miércoles, 31 de octubre de 2012

Tributo a los Grimm entre las nubes

Creo que lo normal es que, cuando subes al avión, te reciban una o dos de las personas que componen la tripulación de cabina (también conocidos como azafatas y azafatos), y que a medida que te adentras por el pasillo te vayas encontrando al resto. Te dan la bienvenida con una sonrisa, te ofrecen indicaciones sobre el equipaje, te señalan dónde sentarte (o dónde no hacerlo) e, incluso, te ayudan a buscar un sitio donde dejar la maleta si el compartimento superior de tu fila está a reventar. Eso es lo normal en todas las compañías en las que he volado. En Ryanair también. Aunque a veces parece que estos lo hacen con menos ganas, que tampoco es lo normal.

Hoy, al subir al avión para venirme a Las Palmas, con dos horas y media de sueño, que es lo que pude dormir anoche, me daba la bienvenida un hombre un poco más bajo que yo. Yo medía en mis tiempos de juventud 1,72, tirando para lo bajo según la media española de mi generación. Ahora debo medir 1,68, por eso de que la vida sedentaria y la evolución hacia la madurez recorta centímetros. Aún así el que revisaba mi tarjeta de embarque, recortada unos minutos antes por el personal de tierra que te mide hasta el tamaño de las pestañas por si pueden sacarte un euro más, en la puerta del avión era apenas un poco más bajo que yo. Me gusta sentarme por la parte de atrás, recorriendo casi todo el avión. Al poco me encontré a otro chico, este bastante joven, más bajo aún. ¿Llegaría a 1,60? O yo estaba agrandándome asiento tras asiento, o la tripulación estaba encogiendo rápidamente. Esta ilusión acabó al llegar a la mitad, por donde están las salidas de emergencia. Los buenos días me los arrojaba, desde las alturas, una teutona de un metro ochenta largo. Una de esas mujeres del norte o noreste de Europa, de tez pálida, de melena rubia y ojos claros. Tras reponerme de la tortícolis y llegar a la fila veintisiete, que es donde suelo quedarme, miré al final del pasillo y descubrí el último de los tripulantes. También varón y que, al menos desde esta distancia y traspasando el velo obtuso del sueño, no superó las pruebas de acceso al equipo de baloncesto escolar. Cansado como estaba, no di más importancia a todo esto, me senté, apoyé el cuerpo contra el lateral del avión, me tapé como pude con la chaqueta y me eché a dormir. Tantos vuelos de ida y vuelta llevo acumulados que ya no me impresiona nada del avión y duermo la mayor parte del viaje. Para el infortunio del resto del pasaje, condenado a soportar mis ronquidos.

Me desperté cerca de una hora más tarde, ya en travesía y justo cuando servían (¿por segunda vez?) bebida caliente y comida. Lo suelen hacer en parejas, con dos carritos empezando desde cada extremo y recorriendo el pasillo en sentidos contrarios hasta que se tropiezan. Abrí los ojos justo en ese instante y me percaté de lo que allí sucedía. Observé a una valquiria rodeada (en un universo bidimensional a lo Abbott, tener delante y detrás sería estar rodeada) por, cosas de los sistemas de referencia de escalas y de las ilusiones ópticas postdespertar mediante, tres pitufos. Y me reí, porque ante mis ojos veía la representación cafre de Ryanair del cuento que tan de moda se puso en el mundo del celuloide y la farándula el año pasado: Blancanieves y los siete enanitos. Todo un homenaje a los hermanos Grimm entre las nubes. Dejé de reírme, no fuese que tuviesen idea de cobrarme también por eso, estiré un poco las piernas, acomodé nuevamente las nalgas, y seguí durmiendo otro rato. Supongo que con una sonrisa en la cara. Al menos hasta que los ronquidos tomasen nuevamente protagonismo.

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