miércoles, 30 de junio de 2010

Paseo con Luis, Sulaco y un holandés (supuestamente no errante)

No escribo casi nada últimamente. Esto va por ciclos. Todo (o casi todo) el que tiene una bitácora lo sabe. No voy a repetir yo la búsqueda de profundidad en las acciones, o mejor dicho no acciones, relacionadas con el abandono de la misma. Aunque supongo que un factor importante, al menos en mi caso resulta serlo, es que depende mucho, también, de la cantidad de trabajo que tenga. Ahora mismo tengo mucho. En realidad más que cantidad, tengo muchas cosas interesantes en las que estoy involucrado, me quieren involucrar o, simplemente, acabaré involucrado. Desgraciadamente también las hay donde no me permiten involucrarme, lamentos pospuestos para una entrada futura, tal vez. La mayoría de las cosas plausibles dentro de mi horizonte de sucesos, por no decir todas y concederme así el beneficio de la duda, acabarán abandonadas. Por mí o por otros. No siempre es uno el que tira la toalla. A veces también te dan la patada. Pero sea propio o ajeno el arranque del proceso de divorcio, esa es casi siempre la historia. En cualquier caso, y a modo de resumen, tengo olvidado este rincón porque hay cosas más interesantes a las que dedicar mi atención. Mea culpa. No lo voy a negar. Que soy un volátil, quiero decir, o «no negar».

Cenobio de Valerón
Aunque el blog no es lo único que tengo en régimen de abandono. La fotografía, además de cara —en realidad no lo es tanto, o a mí no me lo parece—, últimamente se me antoja ajena. Las pocas veces que estoy cogiendo con mis manos el equipo fotográfico caen dentro de las categorías para hacer algún encarguillo/favor para alguien, algún evento familiar menor y, básicamente, para moverlo de un sitio a otro porque lo tengo encima de algo que quiero coger en un momento determinado y me veo obligado a sacar la bolsa de la cámara antes de alcanzar lo que ande buscando. Triste. Pero no por triste deja de ser menos cierto, como decía aquel. Ni más, tampoco.

Con esta desgana profunda para ponerme a hacer fotos, el aviso sobre la proximidad de otra visita a la isla por parte del amigo sulaco [su web] y su declarada intención de sacarme a otro paseo fotográfico por la isla los viví con sentimientos enfrentados. Nulas ganas de coger la cámara, casi un sacrificio, pero muchas de verlo. Si has tenido la posibilidad de leer lo que escribe en su blog ya sabrás —o podrás intuir— que aburrirte no te vas a aburrir con él. Y una vez más no defraudó. Al final, la salida fotográfica del pasado domingo se convirtió en un paseo en coche por la isla, por zonas que no habíamos visitado hacía tiempo, y con pocas fotos porque, al menos para mí, es más de lo mismo. La isla no da para mucho si sales con frecuencia. O sufres de apatía fotográfica extrema, cual mi caso.

Barca abandonada en Sardina del Norte

Decía que con sulaco es difícil no divertirte o, lo que es lo mismo, resulta imposible aburrirte. Así que las casi nueve horas que compartimos en coche, caminatas cortas aquí y allá, almuerzo y otros pormenores de la experiencia conjunta, y pese a mis raquíticas ganas de andar sacando la cámara del bolso, se pasaron volando. A lo que ayudó también tener a Luis al volante y como compadre de andaduras, siempre dispuesto a poner su vehículo en nuestro provecho y, lo que es a veces asombroso, meterlo por carreteras en las que uno difícilmente se plantearía meter a su peor enemigo no fuera acusado de crueldad extrema y juzgado como peor criminal de guerra. Impresiona lo que es capaz de aguantar su coche.

Si dos se divierten, tres ya se convierte en una fiesta. Pero hubo, además, un cuarto invitado a esta fiesta particular de aficionados a la instantánea digital. Sulaco se presentó con «el niño», personaje que uno diría de ficción leyendo sus anécdotas, pero que es de carne y hueso y nos saca dos palmos de estatura a casi todos. Mira que es alto el chico, sí señor. O qué bajos somos el resto, tomando otro punto de referencia.

Ya me lo advirtió sulaco antes de vernos: practica el inglés porque el niño no habla otra cosa además del holandés. Pero mi terror escénico a hablarlo me anula. Entenderlo más o menos entendía las cosas. Es hablarlo lo que no consigo hacer. Y a estas alturas de mi vida me parece que no va a cambiar mucho. Seguiré intentándolo, eso sí, pero no creo que mi reseco seso de ya para mucho más. Cada uno tiene sus limitaciones, eso está claro. Una de las mías está en los idiomas bárbaros como el inglés.

La andadura nos llevó esta vez por la zona norte y centro de la isla. Comenzamos con una visita temprana al Cenobio de Valerón [web oficial]. Cuesta asimilar que para que te permitan subir unas escaleras y quedarte a pié de unas cuevas que únicamente puedes ver de lejos te casquen una multa de dos euros y medio. La anécdota la puso una chica que apareció en una furgoneta, con colchón en la parte de atrás, y que dijo que ella era la que abría. Nos pilló retrocediendo y maldiciendo porque supuestamente debía llevar media hora abierto. Era domingo, así que es perdonable. Y la chica era simpática. Lo imperdonable es que nos costara dos euros y medio por barba para apenas ver gran cosa.

El Cristo de Artenara

Luego un paseo rápido por Guía, Galdar y saltamos a Agaete para darnos un pequeño homenaje en Las Nasas. El niño parecía no estar acostumbrado a los sabores del pescaíto fríto de aquí y tuvimos que contenernos un poco en cuanto a la variedad de viandas y manjares a degustar. Increíble, hay gente a la que no le gustan los calamares. También es cierto que en la tierra de donde viene no se almuerza, al menos no como aquí, sino que se hace una cena temprana. Así que su organismo no estará acostumbrado, además de a los gustos locales, a los horarios indigestos en los que vivimos. Mala suerte. Para él. Yo me puse las botas. Como bien dice sulaco, yo tengo alma de obeso. Y cuerpo también.

Empanchados partimos para el pinar de Tamadaba, con parada breve en Artenara. Creo no mentir si digo que hace más de dos décadas que no subo hasta ese sitio. Me sorprendió el parecido tan increíble que mantenía con mis recuerdos de catorce y quince años, cuando acampaba allí. Eso sí, la monotonía del trayecto, las curvas y los baches hicieron que el trayecto cayese ligeramente pesado para unos vientres hinchados y hartos por la comilona previa. Si bien recordaba casi perfectamente el aspecto de la zona de acampada tras veinte años, había olvidado completamente el suplicio que suponen las carreteras de esa zona. Aunque no sé si sería bueno que las arreglasen. Al ponerlo difícil, supongo que la zona se ve libre de mucho dominguero sin escrúpulos. Tal vez, de haber sido más fácil llegar mis recuerdos no se parecerían en nada a lo que aún permanece allí. Casi prefiero que las dejen como están, aunque eso signifique que tardaré otros veinte años en volver. Si el cuerpo me aguanta en tiempo y forma.

Lástima que cuando llegamos arriba, con la intención de asomarnos al vacío del Valle de Agaete, nos encontrásemos con un cielo completamente cubierto por la niebla. Es lo fantástico —y que jode un huevo también— de esta isla: de un sol que rompe las piedras en Agaete te adentras en la niebla más absoluta diez kilómetros más al centro. Y esto es lo que hay. Como escuché en repetidas ocasiones durante mi estancia en Madrid: «son lentejas, si te gustan bien y si no las dejas». Aunque en mi caso la alternativa de dejarlo está cada vez más distante en un pasado alternativo y ya inexistente.

En fin, lamentos aparte, el saldo final resultó una vez más en un buen día. Quitando que el salir a sacar fotos quedó como anecdótico, tanto para Luis como para mí —y no digo nada del niño, que parecía andar en un universo alternativo—, el día se pasó de forma estupenda. Como siempre, espero que repitamos en la próxima visita de sulaco. Tal vez se vaya imponiendo aprovechar y cambiar de isla, alternativa que se comentó de pasada en el camino. Y también tal vez vuelva a coger la cámara con ganas para entonces. ¿Era en septiembre? No queda mucho para eso, la verdad. Aunque de momento, tengo que ir forzándome a retomar el gusto porque en una semana empieza el campeonato de windsurf de Pozo Izquierdo y, francamente, no me gustaría perdérmelo por la tontería que me ha entrado ahora con esta desgana absurda. ¿Será que he pillado un virus?

jueves, 24 de junio de 2010

El Centro Espacial Kennedy - Orlando

Desde niño siempre he sentido fascinación por el espacio. No. Debería corregir la preposición y el tiempo verbal y decir «de niño sentí» fascinación por el espacio. Era la fascinación derivada de la visión y propuesta hollywoodense. O sea, naves espaciales, pequeñas, grandes y de dimensiones planetarias, batallas entre naves incorrecta y excesivamente sonoras a velocidades de vértigo, clases de esgrima fundamentadas en una física extraña, héroes enfrentados a monstruos y monstruos interdimensionales imposiblemente hambrientos, robots con muy mala leche y más listos que el hambre y que muchos humanos, robots más tontos e inútiles que una piedra, inteligencias artificiales con una nave como cuerpo, extraterrestres milimétricamente idénticos a los terrícolas o con parecidos carnalmente sospechosos, agujeros negros que conducían a universos infernales, y, en definitiva, fenómenos cósmicos inciertos que argumentaban y justificaban dos horas de cinefilia abnegada. En fin, que me fascinaba todo lo que el espacio imposible podía ofrecer a una imaginación calenturienta y flexible como la que yo tuve en el rango de edades de un dígito y en buena parte de los comienzos de los dos dígitos.

Aunque la edad disminuye muchas cosas, entre ellas la inquietud y disfrute por y con la ciencia ficción (a veces desmedida), mi abuelo consiguió inculcarme cierto interés por el espacio en su vertiente científica y casi anónima. Anónima, al menos, para el que no esté realmente interesado en el cuerpo de esta ciencia. A mi abuelo lo perdí bastante joven, así que su afición por una ciencia silenciosa, de espera paciente y de memoria prodigiosa, no tuvo tiempo de competir con los apabullantes efectos especiales de corte millonario, primero, ni con la sobredosis hormonal, después. Creo que de haber tenido un corazón más fuerte —no se puede decir que llevase una vida especialmente insana—, habría conseguido vencer buena parte de esa dejadez que predomina sobre todo lo que me atrae. No es falta de curiosidad, que de eso tengo en dosis imposibles. Es gandulitis crónica, como bien decía mi madre mientras viví bajo su techo y como yo mismo no dejo de repetir en mis infrecuentes entradas. Nunca haré el esfuerzo de memorizar los nombres de las estrellas ni de la arquitectura de las constelaciones. Mi abuelo sí conocía la mayoría de ellas.

Pero supongo que algo de esa intención debió quedar enterrada. Algo así como un rumor sordo. Porque cada vez que tengo la oportunidad, que no son muchas, me acerco a los lugares de culto, allí donde hombres y mujeres de verdad, muchos de ellos incluso permanecerán en el anonimato eternamente, hicieron, hacen y harán ciencia y, con suerte y fortuna, historia. En el viaje de novios a La Palma, disfruté como un niño de uno de los poquísimos días de «puertas abiertas» que al año ofrece el Observatorio del Roque de los Muchachos y de la oportunidad de conocer, de primerísima mano, lo que allí se hacía y a los jóvenes, la gran mayoría, que hacían una vida en un reducto aislado. Vida que a mí se me antojaba interesantísima, pues, en el fondo, siempre he anhelado y envidiado la posibilidad de dedicarme a la investigación. Morirme de hambre, sí, y posiblemente virgen, también, pero disfrutando de la búsqueda del conocimiento.

El astronauta perenne

Ya de entrada, y con la perspectiva del viaje a realizar, lo que más me atraía de la oferta lúdica de Orlando era acercarme a Cabo Cañaveral y visitar el Centro Espacial Kennedy [web oficial]. Retrospectivamente, es lo único (salvando algunos pequeños detalles de la visita a Miami) que mereció la pena del viaje. De verdad, de las dos semanas que estuvimos en esa dichosa ciudad —más bien no-ciudad—, el único día que se puede decir que fui feliz fue el día que visité el Centro Espacial Kennedy y vi, aunque todo muy orientado al espectáculo, los sitios reales donde hombres y mujeres de verdad escribieron capítulos de la historia de la humanidad. Visitamos la sala (una de ellas) donde se hizo el seguimiento de alguno de los Apollo enviados a la Luna. Vimos el interior de un transbordador de verdad. Subimos a una de las torres (si a eso se le podía llamar torre) desde la que se supervisaba el lanzamiento de algún cohete. En fin, que lo que allí vi era todo de verdad. En un sentido de realidad intangible diferente y genuino, pues ya se sabe que el cartón piedra y el plástico de los parques de atracciones también existen en esta realidad física que nos circunscribe. Todo estaba allí en una función trascendente muy distante y diferente en proposición, ajena a y de turistas ávidos, del entretenimiento lúdico que bañaba el resto de actividades de la región. En las pocas horas que estuve allí, creo que rejuvenecí quince o veinte años. Imposible de aspecto, pero sí de ánimo. Me sentía como un niño pequeño lleno de ilusión en aquel rincón del mundo mirando con ávida curiosidad todos los cachivaches que allí había colgados o aparcados, como el módulo lunar que tenían en mitad del la nave-almacén destinada a los visitantes.

Cierto que todo estaba filtrado y destilado, a veces hasta la saciedad, el aburrimiento y el empalago, por la mano de la mercadotecnia. Lo que a mi gusto le restaba mucho a la experiencia, pero había una diferencia sustancial, casi abismal, entre saber que dentro de aquella colorida corteza de gomaespuma y materiales sintéticos había un tipo, posiblemente una suerte de becario que malvivía con los pocos dólares que ganaba agitando esa piel tan atractiva para los niños y para aquellos adultos con poco atisbo de inquietud cognitiva, y saber a ciencia cierta que tras una de aquellas tantas puertas que había en todos los edificios del complejo espacial había gente haciendo un trabajo destinado a responder preguntas, a controlar instrumentos de los que depende otras vidas y, en general, a contribuir, granito a granito, a engrandecernos como especie enriqueciendo nuestro conocimiento y saber sobre el cosmos. Si alguno no es capaz de percibir la diferencia, entonces, le recomiendo encarecidamente que siga recurriendo a las revistas del corazón y los programas del marujeo para seguir sustentando su, diría, inexistente existencia. Pero yo sí soy capaz de entender la diferencia, abismal, cósmica, entre un modelo de entretenimiento y otro. Pero como muchas otras, esa capacidad reside en el cerebro. A veces más, a veces menos, desarrollado.

Retrospectivamente hablando, repito, la visita al Centro Espacial Kennedy es lo único que podría justificar un viaje de veinticuatro horas de ida y otras tantas de vuelta. Por desgracia no lo suficiente como para olvidar y rectificar el resto de las vivencias y experiencias mediocres, insustanciales y —en algunos momentos incluso— detestables que tuve que vivir o sufrir. Pero si en alguna ocasión tuviese oportunidad —u obligación— de pasar por esa zona, volvería a visitar el Centro Espacial Kennedy. Incluso me plantearía el poder compartir comida con un astronauta, para lo que hay que pedir cita previa. Aunque dudo que yo vuelva a tener esa oportunidad, sí recomendaría a todos que intentaran disfrutarla. Un viaje bien programado, que busque aprovechar lo exclusivo que nos pueda ofrecer la zona y no tanto mimetizar el estilo de vida norteamericano, debería —casi por obligación, por deuda moral con la gente que escribió allí la historia— pasar por Cabo Cañaveral y por el Centro de Visitantes del Centro Espacial Kennedy.

En mi caso hubiera sido perfecto si, además, hubiese podido visitarlo con mi abuelo. Creo que a él también le hubiese gustado. Pero aún con su ausencia de forma presente, y acompañado por una de las personas más importantes de mi vida, mi mujer, la visita fue fantástica.

viernes, 18 de junio de 2010

'Fish!'

Hay muchos temas que me llaman la atención. No me canso de repetir —y así hago mis entradas un poco más largas— que soy un tío bastante inquieto en cuanto a conocimiento se refiere. Soy curioso por naturaleza y me disperso con facilidad en la infinitud de campos del saber que hay. Los interesantes y muchos de los que no son tanto. También repito hasta la saciedad —y consigo que mis entradas engorden aún más— que soy muy ganso para dedicar tiempo a aprender todo lo que me gustaría saber. Pero de vez en cuando, tirando por la vía de la lectura fácil, leo aquí y allá de esos tantos temas que me atraen. En especial de los que son de consumo más simple.

Uno de esos temas que despiertan mi curiosidad es la motivación. En todas las empresas en las que he trabajado siempre he visto que la gente está quemada o se va quemando durante el proceso. Yo mismo he sido uno de esos quemados que se levantaba cada día con dolor de cabeza y de estómago porque odiaba el simple hecho de pensar que el día sería otro día igual que el anterior y que el anterior al anterior y que mi existencia se iría por el retrete en paquetes de ocho, nueve o diez horas de golpe. Entraba al trabajo con rencor por obligarme a ir y salía de él odiándome por no saber encontrar la salida a aquella espiral de miseria existencial. Era más joven, claro. Mucho más joven. Hace mucho tiempo que eso no me pasa. Al menos no en intensidad igual a la descrita. Días malos los tenemos todos. Y días en los que te dan ganas de practicar el sadismo con compañeros/jefes también los hay. Esos días se llenan de vívidas secuencias de colores súper saturados entre las que predominan las teñidas de rojo sangre y de temática gore. Pocos, pero negarlo no me harán ni mejor persona ni que desaparezcan. Ahí están y he aceptado que, muy de vez en cuando, toca contener a lo más salvaje que llevo dentro.

Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, me arriesgaría a decir que en el 95% de ellas, suelo ir de buen humor al trabajo. El secreto es saber que uno tiene el poder de elegir la forma en que acude a un sitio. Sea este el trabajo, la playa o el gimnasio. Al final es un ejercicio de autoestima, también. Y me sorprende que la gente no se quiera lo suficiente como para entender que el mal rollo que vives en tu entorno de trabajo también lo pones tú. Y he ahí, en parte, el motivo por el que siento curiosidad por la motivación: ¿Por qué a la gente le resulta tan fácil caer en la espiral de autocastración en el entorno laboral y tan difícil salir de ella? Echarle siempre la culpa a otros, al jefe, al lameculos que ascienden en tu lugar, a la hipoteca, a la pareja, a la madre y al padre por no darte una educación mejor, en definitiva, a cualquier persona distinta de ti mismo, es la parte fácil de la búsqueda de responsabilidades. ¿Pero qué hay de nosotros mismos? ¿De verdad creemos que el universo es tan determinista y que no podemos hacer nada para cambiar las cosas? ¡Paparruchas!

«¿Es un pescado lo que acabo de ver volando?» No sabía si le engañaba la vista; entonces, volvió a suceder. Uno de los trabajadores, inconfundible con su delantal blanco y unas botas negras de goma, cogió un pescado grande y lo lanzó hacia un mostrador a seis metros de distancia, gritando: «Salmón volando rumbo a Minnesota».

Entiendo que no resulte sencillo para muchos romper la dinámica malsana en la que se cae con tanta facilidad. Hasta la mecánica clásica nos demuestra que es fácil que un cuerpo caiga, pero que es complicado que suba sin un gran aporte externo de energía. Y que una vez dentro del sótano emocional, sea más sencillo aguantar y acomodarse en la autocompasión que arrancarse las uñas escalando la pared para salir del pozo. Por eso me interesa saber cómo se les puede animar a encontrar ese momento, ese gesto, esa causa, que hacen que merezca la pena ir a trabajar un día más. Y por eso me lanzo a la lectura del género que se ha puesto tan de moda en los libros de «gestión empresarial», que en realidad decaen en una especie de subgénero del libro de «autoayuda existencialista». Lectura fácil, eso sí, que ya digo que soy muy ganso para andar pensando mucho al respecto. A mí, que me lo den bien mascadito.

En ese aspecto 'Fish!' sería un perfecto exponente del género mencionado y de literatura de nula complejidad que se puede adquirir por un precio relativamente bajo en casi cualquier librería y, últimamente, en muchos quioscos. Es un texto simple que anima a, y realimenta el ánimo con, su lectura. Es una fábula simplista y un ejercicio de búsqueda de la felicidad allí donde no se encuentra fácilmente y en las situaciones en las que muchos han desistido y tirado la toalla. Es simple, pero esconde una lección esencial, a mi modo de ver: el 90% del camino lo haces tú y es tu decisión. Sí, sí, de perogrullo, pero hay que ver la cantidad de gente que no lo sabe o se olvida de ello. Está bien, de vez en cuando, refrescar las ganas y la creencia. Recargar el depósito de las buenas intenciones para con uno mismo. En definitiva, encontrar que hay camino o quien cree que hay camino y escribe un libro contando un cuento para que otros también crean. Y de paso hacerse rico con ello. Vaya, me ha salido el ramalazo cínico. Perdón.

El texto es tan, tan, tan llano y lineal que se lee de una sentada gracias a que apenas llena ciento veinte páginas con una letra tan grande que sería la abusona del colegio si se lo permitiesen. Pero que sea llano y lineal no lo hace un mal libro. Todo lo contrario. En su género, por lo que cuenta y por la forma que lo cuenta, no me extraña que sea uno de los libros de referencia en esto de la motivación colectiva. Resulta muy entretenido de leer —a mi se me antojó muy divertido— y, para ser sincero pese a que peque de blandengue, hasta emocionante y emotivo. Es un libro recomendable. Ya sea para hacernos creer por un microsegundo que es posible o para reforzar la creencia de que se puede y que hay formas de pasarlo bien en el trabajo y, lo que es más importante, conseguir que otros también se lo pasen bien.

El lector habitual de este mi rincón sabrá que no es mi práctica reventar el argumento de un libro -por muy simplón que sea- porque odio que a mí me lo hagan y, además, en Internet hay cientos de personas que ya se encargan de ello con mucho gusto, así que una búsqueda en el padre de todos los buscadores, San Google, dará respuesta al necesitado de saber de qué va. Pero creo que es más que suficiente con decir que el libro usa a modo de marco y excusa argumental un comercio que se ha hecho famoso por el espectáculo circense que ofrecen a la clientela al tiempo que sirven pescado (de ahí lo de fish) como referente de lo que se puede llegar a hacer si la motivación es la correcta. Lo normal es que en mis entradas ponga referencias a la Wikipedia, pero no he encontrado ninguna al respecto, así que creo que será la primera entrada en la que no uso el hipervínculo como recurso para marear al lector. Siempre hay una primera vez.

Otra de mis prácticas habituales es la de empezar mis reseñas de los libros contando cómo me hice con ellos o qué me llevo a comprarlos. Hoy, por eso de variar, lo he dejado para el final. Aunque creo que en esta ocasión es más bien simple y no tiene demasiado encanto: Lo recomendaban en 'Alta diversión' [reseña]. (Vaya, al final sí que he usado un hipervínculo; el del onanismo bloguero). Y eso fue suficiente para comprarlo y seguir profundizando en el tema de las técnicas de motivación. O de la motivación sin técnicas, que de eso no se va a encontrar mucho en este libro.

En fin, que si te interesa el tema de los entornos laborales y de su salud anímica, este es un libro que te puede interesar. Si estás en uno de esos entornos en los que todo el mundo se detesta mutuamente y que parece que no hay forma de salir de ese hoyo profundo en el que se encuentra, es un libro que tal vez te pueda ayudar. Si te da absolutamente igual tu prójimo, en particular esos con los que tienes que convivir forzosamente ocho horas al día, cuando no más tiempo, desde luego este libro no para es ti. Aunque también puedes usarlo para nivelar la pata coja de la mesa donde sufrirás el resto de tu existencia profesional mientras sigues detestando a tus compañeros de oficina, local, almacén, planta o allí donde sea que has decidido malgastar tu vida creyendo que la culpa es siempre de otros.

domingo, 6 de junio de 2010

VII Maratón fotográfico de Mesa y López: Y ya van dos

Sé que me repito más que el ajo, pero joder, es que hay que ver lo rápido que se me está yendo la vida. Y a veces pienso que por el retrete. Parece que fue ayer cuando acudí por primera vez al Maratón fotográfico de Mesa y López. Y ya ha pasado un año. Volando. Asombrosa la cantidad de cosas que he hecho durante este tiempo y lo poco que me parece que ha pasado…

Estuve a punto de no ir. Bastante trabajo. Más que bastante por cantidad, que también, bastante interesante y entretenido. Estoy haciendo una aplicación para iPhone, algo que personalmente me apetecía hacer, y encima cobro por ello. Así que no es raro que me den las doce o la una de la madrugada haciendo teletrabajo buscando resolver algo de formas que apenas unas horas antes no tenía ni idea que se podía hacer. Pero de eso hablaré en otro momento. Para lo único que sirve este párrafo que ya termina es para señalar que he estado tan absorto en el proyecto actual, que desde el aviso de la organización del nuevo certamen que recibí hace un mes, esperé hasta el último día para inscribirme.

Decía que me estuve haciendo el remolón, de hecho hasta me olvidé, y de ahí que casi repitiese número con el año pasado: Me tocó ser el participante número 295. De no ser por mi amigo Luis, que me mandó un mensaje recordatorío al límite, no me hubiese inscrito. Abandoné unos minutos mi aprendizaje acelerado de Objective-C, Cocoa Touch y otras variantes de retórica técnica, para rellenar la inscripción.




Tal vez cosa mía, pero este año percibí menos participación. Aunque muchas caras conocidas del mundillo. Mucho compañero de la facultad y conocidos de otros ámbitos tropezaron conmigo durante la mañana de ayer. Hasta un compañero de la oficina que, sabiendo de mi afición a la cámara y del evento que acontecía, aprovechó para atravesar la jauría humana con el convencimiento de que me vería por allí.

Superado el temor del novato del año anterior, y perdido parte del miedo escénico en la cabalgata del Carnaval de este año, encontré que me movía con más soltura y más seguro. Ganar sé que no voy a ganar nada, pero tampoco nada me impediría pasarlo mínimamente bien. Ni mi sentir vergonzoso. O eso creía yo, porque me levanté revuelto de estómago y ya había decidido abandonar el certamen cuando a medio camino para auxiliarme en un taxi me convencí que valía la pena aguantar «un poco más». Estábamos ya en el quinto tema de los seis que articulan el evento. Y estoicamente aguanté como pude y hasta llegué a tomarme algo con los amigos antes de dejar mis fotos en el laboratorio a primera hora de la tarde, última del plazo de entrega.

Los temas este año fueron particularmente abstractos o, tal vez más adecuado, especialmente abiertos a interpretaciones muy personales. La foto que he elegido para acompañar la entrada de hoy fue la segunda que saqué del primer tema, «jeans». Tan solo hice dos y esta quedó ligeramente movida/desenfocada. Menos cohibido no significa completamente desvergonzado, y no quería que se notase mucho que le estaba sacando una foto ligeramente de «mal gusto» a la despistada participante que, además, se convirtió en modelo fortuita por suerte del tema elegido por la organización del maratón. Y aunque esta es más, digamos, «jugosa», la primera me gustó más. El resto de los temas fueron cayendo igualmente amplios o genéricos. En orden, «jeans», «turismo», «pares», «canariedad», «de shopping» y «bailando» (o «baile», no recuerdo exactamente). Como decía, para mi gusto, algo abstractos.

Hice pocas fotos. Este año, tal vez porque estaba más suelto, de estómago y de inhibiciones, esperaba a escuchar el tema, pensaba uno o dos minutos sobre qué idea tenía al respecto, e iba a hacer la foto, tras lo que esperaba al siguiente. Me dediqué más bien a pasear de aquí para allá intentando que no se notara mucho en mi cara el dolor que mordía ocasionalmente, pero con fiereza, mis entrañas. Contratiempo este el único encontrado a una mañana que, por lo demás, fue bastante entretenida acompañado por los que ya —siendo tan solo la segunda vez que acudo— son la compañía habitual: Luis, Pilar, Carmen, Marcos y otros compañeros.

En fin, un merecido descanso a unas semanas muy laboriosas, que me reconcilia con una afición, la fotografía, que tengo completamente abandonada, por medio de una «quedada» multitudinaria que sigo recomendando experimentar a todos los que conozco que comparten la afición de ponerse tras la cámara. Merece la pena y espero, tripas y trabajo mediante, repetir nuevamente el año que viene. Que siendo como es el tiempo, será pasado mañana. O a mí me lo parecerá.