Acabo de volver a mi casa tras pasar una semana en Madrid. Por puro placer me fui allí a ver a los buenos —y muy buenos— amigos que hice en esa ciudad durante mi estancia [Lo que sí echaré de menos]. Quería acudir a la fiesta de despedida en honor de Stefano, que se volvía a Italia. Ya se sabe que uno va allí donde tiene a la mujer y resultó que la mujer de la vida de este joven italiano la encontró en Madrid, pero de visita desde Italia. Y a su casa se vuelve, presto. Curiosidades de la vida.
Aprovechando la sede principal, y el horario de verano, me ahorré pedir días de vacaciones y desarrollé mi trabajo —más y mejor, de hecho— en la oficina de Pozuelo durante este tiempo para luego salir a las tres de la tarde y tomarme algo con los amigos. Bendito horario de verano y bendito calor madrileño que invitaba a compartir cañas en una terraza. Ha sido una semana genial.
Todos los conocidos que me veían por allí me preguntaban, en esencia, «¿para qué te has venido, con el calor tan grande que hace, si en Canarias se vive de puta madre con las playitas?». A unos pocos les confesé que bien valía la pena las penurias sufridas por el calor de un final de julio especialmente virulento, o los casi cuatrocientos euros que me supondría la breve visita, con tal de disfrutar de unos días con los amigos. Al resto le contaba que iba por motivos más prosaicos, como la búsqueda activa de nuevo —y mejor— material fotográfico (como un escáner para negativos) y para comprar libros que no conseguía en Las Palmas. Mi tarjeta de crédito no tuvo que enfrentarse con esos retos de consumista.
Sin embargo, podrían haber hecho una pregunta más acertada de sorpresa ante mi presencia en Madrid. Yo mismo me la pregunté en varias ocasiones. Sigue habiendo algo que apesta en Madrid: el tabaco. Así que bien podrían haber preguntado «¿para qué cojones te vienes a Madrid si aquí todo cristo viviente es gilipollas redomado y ya está fumando desde las siete de la mañana?
Ya lo dije en marzo de este año [Lo que no voy a echar de menos]. Sin embargo, y por suerte para mí, la mayoría de los amigos no fuman. Así que comparten mi desprecio manifiesto hacia esa vil forma de genocidio. Genocidio porque el tabaco tiene, al menos desde mi punto de vista, uno de las mayores externalidades que concibo: mata lentamente a los que no han pagado por él. Vale, que está muy bien que tú quieras fumar, cacho cabrón, pero a poder ser, una vez lo tragues, no lo eches fuera. Así te asfixies o revientes con esos malos humos para ti solo.
Está comprobado que establecer impuestos —o multas— para reducir el consumo de algo potencialmente perjudicial, en realidad lo que consigue es generar un sentimiento de legitimidad a aquellos que lo abonan. Creo que en el pasado he comentado en esta bitácora el caso de la guardería israelí que impuso multas a los padres que llegaban tarde a recoger a sus hijos, perjudicando seriamente con esa conducta a los profesores que no podían volver a su hogar, tal vez con sus propios hijos, hasta que el último padre llegara a buscar a su vástago. Lo único que consiguió la multa fue que los padres se retrasaran aún más. Si no había comentado antes este caso, pues lo hago ahora. En cualquier caso se podrá leer mejor en Freekonomics [mi reseña]. El mensaje es claro y fácilmente trasladable al tabaco: si he pagado un impuesto por la externalidad [@ Wikipedia] estoy autorizado a fumar lo que me salga de la punta del capullo o, en caso de llevar el sexo por dentro, de lo más profundo de mi raja. Lo mismito que pensaban los padres que pagaban tres euros a la hora por un «servicio extendido» de guardería hasta que ellos terminasen otras cosas más importantes. Razón no les falta para creerlo así, económicamente hablando. Por lo que bien se podía joder esperando el personal de guardería mientras ellos se tomaban unas copas con los compañeros del trabajo a la salida de la oficina.
El profesor John List [@ Univ. Chicago] nos viene demostrando con sus experimentos de campo que el hombre no es tan altruista, empático y considerado con el resto de la especia tal y como algunos experimentos de psicología y economía del comportamiento [@ Wikipedia] venían afirmando y defendiendo. Por mucho que ello le duela a Punset. De hecho, dos psicólogos demostraron en sus respectivos experimentos de psicología social, que más bien tendemos a lo contrario. El asombroso experimento de Milgram [@ Wikipedia] y el aterrador experimento de la cárcel de Stanford [@ Wikipedia] dejan clarísimo, confirman y hacen honor a aquella frase de Plauto que decía «homo homini lupus». Popularizada por Thomas Hobbes en su forma extendida y original «lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro» [@ Wikipedia]. Para comportarte como un soberano capullo, generalmente es mejor que el otro sea desconocido. Así que no podemos esperar que estos seres deseosos de compartir cáncer de pulmón contigo atiendan a razones de convivencia y colectivos. A los que no fumamos ya nos puede follar un rinoceronte africano, que ellos a) pagan un impuesto elevado por poder fumar, y b) eres un completo desconocido; en lo que a los fumadores respecta, como si te quieres tirar debajo de un tren. Si te molesta el humo, te jodes.
Todo esto lo cuento porque en esta semana pasada he podido experimentar, en mis propias carnes, todo lo que aseguran los experimentos y ensayos mencionados sobre lo peor del ser humano. Esta vez, corriendo los gastos de la estancia de mi bolsillo, opté por un hostal, algo más económico que un hotel, cerca eso sí de la zona centro de Madrid. No olvidemos que la finalidad última de mi visita era estar con los compañeros y tener la posibilidad de llegar tarde a la habitación. Lo malo del hostal en concreto en el que me quedé, además de no disponer de una habitación especialmente limpia, más bien todo lo contrario, era la carencia de un sitio donde desayunar antes de salir a la calle. Es más, como iba temprano a trabajar, a la hora tan intempestiva en que salía, la propia calle carecía de sitios abiertos donde desayunar. Y, en los pocos que había, se permitía fumar.
La experiencia fue realmente desagradable. Entrar hambriento en un sitio que tiene humo rancio acumulado tras décadas de fumadores insensibles, sentarte en la barra a esperar que te atiendan, y que cliente tras cliente que llega justo después y se sienten a tu lado, que como no tiene nada mejor que hacer mientras esperan la atención del camarero, saquen un cigarro lo enciendan y empiecen a fumar, convirtiéndose en verdaderas chimeneas humanas, es algo que te empuja a fomentar alguna clase de exterminio masivo y selectivo sobre el lobby de los fumadores compulsivos. Es una experiencia que saca lo peor que llevas dentro y que te invita a desearle el mal —pero maldad de verdad, verdadera— al prójimo.
Y no fue un caso aislado, como podría justificar alguno. La experiencia del desayuno duró aproximadamente veinte minutos. Y mientras yo esperaba, cliente tras cliente que entraba en la cafetería, más que autorizado por el cartel que ponía "aquí se permite fumar", parecía invitado —casi obligado— a incurrir en tal desagradable comportamiento. Uno tras otro se sentaba y lo primero que hacía era sacar el tabaco —o comprarlo en la máquina que al efecto allí se encontraba— y ponerse a fumar a la espera del camarero, del desayuno y/o del periódico. El hambre pudo más que la cordura y allí me quedé, contabilizando entre doce y quince de estos casos de este comportamiento recurrente, esperando a mi café con leche y mi sandwich mixto que, todo sea dicho de paso, me supieron a colilla, que en este caso no es sinónimo o diminutivo de polla. Aunque, a todas luces y postrauma, casi hubiera preferido que tuvieran ese sabor. Siempre en la creencia de que la industria cárnica, haciendo honor a los intensos intentos realizados durante las últimas décadas por homogeneizar texturas y sabores, habría conseguido que tuviera sabor a pollo. Asqueroso, lo sé, pero entre un café con sabor a tabaco y otro a sabor a mierda, me tendría que parar a meditarlo seriamente.
En un lapso de veinte minutos, de estar recién duchado, fresco pues aún no había comenzado a hacer calor, y perfumado, pasé de heder a tabaco de pies a cabeza. A las siete y veinte de la mañana hasta el poco pelo que corona mi calva olía a tabaco. La vulgar expresión esa que dice «me siento sucio» adquirió un significado —y un característico olor— nuevo para mí. No veía el momento de terminar la jornada —y eso que aún quedaba media hora para empezarla— y llegar al hostal para poder ducharme y quitarme tan nefasto y detestable olor. Me pasé el día cagándome, hablando de forma figurada claro, en los hijos de puta de los fumadores y en las madres que los parió. ¿Cómo es eso de que hay un grupo de la población que quiere prohibir el aborto? Fumadores todos ellos, seguramente. No sólo debería ser legal, sino que en el caso de los fumadores irrespetuosos con el resto de personas, debería tener carácter retroactivo. Ya dije hace un momento que la experiencia había sacado lo peor de mí.
Todo esto sucedió el lunes, el primer día de la semana de trabajo. El segundo día volví a intentarlo saliendo un poco más tarde y esperando que ya hubiese abierto algún otro lugar en el que desayunar. Tuve mejor suerte y esta vez el café no supo a cigarro —ni supongo que a polla, por cierto; salvo que la polla sepa a café con leche—, pero al ser un sitio permisivo con los fumadores, el olor rancio permanecía allí. Ya se sabe lo qué pasa con el olor a tabaco. Da igual que no estés delante de un fumador. Si pasas por un sitio que haya sido infectado con el humo de tabaco, se te pegará igualmente. Otro día que pasé queriendo volver al hostal para ducharme y quitarme la ropa.
El resultado de todo ello es que decidí prolongar el ayuno nocturno durante los dos días restantes de la estancia madrileña, hasta que abriese algún sitio cerca del trabajo en el que poder desayunar y, lo más importante, no dejasen fumar. Desayuné a las diez de la mañana esos días. Así que el tabaco —y los fumadores— tienen otra externalidad conmigo. Además de joderme los pulmones, y aportarme un perfume de olor asqueroso que no se quita con facilidad, también me hacen pasar hambre. Desde luego que entran ganas de meterles una piña por el culo [minuto 8:20 de la película Little Nicky @ YouTube]. Sería una forma de que ellos sufrieran la externalidad de mi deseo sangriento.
Madrid es una ciudad increíble donde virtualmente puedes encontrar de todo. El cielo de Madrid tiene un color distinto y maravilloso que se prolonga infinitamente en el tiempo, con amaneceres eternos y atardeceres larguísimos. Madrid dispone de cultura que se desborda por cada rincón. Madrid invita a hacer y mantener amigos. Madrid tiene una arquitectura y unos edificios encantadores. Madrid tiene Historia, con mayúsculas. Madrid tiene un sistema de transporte envidiable y que realmente funciona. Pero Madrid apesta a tabaco. Madrid hiede día y noche a una de las peores plagas que vivimos en nuestros tiempos. Madrid concentra más gente egoísta e incívica por kilómetro cuadrado que cualquier otra ciudad que haya visto o visitado. Y los políticos, afanados en rascar unos pocos votos para garantizar la permanencia de puesto y flujo a sus oscuros negocios, no hacen —ni harán— nada por arreglarlo. Madrid apesta. Y es una pena.
3 comentarios:
Y que lo digas, no se porqué, pero me da la sensación de que en la Península se fuma mucho más, recuerdo un Restaurante en Valencia dnde hasta los camareros fumaban, puaff que asco.
Espero que por fin los socilalistas tenga lo que hay que tener y prohiban fumar en todos los lugares públicos, se dice que a 1 de enero, solo espero que sea del 2011
El caso de la guardería israelí es el día a día en los Países Bajos y funciona. La hora de recogida de los niños en la guardería en la que mi amigo el Rubio tenía a su hija era las 17.40. Tienes 20 minutos de gracia y a partir de las 18.01 paga 65 euros, en la segunda hora otros 65 y después de ese momento avisan al instituto del menor y te meten una investigación por descuidar a tus hijos. Si en un mes tienes dos descuidos también informan a dicho instituto. Funciona como la seda.
España al completo es una mierda de país en lo referente al tabaco. En Holanda se prohibió hace ya dos años y no se acabó el mundo. Los trenes, aeropuertos y bares y restaurantes son lugares limpios y en los que no hay el hedor de esas hienas despreciables. La gente que fumaba lo sigue haciendo pero sin joder al prójimo. En mi empresa les han montado una parada de autobús a veinte metros del edificio para que fumen y cuando llueve o nieva da gusto verlos corriendo para llegar al garito.
Luis, no sé si más, pero notarlo, sí lo noto más. También es cierto que aquí no salgo tanto (o no a sitios similares), mientras que en Madrid eso es lo que más hago. En cualquier, caso, lo importante es que el olor (y sabor) a tabaco son una mierda impresionante y que estoy cansado de ser tolerante en esta materia.
A diferencia de lo que tú esperas, yo creo que al final no harán nada. Igual me equivoco, pero bastante les está cayendo con las otras reformas como para restarse aún más votantes dentro del grupo de los drogadictos.
sulaco, el caso que comentan en el libro es sutilmente distinto. Cierto que hay una diferencia de cantidad por hora (62 €), que no es moco de pavo. Pero además, no había una ley de protección del menor como el marco que comentas. El cuento de la guardería de Israel tenía una moraleja distinta. En ese caso, dado que al final se convirtió en un servicio de canguros, intentaron reconducir la situación eliminando la penalización y jugar otra vez con el cargo de conciencia. Pero como los padres ya se habían acostumbrado a pagar por ese servicio, no cambiaron su comportamiento. Simplemente consideraban que ahora era gratuito. La penalización económica que pagaban era una forma de lavar sus consciencias. ¿No te recuerda eso a lo que hacían muchos cristianos?
Como le decía a Luis, sospecho que en España nunca se logrará erradicar el tabaco.
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