jueves, 20 de enero de 2011

No nos conocemos

Si el cerebro nos engaña sobre el tamaño de algo tan lejano como la Luna, imaginemos las barrabasadas que debe hacer para que estemos tranquilos sobre cómo somos por dentro. Millones de personas se han torturado a sí mismas o torturado a los demás a lo largo de la evolución preguntándose: “¿Se han fiado de mí?”, “¿doy la impresión adecuada de lo que yo debiera ser o se trasluce cómo soy en realidad?”, “¿cómo debo actuar para dar la impresión de que mis decisiones son racionales?”, “¿es mejor postergar el placer en esta ocasión para que mi interlocutor no crea que tiene una presa fácil?”.
Todo el mundo cree que se conoce tan bien a sí mismo que puede comportarse con relativa facilidad como si, efectivamente, se conociera a sí mismo. Nada más lejos de la realidad.

Eduard Punset
Pequeños engaños cerebrales

sábado, 15 de enero de 2011

Cuestión de fe

En avión prefiero sentarme en la parte trasera. Casi siempre lo consigo. Es una de mis manías y nada tiene que ver con que la gente que se sienta atrás tenga un 40% más de probabilidad de sobrevivir a un accidente [Safest Seat on a Plane]. Curioso que los que más pagan por sentarte al principio tengan menos probabilidad de sobrevivir. Pero no comentaba lo del avión por este motivo. Con los años he ido reforzando este gusto por ir atrás dado que me permite observar, aunque ligeramente y de forma sesgada, el comportamiento del resto del pasaje. También suelo preferir el asiento de pasillo en lugar del que va junto a la ventanilla. En muchos vuelos el personal de la tripulación suele ofrecer, a veces al comienzo de la fase de descenso y a modo de despedida, una cesta que contiene caramelos y/o toallitas húmedas para que cada pasajero se autosirva. Es la cesta con caramelos la que llama mi atención y tiendo a observar lo que hacen los pasajeros cuando el personal se los ofrece. La mayoría coge uno o dos caramelos, aunque siempre veo cómo alguien entierra la mano abierta y saca el puño lleno. No viajo mucho y no considero que mi experiencia pueda ser tomada como relevancia estadística, pero no hay viaje en el que al menos dos personas, que yo llegue a ver, se salen de la media y se llevan unos cuantos consigo al bajar. Aunque arriesgado, por poner números que tal vez ayuden a visualizar mejor el comportamiento, entre un 1% y 2% optan por irse con las manos vacías, el 98% de las personas a las que se les ofrece caramelos cogen tan sólo 1 o 2, mientras que únicamente el 1% intenta coger tantos como pueden o caben en su mano (calculo que entre ocho y diez). No me sorprende que haya gente que se comporte así. Lo que realmente despierta mi curiosidad es que no haya mucha más gente que se lance a acaparar un recurso que se les ofrece de forma completamente gratuita. Es gratis y según la experiencia, tal como lo ha reflejado Dan Ariely en su libro 'Las trampas del deseo' [mi reseña], la gente se comporta de forma muy irracional cuando hay algo gratis de por medio. Sin embargo no es así con el caso de los caramelos. Es más, muchos podrían aducir y justificar que van incluidos en el precio, que ya los cobraron en el pasaje y que con todo derecho cogen cuantos más mejor. Pero no, parece que las personas que viajan en avión suelen comportarse de forma comedida. A modo de curiosidad, quitando a los niños, diría que poquísimas veces he visto coger muchos caramelos a gente joven —en el sentido de edad, que no de espíritu—. La mayoría de las veces que he visto a alguien aprovechar la ocasión para llenarse los bolsillos, se trataba de una mujer mayor, en apariencia de más de cincuenta años. Algún caso he visto, pero la mayoría de los hombres mayores suelen abstenerse de coger más de uno o dos.

Vino a mi mente el asunto de los caramelos leyendo la última crónica de Amador Fernández-Sabater [La cena del miedo], a la que llegué vía Kriptópolis [Represión y miedo para el pueblo]. Como a mitad del texto leí la frase que eyectó la asociación de ideas: «Esos consumidores irresponsables que lo quieren todo gratis». Y no fue la única. Hay unas cuantas frases más que merece la pena leer. Son, a mi entender, ilustrativas en cuanto a la visión que tienen aquellos que, en cierta forma, han de velar por un estado e identidad cultural nacional sano. Merece la pena, también, no solo leer las frases. Ambos artículos son muy buenos.

Mi reflexión fue —y es ahora— algo infantil, he de reconocerlo, pero básicamente arrancó con el siguiente planteamiento: «Si todos los que tenemos Internet somos tan irresponsables y egoístas, que lo queremos todo gratis, ¿por qué no desvalijamos las cestas de caramelos cuando nos las ofrecen en el avión?» ¿Tiene sentido que la gran mayoría de usuarios de un servicio, el de aviación, seamos tan moderados, mientras que usando otro servicio, el de Internet, seamos tan desmedidamente insaciables, egoístas e irresponsables? Tal vez la respuesta esté en que son dos poblaciones diferentes. Aunque me parece a mí que no. Cierto que seguimos a la cola de Europa en cuanto a implantación de ADSL en los hogares, pero al menos el 50% tiene, o tenía, durante la primera mitad del año 2008. A todos los que van en el avión se les supone un hogar en el que vivir, por tanto al menos la mitad tenía ADSL en casa. ¿Significa eso que la mitad de ese 98% de pasajeros comedidos, se habrían dejado en casa el ordenador encendido descargando toda la música, las películas y los juegos que pudiesen descargar? No deja de ser una cuestión de fe, claro está, pero yo, sinceramente, no me lo creo.

Durante una de las épocas más oscuras del siglo XX, en Europa coexistían cuatro grandes dictaduras. Las lideradas por Hitler, Mussolini, Franco y Stalin. Unas un poco más grandes/peores que otras, claro está, pero dictaduras a fin de cuentas. Una de las características de un régimen dictatorial es que la justicia, o lo que en estos casos se denomina justicia, la reparten hombres de a pie que, en nombre de leyes cuando menos arbitrarias y en defensa de los valores nacionales, podían detenerte en la calle, entrar en mitad de la noche en tu casa sin requerir autorización e, incluso, encarcelarte únicamente por expresar una opinión diferente. Cuando no aplicar la ejecución exprés en mitad de la calle aduciendo traición o terrorismo. Lo de las torturas lo dejamos para otro momento. Aunque pueda resultar una comparación insultante, no deja de sorprenderme que cuatro sean también las industrias —musical, cinematográfica, editorial y de videojuegos— que hoy en día exigen un modelo de recorte de libertades tan propio de las dictaduras. Cierto que en la afirmación de los consumidores irresponsables que lo quieren todo gratis no se dice claramente que la totalidad lo seamos, pero sin embargo sí están dispuestos a firmar, a promover, un modelo que recorta claramente las libertades civiles de la absoluta totalidad de la población. Lamentablemente la solución que proponen no es admisible. No vale el «pagan justos por pecadores». Ahora es por las descargas directas y esgrimiendo la queja de los derechos de propiedad intelectual, cuando realmente quieren decir propiedad industrial o derecho de explotación comercial. ¿Pero mañana por qué será? ¿La censura a la china de páginas Web de otro países? La Ley Sinde es una caja de Pandora que no merece la pena abrir.

Pero hay otro punto de la ya mencionada afirmación que no terminó de convencerme: «¡gratis!» Hasta donde yo sé, dentro de mis limitados conocimientos de Informática, no basta con que los bytes con dueño lleguen por el extremo de tu ADSL a tu ordenador. Deben ser almacenados en un disco duro, por lo que habrás pagado un canon digital. Si vas a grabar el disco en un CD habrás pagado tanto por la grabadora como por el CD o DVD en el que lo grabes. Si lo que quieres es escucharlo en tu MP3 o en tu iPod, también habrás pagado el canon. A estas alturas he perdido la cuenta de todo aquello por lo que he pagado canon de copia privada. Y todo eso sin contar que ya abonas una línea ADSL, que aún sigue siendo de las más caras en Europa en relación calidad/caudal/precio. Que lo sangrante no es lo que te cuesta el servicio en sí, sino que estás obligado a mantener una línea. Da igual lo que tengas o hagas, que mensualmente la operadora ingresará entre 15 y 20 € tan solo en concepto de línea, servicios aparte, por un par de cables de cobre que, al menos en mi caso, llevan cuarenta años ahí puestos y que están en tan mal estado que no dan para nada más que 1 Mb de caudal al mes. En definitiva, la afirmación de «gratis» es totalmente gratuita. Porque si hay algo cierto en todo esto es que, de momento, y suerte que aún no tenemos una Ley Sinde y una dictadura, opinar sí es gratis.

Y no, no afirmo que el canon sea una autorización para que uno pueda copiar todo lo que le venga en gana. Ni tampoco que el abonar mensualmente ADSL más la línea, algo que ronda entre los 30 y los 50 €, tengamos derecho a descargarnos todo lo que se nos ocurra. No, no afirmo eso, ni tampoco defiendo el derecho a hacerlo. Pero como se lleva demostrando hace ya bastante tiempo, los motivadores extrínsecos, en este caso las penalizaciones, pocas veces funcionan a largo plazo. Como nos enseña el arquetipo de desplazamiento de carga (posiblemente en su variante hacia la intervención) [Arquetipos sistémicos (PDF)] de la Dinámica de Sistemas [@ Wikipedia], atacar el síntoma y no el problema fundamental de base, consigue una mejora momentánea y superficial que, sin embargo, a la larga empeora el conjunto, llegando incluso a dañarlo de forma irreversible. Desgraciadamente el canon digital fue eso y la Ley Biden-Sinde no deja de ser otro despropósito más en esta dirección. De proseguir en esta línea sospecho que nos encontraremos ya con el arquetipo de erosión de metas.

¿Pero realmente a quién —o mejor dicho contra quién— va dirigida esta ley? ¿Quienes son esos consumidores irresponsables? ¿A quienes quieren perjudicar? ¿A quienes beneficia? Son preguntas que me hago cada vez que oigo hablar o leo algo de la Ley Biden-Sinde. ¿Tienen identificados realmente al enemigo? Por mucho que se nieguen a aceptarlo, la gente seguirá copiando discos y películas. Lo hacían antes del boom de Internet y lo seguirán haciendo pongan las pegas que pongan. Esto no lo va a cambiar la aprobación de ningún sistema censor. No se puede obligar a alguien que no tiene recursos a comprar discos. Tampoco se puede exigir a esa misma persona sin recursos que renuncie a la posibilidad de disfrutarlos. ¿Vamos a meter en la cárcel a los adolescentes volátiles que hoy escuchan el disco de Beyoncé y mañana el de Maná y para los que estos mismos discos tienen un ciclo de caducidad ridículamente corto? ¿Son realmente tan malignos estos chavales? ¿Entonces, cuál es esa población de consumidores irresponsables? Sinceramente, creo, otra vez un acto de fe, que no tienen ni idea. A lo que apesta todo esto es que simplemente quieren más. Vivimos en un sistema de incremento constante de resultados. Si una empresa, el ánimo de lucro siempre supuesto y que vaya por delante, no cumple objetivos, aunque sí declare beneficios, en neto considerará que ha tenido pérdidas de cara a sus inversores. Es, en sí mismo, un modelo aberrante que no hay por donde coger. Pero es el que tenemos y el que, nos guste más o nos guste menos, veremos defender con uñas y dientes. Sin embargo, están a punto de convertir una defensa a ultranza, feroz y casi rayana en el fundamentalismo devoto de una fe muy particular, en un batalla de tierra quemada. Y se olvidan, o intentan ocultar con ello, de conceptos de economía básicos para todos. De esos mismos conceptos que hablan de bien sustitutivo, de elasticidad, de leyes de oferta y demanda, etc., etc.

Pero lo peor de todo es que seguimos profesando una fe ciega a los motivadores extrínsecos. Seguimos creyendo que el castigo ejemplar cambiará la conducta de la gente. La realidad es que podrás infundir temor, pero no podrás hacer que una persona adopte tu fe. Ni siquiera, en un contexto de amenaza, que intente entender tu punto de vista. Para eso hay que conseguir que el individuo considere que en el intercambio económico, que en la transacción comercial que realiza, sale ganando. Y eso sólo se consigue trabajando en la motivación intrínseca de cada individuo. Aunque, tal vez, esto no sea más que una cuestión de fe infundada en la persona y, en el fondo, todos somos realmente consumidores irresponsables (y viles) que lo queremos todo gratis.

jueves, 13 de enero de 2011

Dropbox y Evernote

Esta claro, al menos para mí, que en quince años la cosa ha evolucionado muchísimo en cuanto a gestión de los datos personales o domésticos, término que uso aquí como simple contraposición a los datos de carácter empresarial. Poca gente imaginaría en el año 95, cuando el acceso a Internet empezaba a tocar en las puertas de las casas usando módems V.96 de 56 Kbps, que entrando en la segunda década del siglo XXI las personas tendrían la mitad de su información útil fuera del disco duro del ordenador de su casa y que podrían acceder a ella desde cualquier parte del Globo siempre que se dispusiera de una conexión WIFI, 3G o, ya poniéndonos clásicos, un simple ADSL. Entonces ni las empresas, que pagaban verdaderas fortunas por sistemas redundantes y copias de seguridad remotas, cuando a alguno se le ocurría que eso podría ser siquiera necesario, podían imaginar que hoy el ciudadano de a pie tendría chopocientos servicios gratuitos para tener siempre a mano aquellos datos que necesitara. También está claro que aquello que se hace común deja de sorprendernos, pero a mí me sigue fascinando cada día la facilidad con qué hoy podemos acceder a todos nuestros datos importantes desde un ordenador que llevamos en la mano y que, además, sirve de teléfono móvil. Sí, la cosa ha cambiado muchísimo en quince años. Esperemos que aún cambie mucho más en otros quince. Para mejor, se entiende.

Hace una década aún tenía que descargar el correo electrónico a mi ordenador antes de poder leerlo. Programas como Outlook Express, Mozilla Thunderbird o Eudora se encargaban de descargar todo el contenido actualizado de la cuenta de correo. Si tenías varios ordenadores —algo bastante improbable por una cuestión de precio— esto mismo debía suceder en cada equipo. Hoy en día, todo mi correo está en «la nube», a cargo de una cada vez menos fiable Google, y que puedo consultar desde cualquier parte del universo conocido con tal de disponer de un navegador y acceso a la red de redes. Hasta hace unos años cualquier archivo que quisiera tener siempre conmigo debía llevarlo en un dispositivo tipo pen que vino a sustituir a los siempre presentes discos de tres pulgadas y medias que llevaba en mis años de carrera y mis primeros años laborales. Hoy en día uso servicios de discos duros virtuales en la nube. En particular el que se ha llevado el gato al agua es Dropbox [sitio web]. Tras un año de uso, se ha convertido en un verdadero imprescindible.

Pero antes, por respeto a la antigüedad, voy a comentar otro servicio que también se ha convertido en una herramienta útil en mi día a día: Evernote [sitio web].

Evernote


No tengo muy claro cuándo me di de alta en este servicio, pero hace ya bastante. Creo no mentir si digo que llevo en él más de dos años. Puede incluso que casi tres, o algo más, porque recuerdo comentar parte de sus bondades con un compañero de trabajo que despidieron como dos años antes que a mí. Y entonces ya llevaba tiempo jugueteando con él. Sin embargo eso importa poco, he venido a encontrarle uso práctico recientemente.

Una de las virtudes de Evernote es el permitir crear notas desde cualquier fuente, incluyendo la cámara del móvil. Eso lo llevaba usando hace tiempo, desde que tengo el iPhone [Enviado desde mi iPhone: Continúa mi apuesta por la manzana], para capturar párrafos que me resultaban interesantes en las lecturas. Pero últimamente se está convirtiendo en una herramienta importante para capturar páginas web cuya lectura pospongo para otro momento. Yo opté por instalar la aplicación de escritorio (y en el iPhone y en el iPad [iPad]) y con ello gané la posibilidad de añadir como otra nota una versión en PDF de la página web que tuviera abierta en Safari. Gracias a esto, y tras sincronizar con el iPad, la puedo leer en cualquier parte exactamente tal como la tenía delante. Si sentimos pánico de estar instalando aplicaciones, lo mismo se puede hacer imprimiendo la página Web a PDF desde Safari y subiéndola al servicio Evernote usando la interfaz Web. Con eso perdemos la sensación de inmediatez que nos ofrece la integración. En mi caso opté por lo cómodo: un clic de ratón y me despreocupo de todo lo demás.


A día de hoy empleo Evernote para gestionar listas de compras y listas TO-DO. Cuando recuerdo algo lo apunto en la lista/nota correspondiente y ya lo tengo sincronizado en todos los equipos donde tengo instalado el cliente del servicio. Lo llevo en el iPhone y capturo distintas cosas con su cámara que luego reviso en el ordenador de casa o en el iPad, ambos con pantallas algo más grandes para facilitar la lectura. Y, hasta la aparición de Dropbox en mi vida, lo usaba también para guardar una versión de las reservas de vuelos y hoteles. Aunque esto, hasta hace poco, daba algunos problemas por necesitar siempre una conexión a Internet cada vez que quería consultar algo. Ahora ya funciona la marca de favorito, lo que hace que una nota se almacene también en el terminal. Para lo último que lo estoy usando es para escanear tickets y facturas de compras y dejarlas archivadas. Esto me facilita encontrarlas en caso de requerir llamar a la garantía, por ejemplo.

Sospecho que a Evernote se le puede sacar mucho partido, pero siempre será en función de las propias necesidades. En estos días estoy animando a mi mujer [Mis ratos en la cocina] a que lo use como base de datos de recetas. Amén de poder usar cualquier fuente para crear una anotación, lo cierto es que lo realmente magnífico del servicio es la posibilidad de buscar texto dentro de cualquier nota, incluso de una imagen. Antes era habitual "descuartizar" las revistas de las consultas médicas para llevarnos las recetas de cocina que aparecen publicadas por todas partes. Ahora le sacas una fotografía y ya la tienes en tu cuenta Evernote. A partir de ahí, te sientas en el ordenador, escribes el texto que quieras buscar, y como por arte de magia te aparecen las capturas que contienen dicho texto. Ya no necesitamos andar transcribiendo a un archivo de texto lo que se quiere almacenar.


En resumen, lo estoy usando para:

  • Capturar en PDF artículos y páginas Web que pueden resultarme interesante y posponer su lectura, tal vez en el iPad.
  • Listas de la compra y cosas que hacer.
  • Tomar notas (escribir) sobre cosas que me pueden interesar. A veces incluso para preparar/documentar un artículo en la bitácora.
  • Almacenar documentación escaneada que pueda necesitar en cualquier momento: facturas y tickets, contratos de seguros, etc.
  • Cualquier cosa que me llame la atención y se me presente delante. Saco una foto con la cámara del iPhone y ya la tengo en Evernote.

En algún momento del pasado se me ocurrió que tal vez podría usarlo como bitácora. En especial para Retales de sabiduría. Podemos publicar carpetas para que cualquiera pueda ver su contenido. En su momento no me lancé a ello porque no me convencía la forma en que se gestionaba vía Web. Aunque igual acabo optando por esta solución a medio plazo.

Hay que tener en cuenta que la versión gratuita tiene una serie de limitaciones. En principio no deja subir más de 60 Mb al mes (lo que ellos llaman un ciclo). Ha mejorado, al principio no llegaba a 40. Sin embargo, hasta la fecha no he necesitado más de esa cantidad (ni tampoco 40 Mb). Tampoco me importa mucho que la búsqueda no funcione dentro de los PDF's. De momento sólo los uso para posponer la lectura de las páginas Web que me interesan. En cualquier caso, si veo que al servicio le puedo sacar algún rendimiento profesional en el futuro, no descarto abonar la irrisoria cantidad de 5€ mensuales que cuesta.

Aún no le he encontrado mucha utilidad a la cuenta de correo que se crea asociada a la cuenta Evernote y que te permite, por ejemplo, enviarte copia oculta de correos que remites a terceros y que quieras revisar a posteriori. Teniendo el iPhone y la aplicación instalada en él opto por enviar las cosas directamente desde el cacharro vía captura fotográfica, llegado el caso. Seguramente que le encontraré utilidad en algún momento. Ahí está.

Dropbox


El servicio Dropbox ha resultado ser una de esas cosas que entran en tu vida silenciosamente, casi de forma desprevenida, y que luego acaba convirtiéndose en un indispensable. Acepté la invitación que en su día me envió Sulaco [Distorsiones] porque quería compartir conmigo unos archivos desde Holanda algo más grandes de lo que sería aconsejable enviar por correo electrónico. Yo andaba escondiéndome del frío madrileño de finales de 2009, creo recordar, y lo dejé aparcado porque no le vi mayor utilidad una vez copiado en mi portátil lo que nos traíamos entre manos. Cuán equivocado estaba. Un día, cerca del radiador, lejos de mi mujer y aburrido como una ostra porque nevaba en el exterior y los compañeros de trabajo preferían esconderse en sus casas que salir conmigo a comer rotos [Los rotos] y beber cervezas, conectado a Internet con un pincho USB de Simyo que fallaba cuando le venía en gana y que me imposibilitaba ver on-line cualquier capítulo de cualquiera de las series que seguía en ese momento, se me ocurrió instalar el cliente de Mac para juguetear con el servicio. Y, desde entonces, nada ha vuelto a ser lo mismo.

Hasta hace poco era una herramienta de uso diario. Cargaba todos los días con mi portátil y ya no necesitaba llevar documentación en un pen de aquí para allá. Todo estaba en la nube, en mi disco duro virtual Dropbox. Cualquier cambio que realizaba en el documento automáticamente se sincronizaba con el ordenador de sobremesa. Con el cliente instalado en el sistema operativo el servicio Dropbox aparece como otra carpeta más dentro de la jerarquía de directorios del propio sistema. Meter y sacar cosas en la carpeta Dropbox es tan sencillo como arrastrar y soltar en el Finder, si tienes Mac, o en el explorador de archivos, si eres de Windows. Mientras estás haciendo cualquier otra cosa, el servicio ya se encarga de sincronizar lo que tenga que subir o bajar a o desde la nube.


Dada las especificidades y las sobradas virtudes de Evernote, Dropbox no puede siquiera pensar en sustituirlo. Sin embargo, como disco duro virtual es una verdadera maravilla. Un portátil, el iPhone compartiendo la conexión de datos para conectar a Internet desde cualquier parte y la versión gratuita de 2 Gb —siempre que aún no hayas conseguido suficientes incautos para acumular hasta 8 Gb— es más que suficiente para tener una verdadera oficina móvil. La opción, además, de poder compartir carpetas específicas con otra gente, lo hace una herramienta imprescindible para mantener datos actualizados entre varios usuarios. Algo que, no voy a negarlo, también puedes conseguir con Google Documents. Pero en este caso puedes cifrarlo con una clave que únicamente conozcan los interesados. Lamentablemente me parece que, de progresar la Ley Sinde, mucha gente empezará a publicar los enlaces por vías alternativas como, tal vez, carpetas compartidas de Dropbox.

Buena parte de los 2 Gb del espacio disponible los tengo ocupados con una selección bastante amplia, pero siempre cambiante, de libros técnicos en formato PDF. Mi biblioteca de consulta, siempre disponible. Ahí están y puedo consultarlos desde cualquier sitio. Incluso, si tengo ganas y oportunidad, los leo en el iPad descargándolos desde Dropbox. De hecho, para PDF's esta es la forma en que transfiero los archivos al iPad. Pero de esto hablaré en una próxima entrada.

Además del uso como almacén para libros mencionado, utilizo el cliente Dropbox de iPhone e iPad para llevar conmigo documentación que necesite en viajes. Reservas de vuelos y hoteles, callejeros, guías de ciudades y todo lo que pueda considerar importante y que haya acumulado en los días previos a la salida. En este apartado sí ha desbancado a Evernote. Por defecto Dropbox, el cliente para iPad e iPhone, bajará el documento desde Internet cada vez que se acceda a él. Sin embargo existe la posibilidad de marcarlo como favorito y, consiguientemente, se almacenará en local para su uso fuera de línea. Esta misma funcionalidad ya está implementada (parece que bien) en las últimas versiones de Evernote. Pero sigo prefiriendo Dropbox para esto. Queda de un chulo insoportable acercarte al mostrador de recepción, sacar el iPad y plantarle delante de la cara al tipo o tipa correspondiente el justificante de tu reserva.


Hasta el momento lo he obviado por, precisamente, obvio. También uso Dropbox para copia de seguridad de algunos archivos importantes. Aunque en este caso, dado que el espacio disponible es limitado en su versión gratuita, no son todos los que me gustaría. Pero de momento es suficiente.

Por cierto, también estoy animando a mi mujer a que use este servicio (y de paso ganarme otros 250 Mb para mi cuenta). En este caso es para amenizarle las mañanas en el trabajo. Siempre anda pidiéndome música que pueda escuchar en su oficina. Dada nuestra gran colección de discos, no pretendo que los tenga todos ahí. Pero sí que puede ir variando ella a su gusto y dependiendo de la ocasión.

En resumidas cuentas, un servicio que en el transcurso de un año ha venido a convertirse en un imprescindible. A fin de cuentas no deja de ser un disco duro —o por tamaño un pen drive— y, dada la capacidad que tenemos los que sufrimos el síndrome de Diógenes cibernético de llenar todos los huecos disponibles, no viene mal cualquier espacio de almacenamiento adicional con el que podamos contar. Más, si además, te sirve para compartir con terceros y para mantener documentos importantes sincronizados entre varios equipos.

Unas últimas palabras


A modo de justificación, diré que sí, que ya sé que el 99% de la población del universo conocido, y otro tanto del desconocido, conoce la existencia de estos servicios, y que esta entrada tan larga y pesada de hoy no aporta nada al saber popular de la Humanidad, pero me consta que parte de ese 1% que aún la desconoce la conforma mi familia. También sé que parte de ellos me lee. Así que es una oportunidad para darles a conocer estos dos servicios que considero casi imprescindibles para cualquier persona que tenga ordenador. En especial se me ocurren una cantidad importante de cosas fantásticas que podrán hacer mis padres, cada uno en su estilo, con Dropbox y Evernote. Si los convenzo para que usen Dropbox, por ejemplo, ganaré medio gigabyte más para mi cuenta. Así que todo el tiempo invertido en escribir esto tiene, cómo no, una fuerte componente egoísta. Y ya puestos, si no eres un familiar directo, pero estás interesado en Dropbox, puedes contactar conmigo. Te enviaré una invitación y podrás darte de alta. Te aseguro que llegarás a ser muy feliz usándolo y yo conseguiré incrementar mi felicidad otros 250 Mb en el proceso. Un claro ejemplo de win-win.

domingo, 9 de enero de 2011

'¡Chúpate esa!'

En la última década parecen haberse puesto de moda dos cosas: los no-muertos, especialmente en sus sabores de zombies y de vampiros, y las ediciones seriadas de cualquier tema, en especial en forma de trilogías. En combinación, parece que lo que más gusta son las trilogías de vampiros. Al menos tres son los libros que lleva publicados Christopher Moore, autor prolífico especializado en situaciones absurdas en torno a monstruos y seres sobrenaturales, sobre vampiros y sus quebraderos de cabeza. No es fácil ser un vampiro, no, y '¡Chúpate esa!', continuación de 'La sanguijuela de mi niña' [mi reseña], ahondará en las cuitas que supone la existencia a un ser cuya mayor y única adicción es la sangre. A poder ser la de otros.

Para que una cosa sea catalogada o etiquetada de continuación, y merecedora de tal honor, debe contener algo, en su cuerpo, en su esencia o al menos en espíritu, que la relacione con la primera, cronológicamente hablando. En este caso lo es todo. Aparecen los mismos personajes (me arriesgo a decir que absolutamente todos) que sobrevivieron a la primera parte, y alguno más. Entre los nuevos aparece Abby, secundaria de importancia y narradora vital en esta novela y que también es recurso narrativo, menos importante, en otra de las novelas de Christopher Moore: 'Un trabajo muy sucio' [mi reseña]. '¡Chupate esa!' es un crossover ficcional [@ Wikipedia] con la novela sobre el trabajo de recolectar almas. Y, aunque hay cosas que no terminan de encajar completamente, sí que hay algún guiño a la historia 'Un trabajo muy sucio' y que tal vez sólo pilles si la has leído. Aunque es totalmente irrelevante para la historia de Abby y del resto de personajes de esta narración. También aparece un pitufo (o mejor dicho una pitufa) que en algún momento traerá de cabeza a buena parte de los personajes. Y después de despertar la curiosidad con la mención del ser de marcada tonalidad azul, dejo que el interesado averigüe de qué se trata leyendo la historia. Si es que al finalizar de leer esta reseña — o lo que sea que es este conjunto de frases y despropósitos— se decide a ello.

Lo menos que se puede decir de una novela de Christopher Moore es que resulta divertida. '¡Chúpate esa!' lo es bastante, incluso mucho, en algunos instantes concretos. Sin embargo, en la mayor parte de las páginas no pasa de divertimento ligero. En mi caso, incluso, hubo momentos en que llegó a entreverse la sombra del aburrimiento. En pocos casos, sí, pero ahí estuvo. Pero en valoración neta, habré de decir que la novela, en su conjunto, es entretenida. No faltarán situaciones —incluso razonamientos y fantasías de algunos de los personajes más seriamente intoxicados por drogas varias— que rayan lo irrisoriamente absurdo, algo en lo que Christopher Moore, a quien no podrá dársele un nobel por su prosa, sí consigue plasmar e hilar con maestría.

Tiene una suerte a veces… Yo podría ponerme a hacer el pino y a tocarme la almeja encima de la mesa de la cena, y mi madre sólo me diría: «Cariño, la navidad es para estar en familia, tenemos que estar todos juntos» y me haría acabar delante de todos.

Aun resultando entretenida —al menos a ratos— es quizás la peor novela de las que he leído hasta el momento de Christopher Moore. Al menos para mi gusto. Debe ser que esto de los vampiros no termina de engancharme como al resto de la Humanidad. Mi recomendación es no dedicarle tiempo a esta historia, salvo que se haya leído el primer libro y se tenga curiosidad por conocer cómo continúa la relación entre los protagonistas. O que se tenga la sana intención de leer el siguiente de la trilogía vampírica que ha escrito el autor. Supongo que yo sí la leeré; cuando salga en edición de bolsillo o caiga en mis manos por vías menos lícitas. También podría resultar atractiva para alguien que le vaya mucho el tema de los no-muertos chupasangre. Pero en este caso avisar que menos seria, esta obra es de todo. Así que podría irritar a los fanáticos y devotos de Nosferatu por su irreverencia con los señores de la noche. No es un tratado de vampirismo. Por último mencionar que también cabe la posibilidad de que yo no haya sabido descubrir el intrincado trasfondo existencialista a esta historia en concreto y resulte ser una maravilla de la literatura burlescofantástica. Esto es una lotería, así que el que decide eres tú. ¿Te lo leerás o no te lo leerás? Por si acaso, ahí queda mi recomendación. Siempre sirve de alternativa, eso sí, si ya se han leído todos los que he recomendado, y todos los que catalogo como must read.

Para concluir, aprovecho para &$@#*-me en el que decide los títulos de los libros al traerlos al mercado español. Que alguien me explique qué tienen que ver los títulos originales, 'Bloodsucking Friends: A Love Story' y 'You Suck: A Love Story' con los correspondientes al mercado nacional. Siguiendo la pauta, supongo que a 'Bite Me: A Love Story', la tercera parte de las andanzas de la fauna particular que habita en estas historias, lo llamarán en casa '¡Ponme la pierna encima!' o algo aún peor. Tal vez '¡Dame con el pepino!'. Si es que con tal de vender…

sábado, 8 de enero de 2011

'El bufón'

En las portadas de todas las novelas de Christopher Moore que he tenido en mis manos, o en las entrañas de mi iPad, hay una frase que aparece siempre con apenas variación en su morfosintáxis: «Del autor de El ángel más tonto del mundo». Al menos en las ediciones en español. Y salvo, claro está, la propia novela 'El ángel más tonto del mundo' [mi reseña]. Aunque el editor más tonto del mundo podría haberla puesto por aquello de reforzar la idea global de que la mejor novela del autor es, precisamente, esa. Algo que, tras leer 'El bufón', que por cierto también trae en su portada o pseudo portada, electrónica en este caso, esa misma declaración, estoy por jurar: De momento, la novela del ángel con serio síndrome de cretinismo es la mejor de todas. Aprovecho para volver a recomendar aquí su lectura.

Sin embargo, si hay una novela de Christopher Moore —de las leídas hasta ahora— que está casi a la altura de la tan mencionada crónica de un ángel tonto es, y con diferencia hasta la fecha, 'El bufón'. Por el toque original con el que se dedica a revolcar, revolver y retorcer la hipertragedia y megadramón clásico de Shakespeare 'El rey Lear', y por la gran cantidad de momentos divertidos y carcajadas que uno suelta durante su lectura. Si en nuestro universo conocido a la materia le corresponde la antimateria, a 'El rey Lear' le corresponde, en justo y merecido primer lugar, 'El bufón', que en ésta adquiere el mayor de los protagonismo narrando las vicisitudes de todos los personajes en un tono de egoísta, descarada y cínica primera persona.

Reconozco que soy de espíritu crítico débil y que si un chiste o un párrafo cargado de prosa imaginativamente cómica, ocasionalmente rayando en lo soez, me pilla por sorpresa, la obra que lo contiene gana muchos puntos en mi marcador personal. Con 'El bufón' tropecé con algunos de esos párrafos que pasarán a mi colección de momentos de lectura geniales y de atragantadera por risa descontrolada. En estas ocasiones doy gracias si la carcajada tonta me pilla en la intimidad de mi casa y no en el transporte público. (Aclaro que evito elegir esos párrafos para acompañar mis reseñas por aquello de favorecer que posibles, aunque improbables, lectores disfruten de ese mismo placer del descubrimiento abrupto y de la carcajada espontánea).

    —Nada de eso, muchacho, nada tan sórdido como la política. Lo nuestro es venganza pura y dura. A nosotras la política y la sucesión nos importa un comino.
    —Pero vosotras sois el mal encarnado y triplicado, ¿no es cierto? —pregunté yo, respetuoso. Los méritos hay que reconocerlos.
    —Sí, lo nuestro es el mal, pero no llegamos a tanto como para meternos en política. Mejor lanzar contra las piedras el cerebro de un recién nacido que hervir en esa caldera de ordinariez y vulgaridad.

'El bufón', penúltimo libro editado en castellano hasta la fecha, y cargado con cantidades industriales de humor negro del más burro que uno pueda esperar y desear, es una novela que merece la pena leer y que garantiza unas buenas horas de divertimento superficial e insustancial. De ese mismo humor superficial e insustancial que tanto aprecia el hedonista medio. Grupo generacional en el que me incluyo. Novela totalmente recomendada.

viernes, 7 de enero de 2011

'Maldito Karma'

Se le coge bastante rápido el punto a esto de leer en el iPad. Así que, tras terminar de leer el anterior ['Un mundo feliz'], me puse a leer el libro 'Maldito Karma' —con objeto también de cambiar la escala dramática—, primera novela de David Safier y que deja entrever, al menos ante mi inexistente criterio literario, una promesa en cuanto a literatura de corte humorístico se trata. Tendré presente al autor para hacerme con su segunda novela en cualquier momento.

A veces resulta curioso lo que pasa con un libro. Yo leí la versión electrónica del mismo, obtenida por vías poco lícitas aunque aún legales —Ley Sinde mediante—, pero sabía que una copia en papel y comprada unas semanas antes para regalar a la que me trajo al mundo venía en camino. Sin embargo, antes de recibir esa copia, cuando ya tocaba la puerta como quien dice, resultó que mi padre se presentó con el libro bajo el brazo y me lo regaló tras leérselo; sin saber que había otro ejemplar circulando por las manos de los miembros del clan. Lo había comprado porque —se nota que soy fiel heredero de su espíritu— el título le había resultado atractivo. El mismo motivo por el que se le había regalado a mi madre en su momento. Acababa de leerme la versión electrónica por impaciente, rayando incluso la ilegalidad, y resultó que atropelladamente llegaron dos copias en papel. ¿Será cosa del karma?

'Maldito karma' es una novela que se lee en un santiamén, porque resulta grata y a veces genialmente entretenida, y en la que, como si de un videojuego se tratara, el personaje principal de la trama va perdiendo vidas y reiniciando la partida tras cada fallo mortal. No faltarán las situaciones completamente absurdas, de las que me reconozco especialmente adicto, y que consiguen que el libro mantenga el tono y calidez durante la casi totalidad de sus páginas. De ahí que se trate de una novela que enganche. Conjuntamente a este último hecho, está que su prosa es ligera facilitando una inmersión cognoscitiva completa en la narración. O sea, proceso de abstracción del entorno que resulta de —o se consigue gracias a— un lenguaje asequible sin exceso de florituras. Funcional y práctico, sería en esencia. Casi periodístico (pero del periodismo bueno).

    Me miraron de nuevo un instante con la mirada vacía y prosiguieron con su trabajo. Como yo no era su comandante ni mucho menos su reina, mis advertencias les importaban tres pitos. Ocurría lo mismo que en las grandes empresas: el sano juicio se estrellaba en la jerarquía interna.

Cuando alguien coge un libro puede andar buscando en él diferentes cosas. Tal vez un instrumento de aprendizaje e instrucción. Tal vez un amigo fiel con el que abrirse y compartir intimidades, pues el reflejo de las emociones de lo que leemos convierte al libro, en principio objeto pasivo de un acto en sí sosegado, en un activo de nosotros mismos. O tal vez se busque un simple pasatiempo de una noche (si se lee muy rápido) y que se olvida en cualquier rincón o estantería tan pronto llega el alba. 'Maldito karma' no es ni lo uno. Se trata de un buen compañero de camino con el que pasar unas horas divertidas y que, sin llegar a dar gracias al cielo el haberlo encontrado, sí perdurará alegremente en la memoria durante un tiempo. No en vano lleva una jartá de ejemplares vendidos en la tierra de su lengua materna y que, allí donde llega traducido, cosecha similar éxito. 'Maldito karma' no es una novela que te cambiará la vida, pero desde luego te la hará más llevadera unas horas. Libro recomendado.