lunes, 31 de diciembre de 2012

'Españistán'

Para acabar el año toca revisión literaria. Bueno, en este caso de una novela gráfica, si así se la puede llamar. Por longitud sería más bien cuento gráfico. Aunque para la mayoría será un comic, tebeo o historieta. Sirva igualmente el mismo, su contenido crítico, para reflexión —al menos para intentarlo— de lo que somos y por qué lo somos, y de cómo nuestro pasado se ha escrito y rescrito a base de promesas rotas y mentiras desproporcionadas. Del estilo y categoría de las que lleva un año protagonizando nuestro actual gobierno. Sirva, por tanto, esta propuesta de hoy para repasar lo que somos y por qué lo somos.

Conocí (o más bien, descubrí) la obra 'Españistán' porque alguien —hace ya tanto tiempo que no recuerdo ni quién— publicó en alguna red social —hace ya tanto tiempo que no recuerdo ni dónde— o envió un correo electrónico a alguno de los foros en los que participo pasivamente —hace ya tanto tiempo que no recuerdo ni cómo— conteniendo la URL de un video que, en su momento, como imagino que a millones de otros conciudadanos, me pareció una explicación y crítica magníficas al modelo de crecimiento español de la última década. Hablo del vídeo 'Españistán, de la burbuja inmobiliaria a la crísis' [@ YouTube], de Aleix Saló [1]. El vídeo, que servía de preámbulo e introducción para la historia que se nos cuenta en el comic, me pareció de una claridad pasmosa, de un ingenio aplastante y de una simpleza apabullante. Casi una epifanía de verdades como puños.

Lo que sí recuerdo exactamente es la época o el cuándo —de exactitud aproximada, claro— vi por primera vez el vídeo. Fue al poco de empezar a trabajar en Madrid, cuando dormía en un micropiso de la calle Mayor y tenía todo a un tiro de piedra porque estaba en el maldito centro de la capital. También sé que coincidió con una visita de mi madre a la ciudad para ella consultar fondos de la Biblioteca Nacional en busca de textos antiguos que la ayudaran en la elaboración de su tesis. Por el día cada uno trabajaba en lo suyo, por la tarde noche nos reuníamos para tomarnos algo y charlar un rato aprovechando las tardes infinitas del verano. Nada más ver el vídeo salí disparado a comprar el comic. Pregunté en un par de sitios y en ninguno la tenían. Incluso en una librería me dijeron que no sabían que obra tal existía. Desistí y, pronto, teniendo miles de millones de cosas en la cabeza, lo olvidé. Como me pasa con muchos otros cientos de cosas al día.


Recientemente, en una de esas veces que abro el iBooks en el iPad para leer, pero teniendo el cerebro tan chamuscado que en realidad no tengo ni idea de lo que realmente quiero y acabo navegando por la biblioteca de la iTunes Store de Apple a la caza de algún libro que me resultara interesante, descubrí que estaba esta pequeña obra disponible por apenas unos dos euros y poco. Me faltó tiempo para darle al botón comprar y, excitado por la novedad, me puse a leerla inmediatamente.

Se lee y visualiza en un plis plás. Con una sencillez agradable en los trazos de los dibujos, de esa sencillez que invita a disfrutar de la austeridad en pos de la historia, a la que no quiere restar protagonismo, y por ello ayuda. Sin embargo la historia en sí decepciona. A mí me ha decepcionado. Son todo arquetipos y prejuicios. Cierto que es una simplificación de la realidad. Pero a mí se me antojó vulgar y simplona. No me convenció, lamentablemente. Y mira que el vídeo de promoción/introducción me pareció brutalmente magnífico. De hecho lo he vuelto a ver buscando el enlace para escribir esta entrada y me sigue pareciendo magistral. Pero la novela gráfica es aburrida. Una pena, porque el ingenio del autor es punzante y afilado. Principalmente en el vídeo.

Tampoco creo que sirva como retrato fiel de lo que somos como país, aunque sí que nos debería forzar a reflexionar sobre ello, sobre qué queremos ser. Como decía al principio de esta entrada, es precisamente para lo que debería servir. No es fiel, pero es uno de los muchos retratos que ofrecemos como sociedad. Hay en la historia pinceladas de aquello que buscábamos hace poco y en qué quisimos convertirnos, y cómo morimos de éxito. El reto es reconocer nuestros fallos, sin recurrir a la externalización de las culpas, algo que es demasiado habitual en aquellos que nos dirigen y deberían predicar con el ejemplo, y sacar las fuerzas para cambiarlo. Cada vez hay más gente que sale a la calle queriendo hacerlo. Pero sigue siendo insuficiente. Sin embargo, si hay moraleja en la historia, yo me la perdí por el camino. Bastante plana. Y si uno, yo, recomiendo la reflexión, no es porque la historia me haya sensibilizado especialmente y descubierto una realidad que desconociera hasta este momento; sino porque veo en ella el riesgo de eliminar poco a poco los matices y quedarnos con la imagen burda y tosca que aquí se refleja. Miedo a que de tanto repetirlo finalmente acabemos siendo eso mismo y perdamos el resto de rasgos de nuestra identidad. O miedo a no querer reconocer conscientemente que en realidad siempre hemos sido así. Sea como fuere, sería bueno acabar el año reflexionando sobre qué fuimos, qué somos y qué queremos ser.

Termina hoy, por tanto, el año 2012, que por bisiesto nos ha obligado a sufrir un poco más —aún infinitesimalmente, no deja de ser sufrimiento adicional— como españistaníes. Pero oiga usted, no merece la pena fustigarnos de esta forma constantemente. Y menos en un día como hoy. Aunque resulta muy necesaria la reflexión, en especial para empezar el año que viene con las ideas claras, también deberíamos hacer todo lo posible para acabar el año actual con una sonrisa. Y, a poder ser, emocionados. Mejor aún si es con los nuestros y las personas que queremos. Para eso el vídeo de la última campaña de Campofrío [@ YouTube] puede ayudar mucho. A veces necesitamos que nos recuerden lo buenos que fuimos, lo buenos que somos y, principalmente, lo bueno que podríamos llegar a ser… [2]


[1] Si aún no lo has visto merece muchísimo la pena hacerlo. Altamente recomedable.
[2] Aunque, la verdad, estoy por pensar más en la línea negativa del artículo 'La España de Campofrío nos hundirá en la miseria', publicado en Zona Crítica de El Diario el 20/12/2012. Los éxitos pasados no se venden eternamente y de eso no se come.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Feliz Navidad


Tal día como hoy, justo hace un año, comentaba que tocaba pasarlo en Madrid y que mi mujer decidió acompañarme allí. Fue una buena Noche Buena. En compañía de ella, con una buena cena y disfrutando luego de un rato de televisión antes de acostarnos a dormir. Sin embargo, tal como decía en aquel momento, estábamos los dos solos. Siempre se echa de menos a la familia en estas fechas. Racionalmente sé que estas fechas no implican —o no deberían implicar— nada especial, pero si racionalizamos absolutamente todo sospecho que seríamos seres productiva y perfectamente infelices. Y los jugadores de fútbol se morirían de hambre.

Me voy a permitir un apunte o aclaración: Entiendo por familia a todos aquellos que han estado siempre (o desde que toque) ahí, que siempre te echan una mano en los momentos difíciles y te dan ánimos, que te soportan las calenturas, los desmanes y todos esos momentos en los que deberían espetarte un «mira niño, que te aguante la madre que te parió»; especialmente los que soportan que tengas tus opiniones y, encima, se las des gratuitamente a modo de consejo cuyo valor equivale al que cuesta darlo; y que, en definitiva te sufren como ser humano venido a menos, perdonándote todo lo perdonable y lo imperdonable también. Y que te defienden incluso cuando eres indefendible. En resumen, los que han hecho de tu vida un tránsito más agradable. Así es la familia y con esos quiero pasar estos días. El resto, aunque compartas parentesco hasta tercer y cuatro grado no dejan de ser conocidos.

Entonces, hace un año, no tuve oportunidad de venir a Las Palmas hasta Noche Vieja. Sin embargo este año me organicé mejor y reservé desde enero las dos semanas de Navidad. Finalmente he conseguido, combinando vacaciones y teletrabajo, permanecer aquí hasta después del día de Reyes, uno de los mejores y más genuinos en mi familia. Día en el que nos reunimos todos para partir el roscón de reyes y ver a quién toca coronar ese año. Desde que tengo recuerdos de tal evento juraría que no me ha tocado nunca. Estadísticamente ya empieza a ser un poco coñazo eso, porque siendo más o menos la misma cantidad de participantes año tras año, no me toca tal fortuna. Lo que sí me ha tocado alguna vez es el haba. Para pagar sí, pero para gobernar se ve que no. Es casi una metáfora del día a día que hemos vivido este año (y los anteriores): A pagar impuestos y más impuestos, pero eso de decidir mi futuro en este país va a ser cosa de otros.

En el apartado laboral las cosas mejoraron mucho. El 2011 eran todo incertidumbres de continuidad, aunque acabó el año con mejores perspectivas. Este año, pese a que las incertidumbres ambientales —léanse políticas y económicas de este país— no han cambiado demasiado, y que yo anduve saltando de proyecto en proyecto sin un punto en el que enraizar, tal como esos matorrales del oeste americano que van saltando por el desierto, me lo tomé con mucha más tranquilidad y he continuado haciendo las cosas lo mejor que sabía sin preocuparme si habría otro proyecto en el que engancharme. Las perspectivas para 2013 siguen siendo las de continuidad. Al menos en su primera mitad. Espero que en las mismas condiciones actuales, con mucho teletrabajo. Pero eso ya se escribirá cuando se tenga que escribir. Lo importante es que haya trabajo y oportunidad de seguir mejorando y demostrando que uno es capaz de eso y aún más.

Ya para terminar, y como estamos en fechas tan propicias para ello, les deseo de todo corazón:

¡Feliz Navidad!

viernes, 21 de diciembre de 2012

Compras del fin del mundo, caprichos eternos

Mi jornada laboral empieza siempre sentándome en mi puesto de trabajo —hoy teletrabajo, en pijama además— y repasando los eventos más importantes del día. O sea, leyendo el correo. Habitualmente lo hago en tránsito al trabajo, pero es que hoy el tránsito me ha llevado menos de un minuto. Y leyendo por encima las últimas diez o quince noticias que me da ofrece el agregador de noticias. La primera era una de JavaHispano: «JetBrains ofrece un descuento del fin del mundo…»


Hace unos meses me vi medio involucrado en un proyecto, ya iniciado, con node.js [página oficial], que para quien no lo sepa es algo así como aplicar el antipatrón golden hammer («A un martillo todo son clavos»), pero esta vez usando JavaScript como lenguaje de programación en el servidor. Así hay un único lenguaje, el que se ejecuta en el cliente (navegador) y el que se ejecuta en el servidor. Mi acercamiento (sufrido) fue bastante penoso. Andar con código ajeno resulta siempre un juego complicado, y más si no puedes depurar. Y, entre tú y yo, node.js apesta. Pero parece ser la moda, así que uno tiene que hacer todo lo posible por estar a la moda. Después de mucho buscar en Internet sobre cómo depurar el código node.js —juro que era incapaz de descubrir dónde estaba fallando aquello— llegué a un producto que supuso una maravillosa ayuda. Era el IDE para programación Web que vende JetBrains [página oficial]. Y, para el tiempo que tenía que estar involucrado, me valía con la versión de 30 días. Aunque al final, pasando con más pena que gloria, no aporté gran cosa al proyecto.

Pero esta gente tiene el que algunos compañeros javeros consideran el mejor IDE del universo conocido, y parte del desconocido: IntelliJ IDEA. Y como parece que por más que intento que no se fijen en mí, los jefes malignos abducidos por el universo (tenebroso del) Java —y en algún momento también las desviaciones del Groovy— siguen tirando de mí, he decidido invertir los 56 napos a los que han puesto la edición personal para celebrar que todos nuestros sufrimientos marianos tocan a su fin y, VISA en mano, la he encargado. De los 200 € que cuesta habitualmente, parece un buen descuento.

Por cierto, estos tipos son también los padres de ReSharper (una verdadera joya que todo netero debería poseer; aunque los últimos VisualStudio integran muchas utilidades de refactorización parecidas) y otras herramientas C#. Así que ya puestos, a la saca. Madre mía cuando mi mujer lea esto. La que me espera.

Ahora queda que llegue el correo con el número de licencia o el DVD con el software, porque no me ha quedado muy claro cómo me harán participar de este mundo de las licencias legales. Pero el daño ya está hecho. No sé si finalmente será el final de todo, pero lo que es a mí, poco a poco me voy autoempujando al abismo de la morosidad impenitente… Tranquilos, que tengo un plan para hacerme rico. ¿Cuánto era el sorteo de Navidad? Seguro que algo me toca, seguro. Tan solo falta salir a comprar un décimo.

jueves, 20 de diciembre de 2012

¡El fin del Mundo!… Pero que sea en familia

En el momento de publicarse esto debería haber aterrizado o estar a punto de hacerlo. En teoría mi avión despegaba de Madrid a las 21:45. Ryanair nunca despega en hora. De media unos 20 o 25 minutos más tarde. Pero siempre dicen que el vuelo durará tres horas para aterrizar a tiempo y ponerte la fanfarria del séptimo de caballería y comerte la oreja demostrándonos una vez más que no tienen abuela.

Lo dicho, sobre esta hora deberé estar ya en tierra. Tal vez llegando, tal vez aún en tránsito hasta la terminal, tal vez saliendo del aeropuerto o, tal vez, de camino en coche a mi casa. O aún volando porque salimos más tarde de lo que pensaba. Siguiendo la fórmula del indeterminismo adaptada del gato, estaré en un estado volando-llegando-tránsito-saliendo-coche. O no estaré. Porque no tengo muy claro cuándo tocaba el fin del Mundo. Era el 21 de diciembre, vale, ¿pero a qué hora? ¿A las cero horas según Meridiano de Greenwich? ¿O, como son del otro lado del Atlántico es el 21 de diciembre según los de allá? ¿O más bien un final de esos agónicos que se prolongará veinticuatro horas para que todo el mundo tenga el suyo según huso horario pertinente? Ya sería mala suerte, en cualquier caso, que me pillase en el aire y no tuviésemos Tierra en la que aterrizar. Con lo rácanos que son los comandantes de vuelo de Ryanair con esto del combustible, tendríamos para veinte minutos más de vuelo antes de caer allí donde tenía que estar la isla. Esos veinte minutos sí serían una agonía. Si tiene que ser, que sea rápido al menos.

En fin, que mi esperanza es llegar y, si toca El Final en mayúsculas, que sea con mi mujer y mi familia. Y si no lo es, que Iker ha confirmado que los mayas andaban errados en sus cálculos, pues aún queda otro evento especial: La Lotearía de Navidad. La última en la que no clavarán a impuestos al afortunado ganador. Este es otro evento que me apetece vivir en familia. Toque o no toque. Y, en resumen, lo que me apetece es pasar varias semanas en casa, y eso es lo que haré porque voy a tener dos de vacaciones, sin estar pendiente de que tengo que volar a Madrid para un par de días, y luego volver a Las Palmas otro par de días, y luego volver a… Empiezo a tener complejo de bola de pinball. Aunque con arcos de mil ochocientos kilómetros de longitud.

Y ya que hablo de distancias, este año estimo que he ido a y vuelto de Madrid en torno a las treinta veces. O sea, treinta veces ida, treinta veces vuelta. Un promedio de dos coma cinco viajes al mes. La distancia entre Madrid y Las Palmas es de unos mil setecientos y pico largos kilómetros. Si sumamos lo que hago en tren hasta el aeropuerto o desde el aeropuerto al piso de Madrid, y lo que hago en coche en Gran Canaria desde el aeropuerto a mi casa y viceversa, lo podemos redondear en mil ochocientos. Mil ochocientos kilómetros, por sesenta vuelos hacen un total de… tachán, tachán…  ¡108.000 kilómetros! ¡El equivalente a dos vueltas y pico a la Tierra por el Ecuador! A punto de hacer las tres. Mira que hay lugares en el Planeta, ¿entonces por qué me han parecido tan iguales todos esos kilómetros sobre el Océano Atlántico?

Medido en horas, y suponiendo un promedio de dos horas y media por trayecto, he empleado ciento cincuenta horas sobrevolando el mismo trozo de Océano Atlántico. Ciento cincuenta horas equivalen a seis días y cuarto. Un poco más y de las cincuenta y dos semanas que tiene el año, una la paso en el aire. Peor si sumamos el tiempo P2P, que no es nada relativo al intercambio de archivo de procedencia dudosa, sino el "puerta-a-puerta". Entonces la cosa se agudiza un poco. De media he empleado unas cuatro horas y media, tal vez un poco más, desde que salgo de un piso y llego a otro o desde que salgo de la oficina del cliente en Madrid y llego a mi casa. Usando estos valores entonces la cosa se pone en doscientas setenta horas. O lo que es lo mismo once días y pico. El 3% del año lo he pasado dedicado a volar o en tránsito hacia o desde el aeropuerto. Sinceramente abrumador. Aunque confieso que buena parte de ese tiempo, al final, lo pasaba durmiendo. Hay que enfocarlo siempre todo desde el punto de vista productivo.

Y si ya nos ponemos con el aspecto económico… Vamos a dejarlo porque entonces me deprimo mucho, que al final resulta que trabajo para pagar a los de Ryanair. Suerte que aún soy residente, que no han quitado aún la bonificación por tal, y que Ryanair sigue siendo la más económica de las aerolíneas que vuelan a Gran Canaria. Más de una vez he conseguido ir y volver por poco más de unos 40 €. En caso contrario tendría complicado ver a mi familia.

Actualización del Juicio Final: De momento parece que todo tranquilo por aquí; va a ser cierto eso que decía Íker Jiménez de que se equivocaron los mayas. Igual hay que esperar un poco por los ajustes horarios de verano e invierno.

Mira que llevo volando veces con Ryanair desde que empecé a trabajar en Madrid, ayer fue una de esas extrañas ocasiones en que acumularon muchísimo retraso. Habíamos embarcado todos a la hora en que suele terminar el embarque con esta gente, más o menos cuando se supone que toca despegar, pero el personal de tierra aún no había finalizado la extracción de maletas de la bodega provenientes del vuelo anterior. Con eso, más luego meter las maletas de este vuelo, más la pérdida de ventana de despegue, más vete tú a saber qué problema de las azafatas, acabamos despegando una hora más tarde de lo previsto. Durante ese tiempo nos sancochamos en nuestra salsa en el avión, porque no encendieron el aire acondicionado hasta diez minutos antes de despegar y había mucha carne humana allí fermentando. Por mucho que apretó el piloto aún así llegamos a la una menos veinte al aeropuerto de Gran Canaria. En cualquier caso no me enteré… de casi nada. De las dos horas y media que duró el vuelo, casi dos las pasé durmiendo. ¡Qué sobada, diossantobendito! La última gran sobada sobre el Atlántico de este año.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Tres de tres

Bueno, bueno, bueno. Acabo de terminar —y aprobar— el cuarto examen del tercer curso en el que me había matriculado de programación de videojuegos que ofrecía Eticom mediante su plataforma web. Mañana era el último día para examinarse y andaba un poco tenso porque no había tenido apenas tiempo para leerme la documentación de este último. En realidad para casi ninguno he ido bien de tiempo, la verdad. Sin embargo he aprobado los tres cursos, por lo que me siento ligero y satisfecho conmigo mismo.


Una de las cosas que me hacía gracia es que por cada examen que aprobaba me enviaban un SMS. Y cuando superaba el curso, otro. Pero por correo electrónico no te envían nada. Supongo que es más económico lo segundo que lo primero, pero ahí queda la anécdota. No sé si enviaban cuando suspendías, porque he aprobado todos a la primera. La mayoría con el 100% de aciertos. Tampoco es que fuesen especialmente complejas las pruebas: 10 preguntas sobre el tema. Cada tema unas 100 páginas con mucha captura, mucho código de ejemplo y tal y tal. De promedio he tardado 5 minutos en responder las 10 preguntas para los 11 exámenes (tres para el primer curso y cuatro para los otros dos). Y, también de promedio, habré dedicado unas 6 u 8 horas a leerme la documentación de cada curso. Para mi entender, demasiado fácil.

A este sitio llegué por mi primo Miguel, also known as «el barbas«, also known as «el pelú», also known as «el jeby», also known as «el bombilla»… no, espera, así me llamaban a mí… also known as… ya no recuerdo con qué más sobrenombres lo conocíamos cuando éramos niños, luego adolescentes y ahora adultos.

Aún reconociendo que algunas cosas útiles he aprendido (por ejemplo, en el último hay una explicación bastante detallada sobre cómo hacer un escenario de plataformas en 2D con Unity3D, algo que llevo tiempo buscando un rato para dedicarle, y que en el programación para iOS vi algunas APIs interesantes), en general tampoco creo que me sirva mucho profesionalmente. Máxime por el perfil profesional que tengo y presento, más orientado a jefatura y a proyectos de otro tipo. Aunque en el apartado personal, ya se sabe que la programación de videojuegos es mi debilidad y mi deseo fetiche. No, lo he hecho más con otros objetivos. El primero, más importante y trascendental para mí, ver si conseguía organizarme y buscar tiempo para enfrentarme a cosas más serias, como el de Coursera de Teoría de Juegos que empieza en tres semanas. (Teoría de Juegos no tiene nada que ver, absolutamente nada, con programación de videojuegos). No estoy demasiado satisfecho conmigo mismo en este apartado, aunque ahora lo que prima es que ya me los he quitado de encima.

Mañana me fustigaré por no haber desarrollado una conducta más metódica, ordenada y dedicada.

¿Prevaricación?

Sigo basante de cerca el conflicto de la sanidad pública madrileña. Aunque paso más de la mitad del tiempo en Las Palmas, mi lugar de residencia, trabajo para una empresa de la capital y paso unas cuantas noches al mes —muchas más al año— en Madrid. Cerca del piso en el que me quedo hay un centro de salud y frecuentemente veo al personal del centro manifestarse en la puerta. Tienen mi simpatía por muchos motivos. El primero porque deben pasar un frío de pelotas tanto tiempo en la calle. Frío que aguantan estoicamente luchando por una causa justa. El segundo porque no creo en las privatizaciones innecesarias. Ojo, no estoy en contra de las privatizaciones por ideología o porque sí. Simplemente no creo en aquella que no garantiza el buen uso de los recursos públicos, que pagamos entre todos.

Lo sigo, como decía, no porque viva en Madrid y me perjudique o beneficie directamente la decisión que tomen. Sino porque creo que sienta un precedente, un camino que otras comunidades podría seguir. Para lo bueno, si se opta por la autogestión, y para lo malo, si se delega este caso en el ánimo de lucro. Por convicción creo que la sanidad de un país es un indicador del bienestar de su población y tengo serias dudas de que la gestión privada, en este caso sinónimo del ánimo de lucro —que nadie trabaja por amor al arte— no suponga o un deterioro de la calidad del servicio o un incremento del coste final. Si ahora para garantizar una calidad determinada hay que invertir cien millones, por poner una cantidad, el margen de beneficio que gusta disfrutar al empresario privado hará que suponga ciento treinta y cinco millones tras la privatización [1]. O eso o bajan la calidad, como he dicho.

Claro que lo anterior es un supuesto. Y que el presupuesto que ha presentado el comité profesional de médicos se basa también en supuestos. Pero es que en todo este proceso no hay nada más que argumentos basados en supuestos. Ni el mismo consejero de sanidad de Madrid, Lasquetty, está seguro de cuánto se ahorrará [2], si es que al final se ahorra algo. De lo que sí está seguro es de que algunas de las propuestas que los médicos han llevado a la mesa perjudican a los pacientes y a la sanidad en general. Aunque me permitiré decir que, por muy seguro que esté, en realidad no lo puede estar. Simplemente lo cree. Así que también son supuestos. O sea, que todo esto, y todo el follón que llevan montando con tal de privatizar, no es más que un baile de supuestos y más supuestos. Y, como han demostrado promesa rota tras promesa rota, el PP, y el discurso político en general, no es más que un cúmulo de supuestos y más supuestos. ¿A qué si no vienen con que ellos creían que podrían pero que la realidad ha demostrado que no?

Tras meditar en ello unos minutos, porque mi desorden de atención no me permite profundizar más en los temas interesantes, me fui al diccionario de la Real Academia de la Lengua y busqué el lema prevaricación. En su edición actual pone lo que muestra la siguiente captura:


O sea, traspaso para los buscadores (y para que se lea algo mejor): «Delito consistente en dictar a sabiendas una resolución injusta una autoridad, un juez o un funcionario.». Dicho en román paladín, cuando un juez, una autoridad o un funcionario (¿a qué no saben que un político es una autoridad y ejerce una función pública, eh?) toma una decisión sabiendo que con ello perjudica a unos en beneficio de otros (porque siempre hay quien sale ganando cuando se prevarica).

El matiz está en establecer qué podemos considerar algo como injusto. Aquí vamos a volver al juego de los supuestos. El primero es sobre el Estatuto de los trabajadores. La privatización de un centro conlleva un cambio sustancial en las condiciones de trabajo de sus empleados. Tal vez cogido por los pelos, cierto, pero no por ello menos válido. Si el recorte en gasto implica la eliminación de puestos de trabajo tenemos que a) los que se quedan deben realizar mayor cantidad de esfuerzo (falsa productividad) para mantener el mismo grado de calidad prestado (la falacia de la reducción de personal cuando hay que recortar), b) los despedidos salen perjudicados porque pierden su medio de sustento, y tal vez el de sus familias, y c) porque un incremento del número de parados implica que la fuerza laboral de este país, cada vez más exigua, debe dedicar más dinero a las prestaciones por desempleo.

Vamos a suponer, no obstante, que existe una fórmula mágica que únicamente conocen los empresarios que se quedarían con el servicio por la que, sin despedir a nadie, sin detrimento de la calidad prestada, consiguen obtener su margen de beneficio y, encima, nos ahorran una pasta gansa al resto de españoles. ¿Dónde recortarían? ¿Pagando menos al personal? Entonces volvería a perjudicar al sistema, dado que este modelo económico por el que todos hemos apostado no se basa en otra cosa sino en que la gente consuma. Cuanto menos dinero tiene la gente, menos se consume, así que directa o indirectamente lo acabaremos pagando todos. Cierre de empresas que ya no consiguen vender lo suficiente, cierre de servicios agregados, etcétera, etcétera. ¿Reducir comprando productos sanitarios más económicos? Es posible, ¿pero de misma calidad? Recordemos que la premisa es que no hay pérdida de calidad. ¿Dónde se ahorra entonces? Si ni el consejero de sanidad lo sabe, entiendo que es una quimera. Una autoridad que apuesta por algo que desconoce está actuando de forma descuidada e injusta para los ciudadanos, los que le votaron y los que no.

Por otro lado, si al final el régimen de ahorro se consigue aplicando las propuestas que los médicos han llevado a la mesa, u otras similares, ya que algunas parecen realmente interesante y correctas, también entiendo una medida injusta, pues no ha dado oportunidad a las mejoras propuestas por un equipo directamente relacionado con el problema; máxime cuando la supuesta privatización puede posponerse a los resultados de un año, mientras que la marcha atrás, en caso de que falle la privatización, supondrá un coste adicional a las arcas públicas.

Se me ocurren más supuestos (supuesto, supuestos, supuestos…) por los que la privatización, en este momento, me parece una decisión injusta. Pero no quiero alargar mucho más la entrada.

Todo esto que he expuesto me hace creer que hay indicios suficientes para, de aprobar la decisión mañana tras todos los datos y análisis presentados en prensa estos días, el consejero de sanidad estaría cometiendo prevaricación. Por ello, estaré dispuesto a secundar y firmar cualquier causa que solicite la imputación a Javier Fernández-Lasquetty de un presunto delito de prevaricación. Asimismo, y por la comisión de omisión para evitarlo, a Jaime Ignacio González González, actual presidente de la Comunidad de Madrid. Creo que hay causa justificada tras leer «El delito de prevaricación».

Pero claro, yo soy un lego en leyes. Y esto no es más que otra sarta de supuestos. ¿Algún especialista en la materia que considere bueno ofrecer algo de luz? ¿Habría o no habría caso? En un mundo ideal, de ser imputado, y por la guía de buenas conductas que sigue a rajatabla el PP debería dimitir para no comprometer a su partido. Esto último lo he dicho irónicamente, por si cabía alguna duda de ello.


[1] Artículo de El País «Privatizar la gestión de 27 centros de salud costará 20 millones en 2013» de 18 de diciembre de 2012 [http://ccaa.elpais.com/ccaa/2012/12/18/madrid/1355869408_194898.html]. La partida destinada a pagar a las empresas es de veinte millones, por medio año. Por tanto, y aplicando aritmética simple, para el siguiente serán cuarenta.
[2] Artículo de El País «Lasquetty admite que no sabe cuánto ahorrará privatizando los hospitales» de 19 de diembre de 2012 [http://ccaa.elpais.com/ccaa/2012/12/19/madrid/1355912557_178097.html]

lunes, 17 de diciembre de 2012

Todo sea por la gloria

En mi vida —como imagino que le habrá pasado a casi todo el mundo— he tropezado con gente de todo tipo. En general he tenido suerte y puedo decir que la gran mayoría han sido personas que de una forma u otra, en mayor o menor medida, han conseguido dejar su impronta, siempre positiva. Aunque también he tropezado con esos que decimos "ruines y malvados"; por no mentar directamente a sus madres, que bastante habrán sufrido ya con parirlos y, en el fondo, desconozco cuál es su fuente de ingresos. También sé que con la mayoría de estos especímenes, y con el tiempo, mi sentimiento visceral —porque sí, soy muy visceral aunque las arrugas han conseguido mitigar mis prontos asesinos— va desapareciendo y tan solo resta un regusto amargo de experiencias que ahí quedan y sirven para aprender. Uno de esos individuos, a los que en su momento quise arrancarle la cabeza a patadas —al menos en mis fantasías, algo que David Buss demostró en su momento para el 92% de los hombres—, lo sufrí justo cuando comencé a trabajar por cuenta ajena, tras un fracasado intento de montar una empresa con amig… compañeros de clase. Había muchas cosas que me fastidiaban de él, aunque había una que al principio me hacía gracia y al final consiguió sacarme de quicio: su afán de protagonismo con los méritos ajenos. En aquel entonces empecé a trabajar bajo su responsabilidad. Recuerdo que hacía muchas tareas desagradables y unas pocas interesantes. Pero da igual lo que hiciera, cuando terminaba este hombre cogía el trabajo, levantaba el teléfono marcando el número del jefe de turno que había pedido el trabajo en cuestión, afirmaba rotundamente «ya he hecho lo que me pediste» y se largaba a entregárselo. Luego llegaba tan ancho e hinchado de felicitaciones que no cabía por la puerta, ni de lado. Digo que al principio me hacía gracia porque en el fondo era un poco inútil —él— y el instinto de supervivencia manda mucho cuando tienes a un tío más competente a tu lado; aunque al verlo día sí y día también, acabé cansándome y tomé cartas en el asunto. Poco tiempo después él era mi subordinado. De ahí hubo muchas anécdotas e intentos de socavar mi puesto y mi imagen. Pero eso es otra historia.

¿A qué viene esto? Bueno, era una simple introducción, y ya saben que a mí siempre me van los prolegómenos prolongados, para decir que no me extraña lo más mínimo que siempre haya gente que quiera destacar a costa del trabajo ajeno. Hay ejemplos a puñados, muchos de ellos en el día a día de la función pública y que, por desgracia, deciden nuestro porvenir. Esos son los más visibles, aunque claro está, es algo que escala en todas las medidas y dimensiones donde el ser humano se entromete. Copias de exámenes, de tesis, de trabajos de investigación, de productos, de estilos, etcétera, etcétera. En realidad, repito, que lo entiendo. La genialidad toca a unos pocos y el resto sentimos cierta envidia. Pero el truco de la felicidad es aprender a vivir con ello con humildad. Yo he aprendido, por lo que imagino que todo el mundo puede hacerlo. Aunque, al menos en mi caso, creo que nunca me he adjudicado los méritos del trabajo de otro. Seguramente, de hacerlo cuando podía, ahora sería político de alguna de las fuerzas mayoritarias; o tendría un cargo en alguna empresa estatal con sueldo millonario pagado por el Estado. Pero no, uno ha sido criado de forma honrada y así me ha ido en la vida. Sigo siendo pobre. Pero feliz, repito, en mi mediocridad.

Eso seguía siendo parte de la introducción, por cierto. Así que vayamos ya al grano. Hay muchos entornos, sitios, círculos donde percibo, en mayor o menor medida, el deseo de la gente de trascender. Es un sentimiento que a todos nos posee. Cada uno elige su propia forma y estilo. Éste, mi blog, es también muestra de ello. A fin de cuentas, y aunque escribo para mí, también tengo la esperanza de que mis palabras me pervivan y, quién sabe, tal vez un arqueólogo del siglo treinta encuentre algo de todo esto interesante. Otros eligen la fotografía, hablar de cine, de música, colaborar en la Wikipedia o, por qué no, abrir un blog de cocina. Mi mujer [Mis ratos en la cocina], después de año y pico sin decidirse, finalmente abrió uno. Su deseo era compartir sus experiencias en la cocina, como hace la gran mayoría de los que abren uno así. A ella le gustaría poder dedicar más tiempo a su afición, pero hay que pagar la hipoteca, los varios préstamos que sufrimos, las hipotecas de otros, vía el banco malo, y a los políticos que pergeñan día sí, día también, atentados contra el estado del bienestar. Pero el poco tiempo que le dedica lo hace con cariño. Yo la veo encerrarse en la cocina, esmerarse en conseguir que esta o aquella receta quede bien; luego se dedica a la presentación y, ulteriormente, a la fotografía del resultado. También la he visto desechar recetas porque el trabajo final no hacía honor a la original y preferir no mentir diciendo que había quedado bien cuando, a su gusto, no lo estaba. O dejar de publicar alguna porque la foto no estaba en condiciones para ser utilizada. Es honrada en este juego del blog de cocineros/as hasta decir basta. Aunque yo le recomiendo que haga muchos cambios en las recetas, ella prefiere mantenerse fiel al estilo original y cuando decide hacer algo que lee en otra parte, intenta hacer la menor cantidad de cambios posibles. En sus publicaciones no faltan las referencias a las fuentes originales, porque el mérito de cocinar es suyo, sin duda, pero el de la receta es de otros. Es un juego que ella juega con estas reglas y que, poco a poco, le permite hacerse lo que siempre ha querido, un libro con sus recetas. En este caso en la forma de blog, que tan de moda está.

El apartado de las fotografías es el que más sufre. Quien diga que hacer una buena foto de comida es fácil o no sabe de lo que habla, lo más probable, o nació con un don y todo le resulta sencillo. A veces el encontrar el encuadre, conseguir la luz, y luego repasar las imágenes en el ordenador para quedarse con la mejor de una tirada de veinte, es un porcentaje bastante alto del tiempo que dedica a su afición. Es detallista y quiere que la foto transmita correctamente el resultado que se puede esperar. Entendiendo siempre que lo hace desde el poco conocimiento que tiene de la técnica fotográfica en cuestión, los resultados son más que aceptables. Su trabajo le cuesta.

Por ello, cuando descubro que, de vez en cuando, hay alguien que aprovecha su esfuerzo para llevarse el mérito, sin recurrir a la referencia ni al agradecimiento, retrocedo al estado primigenio y primitivo y anhelo que a ese ser le apliquen un régimen intensivo de osteopatía expeditiva como terapia de choque. ¿Que a qué viene? Voy a poner la siguiente captura para que ustedes mismos busquen las diferencias:


La imagen de la izquierda es la tomada por mi mujer. La foto de la derecha es la de un cabrón que la ha usado, así sin más, en su blog para encabezar su versión de la receta. Tal vez lo de cabrón es ir demasiado lejos. Podríamos pensar que bueno, que al chaval no le saldría bien la foto, y que usó la de otra persona para no tener que repetirlo todo (en su caso, mi mujer habría desechado directamente publicar la receta). Pero hay mucha dedicación a eliminar el fondo de madera y dejarlo blanco. Si se aprecia bien la foto se verá que se dejó manchones. O sea, que no es tan solo robo, es también con premeditación y alevosía. ¿Es o no es un pedazo de cabrón o no? Repito, en estos momento entre de lleno en ese 92% de hombres que reconocen haber fantaseado con matar a alguien y desearía amputarle por la vía dolorosa las extremidades. Pero oiga usted, perro ladrador poco mordedor, y pese a mi cabreo descomunal, nunca haría daño (físico) a nadie.

En fin, un ejemplo más de lo que se puede esperar del género humano. Seguro que después es de los que salen a la calle a vociferar contra el gobierno, contra los bancos y contra todos los mangantes que se aprovechan del trabajo ajeno, y encima se jacta de ello con los amigos. O, en el peor de los casos, es hijo de un diputado del PP y hasta lo ve normal. Eso suponiendo que sea nacional y no extranjero. Lo dicho, otro ejemplo más de lo que se puede esperar de los demás.

¡Qué ganas me han entrado de echarme una partida al God of War para destensarme! Ahí sí que me lo paso bien arrancando cabezas.

PD: Estaba por poner un enlace a su página y hacer un llamamiento a los demonios del Averno (o sea, mis amistades) para que lo humillasen a base de comentarios, pero no quería encima regalarle referencias que malinterpreten los bots de los buscadores y ascienda en el ranking de los mismos. En la receta de mi mujer hay un comentario con la referencia a su blog. Sírvanse ustedes mismos.

PPD: A ver cuánto tiempo tarda en eliminar el comentario, pero le he dejado un comentario deseándole «lo mejor» para su futuro. Aquí va captura para que también quede para la posteridad:


martes, 20 de noviembre de 2012

Un buen profesor, una buena explicación sobre el cáncer

Desde que he unificado los blogs, la idea de adjuntar vídeos —y fotos— ajenos en mis entradas me produce prurito intenso. Pero éste merece la pena. Mucho.


Sumamente entretenida la exposición. Así, creo yo, es como deben enseñarse las cosas.

Y muchos hábitos por adquirir; o recuperar. Ahora lamento no haber insistido en poner una bañera en casa.

La danza del quebrantahuesos

A Charles Darwin, durante su visita a Las Islas Galápagos, le intrigó sobremanera la fértil variedad de especies y cómo, siendo algunas tan parecidas entre sí, perteneciendo al mismo género, eran distintas según la isla donde se encontraban. O las diferencias de estas especies de las islas con las que catalogara en el continente. Fue ya ordenando sus notas de las islas, tras un viaje de cinco años, que propuso su famosa teoría de la evolución. Así, cada ecosistema, aún teniendo especies similares, acaba premiando unas u otras características. Está claro que, en este caso, el premio es la pervivencia de la especia. Cada ecosistema con sus particularidades.

Las democracias no dejan de ser también una forma de ecosistemas. En este caso se aprecian reglas distintas, pero a fin de cuentas, el «ciclo de la vida» no deja de ser un circuito de realimentación, que premia unas decisiones y castiga otras. Aunque a veces tengan que pasar décadas entre el acto o causa, y el efecto de la acción. Y entre el que la hace y el que la paga. De estudiar estos ciclos se encarga la dinámica de sistemas, pero de eso ya hablamos en otro momento. En este caso me interesa la parte "eco" del término, porque quiero hablar de géneros y de especies. Estoy pensando en una en concreto, el político.

Queda claro también que, como con Las Galápagos y sus pinzones, cada democracia, cada país, tiene sus propias variantes de políticos. Unas veces más diferenciadas que otras, pero lo que siempre hay y habrá son diferencias. No hay dos especies idénticas. Por mucho que la gente quiera generalizar, por aquello de simplificar, nunca será igual un político holandés que un político francés, y este será siempre distinto de uno italiano, portugués o español. Diferentes islas, distintas especies. Cierto, las diferencias podrán ser ridículas, pero lo que importa es que las hay. Algo tan sutil como los valores morales, o el sentido de utilidad social de su labor, pueden marcar una gran diferencia iteración tras iteración del ciclo social. Ya lo predice la Ciencia del Caos, pues no en vano según que ala bata con mayor fuerza una mariposa monarca al salir de su rama en México, puede devastar Nueva York con un ciclón, o condenar a otro año de sequía al Kalahari. Y sí, todos son sumamente parecidos, pero un chimpancé y un humano comparten el 98% del ADN, y bien que nos apresuramos a notar las marcadas diferencias —en este caso supuestamente a nuestro favor— inherentes a tan escaso 2%. Definitivamente, cada país tiene una especie de político distinta. Y en el largo plazo, la mínima diferencia de sentido ético y deseo de función social de un político alemán comparado con uno español puede abrir abismos de realidad de su sociedad, y su correspondiente bienestar, cuatro décadas después.

Volviendo al "eco" que prefija el sistema, un mismo género ocupa posiciones distintas allí donde tenga que sobrevivir la especia que agrupa. En todos los ecosistemas formará parte de la cadena alimenticia, de una forma u otra, ese «ciclo de la vida» que cantaban en El rey león. Aunque a veces tendrá un marcado carácter de depredador, de depredable o, directamente, de carroñero. En España, por desgracia, nuestros políticos caen principalmente en este último grupo. Siempre hay excepciones, cierto, pero en este caso no «hacen la regla» sino que nos recuerdan permanentemente aquello de lo que carecemos y, por ende, preferimos ignorarlos despiadadamente no fueran a recordarnos constantemente la mediocridad de nuestros soberanos estadistas. Así que, por simplificar, aún en deterioro de la credibilidad de algunos buenos políticos, concluyamos que los nuestros, los de aquí, los de siempre —los de vocación reciente y los herederos de los ministros de ayer— caen mejor en el grupo de aquellos que carroñean dentro de nuestro particular ciclo de la vida.

Pero es el ciclo de la vida, un ecosistema, y eso significa que, aun siendo de poco agrado, cumplen una función y tienen algo que aportar al sistema. Por ejemplo, ayudar a que un trozo de carne pútrida sea digerida, pase a un estado de heces más fáciles de degradar por bacterias y, por tanto, luego alimentar a las plantas del entorno que crecerán más rápidamente. Pero hay veces que ni eso. El quebratahuesos, al igual que la hiena y el cocodrilo, tiene un estómago a prueba de todo. El ácido de su estómago es más corrosivo que el de una batería de coche, que ya es decir. Con tal portentoso estómago, es difícil que sus heces, ricas en calcio y ácido úrico, aporten gran cosa a otras especies del entorno. Salvo con su propia carne muerta, cuando su vida termina, y abona a plantas y alimenta a otras especies. Pero son animales de larga vida y, aún con su carne, no devolverán todo lo que consiguieron en vida. Pero aún es más, me arriesgaría a decir que allí donde caga el quebratahuesos, no vuelve a crecer la hierba durante mucho tiempo. Y eso, creo yo, es lo que nos pasa con nuestros políticos. Ciclo democrático, tras ciclo democrático, la cantidad de excremento no aprovechable que vamos acumulando de estas magnas e ilustres aves carroñeras, empiezan a resultar asfixiantes.

Con el quebrantahuesos pasa, empero, un fenómeno extraño. Algo que no sucede con otros animales que caen en su grupo. Es también un ave magnífica, y con su vuelo y sus alas desplegadas, nos embauca. Verlo sostenerse en el aire, sobrevolando el valle, o rozando los altos picos de una montaña, ahí con las alas extendidas y detenidas, flotando, como sucede con la mayor parte de la familia de rapaces, es de esos espectáculos que hipnotizan. Es un baile, una danza hermosa, de la que uno puede pasar horas disfrutando, que a uno le gustaría emular y experimentar en propias carnes, olvidando siempre que, en última instancia, el que la practica es un carroñero. Esto también pasa con nuestros políticos, que consiguen distraer, con su danza política, cual es su naturaleza basta y original y que es aquello que los mueve, que no es otra cosa que alimentarse de los despojos de una sociedad que van corroyendo hasta su tuétano. Pero todo espectáculo, por majestuoso, natural (o sobrenatural) y fascinante que sea, acaba aburriendo por repetitivo. ¿Estará pasándonos esto con nuestra fauna de estadistas?

Al carroñero lo define tanto su condición de tal como la necesaria existencia de la carroña. Y si nuestros políticos son al quebratahuesos, nosotros, por tanto, somos sus desahuciadas víctimas y sus efímeros herederos. Miren al cielo, a ver si ven alguno de estos majestuosos pajarracos sobrevolándoles. Con suerte no los observarán con ánimo alimentario, pero recen para que la próxima defecación no les caiga en la boca abierta de tanto estirar el cuello para atrás.

viernes, 16 de noviembre de 2012

«Debe ser muy especial»

¿Nunca habéis conocido a una mujer que os inspire amarla hasta que todos vuestros sentidos se llenen de ella, inhalándola, saboreándola, descubriendo en sus ojos a vuestros futuros hijos, y comprendiendo que vuestro corazón por fin ha hallado un hogar? Vuestra vida empieza con ella, y sin ella debe finalizar.

'Don Juan DeMarco' (1994)
Jeremy Leven
Ficha IMDB

El pseudo-dilema del prisionero, o cómo echarle toda la culpa a los servicios web con C#

El código de ejemplo se encuentra aquí. La solución .NET (Visual Studio 2012) contiene cuatro proyectos:
  • Nimio.Entidades - Definición de las entidades del «negocio».
  • Nimio.Frontal.Servicio.Pedidos - El servicio Web de ejemplo cuyos métodos devuelven tipos complejos
  • Nimio.Consolas.UsandoProxyCompleto - Aplicación de consola que usa el servicio web tal como Visual Studio genera el proxy incluyendo las estructuras de datos que devuelve.
  • Nimio.Consolas.ModificandoProxyManualmente - Versión de consola que, aunque tiene el mismo código básico, ha modificado el archivo Reference.cs para que deserialice el resultado de la llamada en las mismas estructuras de datos (clases) que devuelve el servicio web.

Desde abril tengo dedicación exclusiva a un proyecto y estoy desplazado en el cliente para el que lo estamos desarrollando, aunque mantengo el canal abierto con los compañeros del proyecto anterior por si hay algún asunto con el que yo pudiera echarles una mano. Hace unos días me llamaba uno de los compañeros para plantearme un problema. Contrarreloj, como no puede ser de otra forma en este negocio, tenían que aplicar una nueva directriz venida de ultramar y por la que, una aplicación Web que llevaba bastante tiempo funcionando, tenía que ser despedazada divida en dos partes, siguiendo el nuevo, novísimo, y ultradeterminante estándar de empresa: la parte cliente debe estar en una máquina y la lógica de negocio en otra. Tachá-a-a-a-a-a-an. Uno puede tomar dos caminos ante una situación así: a) discutir con el cliente, intentar hacerle entender que eso es poco menos que una tontería infinita y perder un tiempo precioso; o b) dedicarse a solucionar el nuevo problema en cuerpo y alma. Por suerte existen los repositorios de código y cuando entren en razón se podrá retroceder al punto previo a la última decisión inteligente.

Como decía al principio, mi dedicación es exclusiva para el cliente, por lo que no puedo dedicar mucho tiempo a otros temas, y menos aún desplazarme para ver el código del otro cliente. Pero había que echar una mano. El planteamiento era claro:

  1. La aplicación actual está dividida en capas.
  2. Hay cuatro capas (en realidad tres, porque la de acceso a datos está entremezclada con la definición de entidades y la de negocio).
  3. Las tres capas principales son Interfaz de usuario, Lógica de negocio + Acceso a datos, Entidades.
  4. Aunque la capa de interfaz no accede nunca a la capa de datos, depende de la capa de negocio y, al mismo tiempo, recibe las entidades.
  5. Las entidades ofrecen funcionalidad adicional más allá de ser continentes de datos. Por ejemplo funciones de validación, de cálculo de totales, de gestión de colecciones internas, etcétera. Estas operaciones son utilizadas también desde la capa de interfaz.
  6. Aunque a priori parece poco relevante, el proyecto está hecho en .NET con la versión 2.0 del Framework (y no se puede cambiar). ¡Tócate los…!

De forma visual, la arquitectura actual sería la que pongo en el siguiente esquema. Las flechas indican visibilidad y, por tanto, referencia a —o dependencia de— ensamblados:


Todo ello, recordemos, se ejecuta dentro de un mismo proceso: La aplicación Web original.

Lo que se quiere, mejor dicho lo que se está obligado a hacer, pasa por partir, lo más limpiamente posible, pero a la vez en el menor tiempo posible (para ayer), la aplicación llevando toda la lógica de negocio a un servicio web:


Sin embargo esto plantea un problema: ¿Qué pasa con el uso que se realiza desde la capa de interfaz de las funcionalidad adicional que tienen las entidades? ¿Cómo evito tener que reescribir la mitad del código de la interfaz?

Empecemos por los servicios web. En .NET, desde sus orígenes, se podía definir un proyecto de tipo Servicio Web ASP.NET y que los métodos web, más allá de devolver los tipos básicos del lenguaje, devolvieran tipos complejos (clases o estructuras). Internamente, lo que hacía el motor de ASP.NET era construir un serializador XML, pasar la instancia por él y devolver una estructura XML representando dicho objeto. El inconveniente es que en este proceso de conversión se pierde completamente cualquier funcionalidad adicional que tuviese la clase, de forma que el resultado es un cascarón de datos, vacío de cualquier otra funcionalidad. Otro de los inconvenientes es que se pierden las referencias. Si se serializa una colección en donde distintas posiciones referencian al mismo objeto, se devolvería tantas réplicas del objeto como referencias hubiera. Por lo demás, lo bueno que tiene la serialización XML de los Servicios Web ASP.NET es que hasta mi abuela entiende lo que devuelven.

Pero veámoslo mejor con un ejemplo. En el enlace que ya indiqué al principio de la entrada (ese cuadro tan bonito de fondo azul claro), se pueden descargar el código que utilizaré para la explicación. En esencia se trata de un ensamblado (proyecto) que contiene la definición de dos clases (nuestras entidades del caso de estudio), que son las siguientes:


Bastante simple, pero lo donde quiero poner el acento será en los métodos de la clase Pedido y en la colección de ítems, propiedad desglose. Por ejemplo, el código del método ValorPedido sería:

 
  public double ValorPedido()
  {
     double valor = 0.0;
     foreach (ItemPedido item in Desglose)
        valor += item.ValorAlmacen;

     return valor;
  }

(Recuerden: NET 2.0. No hay cosas como LinQ y tal y tal).

Teniendo ya definido el dominio de la solución, pasamos al servicio web. Todo el mundo sabe cómo se crea un servicio web en .Net con Visual Studio. Simplemente comentar que aprovechando la capacidad de estos de poder devolver casi cualquier cosa, la definición de un método será tal que:

 
  [WebMethod]
  public Pedido UltimoPedido()
  {
     List<pedido> pedidos = ListarPedidos();
     return pedidos[pedidos.Count - 1];
  }

Donde se puede apreciar que el método devuelve un tipo Pedido, clase que definimos en el ensamblado de entidades. Supongo también que sobra comprobar el resultado, pero estableciendo el proyecto del servicio web como proyecto de inicio, y la clase donde se define el servicio en sí, como el elemento de inicio, desde el propio Visual Studio podremos lanzar el navegador, que mostrará los métodos disponibles, la especificación de cada uno y, como último paso, invocarlo.


Queda consumir el servicio web. Una vez más Visual Studio nos lo pone fácil. Basta con decirle al proyecto donde nos interesa interrogar al servicio, que agregue una referencia a un servicio web. Al ser dentro de la misma solución, bastará con pedirle que sea uno de los definidos en la misma. Definir un espacio de nombres y chimpún. Esto es lo que se ha hecho en los dos proyectos de consola que se incluyen en la solución.


El código de aplicación de ambas consolas es casi idéntico. Al final del mismo se solicita que nos devuelva el tipo interno (el que asigna el compilador a la definición de la clase) tanto de Pedido como de ItemPedido. Tras ejecutar Nimio.Consolas.UsandoProxyCompleto obtenemos como resultado que los tipos no se parecen en nada a los que originalmente creamos, dentro del espacio de nombres Nimio.Entidades.


Realmente se trata de los tipos definidos para la creación del proxy al servicio web, generado automáticamente por Visual Studio cuando añadimos la referencia al servicio web. De ahí que el espacio de nombres incorpore el de la aplicación de consola seguido del asignado a la referencia al servicio web durante el proceso de añadido.

La otra diferencia está en el pedazo de código siguiente:

 
  double valor = 0.0;
  int cantidad = 0;
  foreach (ItemPedido item in pedido.Desglose)
  {
     valor += item.ValorAlmacen;
     cantidad += item.Cantidad;
  }

Hemos perdido los métodos de la clase Pedido, por lo que estamos obligados a repetir ese código nuevamente.

Si ahora revisamos el código de la segunda aplicación de consola, Nimio.Consolas.ModificandoProxyManualmente, veremos que se hace uso de los métodos de la clase pedido y que al principio del archivo se ha incorporado una cláusula using Nimio.Entidades; (lo que implica que también hemos añadido la referencia a dicho proyecto). Si, además, la ejecutamos, en la parte donde se solicita el tipo de compilador de cada una de las clases involucradas, se obtiene:


En esta ocasión parece que sí que sí es lo que queremos. ¿Dónde está el secreto? Pues lo que tenemos que hacer justo después de agregar la referencia al servicio web. Realmente Visual Studio invoca a una utilidad de línea de comando, WSDL.EXE, que genera una serie de archivos, entre ellos uno con código C# (o del lenguaje para el que se haya solicitado), pero que queda oculto. El archivo en cuestión es Reference.cs y la forma de acceder es solicitar en el Explorador de soluciones que nos muestre todos los archivos y navegar en el contenido, ahora visible, de la referencia al servicio web:


Una vez seleccionado editarlo realizando dos cambios:

  1. Incluir el uso del espacio de nombres de las entidades al comienzo, antes de la definición del espacio de nombres del proxy; y
  2. Comentar todas las definiciones de tipos internas, que suelen caer a mitad del archivo.


Con esto, y recompilando, ya podemos hacer uso del proxy del servicio web, que se encargará de invocar al propio servicio web, pero que a la hora de deserializar la respuesta, lo hará devolviendo las clases que nos interesa usar.

El único (y gran) inconveniente con este método es que si solicitamos actualizar la referencia, porque hayamos cambiado algo en la interfaz del servicio web, perderemos cualquier modificación que hubiéramos hecho manualmente. Sin embargo, con unos pocos cambios, podemos recuperar el uso de nuestras clases y, lo que es más importante, podemos satisfacer la demanda del cliente con muy poco esfuerzo, confiando en que el 99% del código actual podrá utilizarse sin cambios, reduciendo considerablemente el número de fallos a detectar en fases posteriores.

Otro cliente satisfecho.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Retrosobredosis de viagra

Cuando voy a escribir una entrada que no tenga que ver con un libro, siempre busco poner un título que haga referencia, así en plan metáfora, parábola, hipérbole o cualquier otra forma retórica, a lo que voy a contar. Pero para ésta, breve además, no se me ocurría nada mejor que «A pollazo limpio». Demasiado vulgar como para ser un titular de mi querida bitácora.

La cosa va de descubrimientos. De saltar de aquí para allá demorando el instante en que debo ponerme con cosas de mayor provecho. O lo que es lo mismo, usando ese término tan de moda en estos tiempos del «todo al instante», procrastinar como un verraco cimeriano en un burdel entre coito y coito.

A lo que iba. Dando saltos de un sitio a otro caigo en planetahuevo y de ahí a una pequeña relación de los peores videojuegos de la historia. Y de ahí al Custer's Revenge [@ Wikipedia]. Mira que yo tengo la mente sucia, pero los que diseñaron y programaron este videojuego debían cascársela con los tacos de lego. Madre mía, que atrocidad; estética y argumentalmente hablando. En YouTube hay varios vídeos, como éste. Eso sí es tener el pito tieso. Todo el rato. ¿Sobredosis de viagra?

Pero lo peor es que hay un remake circulando por ahí. Y también hay vídeo en YouTube. Mejores gráficos y mucha, mucha, muchísima «lefa». ¿Qué come ese tipo para dar tanta producción?

En fin, uno de estos momentos que hubiese preferido no experimentar. Mis recuerdos de los ochenta, que siempre han sido cálidos y a los que tenía tanto cariño, acaban de ser, por no encontrar una forma mejor de describirlo, sodomizados brutalmente. No podré volver a recurrir a ellos de la misma forma y con el mismo candor con el que antes los visitaba.

lunes, 12 de noviembre de 2012

'Las ventajas del deseo'

Han anunciado el tercer título del autor traducido al español y aún no he terminado y publicado la entrada del segundo, que lleva a medias desde tiempos inmemoriales. Leer 'Las trampas del deseo' [reseña] supuso el refuerzo a todo un descubrimiento realizado poco antes con la lectura de 'Freakonomics' [reseña]. Había despertado un gusto especial por los libros divulgativos donde se pone en entredicho la racionalidad humana y se nos cuenta, de forma amena, el resultado y las conclusiones de una serie de experimentos que, repito, ponen bajo sospecha nuestras teorías íntimas y nuestra visión particular del suelo firme que es —o debería ser— la (maldita) realidad, en lo que a su percepción inequívoca se refiere. Dicho de otra forma, que se ríen en nuestra jeta, se burlan y nos sacan la lengua, cuando aseguramos estar en plena posesión de la verdad absoluta sobre algo (o alguien). Estos son los libros que me gustan, sí.

En cuanto me enteré que Dan Ariely publicaba en lengua de Cervantes una continuación, que no sé si esperada o no, y que para mí fue casi tan sorpresivo su descubrimiento en las estanterías de una librería cuando andaba husmeando otras cosas como fue descubrir la existencia de la primera a través de un buen amigo, no dudé ni un momento en hacerme con ella. «Aquí tiene mi tarjeta» sonreí a la dependienta —con una de esas estúpidas sonrisas que sufre aquel que acaba de descubrir un gran tesoro y lo embarga un sentimiento de posesión que él sólo es capaz de entender— tras pasar las etiquetas del nuevo montón de libros que decidía cargar ese día a casa. Sonreía de sincera felicidad. Qué jodida es la estabilidad hedónica, qué jodida.

Tan contento estaba de comenzar a leerlo que hice gala de ello en la recientemente extinta cuenta de Facebook, contándolo a todos mis amigos y forzando el proselitismo hacia el autor. Que se sepa que había un nuevo libro de Dan Ariely, que yo ya lo tenía y estaba encantado de leerlo. El título de tonto ya lo tengo, así que habrá que aprovecharlo de vez en cuando haciendo tonterías. Por mucho que me arrepienta pasado el tiempo.

Puesto que no conseguimos prever el alcance de nuestra adaptación hedónica, como consumidores solemos necesitar adquirir siempre nuevas cosas, con la esperanza de que un nuevo cacharro nos haga más felices. Es más, un nuevo coche nos sienta de maravilla, pero ese sentimiento dura sólo unos pocos meses. Cuando nos acostumbramos a usar el coche el entusiasmo se desvanece. Así que buscamos alguna otra cosa que nos haga felices: pueden ser unas gafas de sol nuevas, un nuevo ordenador u otro coche nuevo. Este ciclo, que es el que nos lleva a querer tener más que el vecino, también se conoce como estabilidad hedónica.

En esta ocasión Dan Ariely nos embarca en otra serie de experimentos y estudios usando su propia vida como hilo conductor. En estos términos podría resultar una obra un poco más íntima, pues en algunos momentos nos cuenta lo mal que lo pasó tras quemarse y la poca autoestima que le quedó durante un tiempo, o la amplia tolerancia al dolor como secuela de su paso por el hospital y las curas eternas e infernales a las que estuvo sometido; excusa esta o aquella otra para embarcarse en algún experimento particular. Para mi gusto, esta mezcla de introspección personal y experimentos en busca del carácter general de la irracionalidad, no terminó de encajarme bien. No digo con ello que estuviera mal, pero introduce mucha paja y resta efectismo a la verdadera sustancia. Es como esas grandes cajas que uno recibe y que tras abrirlas descubre que hay mucho hueco dedicado a amortiguar el golpe y poco objeto que proteger. Pues algo así me pasó durante la lectura de este libro: había demasiado del autor, quizá únicamente con sentido para sí mismo, que en lugar de conseguir encauzarte adecuadamente ansiando el resultado de los experimentos, más bien aturdía y entremezclaba y ya no terminabas de saber muy bien qué esperar, si otro capítulo de su vida o el resultado de otro experimento. Tal vez sea poco empático, pero para mi gusto la mayor parte de 'Las ventajas del deseo' es relleno innecesario. A ojo de cubero, bueno o malo, le sobra la mitad, diría yo. En realidad es una exageración, pero hubo algunos capítulos en los que sí que me sentía un poco reacio a seguir a causa de tanto dato personal. Y sí, sé que yo hago lo mismo cuando escribo sobre cualquier cosa, pero creo no estar pecando del mal de la paja en el ojo ajeno, ya que yo escribo más bien para mí y unos pocos, la mayoría de ellos sabiendo quien soy y conociendo mis innumerables, irracionales e incorregibles defectos, mientras que este hombre pretende hacer descubrir su ciencia a la gran masa pensante que hay más allá de los mares.

Sin embargo, y pese a ese escorar hacia lo personal, los temas tratados y los resultados de los estudios, las conclusiones a las que se llega, demuestran una vez más que somos todo lo contrario a lo que nos creemos y que, por segunda vez, la irracionalidad, o esos comportamientos que no nos gusta reconocer como propios, siempre está ahí para dar su toque personal a todo cuanto hacemos. En cuanto a esto, reconozco que me ha encantado.

El libro se divide en dos partes y once capítulos, más un pequeña introducción tratando la procrastinación y sus efectos médicos. La primera parte se orienta a la lógica del trabajo, mientras que la segunda la orienta más a la lógica, el desafío que se le hace, en el hogar. Se tratan temas como lo contraproducente de las primas, principalmente cuanto más altas son, la importancia de dar sentido al trabajo o el gran valor que le damos a nuestros propios esfuerzos, independientemente del resultado, mientras cuán poco le damos al esfuerzo ajeno, dedicando un última capítulo al sentimiento de venganza. Esto para la primera perte, la dedicada a cómo afectan y podemos aprovechar los sentimientos irracionales en el entorno empresarial. Ya en la segunda parte, la dedicada al hogar, se nos cuenta cómo somos capaces de acostumbrarnos a casi todo, sobre la adaptación y ligar en Internet, ejemplo de fallo del mercado, por qué somos capaces de ayudar a algunos y condenar a la miseria a otros y, quizá uno que me gustó especialmente, cómo afectan nuestras explosiones emocionales en el largo plazo aunque sea una respuesta para algo concreto en el corto plazo. Mucho cuidado con esto último.

Resumiendo, y ya para finalizar, 'Las ventajas del deseo' es un libro que gustará a todo aquel que, como yo, ande siempre buscando la verdad absurdamente irracional que se esconde tras todos nuestros actos; o buena parte de ellos. Es, como decía al principio, uno de esos libros que gustan si aprecias que desnuden tus miserias y que te demuestren que no eres más que una máquina de emociones y conductas poco racionales y que, por mucho que te empeñes en llevar la contraria, no eres ese dechado de objetividad que siempre te ha gustado creer que eres. Para aquellos que no gusten de ser desnudados de esta forma, y crean en su propia superioridad intelectual, este libro puede ser contraproducente, claro está. Quitando los párrafos que el autor dedica a hablar de sí mismo, como ejemplo particular de aquello que quiere generalizar, y como vehículo de remolque para tirar del resto del contenido, el libro sería un gran libro. Aún así es un texto que recomiendo leer. Aunque el primero estuvo bastante mejor.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Los libros son más que meras mercancías

    —No tienes que hacerlo. Basta con que te importe. Los libros son más que meras mercancías. Contienen nuestra cultura, nuestro pasado, otros mundos, el antídoto contra la tristeza.
    —Si eso fuera cierto, la gente acudiría en masa a la librería más cercana.
    —Quizá debieran.

'La librería de las nuevas oportunidades'
Anjali Banerjee

'La librería de las nuevas oportunidades'

Primero, y antes de entrar en materia, permítome hacer una aclaración. Sinceramente creo que la mejor forma de abandonar este mundo es peleando en las Termópilas, arrasando a los enemigos, insuflándoles temor hasta los tuétanos con cruenta bravura, plenamente consciente del llanto arrancado a sus viudas y vástagos cuando el corazón del enemigo es salvajemente atravesado por la espada y la lanza y reciban la noticia de que sus seres queridos abonan la tierra con sus cuerpos descomponiéndose en el campo de batalla. Y, a poder ser, mejor entrar en batalla y destruirlos en compañía de trescientos hombres igual de despiadados a los que confiarías tu vida, y que han hecho del combate su sentido de ser. ¡Au! ¡Au! ¡Au!

Y tras disipar cualquier duda sobre mi hombría y virilidad vayamos al grano.

Adquirí, más bien abduje a lo tercera fase, 'La librería de las nuevas oportunidades' porque su título me pareció muy sugerente y porque la foto de una chica, muchacha, o mujer con aspecto de muchacha, durmiendo encima de una pila de libros me resultó sumamente evocadora. Hay una canción de Aute que me encanta. Se trata del tema Arrebato [@ Goear]. Fantástica letra y una magnífica participación de Mísia [@página oficial] que con esa voz derrite los corazones más fieros e imperturbables. Lo curioso es que lo primero que uno piensa escuchando esa canción es que se trata de una declaración, de amor sin duda, hacia otra persona. Y seguramente lo es, lo que no es lo curioso en sí. Pero creo que es igualmente válida, la declaración, de amor, y aquí lo curioso y no lo de antes, hacia los libros, hacia las historias que cuentan. Un libro te hace soñar, permite quemar los días y sentir que las lunas son un derroche; consigue desenmascarar a popes y fantoches, y conocernos mejor como para desear quemar nuestras propias cobardías en la hoguera; con un libro en las manos el tiempo, ese payaso, verá que llega con retraso; y siempre traerá la sugerencia de navegar las olas del corsario, aunque prefiramos leerlo tranquilamente junto a las olas de un acuario. Sin los libros morir sería tan solo un dato. Con ellos se siente el arrebato de vivir.

La imagen mental, tal vez la fantasía, de dormir en una librería, tal como ilustra la chica de la portada, que parece tan apaciblemente sumida en sus propios sueños de reparación, es una de esas ideas románticas —de ese romanticismo que parece más místico y aventurero que emocional— que embaucan. En mi caso sería casi un suicidio. Alérgico, asmático y, en esencia, tan mal fabricado, alojarme tan solo una noche en un lugar donde el polvo acumulado se manipularía por paladas y su sedimentación se mide en centímetros de profundidad, un paraíso para ácaros y otros bichos, supondría despertar con los ojos hinchados como pelotas, la nariz hecha un pimiento y en carne viva y con la cara morada por la hipoxia. O, directamente, no despertar por colapso respiratorio. Aún así es una idea evocadora y romántica que me engancha con tan solo imaginarla.

Por último, ese «nuevas oportunidades» resultaba también sugerente. Nos pasamos la vida malgastándola como si fuese un videojuego, en el que podemos guardar y si la fase no nos sale como queremos, volver al último punto de control. Y cuando descubrimos que no es así, la pasamos soñando con volver al pasado y elegir el camino de la izquierda en aquella bifurcación a la que culpamos como causa palpable y demostrable de todos nuestros males o, como poco, partícipe, compinche y cómplice del culpable, siempre ajeno a nuestros deseos e intenciones de entonces, y que con suma inquina nos empujó a lo que somos ahora. Porque, está claro y es una de esas verdades universales que todo hombre y mujer de este planeta sabe, todo lo mal que lo pasamos y todas las desgracias que vivimos son siempre, y con carácter exclusivista, culpa de otros. En resumen, que nos pasamos la vida añorando lo que no pudimos ser y soñando con una nueva oportunidad que nos permita redimirnos y desprendernos de nuestro propio infierno personal. Al menos la mayoría, incluso los que van de duros y sobrados por la vida. En resumen, que lo de pensar en nuevas oportunidades siempre resulta atractivo.

   Oigo sonoros ronquidos procedentes de un pasillo de la sección de historia que, según reza el letrero, alberga libros sobre la Segunda Guerra Mundial. Un hombre barbudo duerme a pierna suelta en el sillón. Sobre su pecho descansa un libro que habla de acorazados, abierto boca abajo. Es increíble la cantidad de tiempo que tienen algunos para dormir, para leer. ¿Acaso no tienen cosas que hacer, correos electrónicos que mirar?

Juntando todo ello, me faltó tiempo para lanzarme a su lectura sin siquiera pararme a leer la sinopsis. Así soy yo, de un pronto que no me aguanto ni cuando me miro al espejo. ¡Au! ¡Au! ¡Au!

Al poco tiempo me percaté que estaba leyendo una novela romántica. Y me parece que es la primera vez que dedico tiempo a leer algo de este género que tanto parece agradar al sexo débil. Y me lo estaba pasando bien, pero realmente bien, leyéndolo. Algo que me resultaba chocante porque, como ya he aclarado al principio, yo soy un hombre muy hombre, un macho muy macho, que nunca, nunca, y nunca, se dejaría llevar por los sentimentalismos absurdos e innecesariamente edulcorados de la novela romanticona, ñoña y blandenguera al uso y abuso que tanto gusta a las féminas. Pero ahí estaba yo, absorto en las palabras que narraban las vivencias de la protagonista, que arranca en la historia tan desorientada como la mayoría de los mortales adultos que alcanzan esta edad sin saber cómo, exactamente, han llegado hasta aquí, generalmente culpando de todo a las traiciones ajenas, devorando párrafo tras párrafo, flotando entre las páginas, y queriendo saber más de la historia y de la forma en que se iban tejiendo los acontecimientos, siempre albergando la esperanza, en algún rincón oculto de mis vísceras, que el final fuese feliz, que el destino pusiera en su sitio todas las cosas y que, de alguna forma extraña, sobrenatural y mística, por una vez pudiera decir aquello de que el karma, a fin de cuentas, sí que existe y recompensa a quien debe recompensar. Por un momento me sentí como el protagonista de la película 'El viejo que leía novelas de amor'; viejo sí, pero sin selva ni tigresa, de género felino, que no humana, a la que dar caza. Por cierto, que tengo apuntada la novela de Sepúlveda, de la que parte la historia del viejo, para leer cualquier tarde de estas.

La historia narrada por Anjali Banerjee arranca de forma genial, de esas formas que atrapan tan pronto has leído los tres o cuatro primeros párrafos. Parece una historia normal de cualquier mujer normal con una edad normal y con problemas normales en un lugar poco normal. El lugar, una bucólica librería construida y mantenida en una apartada isla perdida de las ondas electromagnéticas y regentada por una vieja, la tía de la protagonista, y que es tan poco normal como la librería en sí misma, donde suceden cosas poco normales y donde los libros parecen marcar el control de los acontecimientos. Lamentablemente, y siempre para mi gusto, el libro va perdiendo fuerza poco a poco, se desinfla, y cuya historia resulta hasta predecible desde la mitad aproximadamente. No tengo experiencia en la prosa romántica, pero ese cambio de aptitud de la protagonista después del previsible revolcón con el espíritu aventurero, que poco a poco la va seduciendo, es, cuando menos, bastante primario, ¿no? Porque vamos a ver, que un tipo vaya por la vida convencido de que darle un viaje a una chati le puede cambiar la vida, a la chati claro, pues es normal; a fin de cuentas somos bastante primarios, tal como las chatis recurrentemente remarcan sobre nuestra condición de hombres. Pero que a la chati de la novela le pase lo mismo, pues como que deja a nivel muy primario también a las mujeres, digo yo. Que sí, que vale, que el alma cándida se lo curra poco a poco y tal y cual, pero vamos, que lo que pasa en la buhardilla de la librería, con esas posturas que no recordaba desde sus tiempos de adolescente, me parece a mí muy básico y primario. En cualquier caso, y aunque esto no es más que un punto de destino de la novela, y casi se podría afirmar que he reventado el final, algo que no es así, la historia es realmente interesante porque nos va narrando el proceso de ajuste, de redescubrimiento de todo aquello que gustaba a la protagonista y que, por esas cosas que pasan en el día a día y que tampoco sabemos explicar muy bien cómo ni porqué, se van olvidando en algún rincón del alma. Precisamente por eso, puede que acabemos sintiéndonos incompletos y a disgusto con ese mismo día a día. En la historia se nos cuenta la importancia de la buena lectura —punto a su favor— y cómo los libros, las historias que nos cuentan, pueden ser tanto o más importantes en nuestras vidas de lo que a priori creeríamos. Pueden ofrecernos un descubrimiento que haga de nuestra vida una existencia mejor. En serio.

En definitiva, una novela agradable, que aunque bastante lineal y que decae relativamente pronto, es de esas novelas que apetece leer en una tarde de otoño o invierno, bajo una manta, disfrutando del tiempo y dejándolo hacer a su antojo mientras nosotros, los verdaderos protagonistas del acto de leer, nos embarcamos en la travesía sobre los mares que nos abren las hojas desplegadas del libro. Un parábola cuya moraleja podría ser la de que no debemos dejar de ser nunca nosotros mismos, y que buena parte, tal vez la más importante, de aquello que somos, nuestra identidad, son esas cosas que tanto nos gustaba y de las que aprendimos a disfrutar desde la infancia. Un historia que deja muy buen sabor de boca y la satisfacción de que, de una forma u otra, las cosas tienden a terminar bien. Un libro que nos hace sentir un poquitín más humanos, mejor con nosotros mismos y con los demás, y con la breve satisfacción de pensar que el universo no conspira constantemente contra nosotros.

Al final resultará que no soy tan fiero como me creo… ¿Au?

lunes, 5 de noviembre de 2012

'El cuento de la isla desconocida'

Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquella era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido […]

Así da comienzo un pequeñísimo cuento de José Saramago [@ wikipedia] publicado en 1998 y cuya recaudación, mil pesetas en la moneda en circulación de aquel entonces, se destinaba íntegramente a la Cruz Roja. Tan pequeño es que, aún en tapa dura no llega al centímetro de grosor en su lomo, su área no es mayor que la de una caja de disco compacto, lo engordan unas pocas ilustraciones dispersas en su interior, y, en páginas, con letra para cegatos, no llega al medio centenar, que si puestos los párrafos en páginas din a4, no llegaría a la decena. Es tan pequeño que no resulta extraño que se extravíe entre los estantes, apretujado entre libros más grandes, altos y gordos, pesados a fin de cuentas, y pase desapercibido meses y años a su sombra y, por qué no decirlo, abrigo y protección. Pero ahí está, cuando toca reducir inventario, para buscar sitio a las novedades, reaparece y, por su pequeñez, y por ser de quien es, se queda otro ciclo vital, en lo que a ciclos vitales de libros se refiere.

Pero es engañoso, porque en la tradición de los grandes cuentos, con moraleja incluida al final, es un libro grande, con la salvedad que se lee en un plis plás. Bonito, en la forma en que Saramago sabe hacer las cosas bonitas —o sabía, que no hay que olvidar que el genio murió hace poco más de dos años— y con esa dinámica que su forma tan particular de contar, donde abundan las comas y las mayúsculas después de las comas y escasean los puntos, sean seguidos o a parte, donde los diálogos se leen en horizontal en lugar de en vertical, y, en definitiva, donde narrativa y mecánica cinética se abrazan en simbiosis para mantener un ritmo emocionante, aún en las situaciones más mundanas. Es una historia que, salvo que la alquimia de la exposición a todo lo social, hoy amplificado a grado superlativo en su versión dos punto cero, haya transmutado en piedra todo rincón del seso, consigue hacer pensar tras su brevedad, e, incluso, inspira a soñar, porque el empeño, puesto a ello, todo lo puede y, en definitiva, aplicarse a propósitos imposible es el mejor camino para descubrirse a uno mismo en el proceso.

Un minúsculo libro que agradeces reencontrar de vez en cuando y en el que da gusto perderse un ratito, que no alcanza a mucho más, y que deja un gran sabor tras su lectura. En literatura, lo que un bombón es para el sentido del gusto, 'El cuento de la isla desconocida' es para el sentido del propio ser y de la propia identidad: Te hace sentir mejor contigo mismo y con los demás.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Cien cañones por banda en un velero piratín

Hace ya un par de semanas que «perdí» mi pequeño bq Cervantes 2. Decía en la entrada en que me quejaba de ello —mi mujer insiste en que me quejo demasiado, que soy muy negativo y que dramatizo todo en exceso— que es curioso lo rápido que se adapta uno a las «facilidades». Eso de llevar cuatro mil libros encima en apenas doscientos gramos es una de esas maravillas de la tecnología que hoy en día no parecen nada del otro mundo. Tan acostumbrados como estamos a los excesos de pequeñas dimensiones. Hace años que llevo cientos de discos en el bolsillo, ¿por qué no iba a poder hacer lo mismo con los libros? Desde entonces, desde que el libro electrónico está en manos de los mecánicos, me las he ido apañando con el iPad, aunque ya no es lo mismo. Se lee bien, algo que siempre defenderé, aunque ahora los reflejos en el exterior se me antojan innecesariamente insufribles y el peso del aparato más la funda se nota (sujetar medio kilo de más es lo que tiene a los que adolecemos de síndrome de túnel carpiano). Eso sin contar que mi iPad es mi segunda ventana portátil al mundo, así que el acto de leer se puede ver interrumpido con frecuencia por visitas al navegador, al buzón de correo y, en definitiva, cualquier otra cosa que resulte más fácil que leer. Mi iPad es la herramienta —o la excusa— perfecta para el procrastinador nato. Soy uno de esos. Así que he retomado la lectura en papel y, de paso, ir reduciendo la lista inmensa de libros que tengo esperando en la estantería. Sujetando el libro en las manos, reafirmo algunas de mis creencias y justifico, de forma creciente e inapelable, mi forma a actuar los meses pasados. Vuelvo a ello en un momento.


Aún no hay sentencia por parte del servicio técnico. Imagino que lo habrán enviado al fabricante y, estando donde estamos, en la frontera de ultramar y ultraperiférica de un reino reinado por un rey que gusta de matar elefantes, la cosa se demorará semanas. Si todo ello no se complica con el advenimiento de la Navidad, tiempo en el que todo lo que no signifique un acto inmediato de consumismo se ralentiza. De una forma u otra, e independientemente de lo que depare el fabricante, la idea de adquirir un Kindle Paperwhite continúa infectando más y más regiones de mi cerebro —¿Han visto lo genial que es la nueva maquinita de Amazon?— Es tal que así que desde hace una semana entro todos los días en Amazon y compro el Kindle Flash del día. Uno o dos euros y tengo un libro más en mi colección. El de hace un par de días, por cierto, de un autor canario. Cierto que son autores más bien desconocidos y que no forman parte de los grandes circuitos ni de las grandes editoriales. ¿Pero qué significa uno o dos euros de vez en cuando? ¿Y quién decide, además, que un autor merece la pena ser publicado y por tanto leído? A fin de cuenta las editoriales —y los editores que eligen la narrativa que se comercializa— tienen ánimo de lucro, sin contar sus propios gustos o la creencia de lo que puede gustar a la masa enfervorecida de compradores, y, al menos creo yo firmemente, bueno y comercial no siempre significan lo mismo. Mucho autor reconocido tira de apellido para enchufarnos alguna obra, digámoslo suavemente, menor. En mi cerebro resuenan ecos de algún descalabro reciente al que un autor, de prestigio, me ha llevado y empujado con alguna de sus obras. Dicho lo cual, creo yo que el riesgo es aceptable. Algo similar hice durante un tiempo con el iPad. La moda de sacar libros a mejor precio por poco tiempo no es algo exclusivo de Amazon. Hasta La casa del libro tiene su propia plataforma y su propia oferta del día. Y yo soy incapaz de resistirme a una buena oferta. Tengo la sensación, desde un punto de vista sistémico, que de forma lenta pero constante, esto cambiará el mundo de la cultura, al menos en lo que a comercialización se refiere. Eso sí, aún estoy por decidirme si creer que a peor. Aunque algo bueno sí tiene: Si lo que quieres es disfrutar con el acto de la lectura, entre pagar un euro por un autor desconocido, a veces autoeditado, y pagar doce por la versión electrónica del libro de un autor reconocido y/o elegido por una editorial, hay otros diez u once libros de diferencia. Siempre ayudará que otros lo hayan comprado antes que tú y hayan dejado su opinión.

Se suma mi impenitente negativa a pagar lo mismo, o con apenas unos euros de descuento, por un libro en su versión electrónica frente a lo que cuesta en las estanterías de una librería. La diferencia, supuestamente a mi favor, no sustituye lo que pierdo. No es un tema de pagar la cultura que contiene, es por el valor intrínseco del objeto. Repitiendo las palabras de Machado, sólo el necio confunde valor con precio. Tras haber comprobado en carnes propias que el acto de leer, y su experiencia inmersiva íntegra y completa, que es lo que buscamos en ello, no difiere apenas entre hacerlo en papel y hacerlo mirando la superficie cambiante de un cacharro, hay otros factores a tener —al menos en mi universo— en cuenta. Un libro, el de papel, entra en la categoría de esos objetos tangibles que, por su naturaleza propia le es conferido, tiene su propia historia y sus propias circunstancias. Un libro es, también, una promesa de futuro. Es un punto de reencuentro y un acto de generosidad. ¿Cuántas veces no habremos terminado almuerzos, cenas y encuentros con la promesa de volver a encontrarnos para, además de repetir, hacer préstamo o devolución de ese libro que tanto nos ha gustado leer días o semanas atrás? Es, a mi entender, un vehículo de crecimiento y expresión social. Aún más, sinceramente creo que los libros han hecho por los individuos y por la sociedad lo que el bosón de Higgs a las partículas: los provee de masa y los cohesiona. Sin libros, una sociedad dejaría de serlo. ¿Y la innegable trascendencia que tiene regalar el libro que ya no cabe en tu biblioteca y, sin embargo, consideras que otro u otros pueden darle continuidad a su existencia y garantizarle el único sentido propio que se le puede dar a un libro, que no es otro que leerlo? Por eso, precisamente por eso, me enciendo cual antorcha al ver que la diferencia con la que te venden un libro en papel y un libro en su forma etérea que son las cadenas de bits, apenas resulta de unos pocos euros, cuando con su forma incorpórea, además, estás condenado a renunciar a todo lo que hace de un libro un libro y, en mi humilde opinión, lo que precisamente le confiere alma como objeto. Es, sin pensarlo demasiado, un verdadero negocio de oro para los mercachifles de la cultura, frotándose las manos —de forma tal que únicamente he visto en otro animal, éste tanto o más detestable, y al que por común no prestamos demasiada importancia salvo cuando se ahoga en nuestra sopa— ante la creencia de que, por suerte de las cadenas de la mecánica comercial, cada uno de los miembros de una familia debería comprar su propio ejemplar del libro. Me niego a que me impongan la restricción de a quién puedo dejar mi libro. No renunciaré a prestarle a mis padres, familiares y amigos, algo por lo que he pagado.


Sí, compro en Amazon, compro en iTunes Books Store y, puede, compraré en La casa del libro. Pero ninguno de ellos me impedirá que ponga todos mis esfuerzos en romper cualquier forma de protección que quieran añadirle al libro. Aunque yo tenga un iPad, también quiero que mi madre pueda leer el libro en su bq Cervantes 2. O, llegado el caso, yo pueda pasarlo al Kindle o cualquiera otro que acabe formando parte de mi colección de cachivaches electrónicos. No se me ocurre que nadie, en su sano juicio, acepte alguna imposición por la que los que compren un libro (en papel) en una cadena de librerías no pueda prestarle el libro a los que compran en otra. Esto sí es ponerle trabas a la cultura, y hasta la fecha no he escuchado ninguna crítica airada de esos que se propugnan como paladines y defensores, al tiempo que damnificados de los abusos ajenos, de la cultura en su sentido comercial. Pero la cultura es tal porque fluye, y aquí las editoriales, si quieren transferir ese sentir que supone tener un libro, los consumidores e, incluso, el valedor del sentimiento general que es el gobernante, deberían exigir la capacidad de transferir los bienes entre plataformas y entre personas. El libro es mío, sea en papel o electrónico, y lo leo donde me salga de las narices y se lo presto a quien me apetezca prestárselo. Y si no ofrecen medios para hacerlo por las buenas, habré de hacerlo por las malas.