a puntuar, cosa que no me gusta demasiado. Un libro que te recomiendo leer si tienes la oportunidad y que te hará pasar un buen rato durante la mayor parte de la narración. Un libro que se lee y se deja leer de forma rápida.

miércoles, 24 de marzo de 2010

'God of War III'

He pasado cinco meses en Madrid, con temperaturas que en ocasiones llegaban a los cuatro o cinco grados bajo cero, y siempre me he movido como si el frío no fuese conmigo. «Tú no eres canario» me decían en el trabajo. Varios compañeros han ido cayendo enfermos con gripe. Bajas por enfermedad de hasta una semana en algunos casos. Estornudándome o tosiéndome al lado. Y yo como si nada. El frío parecía no ir conmigo, efectivamente. Casi inmune. Cinco meses y, el último miércoles, cuando las temperaturas ya empiezan a estar en torno a los diez grados de media, me acatarro. Me lo pasé moqueando y sonándome. El jueves aún peor. El viernes no podía faltar a la quedada en Segovia, mi última quedada con la gente del trabajo, pero hubiese preferido quedarme en la cama. ¿Y cómo iba a desaprovechar el sábado y el domingo siendo el último fin de semana en Madrid con mi mujer y teniendo aún algunas cosas pendientes de hacer/ver? Suerte que pedí el lunes libre y, viendo lo que se me venía encima, solicité cita con mi doctora de cabecera desde el mismo viernes por la mañana.

Me resulta muy curiosa la ciencia de la diagnosis. Tú vas a tu médico de cabecera, le cuentas tres síntomas y te dice, así, como quien no quiere la cosa, y con una seguridad pasmosa en sus propias palabras, que te acabas de convertir en el asombroso «hombre moco», toda un espectáculo de feria. Sinusitis descomunal, en terminología más cercana a la jerga médica. Más que una ciencia parece un arte. El caso es que la buena doctora me ofreció la baja y yo no opuse mucha —por no decir ninguna— resistencia. Con el sobrepeso de mucosidad —de magnitud más cercana a la tonelada que al gramo— que tenía encima, como para pensarme dos veces el ir a trabajar si la proposición, indecente o no, era todo lo contrario. De todas formas estoy seguro que la empresa puede funcionar perfectamente unos días sin mí. O muchos. Entre los síntomas están el que se pueden imaginar, la generación espontánea y en cantidades industriales de moco, y otro menos predecible: me he quedado casi sordo (sin exagerar mucho) del oído derecho. Completamente taponado e inflamado, dice la buena doctora. Aunque a veces despierta y me da un latigazo. Duele. Lo que hace que vaya jurando en vano por las esquinas de mi casa. Va remitiendo, por suerte, pero con la cantidad de moco que sale de mis fosas nasales habría material suficiente con el que rodar tres partes más del Exorcista.

¿Qué tiene que ver todo esto con 'God of War III'? Todo y nada. Nada porque, evidentemente, mis mocos y mi oído no tienen nada que ver con la calidad ni el desarrollo del juego. Sin embargo, el tener que quedarme encerrado en casa de forma obligatoria ha sido también, cómo no, una excusa perfecta para desviarme unos minutos, antes de meterme en mi celda, para comprarlo. Estar obligado a guardar reposo durante tres días se transforma en el móvil perfecto para aprovechar y avanzar en uno de los juegos más esperados de los últimos tiempos. En exclusiva para PlayStation 3, claro.

De forma simple y llana: Es brutal. Todo lo que hayas podido ver por ahí sobre el juego no le hace justicia ni por asomo. Salvo, eso sí, que ya hayas visto el propio juego. En ese caso todo esto no te va ni te viene, imagino. Es brutal, repito. Brutal, brutal, brutal, brutal, brutal, brutal, brutal, brutal… y bestialmente sanguinario. Es una pasada la cantidad de sangre que se derrama en este juego. Y cómo disfruta uno con ello. A los soldados raso los puedes partir por la mitad con tus brazos, arrancarles la cabeza, pisársela si ya lo habías partido previamente por la mitad, usarlos como escudo para destrozar al resto o, directamente, lanzárselos a otro para hacerle pupa. Para muy sádicos, desde luego.

El apartado gráfico es para aplaudir hasta que se te caigan las manos. Las animaciones están super curradas y, salvo en algunos casos muy concretos, las texturas y los enemigos están perfectamente detallados. Como los escenarios. Es asombrosa la definición del minotauro cuando la cámara se aproxima al darle el golpe final que, como no podría ser de otra forma, es sanguinario a más no poder. El movimiento de las cuchillas es asombroso. La iluminación cambiante es alucinante. Pero lo que me resultó impresionante es el juego de escalas. El juego, el tipo o género, puede gustarte más o menos, pero hay que quitarse el sombrero, sí o sí, cuando el protagonista se las tiene que ver con Cronos o cuando va dando leches a diestro y siniestro mientras se va desarrollando la acción de un titán en el fondo. Todo está diseñado a una escala enorme y consigue transmitirlo en todo momento. Solamente por disfrutar del aparato gráfico, cuidado hasta el más mínimo detalle, y de las animaciones merece la pena jugar a 'God of War III'. Una obra de arte.

La acción también merece especial atención. Hay momentos es que es trepidante, con mucha adrenalina. Y la cámara ayuda mucho. En esta entrega han incluido puntos de vista novedosos. A mí, que no juego demasiado, al menos me ha parecido original. En algunas puntos de la historia, la cámara se sitúa en el punto de vista del que está recibiendo las tortas. Así que te ves a ti mismo —bueno, a Kratos— dándole (dándote) una entrada de hostias y alguna cosilla más que no voy a desvelar para disfrute de los más sádicos.

Para mi gusto la historia está muy bien hilvanada. Vas saltando de un sitio a otro. Repites varias veces escenarios, pero porque son cruces de caminos. Por lo general no sorprende si ya has jugado a las anteriores entregas (que han salido también remasterizadas para PS3), pero que está bien contada. Incluyendo un polvete que echas entre medias. Todo muy bien salvo la parte final, que me pareció un poco chorra. Lástima, porque el juego podría haber tenido un final un poquito más elaborado. Más en la línea que se espera de este personaje y de esta saga.

Sí, sí, has leído bien: «final». Sin nada mejor que hacer que sonarme los mocos, le he echado unas cuantas horas seguidas. En realidad siempre hay cosas mejores que hacer, pero me apetecía jugar y el juego me enganchó desde el primer minuto. A lo que iba. El juego, al menos en su modo fácil, no dura más de diez horas. Y hasta esas son muchas, pero hay que recordar que ando con la mitad del cráneo ocupada por mucosidades, lo que me hace más lento en casi todo. Es muy poco tiempo, o debería serlo, para un juego de estas características y para haber pagado 60 euros por él. Pero mi opinión, históricamente reacio a gastar dinero en juegos recién salidos, es que vale cada uno de los euros que cuesta. Y siempre puedes dedicarte a ver el «Cómo se hizo». Me encantan estos vídeo-documentales porque despiertan la ilusoria ilusión de dedicarme a esto de los videojuegos. Al menos una temporada.

Si te gustaron las dos primeras entregas esta no te va a defraudar. Si no, pues esta es más de lo mismo pero muchísimo más gore. Exageradamente más gore. Si no has visto ninguna de las anteriores, esta te va a gustar, pero por mantener cierta coherencia con la historia, te recomendaría que jugases primero a las dos primeras. Merece la pena recorrer todo el universo God of War en secuencia.

domingo, 21 de marzo de 2010

Lo que sí echaré de menos

Hoy toca a su fin la estancia forzada por cuestiones imponderables de trabajo. Lo que venía a hacer a Madrid no se podía hacer sino en Madrid. Al menos esa era la excusa que me trajo aquí. Un proyecto que, tan pronto pisé el suelo de la oficina central se convirtió en vapor. Cinco meses de destierro sin tener un motivo claro para estar y en el que los planes dentro de planes dentro de planes se iban perfilando. Pero soy un tauro que, aunque eso no me dice absolutamente nada, pues no creo nada, pero nada de nada, en la astrología —que se lo pregunten a Carl Sagan (a partir del minuto 3)—, tal vez sirva para resumir que soy demasiado testarudo para dejarme vencer. Para tirar la toalla y dejar que se salieran con la suya. En el árbol de decisión que se planteara alguno de los hombres en la sombra, claudicar formaba parta de los desenlaces que arrojarían un valor positivo a la función utilidad. Sin embargo decidí no ponérselo fácil. Pero no todo el mérito es mío.

Hay muchas cosas que echaré de menos de Madrid, una ciudad grande con muchos rincones interesantes. Obviamente no será el carácter agrio de muchos madrileños. Por suerte no son todos así, claro. Tampoco será la manía de intoxicarse e intoxicar a otros con el tabaco. Menos aún el tráfico, del que por suerte he tenido que sufrir poco. Principalmente cuando he tenido que jugarme la vida cruzando algún paso de peatones, y temer que algún conductor acelerase para pasar antes que yo alcanzara la otra acera. Agradeceré no verme arrastrado por una masa inmensa de gente, sintiéndome como una sardina en una lata. Ni las horas punta en el tren donde la atmósfera estaba «cargada de humanidad» hasta límites que deberían considerarse tóxicos. No, desde luego. Hay cosas que no echaré nada de menos de mi estancia en Madrid y que agradeceré dejar atrás.

Echaré mucho de menos los cambios de estación, aunque sólo he podido vivir el otoño, de forma parcial, y el invierno. Me voy cuando comienza la primavera. Y ya viví el verano hace casi tres años. La nieve y ver nevar ha sido toda una experiencia que recomendaría tener a todo el mundo. Incluso el frío, que yo no he sufrido —o sentido en forma negativa— pero que no niego que haya hecho en estos meses, es algo que recomendaría experimentar y que recordaré con cierta nostalgia en el bochorno casi eterno de Las Palmas. Desde luego salir del piso con cuatro grados bajo cero no suele ser considerado una temperatura tropical, pero me hacía sentir vivo en una forma en que el calor —o frío— húmedo y pegajoso de Canarias no lo consigue. También echaré de menos el transporte público y la precisión de reloj suizo que demostraba en la mayoría de las ocasiones. Hubo fallos. Pero en cinco meses se pueden contar con los dedos de una mano los días en que tuve algún problema con el tren o el metro. Añoraré la cantidad de librerías que hay en Madrid, una en cada esquina (casi, casi), y la facilidad con la que uno puede encontrar un libro. Incluso el rastro de La Latina, pese a sentirme abrumado por la aglomeración de seres humanos que lo visitan, es un espectáculo digno de vivir en primera persona. O la oferta cultural en general, como museos y teatros.

Muchas cosas hay en Madrid que merecen la pena ver y vivir, sí, y que echaré de menos.

Pero si hay algo que realmente echaré de menos es a la gente. A los compañeros de trabajo con los que he convivido durante estos cinco meses. A esos que han permitido que esta estancia de casi medio año en un lugar ajeno no fuese un invierno espiritual. A Martín, su inmensa cultura y sus descripciones de un futuro distópico protagonizado por antropófagos. A Kiko, su agudo y brillante sentido crítico y su increíble memoria que lo convierten en un líder natural. A Beatriz, que en tamaño tan pequeño, concentra una increíble mala leche que, empero, provoca cantidades inmensas de risa. A Stefano, un joven italiano con unas ganas inmensas de vivir y un talento natural para los idiomas. A Víctor, casi un alma gemela, una especie de iteración mejorada de mí mismo con una década menos y con mejor carácter. A Gema (Fernández) y ese talante eternamente positivo que alegra desde primera hora. A David y a ese cerebro que da contra-respuestas que desarman a la velocidad del rayo. A Enma y su buen rollo eterno en tono de bable. A Lidia y su especial «¡pero qué me estás contando!» de perfecta maña. A Jose, a Rubén y a Álvaro, cuyos desayunos y charlas de primera hora me daban ánimos para empezar cada día. A Vicente, por inagotable e incondicional en nuestras juergas. A Javier (Alonso). A Sergio (Torres). A Pablo. A Gema (Sánchez). A Santa. A Ángel. A Raúl. A Iván. A Breyner. A Inés. A Ana. A Matos. A Fernando. A Virginia. A Ester. Y a muchos otros que hicieron, en mayor o menor medida, que aportaron su granito de arena, para que el acudir cada día a la oficina fuera algo que apeteciera hacer. O, al menos, que no fuera algo que odiase hacer. A todos ellos debo el mérito de aguantar tanto tiempo lejos de mi mujer y de mi familia y a todos ellos echaré de menos. Muchísimo. Con gente así merece la pena trabajar.

Gracias a todos por cada minuto que he pasado con cada uno de ustedes.

Esta noche vuelvo a mi casa. Con mi mujer, a la que no he dejado de echar de menos un minuto. A mi puesto en Las Palmas. Vuelvo al trabajo con una gran sensación de pérdida. La de todos esos conatos de amistad, que llegaron a desarrollarse más o menos en algunos casos. Gente increíble que dejo atrás y a las que les deseo lo mejor. Han sido cinco meses increíbles gracias a todo ellos. Los que tienen el verdadero mérito. Los amigos.

miércoles, 17 de marzo de 2010

'Planilandia'

Creo que la serie Cosmos ha sido una de las más influyentes en mi vida. Lástima que siempre haya sido tan gandul, pero aún así ha sido una de las series documentales que más han marcado todo aquello que me hubiera gustado ser y hacer. Así que, venciendo de vez en cuando mi marcado talante de vago irredento y perenne, recurro a lo que se puede encontrar en las palabras del inigualable Carl Sagan buscando algo en lo que invertir mi tiempo de lectura, que últimamente es bastante.

La primera vez que oí hablar de la historia de Edwin A. Abbott fue en boca de Carl Sagan explicando la cuarta dimensión, el tiempo, y la limitación del pensamiento. Obviamente en la serie documental Cosmos. Una explicación muy buena sobre lo que sería la incursión de una forma tridimensional, existente en el espacio, que se acerca e intercepta con el plano en el que viven los habitantes de 'Planilandia' que, como su título adelanta, es un mundo plano o, lo que es lo habitual en estos casos, de dos dimensiones.

Uno podría pensar que, pese a su edad, algo así como un siglo y cuarto, esta sátira con vocación pedagógica no tendría validez. Nada más lejos de la realidad, pues en su crítica a los estamentos sociales, y cómo los de más arriba prefieren la ignorancia de las escalas inferiores, hay mucha de actual. Es algo que, a día de hoy, sigue siendo completamente válido. En realidad es una constante en toda la historia de la humanidad. Ya lo rezaba aquel primer cura de la historia gritando a su grey aquello de «¡quien aumenta su saber, aumenta su pesar!». Forma casi poética de decirle a los de bajo estrato social no pienses, que para eso ya estoy yo y, si insistes, te voy a hacer pupita.

      —Así es —dijo el rey—, en lo que se refiere al número y a los sexos, aunque no sé lo que queréis decir con «derecha» e «izquierda». Pero niego que vieseis esas cosas. Pues, ¿cómo podríais ver la línea, es decir el interior, de un hombre? Debéis de haber oído, sin embargo, esas cosas y soñado después que las veíais. Y permitidme que os pregunte qué queréis decir con esas palabras de «izquierda» y «derecha». Supongo que es vuestro modo de decir «hacia el norte» y «hacia el sur».

El relato, con tintes misóginos si se descontextualizara de su entorno decimonónico, resulta bastante ameno. A veces peca de excesos descriptivos, tal vez visto por alguien del siglo XXI, pero en general resulta asequible, llano, sencillo y entretenido. Es de los libros que se leen casi de un tirón. Y, lo que resulta importante, también sirve de ejercicio de autocrítica de cuán fácilmente rechazamos todo aquello que no logramos comprender y, lo que es peor, cuán fácil es juzgar y ajusticiar a aquel que se comporta de forma distinta, que defiende posturas a priori imposibles. Claro que, este último alegato, también puede ser utilizado con malicia por aquellos charlatanes que se van ya al cuarto milenio vendiendo falacias y misterios de pandereta. ¿Dónde estará, pues, el equilibrio?

Resumiendo, que todos tenemos prisa, un libro entretenido y de lectura amena, pero que no voy a recomendar pues, aunque seguro que el lector se lo pasaría relativamente bien con su lectura, no aporta mucho más de lo que ya había adelantado Carl Sagan en el vídeo que apuntaba unos párrafos antes o que se puede encontrar de forma resumida en la entrada a razón del libro que hay en la Wikipedia. Y a nivel de estilo literario tampoco es como para tirar cohetes.

Por cierto, que si aún así prefieres dedicarle un rato a su lectura, algo que si has decidido hacer te animo a completar, siempre puedes recurrir a la copia del proyecto Gutemberg, en inglés, o a una versión en español y en PDF que se puede obtener aquí. Ya se sabe cómo es esto de Internet e igual, para cuando pinches en el anterior enlace, ya no lo encuentras. Pero si eres de los afortunados que sí, no está de más hacerse con la copia si dispones de e-reader o has optado por hacerte con un iPad.

martes, 16 de marzo de 2010

Mamá, quiero ser un pedante, digo, un intelectual

La estancia en Madrid está resultando muy provechosa en cuanto a anécdotas laborales. Contra todo pronóstico —al menos el de los que me trajeron a Madrid— he tropezado con un grupo de gente fantástica con la que he hecho muy buenas migas. Todas las semanas salimos alguno de los días —a veces más de uno— a tomarnos unas cervezas y acabo llegando a las tantas al piso. Cierto que digo que estoy a un tiro de piedra en tren del centro de Madrid, pero siempre que tenga en cuenta que el último tren pasa por Príncipe Pío a las once y media de la noche. En caso contrario toca coger taxi. La semana pasada salí tres noches con los amigos y a mi hígado le está costando asimilar el ritmo al que le exijo metabolizar el alcohol. «Suerte que esto ya va tocando a su fin», pensaría, si dispusiera de su propio cerebro.

Sabes que congenias perfectamente con la gente cuando puedes ser tú mismo sin riesgo de herir sensibilidades ni temor a tener que marcar tu propio territorio, dejando que el resto sea exactamente como es. Sin complejos ni complicaciones. Así da gusto y uno tampoco tiene que andar midiendo, al menos de forma general, los términos en los que se expresa. Yo, de siempre, he sido el «enterao». Con lo que me gusta hablar, no es extraño que siempre acabe explicando algo que he ido aprendiendo a lo largo de mis lecturas o que mi curiosidad insanamente insaciable anduviera indagando por la red en algún momento. Así no es extraño que un día, hablando sobre las incoherencia de las decisiones superiores, remate el argumento explicando la «coherencia arbitraria». Soy un pedante, lo sé, pero no me importa serlo porque con esta gente puedo ser como soy: un enterado.

Como en el transcurso de una misma conversación podemos saltar de los métodos de diseño dentro de la programación declarativa a la crisis del petróleo, pasando por la importancia de la flota holandesa en la independencia de las colonias españolas y francesas, comentando el efecto nocivo del estrés biológico por la sobreestimulación de los receptores de los mineralocorticoides del hipocampo, en apenas seis o siste frases, e intercalando una buena cantidad de risas y carcajadas, me han apodado como «El libro gordo de Petete». Lo que es del todo injusto porque yo soy un verdadero inculto comparado con Martín y Kiko, aquellos con los que suelo tener este tipo de conversaciones-galimatías. Pero han querido bautizarme a mí con el sobrenombre porque soy yo el que, generalmente, propone el tema sobre el que acabaremos discutiendo y por la forma tan petulante con la que apunto ciertos comportamientos haciendo referencia a los términos eruditos ya mencionados antes.

Los «jóvenes» alucinan con mis explicaciones, porque será cierto aquello de que cada generación que ha de venir olvida un poco más lo que las anteriores hicieron por cultivar el conocimiento y, lástima, no dejan de ser expertos funcionales sin más inquietud que aquello que ya conocen. Lástima por ellos. Así que Kiko, hábil con el Photoshop, quiso regalarme una imagen que refleja mi tendencia pedante a remarcar las cosas. Imagen que acompaña este artículo. Me ha encantado y me ha emocionado, porque comparativamente, pese a que soy un inculto que apenas araña la cáscara del conocimiento, es reflejo de mi intención de saber más cada día. «No te acostarás sin saber algo nuevo cada día», me decía mi abuelo, y eso intento. Aunque a veces, lo que aprendo, no merezca demasiado la pena.

Todo esto me recuerda una época, hace algo más de una década aproximadamente, en la que en cada asadero al que acudía, y cuando el nivel de alcohol en sangre me hacía decir tonterías, hacía un alegato sobre la universalidad del conocimiento y gritaba «¡quiero ser un intelectural!». En fin, intención que se ha quedado en vago recuerdo por mi tendencia a gansear más de la cuenta, y que, además y por no alargar más esta ya de por sí absurda e inútil entrada, es otra historia.

lunes, 15 de marzo de 2010

'Eric'

La novena novela de la saga Mundodisco no me ha gustado. Pero nada de nada. Siendo bastante corta para lo que es la media de las novelas de esta saga, estuve a punto de dejarla un par de veces.

Terry Pratchett retoma las andaduras del inútil Rincewind y su inseparable baúl ciempiés llamado Equipaje allí donde acabó en la novela anterior, 'Rechicero', y que es traído de vuelta a esta dimensión en 'Fausto Eric', por gracia y obra de un niño con ganas de practicar las artes arcanas de invocación demoniaca. Lo que les hace andar dando saltos en el espacio y el tiempo durante toda la obra que, por fortuna para el lector —o para mí, que era lo importante— apenas llega a las ciento sesenta páginas. Aunque a mí se me antojaron mil seiscientas.

Puede que la explicación a que tardaran tanto en traducirla, basándome en la información que hay en la Wikipedia, se deba a que es una mala novela que no hace justicia al resto de las publicadas en Mundodisco, en general, ni al arco argumental del propio Rincewind, es particular. Quince años tardaron, indica la enciclopedia libre, desde que la publicaron en inglés hasta que lo hicieron en España, en 2005. Mientras se decidían a traducir, a la lengua materna del que escribe esta entrada, tan rancia literatura se publicaron las siete siguientes. Tras leer el libro me pregunto si no hubiera sido mejor para la Humanidad dejarla reposar en su lengua de publicación original y no intranquilizar a los que, por ignorancia y dejadez, optaron por saltarse el estudio de la lengua de Shakespeare.

En las selvas de Klatch central hay ciertamente reinos perdidos de misteriosas princesas amazonas que capturan a los exploradores varones para que cumplan con deberes específicamente masculinos. Se trata de deberes rigurosos y agotadores y las víctimas infortunadas no duran mucho.

En fin y definitiva, un traspié en la trayectoria impoluta y de calidad hasta el momento creciente de la saga, que hasta justo esta, había siempre ido a mejor con cada entrega, llegando hasta el máximo, espero que de momento, justo en la anterior, '¡Guardias! ¿Guardias?'. Habremos de suponer que, siendo una saga tan longeva como lo es, que ya ha superado la treintena, esta novela no supondrá más que una excepción que confirma la regla y que las que habrán de venir serán de mejor calidad. Algo que no es, empero, difícil, siendo este libro bastante malo. Totalmente prescindible.

domingo, 14 de marzo de 2010

Lo que no voy a echar de menos

Se cumplen cinco meses de mi estancia en Madrid y apenas queda poco más de una semana para que retorne a mi casa y a mi puesto de trabajo como responsable de delegación en Las Palmas. Siendo como soy un eterno insatisfecho, ni me apasiona la idea ni dejo de alegrarme por dejar atrás esta experiencia independentista de mi persona. Y es que, como casi todo en la vida, hay cosas que me han gustado muchísimo y otras que no me han gustado nada de nada. A las primeras me dará pena dejarlas atrás. De las segundas no quiero ni volver oír hablar.

Es posible que de un repaso al primer grupo en breve. Hoy hablaré de la única cosa realmente jodida que no me ha gustado nada en todo este tiempo. No se trata de que te echen el coche encima en los pasos de peatones y ni siquiera te miren, como insinuando que no te han visto. Tampoco que te empujen para entrar y salir de los trenes. O que alguna señora con malas pulgas te bloquee el acceso al andén porque por donde mismo se entra se sale de la estación y pierdas el tren. Todo eso son cosas a las que, más o menos, ya te vas acostumbrando y que denotan, en cierta medida, un grado de insolaridad o incivismo muy característico de las grandes aglomeraciones, en general, y de Madrid, en particular. Y, por supuesto, no hablo de Esperanza Aguirre, a la que ves a todas horas en la tele madrileña, que parece ser lo único que ponen en los baretos y restaurantes y que a todo el mundo escucho detestar, pero que sigue contando con mayoría entre sus bases votantes. Hablo del puto tabaco, al que he acabado odiando a muerte.

El placer de matarse fumando tomando el SolDe natural me considero muy tolerante con los vicios y hábitos ajenos. No en vano soy liberal y ateo, a mucha honra. Pero lo del tabaco en Madrid tiene tela.

En invierno, la estación que me ha tocado vivir en esta ciudad, es bastante raro ver a la gente sentada en terrazas mientras se toman algún jugo alcohólico al tiempo que intercambian sus opiniones sobre lo acaecido durante el día —y despotrican sobre Esperanza y su Telemadrid—. Atípico porque la mayoría de los días la temperatura máxima que encontrarás durante el día es inferior a los diez grados. Ya no te digo a partir de las seis de la tarde, cuando uno sale de trabajar. Siendo poco habitual, sin embargo, la gente no deja de acudir a los locales para almorzar —es normal almorzar fuera de casa en esta ciudad— ni después del trabajo para terminar el día. Todas las semanas quedo uno o dos días con los amigos para tomarnos algo y la zona centro suele estar llena de gente. Hasta las tantas y «hasta la bandera».

Pero claro, toda esa gente que en días más templados prefiere sentarse en el exterior para conversar en un entorno más oxigenado, no renuncia a hacerlo en locales mal ventilados y cargados de «humanidad». No resulta extraño pasar de tres o cuatro grados centígrados a una atmósfera en la que puede haber veinte —tirando por lo bajo— y en la que perfectamente puedes estar en camisa de mangas cortas. Todo eso estaría muy bien si no fuera porque en el 99% de los locales madrileños se permite fumar. Lo de que están acondicionados me suena a mí a cuento madrileño chino. Resulta irritante la densidad de humo de tabaco que puedes respirar en esos sitios. Uno no se da cuenta, enfrascado en su propia conversación, pero la peste del cigarro quemado te va calando poco a poco, penetrando en cada rincón de tu propio ser. Se te va asentando en los pulmones y te dificulta respirar y llega un momento que hasta reír te resulta molesto, porque tienes nicotina ajena hasta en el último alveolo contaminado por humo de otros. Llegas a casa apestando de pies a cabeza y lo único que deseas hacer es darte una ducha, a poder ser de lejía, y meter la ropa en bolsas de plástico para tirarlas a la basura. Esto mismo es lo que sufro cada vez que salgo a tomar algo con los amigos. El olor a tabaco perdura dos días en la casa, si te descuidas, pese a que hayas metido todo en la lavadora y te hayas bañado dos o tres veces.

Lo más asombroso de todo esto es que, en un local en el que tal vez haya veinticinco personas, tan solo ves a dos, máximo tres, fumando. Es casi una bufonada que tan solo un diez por ciento de la gente de un local consigan que el noventa por ciento restante sienta asco de sus ropas y sus pieles al llegar a casa. Pero así son las cosas. Casi un reflejo de la absurda realidad humana: pocos deciden cómo joder a muchos. Y los partidos, usando cualquier cosa como arma política que arrojar al contrario, no hacen nada para solventar el problema. Para atajarlo. Si el tabaco es un problema de «salud pública» no entiendo a qué tanta demagogia.

No, desde luego. El tabaco no será algo que eche de menos dentro de una semana, cuando vuelva a mi casa. Mi estancia en Madrid, más bien, ha conseguido enervar mi odio hacia este nocivo elemento y, si antes era hasta un poco tolerante con aquellos que se permitían fumar en mi presencia, a partir de ahora seré inflexible: A fumar te puedes ir a tu puta casa. A joderle los pulmones a otro.

lunes, 8 de marzo de 2010

'¡Guardias! ¿Guardias?'

Hace un mes comentaba que 'Pirómides' era la mejor novela de la saga Mundodisco que había leído hasta el momento. Básicamente porque se alejaba de los magos y de las brujas para recrear un entorno diferente. Esa era la séptima novela y pensé que, siendo el estilo que era el de los libros y la prosa, con sus limitaciones, de quien venía, difícilmente habría alguno otro libro de la serie que lo superase. Me equivoqué.

Con '¡Guardias! ¿Guardias?', la octava novela, Terry Pratchett se supera a sí mismo. Comparada con ésta, las anteriores siete pueden resultar hasta aburridas. Tan bien me lo pasé con las aventuras —más bien desventuras— de la guardia nocturna de la ciudad, que el libro me supo a poco, muy poco, poquísimo. Hubo un par de ocasiones en las que tenía que taparme la boca y contener, a duras penas, la risa, para no despertar a mi mujer, pues es durante las noches cuando mayormente desgasto la vista con la lectura. Los vampiros salen noctámbulamente para drenar sangre a cualquier desgraciado con el que se crucen, yo me dedico a drenar palabras en las páginas de los libros. Así estoy, al día siguiente, que mi rendimiento laboral empieza a dejar mucho que desear.

El Gran Maestro Supremo abrió los ojos. Estaba tendido de espaldas. El hermano Yonidea se disponía a hacerle la respiración boca a boca. La sola idea bastaba para despertar a cualquiera que se hubiera desmayado.

Con la octava novela de Mundodisco se da entrada a un nuevo arco argumental, el que corresponderá a la saga de la guardia de la ciudad de Ankh-Morpork. Guardia que cuenta con un raquítico número de defensores de la ley y cuya sustancia la ponen unos personajes de lo más extraño. De hecho tan extraños que hasta cuentan con un enano de dos metros de alto y cuyos músculos harían palidecer de envidia a Schwarzenegger en sus mejores años, pues es capaz de sacar a un troll de un garito a base de trompadas, y con un nombre tan ridículo como Zanahoria.

No son pocas las ocasiones en las que en el humor de Terry Pratchett percibo guiños al de los Monty Python. Por cierto doy que en el comienzo de éste libro, con una parodia muy particular de lo que podrían ser las logias secretas, más claro no lo había visto hasta el momento. El comienzo me pareció genial y, lo que es muy importante, el ritmo se mantiene considerablemente bien a lo largo de toda la historia. Historia cargada de diálogos surrealistas y absurdos, como el de la probabilidad de «una contra un millón». Y es que debería resultar obvio para cualquiera que si un plan solo cuenta con una probabilidad de funcionar de una contra un millón, entonces hay una buena probabilidad de que funcione.

Un libro que, como todos los libros de la saga, puede ser leído aunque no se hayan leído los anteriores y que, precisamente por eso, recomiendo que se lea independientemente de que se tenga intención, o no, de leer alguno de los ya comentados. O de los que vendrán. Un must read.

domingo, 7 de marzo de 2010

'El vendedor de tiempo'

Si bien el anterior libro comentado aquí, 'El pornógrafo emprendedor', lo compré porque me llamó su subtítulo, éste estuve a punto de dejarlo en la estantería por el comentario, la alabanza, que se lee en la parte alta de la portada. Me resultó tan ultraneoliberalista la mención que me hice una imagen mental —prejuicios, vamos— de un libro reaccionario en el sentido fachento de la palabra. Vamos, un libro dedicado a elevar como divinas las virtudes de un mercado libre que, en estos últimos años y una vez más, se ha demostrado imperfecto por cómo y cuan fácilmente se ha dejado corromper en sus intenciones. Pero tuve suerte de darle más peso al subtítulo, «una sátira sobre el sistema económico», que al párrafo de coronación, un tanto ambiguo en su descripción.

Digo suerte porque al final 'El vendedor de tiempo' ha resultado ser un libro que me ha encantado. Posiblemente porque funcione el mismo principio que me hace rechazar las afirmaciones de un neoliberalismo virtuoso: el sesgo de confirmación. Pero en sentido opuesto.

Fernando Trias de Bes —me gusta el efecto de las burbujas del menú de su página personal— ha escrito un libro que merece muchísimo la pena leer, pues en sus párrafos, de los que se ha llegado a hacer una adaptación como obra de teatro musical, nos veremos reflejados la mayoría de nosotros. La premisa de los acontecimientos que irán sucediéndose se refleja en un sencillo balance contable del tiempo. Tan sencillo que en el HABER de una persona encontraremos los bienes materiales, ese «tener» del que tanto nos vanagloriamos los afortunados de disponer de un sueldo para malgastar tal que evangelizados por el dios del consumo y que incluye, cómo no, la hipoteca de la casa; y que en su DEBE se rubricará todo el tiempo de nuestra existencia para retribuir las deudas que iremos acaparando en su transcurso. Por el otro lado, con una simpleza abrumadora y acojonante, el sistema, ese enemigo invisible que siempre permanece como una sombra indefinida y amenazante en el margen de nuestra percepción, de nuestra capacidad de aprehensión, una idea que siempre resulta resbaladiza y extrañamente indefinible en completitud, tiene en su haber todo nuestro tiempo y, a cambio, no nos debe nada. Con esta simple pero contundente idea arranca la historia de un tipo corriente que, siguiendo los preceptos del marketing del todo vale, decide vender tiempo para que la gente haga con él lo que le de la gana.

[...] Sin embargo, este tipo de contradicciones no era algo nuevo en la sociedad de Un Sitio Aleatorio: también se fabricaban automóviles que podían alcanzar los doscientos kilómetros por hora, cuando el límite máximo era de ciento veinte, o se permitía actividades industriales con niveles contaminantes por encima de lo que se acordaba en foros internacionales de medio ambiente, o se permitía la venta de tabaco, aun a sabiendas de que provocaba enfermedades mortales. Estaba claro que de lo que se trataba era de vender a toda costa, sin importar demasiado las consecuencias. La venta de T estaría en conflicto con ciertas actividades, eso estaba claro; pero mientras se tratara de crear consumo, pasaría por encima de cualquiera de ellas, ya que el consumo era la actividad económica de superior rango en el país, pues generaba crecimiento.

El libro, que se lee muy rápido, pues no llega a las 140 páginas, con letra muy grande, arranca estupendamente y mantiene un buen ritmo durante una buena cantidad de páginas. Resulta muy entretenida la parte en que se dedica a narrar las vicisitudes que sufre el tipo corriente para poner en marcha su negocio de venta de tiempo. Sin embargo decae bastante durante el tercio medio. Aunque siempre resulta muy interesante la forma en que se va montando el contubernio entre los poderes fácticos y el Estado para poner fin a las andanzas de un comercio tan poco apropiado para la sociedad de consumo sana. Recupera fuerza, eso sí, en la última parte proponiendo una salida muy interesante a la crisis de Estado que se monta. Crisis y solución de la que, tal vez, podríamos aprender para cambiar muchas cosas en nuestra propia sociedad. Si hubiera voluntad para hacerlo. Al final del libro, como epílogo, el autor hace una serie de reflexiones sobre la propia historia y sobre nuestra propia sociedad occidental, en la que me resultó de necesaria interiorización la conclusión «Se precisa, urgentemente, una utopía para reemplazar a las que se perdieron. Hay crisis de utopías, de eso estoy seguro».

La prosa del texto es una prosa sencilla y amena, aunque sin demasiadas florituras. No es García Márquez, pero se aprecia la sencillez con la que narra los acontecimientos. Pese a reiterar lo comentado en el párrafo anterior, que hay una buena parte en la que el párrafo resulta aburrido.

Es un libro que, para ser franco, no destaca en demasiados aspectos. Algo que me obligaría a concluir esta entrada con no más una somera recomendación o, en el peor de los casos, recomendar no leerlo. ¿Por qué entonces estos entusiasmos para transformarlo en un 'must read'? Por el tema. Por la causa. Por la ideología. Tan solo por la historia en sí y su trasfondo, y las implicaciones sociales, merece muchísimo la pena ser leído. Altamente recomendable. Dichoso sesgo de confirmación.

jueves, 4 de marzo de 2010

'El pornógrafo emprendedor'

Del libro 'El pornógrafo emprendedor' me atrajo inmediatamente su subtítulo, «Aventuras empresariales de un ejecutivo que casi triunfa», y no tanto el que versara sobre —supuestamente— pornografía. Si de mí dependiera, como potencial consumidor pornográfico creo que la industria del sexo no habría llegado a florecer demasiado. Pero hay mucho adolescente en cada generación, y mucho adulto que con algo ha de llenar el espacio de tiempo que hay entre dos temporadas de fútbol. De otra forma no tendría mucho sentido la cantidad de millones que mueve el género en cuestión. Tan importante como para decidir hacia dónde se inclinaba la balanza en la guerra de los formatos de alta definición.

Lo compré en el mismo sitio y al mismo tiempo que 'Alta diversión', y no me lo pensé mucho por ese «casi triunfa». Estoy un poco harto de todos esos libros que te venden milagros para hacerte rico, hacer mejor las cosas y, en definitiva, tener una fama que no te cabe ni en la casa ni en la cartera y que, al fin y al cabo, nunca sirve para nada. Pues si fuera tan fácil hacerse rico, todo el mundo lo sería. ¿No?

Gavin Griffiths saca rédito y se lucra escribiendo sus aventuras y desventuras siendo un emprendedor que se embarca en la industria pornográfica para demostrar que él también puede hacerlo (emprender). Y he de decir que en general el texto resulta ligeramente entretenido y ameno, pues escribir lo hace bien y de forma adecuadamente graciosa para lo que intenta transmitir: que la cosa no terminaba de cuajar y que no lo estaba pasando nada bien. Más se nota el buen humor al principio, con un arranque cargado de energía, a la par que de buenas intenciones, y que dura unas treinta o cuarenta páginas. A partir de ese punto la narración va decayendo y llega a aburrir un poco durante buena parte del texto, no consiguiendo mejorar demasiado hacia el final. Gracioso, repetitivo y predecible en un ochenta por ciento.

En primer lugar, no creo que el emprendedor sea mejor que los demás. Creo que el término debería ser tratado como una especie de mal, no como un término de admiración. Está demostrado que muchos emprendedores muestran tendencias levemente psicópatas, y que a menudo el motivo de trabajar para uno mismo es que este tipo de trabajo ofrece una vida comparativamente libre de disciplina externa. Además de hacer pedacitos a sus compañeros de instituto y de guardarlos en el congelador para reírse de ellos, la otra cosa que no gusta para nada a los psicópatas es la disciplina externa, ya sabe.

No significa que no tenga párrafos memorables, que los hay, ni que por ser menos humorístico tenga menos valor. Al final es un texto que intenta explicar y transmitir, en tono intencionalmente cómico, que emprender, intentar y fracasar no tiene por qué ser tan malo, después de todo; pues hasta de los errores habremos de aprender. Y que no hay peor fracaso que no intentarlo por miedo a fallar.

Un libro que si bien resulta ameno unos ratos e instructivo en otros, muchas veces coincidiendo, no deja de ser otro libro del montón, cuya principal característica original no es el de venderte el milagro crecepelo del siglo XXI, hacerse rico de la noche a la mañana, sino el de animar a cualquiera a intentarlo pese a que, con casi toda seguridad, acabará fracasando.

Recomendable para aquellos que ya hayan vivido la experiencia y quieran verse identificados en las penurias de un ajeno (mal de muchos…). O que no tengan nada mejor que leer. Para el resto, hay muchos libros que merecen más la pena el tiempo a invertir.

miércoles, 3 de marzo de 2010

DSLs imperativos contra declarativos

      The difference is really in the intention. Imperative DSLs usually specify what to do, and declarative DSLs specify what you want done.
      — An imperative DSL specifies a list of steps to execute (to output text using a templating DSL, for example). With this style, you specify what should happen.
      — A declarative DSL is a specification of a goal. This specification is then executed by the supporting infraestructure. With this style, you specify the intended result.

Building Domain Specific Languages in Boo
Ayende Rahien
Manning

martes, 2 de marzo de 2010

Interfaces elocuentes versus DSL

Fluent interfaces are usually useful only during the development process. A fluent interface is probably a good choice if you intend to use it while you write the code, because you won't have to switch between two languages and can take advantage of the IDE tooling. In contrast, if you want to allow modifications outside development (for example, in production), a DSL tends to be a much better choice.

Building Domain Specific Languages in Boo
Ayende Rahien
Manning

La claridad es más importante que la brevedad

But while code may be unambiguous to a computer, it can certainly be incomprensible to people. Understanding code can be a big problem. You tend to write the code once, and read it many more times. Clarity is much more important than brevity. By ensuring that our code is readable, clear, and concise, we make an investment that will benefit us both in the inmediate future (producing software that is simpler and easier to change) and in the long term (providing easier maintainability and a clearer path for extensibility and growth).

Building Domain Specific Languages in Boo
Ayende Rahien
Manning

El buen gobernante

Aunque no será norma, hoy me permito copiar toda la columna The End que leí hace unos días.

      El buen gobernante es aquel que sustituye el apego al poder por la obsesión para resolver.
      Gobernar es saber anticiparse a los problemas, y jamás y bajo ningún concepto negarlos, diluirlos o, lo que es más grave, crearlos.
      Gobernar no es ir esquivando los problemas heredados con sonrisita de "yo no he sido", sino con la entereza del "eso yo lo voy a arreglar".
      El buen gobernante jamás puede prometer lo que desconoce si se podrá hacer. Tiene que sustituir la efímera grandilocuencia por el sensato realismo, porque quien gobierna jamás puede engañarse ni engañar.
      El buen gobernante debe tener una clarísima conciencia de que, para repartir, antes hay que crear; por eso, sus anhelos para construir una sociedad más justa deben ser simétricamente paralelos a los de promover una sociedad más rica.
      El buen gobernante no va regalando a otros los recursos de sus ciudadanos, sino que los utiliza como semillas para crecer, resolver y enseñar a pescar en su propio país.
      El buen gobernante entiende el inmenso valor de una buena relación con otros líderes y es capaz de despertar en ellos una admiración hacia su persona, no solo hacia el cargo que ejerce.
      El buen gobernante es aquel que sabe rodearse de gente tanto o más potente y sabia que él, porque entiende que su gran fuerza empieza por la de su propio equipo.
      El gran gobernante es un gran soñador que siempre está muy despierto.

El buen gobernante
Ángela Becerra
Columna "The End"
Periódico ADN
Miércoles 17 de febrero de 2010