domingo, 11 de noviembre de 2012

'La librería de las nuevas oportunidades'

Primero, y antes de entrar en materia, permítome hacer una aclaración. Sinceramente creo que la mejor forma de abandonar este mundo es peleando en las Termópilas, arrasando a los enemigos, insuflándoles temor hasta los tuétanos con cruenta bravura, plenamente consciente del llanto arrancado a sus viudas y vástagos cuando el corazón del enemigo es salvajemente atravesado por la espada y la lanza y reciban la noticia de que sus seres queridos abonan la tierra con sus cuerpos descomponiéndose en el campo de batalla. Y, a poder ser, mejor entrar en batalla y destruirlos en compañía de trescientos hombres igual de despiadados a los que confiarías tu vida, y que han hecho del combate su sentido de ser. ¡Au! ¡Au! ¡Au!

Y tras disipar cualquier duda sobre mi hombría y virilidad vayamos al grano.

Adquirí, más bien abduje a lo tercera fase, 'La librería de las nuevas oportunidades' porque su título me pareció muy sugerente y porque la foto de una chica, muchacha, o mujer con aspecto de muchacha, durmiendo encima de una pila de libros me resultó sumamente evocadora. Hay una canción de Aute que me encanta. Se trata del tema Arrebato [@ Goear]. Fantástica letra y una magnífica participación de Mísia [@página oficial] que con esa voz derrite los corazones más fieros e imperturbables. Lo curioso es que lo primero que uno piensa escuchando esa canción es que se trata de una declaración, de amor sin duda, hacia otra persona. Y seguramente lo es, lo que no es lo curioso en sí. Pero creo que es igualmente válida, la declaración, de amor, y aquí lo curioso y no lo de antes, hacia los libros, hacia las historias que cuentan. Un libro te hace soñar, permite quemar los días y sentir que las lunas son un derroche; consigue desenmascarar a popes y fantoches, y conocernos mejor como para desear quemar nuestras propias cobardías en la hoguera; con un libro en las manos el tiempo, ese payaso, verá que llega con retraso; y siempre traerá la sugerencia de navegar las olas del corsario, aunque prefiramos leerlo tranquilamente junto a las olas de un acuario. Sin los libros morir sería tan solo un dato. Con ellos se siente el arrebato de vivir.

La imagen mental, tal vez la fantasía, de dormir en una librería, tal como ilustra la chica de la portada, que parece tan apaciblemente sumida en sus propios sueños de reparación, es una de esas ideas románticas —de ese romanticismo que parece más místico y aventurero que emocional— que embaucan. En mi caso sería casi un suicidio. Alérgico, asmático y, en esencia, tan mal fabricado, alojarme tan solo una noche en un lugar donde el polvo acumulado se manipularía por paladas y su sedimentación se mide en centímetros de profundidad, un paraíso para ácaros y otros bichos, supondría despertar con los ojos hinchados como pelotas, la nariz hecha un pimiento y en carne viva y con la cara morada por la hipoxia. O, directamente, no despertar por colapso respiratorio. Aún así es una idea evocadora y romántica que me engancha con tan solo imaginarla.

Por último, ese «nuevas oportunidades» resultaba también sugerente. Nos pasamos la vida malgastándola como si fuese un videojuego, en el que podemos guardar y si la fase no nos sale como queremos, volver al último punto de control. Y cuando descubrimos que no es así, la pasamos soñando con volver al pasado y elegir el camino de la izquierda en aquella bifurcación a la que culpamos como causa palpable y demostrable de todos nuestros males o, como poco, partícipe, compinche y cómplice del culpable, siempre ajeno a nuestros deseos e intenciones de entonces, y que con suma inquina nos empujó a lo que somos ahora. Porque, está claro y es una de esas verdades universales que todo hombre y mujer de este planeta sabe, todo lo mal que lo pasamos y todas las desgracias que vivimos son siempre, y con carácter exclusivista, culpa de otros. En resumen, que nos pasamos la vida añorando lo que no pudimos ser y soñando con una nueva oportunidad que nos permita redimirnos y desprendernos de nuestro propio infierno personal. Al menos la mayoría, incluso los que van de duros y sobrados por la vida. En resumen, que lo de pensar en nuevas oportunidades siempre resulta atractivo.

   Oigo sonoros ronquidos procedentes de un pasillo de la sección de historia que, según reza el letrero, alberga libros sobre la Segunda Guerra Mundial. Un hombre barbudo duerme a pierna suelta en el sillón. Sobre su pecho descansa un libro que habla de acorazados, abierto boca abajo. Es increíble la cantidad de tiempo que tienen algunos para dormir, para leer. ¿Acaso no tienen cosas que hacer, correos electrónicos que mirar?

Juntando todo ello, me faltó tiempo para lanzarme a su lectura sin siquiera pararme a leer la sinopsis. Así soy yo, de un pronto que no me aguanto ni cuando me miro al espejo. ¡Au! ¡Au! ¡Au!

Al poco tiempo me percaté que estaba leyendo una novela romántica. Y me parece que es la primera vez que dedico tiempo a leer algo de este género que tanto parece agradar al sexo débil. Y me lo estaba pasando bien, pero realmente bien, leyéndolo. Algo que me resultaba chocante porque, como ya he aclarado al principio, yo soy un hombre muy hombre, un macho muy macho, que nunca, nunca, y nunca, se dejaría llevar por los sentimentalismos absurdos e innecesariamente edulcorados de la novela romanticona, ñoña y blandenguera al uso y abuso que tanto gusta a las féminas. Pero ahí estaba yo, absorto en las palabras que narraban las vivencias de la protagonista, que arranca en la historia tan desorientada como la mayoría de los mortales adultos que alcanzan esta edad sin saber cómo, exactamente, han llegado hasta aquí, generalmente culpando de todo a las traiciones ajenas, devorando párrafo tras párrafo, flotando entre las páginas, y queriendo saber más de la historia y de la forma en que se iban tejiendo los acontecimientos, siempre albergando la esperanza, en algún rincón oculto de mis vísceras, que el final fuese feliz, que el destino pusiera en su sitio todas las cosas y que, de alguna forma extraña, sobrenatural y mística, por una vez pudiera decir aquello de que el karma, a fin de cuentas, sí que existe y recompensa a quien debe recompensar. Por un momento me sentí como el protagonista de la película 'El viejo que leía novelas de amor'; viejo sí, pero sin selva ni tigresa, de género felino, que no humana, a la que dar caza. Por cierto, que tengo apuntada la novela de Sepúlveda, de la que parte la historia del viejo, para leer cualquier tarde de estas.

La historia narrada por Anjali Banerjee arranca de forma genial, de esas formas que atrapan tan pronto has leído los tres o cuatro primeros párrafos. Parece una historia normal de cualquier mujer normal con una edad normal y con problemas normales en un lugar poco normal. El lugar, una bucólica librería construida y mantenida en una apartada isla perdida de las ondas electromagnéticas y regentada por una vieja, la tía de la protagonista, y que es tan poco normal como la librería en sí misma, donde suceden cosas poco normales y donde los libros parecen marcar el control de los acontecimientos. Lamentablemente, y siempre para mi gusto, el libro va perdiendo fuerza poco a poco, se desinfla, y cuya historia resulta hasta predecible desde la mitad aproximadamente. No tengo experiencia en la prosa romántica, pero ese cambio de aptitud de la protagonista después del previsible revolcón con el espíritu aventurero, que poco a poco la va seduciendo, es, cuando menos, bastante primario, ¿no? Porque vamos a ver, que un tipo vaya por la vida convencido de que darle un viaje a una chati le puede cambiar la vida, a la chati claro, pues es normal; a fin de cuentas somos bastante primarios, tal como las chatis recurrentemente remarcan sobre nuestra condición de hombres. Pero que a la chati de la novela le pase lo mismo, pues como que deja a nivel muy primario también a las mujeres, digo yo. Que sí, que vale, que el alma cándida se lo curra poco a poco y tal y cual, pero vamos, que lo que pasa en la buhardilla de la librería, con esas posturas que no recordaba desde sus tiempos de adolescente, me parece a mí muy básico y primario. En cualquier caso, y aunque esto no es más que un punto de destino de la novela, y casi se podría afirmar que he reventado el final, algo que no es así, la historia es realmente interesante porque nos va narrando el proceso de ajuste, de redescubrimiento de todo aquello que gustaba a la protagonista y que, por esas cosas que pasan en el día a día y que tampoco sabemos explicar muy bien cómo ni porqué, se van olvidando en algún rincón del alma. Precisamente por eso, puede que acabemos sintiéndonos incompletos y a disgusto con ese mismo día a día. En la historia se nos cuenta la importancia de la buena lectura —punto a su favor— y cómo los libros, las historias que nos cuentan, pueden ser tanto o más importantes en nuestras vidas de lo que a priori creeríamos. Pueden ofrecernos un descubrimiento que haga de nuestra vida una existencia mejor. En serio.

En definitiva, una novela agradable, que aunque bastante lineal y que decae relativamente pronto, es de esas novelas que apetece leer en una tarde de otoño o invierno, bajo una manta, disfrutando del tiempo y dejándolo hacer a su antojo mientras nosotros, los verdaderos protagonistas del acto de leer, nos embarcamos en la travesía sobre los mares que nos abren las hojas desplegadas del libro. Un parábola cuya moraleja podría ser la de que no debemos dejar de ser nunca nosotros mismos, y que buena parte, tal vez la más importante, de aquello que somos, nuestra identidad, son esas cosas que tanto nos gustaba y de las que aprendimos a disfrutar desde la infancia. Un historia que deja muy buen sabor de boca y la satisfacción de que, de una forma u otra, las cosas tienden a terminar bien. Un libro que nos hace sentir un poquitín más humanos, mejor con nosotros mismos y con los demás, y con la breve satisfacción de pensar que el universo no conspira constantemente contra nosotros.

Al final resultará que no soy tan fiero como me creo… ¿Au?

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