jueves, 24 de febrero de 2011

De hamburguesas, externalidades, urgencias médicas y aprendices de periodismo

Sigo El blog salmón desde hace bastante tiempo. De forma general, me gustan los apuntes y artículos que aparecen en él. Para un absoluto lego en Economía, lo que escriben los redactores del blog me resulta inteligible. Lo que ya es todo un logro hacerme entender a mí este tipo de cosas. Como en todas las publicaciones en las que escriben varias personas, los hay mejores narrando y explicando y los que no son tan buenos. Incluso los hay que, a veces, cometen pecados capitales en la forma de dar la noticia. Entiendo que hay una distancia abismal, casi cósmica, entre El blog salmón y el que yo escribo. Éste mío, no deja de ser una forma de distensión personal que a veces se convierte en desahogo y, precisamente por no aspirar a nada más, salgo en mi propia defensa y exclamo que yo me permito equivocarme. Empero, hasta la fecha he visto al blog salmón como una publicación de divulgación económica de calado más bien superficial (en el sentido de nada de conceptos abstrusos y de difícil comprensión) y con un espíritu más bien periodístico de corte divulgativo. Por eso creo que resulta imperdonable tropezar con un titular del estilo 'Papá Estado no quiere que comamos hamburguesas'. El titular en sí ya busca la burla y mofa, al desprestigiar el Estado como valedor de los derechos y como vigilante de los deberes de todos los ciudadanos presentándolo como la caricatura arquetípica de papá sabelotodo. De hecho este es el tono del propio artículo, aduciendo que el Estado, al pecar de exceso de celo, no deja desarrollarnos como personas capaces y responsables. Pero nunca debemos olvidar que esa es precisamente la función del Estado: velar por el bienestar de la mayoría sin discriminar a las minorías. Flaco favor le hace un titular, del que ya se espera poca objetividad, a una publicación divulgativa como El blog salmón.

En sí, la misma idea de que se nos debe dejar solitos porque somos altamente responsables daría para escribir varios cientos de libros, y es lamentable comprobar que las evidencias demuestran justo lo contrario (a la necesidad de tanta legislación y prohibición me remito; y al contexto de una crisis monumental me acojo). Pero tranquilos, no pretendo eso. De hecho no soy periodista y tengo serias dudas de que pudiera escribir siquiera un artículo siguiendo las pautas adecuadas para exponer mi punto de vista de forma contundente. Sin embargo me centraré en algunas de las ideas que saco de la lectura del artículo sobre Papá Estado y expresaré mis propias opiniones al respecto. Pero lo más importante, contaré una anécdota que me hizo recordar este asunto y las implicaciones sanitarias de la ingesta masiva de carnes, carbohidratos y grasas saturadas.

No termino de entender la discriminación que hace el autor entre externalidades de unos productos de consumo como el tabaco y el alcohol frente a las hamburguesas. Que yo sepa una externalidad [1] es una consecuencia, esperada o no, que afecta a una persona/entidad distinta a la que realiza la operación económicamente ponderable. El caso típico en estos últimos tiempos es el del tabaco, cuyo humo afecta negativamente también a los que no fuman. Y esa es mi primera sorpresa al respecto. Que yo sepa las hamburguesas, y el consumo generalizado de comida basura, tiene bastantes externalidades. Sin embargo, como las del tabaco, valorar objetivamente, si cabe, la externalidad negativa pasa primero por establecer una escala cuantitativa que permita medir el impacto del consumo de hamburguesas (como arquetipo de comida basura). No olvidemos que para comprender hay que medir, y que en el caso de este tipo de productos, donde las externalidades más visibles se identifican como síntomas de empeoramiento de la salud, hay que pasar primero por los gastos sanitarios [2] para poder saber qué significa una conducta perniciosa en euros para el bolsillo de todos los contribuyentes. Siguiendo este mismo esquema, parece que los costes sanitarios derivados de la obesidad ascienden a casi el 7% del presupuesto sanitario español [3] —que me permito recordar una vez más que sale del bolsillo de todos—. Tan solo la mitad del que supone el tabaco (en los artículos referidos a pie de artículo se estima en un 15%). Vamos, que por mucho que sugiera el autor que no hay externalidad, al menos en costes económicos, yo no lo veo así.

Y eso que sólo estamos atendiendo a las externalidades como el coste sanitario conjunto derivado. También podríamos aducir la cantidad de metano que expulsa el ganado en forma de peos y que, se sabe, es uno de los gases de efecto invernadero. Sin contar la deforestación del Amazonas para crear zonas de pasto o de cultivo que alimente a las vacas [4]. La próxima vez que te comas una hamburguesa, piensa en todo el mal que te estás haciendo a ti mismo y que estás haciendo al Planeta.

Sin embargo, parece que siempre enfatizamos en este tipo de cosas el aspecto económico directo —o no tan directo, dado que hay que pasar por los gastos públicos en salud—. Pero hay otros muchos que se dejan en el tintero y que no podemos incluir de forma clara. Creo que no hay que demostrar que un exceso de consumo de hamburguesas (y resto de familiares de las comidas rápidas) contribuyen a la obesidad y que, ésta, es uno de los factores de riesgo de enfermedades coronarias. Y aquí es dónde se dispararon mis recuerdos leyendo el artículo que se queja del exceso de vigilancia del Estado. Mi madre lleva trabajando para el Servicio Canario de Salud una barbaridad de años. Yo diría que se aproxima a las tres décadas. Como persona inquieta [5] voluntariamente ha cambiado de servicio cada cierto tiempo. Ha trabajado varias veces en los servicios de urgencia hospitalarios y siempre llegaba a casa agotada por la mañana después de una noche especialmente complicada. A veces, también, reflejaba tristeza. En una de estas me contó que en esa noche habían tenido que dejar morir a un chico que había tenido un accidente de tráfico. Probablemente hubiese sobrevivido si se le hubiese atendido cuando llegó, pero el personal de urgencias estaba dimensionado para atender dos casos de reanimación al mismo tiempo. Antes de que llegara el chico lo había hecho el culpable del accidente de tráfico (y que a ese no se podía salvar) y un hombre de setenta y pico, posiblemente ochenta, que había sufrido una parada cardiaca. Así que mi madre, y supongo que el resto de personal sanitario que había allí, sabían que no podrían hacer nada por aquel chico de veintipocos años que se moría en una camilla, mientras se salvaba la vida una vez más a un viejo que ya había sufrido varios infartos y se hacía lo imposible por reanimar al borracho que se pasó al carril contrario. Todo porque impera una ley objetiva y que evita tomar decisiones morales: el primero que llega es el primero en ser atendido. Hablo de casos de vida o muerte, por supuesto. Este tipo de situaciones no eran comunes, tal vez mi madre habrá presenciado unas pocas decenas a lo largo de su vida profesional en los servicios de urgencia, pero evidencian lo que la palabra Economía significa: la gestión de recursos escasos. Es impensable disponer de infinitos recursos para atender casos de urgencia. Tampoco tiene sentido exigir que tendría que haber tres equipos de reanimación en lugar de dos, porque resultado similar se produciría si llegan cuatro afectados al mismo tiempo. Siempre habrá alguno que dejar atrás. Amén de que no tendría sentido mantener equipos que no se aprovechan la mayor parte del tiempo… De eso va la Economía, sí.

La obesidad es una epidemia reciente. Aún no es probable que estas situaciones extremas se presenten en breve. Pero me imagino cómo sería si el afectado por el infarto hubiese sido un consumidor constante de comida rápida. Haciendo un ejercicio de proyección imaginativa, me veo a mí mismo en el pasillo del servicio de urgencias, moribundo, esperando mi turno. Tal vez al igual que el chico de la anécdota de mi madre, un accidentado inocente. Como en los cuentos fantásticos tipo 'La dimensión desconocida', en los momentos de angustia previos a la muerte se me presenta la oportunidad de salir de mi cuerpo y pasearme por los pasillos para ver lo que allí acontece. Una experiencia extracorpórea para contemplar por última vez a los amigos y familiares que esperan desolados o que van llegando preguntándose por qué ahora y por qué a mí. Me meto en los quirófanos y ahí veo a equipos de profesionales consagrados en intentar salvar la vida a otras dos personas. Me acerco y veo que ambos son también jóvenes, pero bastante obesos. No sé cómo, pero sin conocerlos sé quiénes son. Uno es abogado y el otro es profesor de Literatura en un instituto. Más o menos tienen mi edad, tal vez unos años más; pero son relativamente jóvenes. Ambos sufren ataques de corazón y han tenido vidas sedentarias hartas de comida grasa que les han tupido completamente las arterias. Sobrevivirán y, hasta ahí llegan mis poderes de videncia recién concedidos, volverán a comer hamburguesas pasados unos meses. La comida rápida es adictiva, siempre han dicho. Uno de ellos morirá en dos años de otro infarto de miocardio. El profesor sufrirá un infarto cerebral en cinco años y necesitará asistencia el resto de su vida. En esa parte de su existencia su dieta será controlada por el asistente personal y bajará treinta kilos. Vivirá otros quince años en silla de ruedas. El ser humano no es racional, por mucho que se grite a los cuatro vientos, me digo. Se acaba el tiempo, y soy consciente de que una de esas mesas, y uno de esos equipos de profesionales, podrían estar ocupados por mí y conmigo si apenas hubiese llegado unos minutos antes. Es la lotería de la vida. Y la de la muerte.

Tras esta pequeña licencia novelesca, me pregunto si las externalidades están tan claras. ¿Sería lícito que el equipo médico dejase a un viejo (o a un obeso) morir en favor de otro más joven que tuviera más probabilidades de vida y, lo que es más importante, mayor esperanza de vida? ¿Se debería penalizar al que no ha sido racional? ¿Cómo le explicarías a la familia del joven que no ha podido ser atendido porque ya se atendía a dos personas que han demostrado toda su vida poco apego por su salud y que los recursos asistenciales de urgencia son limitados? ¿No tendría más sentido hacer todo lo posible para evitar llegar a esta situación, tal vez improbable aunque no imposible? Desconozco si poner impuestos a la actividad de venta de hamburguesas sería una solución práctica. A la sazón, siento que los incentivos externos (positivos o negativos) no suelen ofrecer los resultados óptimos. O tal vez no habría que penalizar exclusivamente a los comerciantes. Tal vez habría que atacar a los racionales consumidores. Siempre he escuchado que la medicina preventiva es mucho mejor que la terapéutica. ¿Qué tal un sobre impuesto a las personas que no cuiden su salud? A fin de cuentas, una operación de corazón y el tratamiento médico posterior, puede suponer más de lo que cotiza una persona durante toda su vida a la Seguridad Social. Lo que falta para mantener en marcha el sistema y la vida de esa persona lo ponemos del bolsillo del resto de las personas. Tal vez no estaría de más prevenir y hacer que las personas que menos se cuidan paguen un poco más que el resto. Ya se sabe que no hay nada que nos haga más racionales que aquello que nos cuesta dinero. Al menos esa es la base de la Economía actual neoliberal: la absoluta base racional de todas nuestras decisiones económicas. Aunque los impuestos al tabaco demuestran todo lo contrario. Nunca se consiguió desinsentivar su consumo.

En fin, que de todos los defectos del artículo de el blog salmón, y de su joven redactor —porque le supongo la vehemencia y la inocencia de la juventud—, el recurso defensivo en base a la capacidad racional del ser humano es el peor de todos. Ya nos lo demostró Dan Ariely: Somos básicamente irracionales [6].



[1] Se puede consultar el significado tanto en la Wikipedia, http://es.wikipedia.org/wiki/Externalidad, como en el repaso de conceptos de Economía del propio blog salmón, ¿Qué son las externalidades?
[2] Rebuscando en la Red hay muchísimos artículos sobre el coste sanitario del tabaco. Por ejemplo:
[3] ¿Cuál es el precio de la obesidad?, artículo algo viejo que aparece en MedicinaTV, pero que parece confirmar uno más actual, El gasto sanitario por obesidad supone en España casi 5.000 millones de euros, aparecido en El Confidencial el 14 de noviembre de 2010.
[4] En el artículo Las vacas se parecen a los coches más de lo que se cree, del 1 de abril de 2007, la FAO estima que la industria cárnica es responsable de un 18% del total de emisiones de gases invernaderos al año. Casi igual que las emisiones en Europa para el transporte (21%).
[5] Sospecho que mi propia (y desesperante) inquietud es heredada al 50% de mi madre y el otro 50% de mi padre.
[6] El libro 'Las trampas del deseo', mi reseña, cuyo título original es 'Predictably Irrational', nos enseña que somos, menos racionales, todo lo que se nos pueda ocurrir. Pero sí predecibles dentro de esa irracionalidad.

miércoles, 23 de febrero de 2011

'La ciencia y la vida'

Imitando al genial Eugenio [1][2], aquel fantástico humorista catalán que siempre llevaba gafas tintadas, que nunca sonreía y cuyo mayor defecto era andar siempre fumando en sus actuaciones, empezaré la entrada de hoy con un «¿Saben aquel de dos tipos que se reúnen en lo alto de la montaña, en un hotel de todo lujo, para hablar de lo humano y lo divino y del sexo de los ángeles?».

Y un poco con esa idea —o regusto, para los que prefieran el sentido que da sabor a la vida— me he quedado tras leer 'La ciencia y la vida', de Jose Luis Sampedro [3][4] y Valentín Fuster [5]. Durante todo el libro estos dos eruditos se enfrascan en discutir muchos de los síntomas adversos de una sociedad que va cayendo en una espiral, casi como el efecto de Coriolis, yéndose por el retrete. Y ahí se queda casi todo el texto: En una descripción, más o menos apasionada, de todo aquello que ya sabemos todos. Al menos todos los que podríamos estar interesados en escuchar a dos librepensadores como Fuster y Sampedro. Particularmente creo que este libro ofrece una clara experiencia de sesgo de confirmación [6], ya que aquellos que tenemos la creencia de que las cosas no funcionan abrazaremos con entusiasmo los enunciados de los conversadores, mientras que aquellos a los que les trae sin cuidado todo les parecerá igualmente absurdo que estos dos se pongan a charlar de aquello que no resuelve nada.

Para mí ese ha sido principalmente el problema de este libro: Muy bien que se identifiquen los problemas, pero a la hora de proponer soluciones yo lo veo bastante flojo. Leyéndolo tuve la sensación de asistir, retrotrayéndome al pasado, a una de esas apasionantes discusiones que manteníamos en el patio del instituto, en la cortísima media hora del descanso o recreo, sobre lo moral, lo ético y lo estético de este mundo y esta sociedad, con el prisma del quinceañero rebosante de hormonas, pero que en el fondo no aportaba soluciones al problema. Lo mismo que los autores, pero ellos cobrando y además haciéndolo en un contexto de naturaleza que mata de envidia. Como tuve oportunidad de aprender por mí mismo en mis años de universidad, leer en voz alta el problema de cálculo diferencial del perro y la cuerda, en primero de Informática, no hacía que se resolviera sólo.

     —¡Ah, ahí está la trampa! Es que si no hay normas no hay libertad.
     —Pero, la distinción que haces entre lo que es orden natural y lo que no, enlazado con la libertad individual…
     —Mira, lo de las normas y la libertad está muy claro. Te lo explico con mi metáfora de la cometa. La he repetido muchísimo y suele resultar esclarecedora. La cometa vuela porque está atada. Fíjate bien, si tú coges una cometa y la tiras al aire sin más, no vuela; en cambio si está atada, la cuerda permite la resistencia contra el viento y la cometa vuela. Vuela porque está atada, ¿entiendes lo que quiero decir? Y la cola de la cometa tiene mucha importancia, de la cola depende muchísimo la posibilidad de vuelo, de equilibrio.

No digo, ni muchísimo menos, que la lectura de este libro sea inútil. Nada más lejos de la realidad. Simplemente argumento que, para tener un título tan apetitoso, y unos autores tan dignos de ser considerados como sabios, el libro peca de bastante ingenuo, tal vez incluso infantil, en cuanto a expectativas y resultados. En cualquier caso, reconozco que de su lectura he sacado algunas reflexiones interesantes, unas pocas ideas importantes y el conocimiento de anécdotas curiosas. Por lo demás no deja de ser un libro que bien se podría dejar de leer. Hay muchos artículos de Jose Luis Sampedro que versan sobre lo mismo y que tienen mucha más enjundia. A causa de estos artículos es que me lancé a leer sus libros, siendo éste el primero.

Este volumen es uno de esos casos en que el reclamo de «best seller» está más justificado por sus autores que por su contenido. En mi opinión, mejor no leerlo. Salvo que seas un incondicional de Sampedro o Fuster, en cuyo caso no tengo nada que objetar.


1. Entrada en la Wikipedia que habla sobre Eugenio: http://es.wikipedia.org/wiki/Eugenio_(humorista).
2. Uno de tantos chistes que se pueden encontrar en la Red; en particular en YouTube: http://www.youtube.com/watch?v=wU-lA7gpu3E. La gracia de tantos chistes malos estaba siempre en cómo los contaba.
3. Entrada en la Wikipedia que habla sobre Jose Luis Sampedro: http://es.wikipedia.org/wiki/José_Luis_Sampedro.
4. Una de tantas entrevistas a Sampedro que se pueden encontrar en la Red; en este caso en YouTube: http://www.youtube.com/watch?v=EmWdDjvALHE. Me quedo con una de sus frases: «Soy un aprendiz de mi mismo» y todo lo que ello implica.
5. Entrada en la Wikipedia sobre Valentín Fuster: http://es.wikipedia.org/wiki/Valent%C3%ADn_Fuster_Carulla.
6. Mucho he mencionado en mis entradas el susodicho sesgo de confirmación, uno de los prejuicios cognitivos que más intervienen en las discusiones, muchas veces estúpidas, que mantenemos. El artículo de la Wikipedia se puede consultar en http://es.wikipedia.org/wiki/Sesgo_de_confirmación.

lunes, 21 de febrero de 2011

De ceniceros sin tabaco

Recientemente he pasado una semana en Madrid. Lo tenía programado desde hace tiempo. El objeto era pasar un tiempo con los amigos que allí dejé [Lo que sí echaré de menos], aunque finalmente intenté colar algún momento de búsqueda activa de empleo. Así que salvo por el fin de semana, que lo pasé en casa de unos amigos, desayunos, almuerzos y cenas los dediqué a unos u otros, en un punto de Madrid u otro, pero en todos los casos el evento en cuestión ocurría en alguno de los cientos de sitios que hay para comer en esa ciudad. Muy —tal vez demasiado— entretenido he estado en estos días como para pensar en otras cosas, pero hay algo de lo que me percaté enseguida: ¡Ya no salía apestando a tabaco de los locales! Se podía hablar, se podía respirar, a veces estaban llenos los sitios, otras no, pero era una gozada no tener que pensar que al día siguiente tendrías que ponerte ropa nueva porque la del día anterior era poco menos que veneno radioactivo. Retrospectivamente visto, llevé más ropa de la necesaria por un miedo infundado. El mismo pulóver te lo podías poner varios días y aún seguía resultando digno ponérselo.

Había una imagen que se repetía en cada local y en cada mesa: el cenicero que allí había, cuando lo había, ya no era para las cenicas ni las colillas de cigarros.


Cierto es que a los madrileños aún les queda aprender que los cigarros hay que apagarlos al tirarlos al suelo. Deben pensar que lo natural es dejarlos que se extingan por sí solos, o les dará lástima que algo que les produce tanto placer deba ser pisoteado para no seguir contaminando los pulmones del resto de los mortales. También deben entender que ya que tienen que fumar en la calle no deben apiñarse como los defensa de un equipo de fútbol ante el tiro de una falta directa impidiendo que el resto pueda entrar al local; o que lo haga a través de una nube tóxica. En cualquier caso, por mucho que les duela a los fumadores, y a su dignidad como los nuevos perseguidos y parias de la sociedad, Madrid es una ciudad mejor, mucho mejor, desde que los ceniceros de los locales no sirven para mantener las cenicas de esa droga legal que tanto mal hace. Y, particularmente, no parece que haya afectado tanto a la restauración. Al menos comparado con una de las últimas veces que fui [Los hedores de Madrid].

Otra de las particularidades de esta visita ha sido poder pasear por las mañanas en días entre semana. La ciudad, en realidad la zona centro cercana a Sol, que es por la que yo suelo moverme, es bastante distinta en calidad y cantidad del movimiento que hay por sus calles comparado con las tardes y las noches. En realidad únicamente lo pude hacer un día, pero protagonicé mi versión particular de 'Los lunes al Sol' —en este caso el viernes—. Me llegué hasta la plaza que hay en Ópera y me senté en uno de los nuevos bancos que han puesto allí a leer durante dos horas, recibiendo los agradables rayos del astro rey en el cogote, ajeno al resto del mundo. Un lujo como pocos.

La puntilla a esta estancia la puso vernos en mitad del jaleo frente a la entrada de Ópera. Una de mis características personales es vivir casi completamente ajeno a los medios de desinformación establecidos, así que desconocía que en la noche de domingo se celebraban los Goyas. Mi mujer y yo nos dejamos imbuir por el espíritu español con alto porcentaje de morbosidad y nos quedamos allí disfrutando de los coros de protesta contra la Ley Sinde. Para el acto habían elegido usar la máscara de 'V de Vendeta'. Muy oportuno. Y muy entretenido escuchar los abucheos cuando pasaba la ministra de censura cultura.

El único punto negativo lo sufrí en modo de tendonopatía en el hombro. El primer día, de camino al hostal, no debí tirar de la maleta como lo hice. Al principio fue una simple molestia insignificante. Durante el transcurso de los días el dolor se incrementaba. El sábado por la mañana acudí a urgencias porque no podía mover el brazo y no encontraba una posición aceptable para dormir. La sensación era parecida a tener una aguja dentro del hombro. Cualquier movimiento que supusiera extender o girar el brazo producía una descarga de dolor que me recorría el cuerpo. Horrible. Por suerte, con la medicación adecuada, la cosa se fue encauzando en pocas horas y, en el momento de escribir esto, apenas es una molestia que me acompaña en algunos momentos del día. En fin, algo nimio si lo comparamos con la gran ventaja de una ciudad donde ya se puede comer en cualquier sitio sin que el tolete de turno que come al lado decida que lo mejor que te puede pasar en la vida es tragarte el humo que antes ha pasado por sus pulmones. Madrid es una ciudad mejor, sin duda. Y los ceniceros habrán de llorar la pérdida. Pero el resto, los verdaderos ciudadanos que sabemos el correcto significado de conviencia y del valor de una sociedad construida sobre el respeto mutuo, aplaudimos con alegría esa pérdida.

sábado, 5 de febrero de 2011

Silogismo incuestionable, lógica indiscutible

Todos los hombres son mortales. Sócrates era mortal. Por lo tanto, todos los hombres son Sócrates. Lo que significa que todos los hombres son homosexuales.

Woody Allen
Citas en sobres de azúcar

viernes, 4 de febrero de 2011

'El oficinista'

Alguna vez he contado que tiendo a ser inmune a las autopromociones grandilocuentes que aparecen en las portadas de los libros rezándose como ganadores de algún premio. Lo mío es sentirme atraído por el título o, cuando menos, por la portada y el resumen ejecutivo que suele haber en la contraportada. De seguir estos principios nunca me hubiese lanzado a comprar 'El oficinista' por voluntad propia. De hecho no lo hice pese a que lo tuve alguna vez entre mis manos al poco de publicarse. Pero mi padre, que suele dejarse caer con algún libro inesperado en ocasiones especiales, me lo regaló.

Y menos mal, porque de no haberlo hecho hubiese perdido la oportunidad de leer un libro realmente magnífico. Me sentí atrapado desde la primera página por un universo oscuro y tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo de untar mantequilla. Es apasionante, a veces casi en modo enfermizo, la forma en que esta novela de ficción es casi un reflejo, en proyección sobre una topología no euclidiana, de las miserias existenciales de muchos de nosotros mismos. Sin ser, eres. Y sin padecer, sufres. En sí mismo, el universo creado en esta novela es la constatación y recordatorio constante del puedo pero no consigo, o del quiero pero no tengo. Como si de un juego de oca perverso, y tirando porque me toca, es un retrato del miedo a los miedos. Real como la vida misma, pero ambientado en un cosmos sucio y turbio donde lo peor de nosotros mismos se maximiza para dibujar aquello que fue antes y que podría volver a pasar. Es, en resumen, una historia que magnetiza la atención y que captura la consciencia. No puedes, al menos ese fue mi caso, parar de leerlo hasta que lo terminas.

     El ejercito controla el ingreso a la boca del subte. Le piden el documento, lo palpan. Lo último que falta es que lo confundan con un guerrillero y lo carguen a un centro clandestino de detención, lo torturen y después lo tiren al mar desde un avión. Es que hoy en día no se puede saber quién es un subversivo y quién un ciudadano común. Le devuelven el documento. Puede pasar. Cuenta las monedas para el viaje. Toda su vida contó monedas. Si fuera rico, ya renunciaría al empleo, abandonaría la familia y, por supuesto, huiría con la joven. Le regalaría un implante odontológico. Cuando piensa, como ahora, en la fortuna, se ilusiona con un golpe de suerte o de arrojo. A través del azar o del robo. La lotería o un desfalco. En su caso, reflexiona, la suerte estuvo siempre en su contra y la tentación del robo no pasó nunca de una fantasía desesperada.

Aún compartiendo origen lingüístico, el dialecto algo distante y particular del autor hace que uno navegue por la narración con el encanto de aquello que viene de ultramar. Con un lenguaje casi periodístico, a veces cantarín, Guillermo Saccomanno, hasta hoy extraño para mí, ha conseguido que mi imaginación baile al son de sus palabras. 'El oficinista' es un libro, casi un cuento de terror sin miedo, que debería ser leído y que, por tanto, consigue entrar por méritos propios más que válidos, entre aquellos que, en mi ilusa creencia de tener capacidad de crítica, merecen la calidad de must read. Si no lo has leído ya, no pierdas la oportunidad.

martes, 1 de febrero de 2011

A vueltas con el «gratis»

Leyendo la estupenda entrada de ladrona de calcetines [Escritores, tomates, actores, Rolex y leyes], voy a parar al último artículo de Fernando Savater [Los colegas de 'Mad Max'] que, ya en su título y de forma casi constante en sus párrafos, parece recurrir a la forma de la ofensa o del menosprecio de aquellos que opinan lo contrario y se enfrentan a las tesis defendidas por la industria y sus valedores o paladines del Ministerio de Cultura y su cohorte de creadores. Que, empero, prefiero ser colega de 'Mad Max' a ser su enemigo. Al menos él era el héroe en un mundo decadente. Nunca se llegó a explicar, que yo recuerde, cómo acabaron en ese estado. Diría que en algo tuvo que intervenir la degradación industrializada de la cultura para llegar a esa situación.

No voy a opinar en sí sobre el artículo pues creo que lo dicho por Javier resume, mucho mejor de lo que yo podría hacerlo, las sensaciones que produce la lectura del ideario de Savater. Simplemente añadiría a las palabras de Javier, en mi línea y de producción particular, que Amador debe estar bastante asqueado con la forma de argumentar tan poco ética de otro defensor que confunde industria con cultura y que enmascara derecho de explotación dentro de propiedad intelectual.

No, lo que me trae nuevamente por aquí es la reiterada, abusada —y a veces creo que malintencionada— idea del todo gratis y de que a lo gratis nos apuntamos todos. Algo que ya empieza a tocarme algo las narices. Y me sorprende que un filósofo, supuesto experto en Ética, se preste a fomentar una idea errónea. En realidad no hay nada, absolutamente nada de nada, gratis. Todo, absolutamente todo, tiene algún coste. No existe un solo acto cósmico, en su vertiente más filosófica o metafísica, que no tenga consecuencias. Pero si a dinero nos remitimos en primera aproximación, la cosa se resume fácilmente en unas pocas preguntas: ¿De dónde sale el dinero con el que se paga a esos mismos senadores y diputados que hacen leyes para censurar Internet? ¿Quién pone el dinero para las cenas en que se reúnen los defensores de los derechos de autor explotación con la intención de afinar el discurso? ¿Y esas subvenciones astronómicas que se otorgan a películas y directores de, seamos comedidos, dudosa calidad y, simplemente, porque son amigos (o la propia ministra)? [Sinde subvenciona su propia película con un millón de euros]. Tiraré de hemeroteca a ver si encuentro alguna acusación del señor Savater al respecto de un comportamiento ético un tanto disoluto.

Trantándose de dinero, nada de lo que hacen nuestros representantes políticos, nunca olvidemos que supuestamente elegidos por el pueblo, resulta gratis. Sí, eso mismo, hay una cosa que se llama impuesto —independientemente del adjetivo o sobrenombre que le queramos poner— y que escrupulosamente debemos pagar todos y cada uno de nosotros. Salvo que haya corrupción, ya sea en forma de trajes de miles de euros o de maletines cargados de dinero bajo la mesa, ese mismo IRPF, ese IGIC o IVA y todos esos impuestos municipales que llegan de forma sigilosa al buzón, es el dinero que permite mantener la maquinaria, algo defectuosa y viciada, del Estado de Bienestar y, de paso, es el que paga las dietas de los diputados, que mantiene a un Ministerio de Cultura obcecado en llevar la contraria a la mayoría de los ciudadanos que se oponen a una ley de muy dudosa funcionalidad y, aún más grave, haciendo oídos sordos a la petición de un diálogo entre todas las partes. Así que, para empezar, me gustaría saber cuánto dinero de la Tesorería del Estado se lleva invertido en sacar para adelante una ley que, repito, no va a servir para nada o, cuando menos, no va a servir en la forma e intención en la que se encuentra redactada ahora mismo. No voy a negar que, en este caso, los impuestos los pagamos tanto creadores como consumidores, pero hay temas más importantes en los que dedicar esfuerzo ahora mismo. ¿Qué tal invertir más en investigación y desarrollo para que Merkel no lo tenga tan fácil a la hora de llevarse a toda una generación de futuras promesas? [La Embajada de Alemania informa de los requisitos para trabajar]

Pero, aunque al final todo esto se resume en que los intermediarios quieren ganar más y más a toda costa aferrándose a un modelo de negocio que tiene los días contados, incluso hasta el punto de que un troglodita como Alejandro Sanz tenga la feliz —más bien enfermiza— idea de comparar propiedad intelectual con los niños con SIDA [Alejandro Sanz 'compara' a los niños de África con SIDA con la propiedad intelectual] o cuando un tal Gerardo Herrero compara a la ciudadanía con los traficantes de cocaína [«Alex de la Iglesia ha perdido la cabeza con el Twitter»], no sólo en dinero medimos los costes. O mejor dicho, es un error inmenso medir las cosas exclusivamente en dinero. Aunque nuestra cultura tradicional cristiana lo haya fomentado Papa tras Papa. Lo que está haciendo el Gobierno, en la persona de la ministra González-Sinde, es darle otra puñalada a un modelo de Estado de Derecho ya en sí bastante tocado e hipotecar la confianza en el modelo actual de libertades en España. Porque, ¿cuánto vale realmente la confianza de los ciudadanos en el funcionamiento de los valedores de la libertad?. En la espina dorsal de la Democracia está la separación de poderes y, al decir tácitamente que los jueces no sirven para velar por los intereses de la industria de la cultura, se está carcomiendo, aún más si cabe, uno de los principios de nuestro modelo de garantías de libertades. El totalitarismo con el que actúan está agrandando la brecha que se abre entre las diferentes realidad (o las percepciones de la realidad). Y ya se sabe la cantidad de inmundicia que se cuela entre las brechas y con qué facilidad se infectan las heridas. Por mucho que guste a miembros destacados —y a muchos subvencionados—, lo que está haciendo la actual ministra es cimentar el futuro sobre un sustrato de pólvora. Por mucha buena intención que se les suponga en la redacción y futura práctica de la ley, ya sabemos que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Aparecerán futuros gobernantes que hagan uso menos lícito, suponiendo que los actuales no tengan otras intenciones ocultas tras tanta energía dedicada, y tanta tesorería malgastada, a velar por los intereses de las productores de las industrias del entretenimiento. Sinceramente creo que el precio que estamos pagando, y el que nos quedará por pagar como sociedad, no vale la pena. Ya lo dije en otra ocasión: La Ley Biden-Sinde es una caja de Pandora que no merece la pena abrir. Y, si las metáforas no son lo tuyo, se me ocurre que el próximo gobierno del PP —¿alguien tiene alguna duda de que nos gobernarán a partir de 2012? ¿Y de que lo hará con mayoría absoluta?—, tendrá un precedente impensable e indiscutible en una democracia para invalidar cualquier investigación judicial y dar carácter ejecutivo a comisiones partidistas que reabrirán las conspiraciones del 11-M [Lo que importa a los andaluces] y taparán con la misma mecánica cualquier investigación de corrupción. Por poner un único —tal vez rebuscado— ejemplo. Pero a ver con qué cara se presenta cualquier otro partido a decirle que eso es ilícito si, como digo, ya se ha sentado precedente.

En general siempre me he considerado más un observador que un activista, pero llega un punto en el que hay que tomar partido. Por ello he decidido firmar la petición de Actuable pidiendo la dimisión de la ministra Sinde [Ministra Sinde: nosotros, los votantes, pedimos tu dimisión]. Te animo a que hagas lo mismo.

Ya, para concluir, refuerzo las palabras del añadido al artículo de Javier en su actualización. Efectivamente, yo soy uno de esos que exijo firmemente la transparencia de un Gobierno sin secretos al tiempo que exijo privacidad en mi servicio de conexión a Internet. Mantener un Gobierno no me resulta gratuito, pagando religiosamente los diferentes impuestos necesarios para mantener esta Sociedad Anónima que es la España postransición. Por lo que exijo a mis empleados, en forma de gobernantes, la máxima transparencia para decidir si tras su mandato los apoyaré o no en su reelección. No se me ocurre a nadie que no exija en cualquier establecimiento garantías de que aquello que están haciendo lo están haciendo bien. ¿O cualquiera de nosotros se sentiría cómodo en un restaurante si supiese que nadie vela por que se cumplan los mínimos de salud? Por eso mismo exijo transparencia absoluta. Y por el mismo principio que hay de fondo cuando pago en un hotel no quiero que pongan en su puerta que me estoy alojando en él, exijo a las operadoras de telefonía y los prestatarios de diversos servicios en Internet —léase Google en este caso— que guarden escrupulosamente privacidad sobre mis actividades. Hago mío aquel dicho que reza «el que paga manda». Y yo pago tanto a unos como a otros. Y si alguien tiene alguna duda sobre la licitud, incluso sobre la legalidad, de mi comportamiento, siempre podrán acudir a un juez para que inicie una investigación al respecto. Hasta entonces exijo que se me suponga el beneficio de la inocencia. Y, de paso, que los gobernantes no malgasten mi dinero dinamitando la sociedad.