Hace ya cinco meses —vaya como pasa el tiempo— que estoy en Madrid. Llegué a finales de abril, con unos días cuya temperatura se podía considerar aún
fresquita y agradable, que duraron más bien poco antes de empezar a subir el termómetro. Después de un verano especialmente caluroso —hay quien afirma que no ha sido para tanto—, esta última semana ha empezado a refrescar; principalmente de madrugada. El lunes pasado amaneció con 11° y me pilló por sorpresa al salir en camiseta de manga corta, como llevo haciendo todo el verano, para el trabajo. Estuve la mayor parte de la semana pasada moqueando y me ha tirado al pecho, así que a un imprevisible ataque de tos le sobrevive un escupitajo de flema. Sorprendente lo que puede producir el cuerpo humano. Aún dura, aunque parece que ya he recuperado parte de mi capacidad de raciocinio; que tampoco es mucha.
El piso en Sol, en el que aterricé gracias a un amigo que me puso en contacto con su tía, la propietaria, de veintidós metros cuadrados, y siendo último piso, era un horno en el que me sentía como un preso en una pequeña celda, cocinándome en mi propio jugo. Céntrico, eso sí, según los cánones establecidos por los madrileños, y recién reformado de forma que estaba muy coqueto y excelentemente bien aprovechado, pero una celda que no bajaba de cuarenta y pocos grados en los peores días del verano, sin un rincón en el que esconderme y sin un espacio en el que poner el ordenador, cuya mesa de apoyo era la misma en la que desayunaba, almorzaba y cenaba, cuando era ocasión de hacerlo. Las vistas tampoco ayudaban. Las ventanas daban a un patio interior y lo único que alcanzaba a ver eran las tejas del edificio adyacente. Pero por las noches, si había suerte y corría un poco de aire, abriendo las claraboyas del techo y dejando las ventanas del patio abiertas, se podía dormir algo más fresco; además de poder gozar del cielo nocturno de Madrid, cuya contaminación lumínica impide contar las estrellas con algo más que los dedos de una mano. Temiendo a los mosquitos, esas noches, pese al calor, uno podía dormir en pleno centro de Madrid. Las restantes, el sueño era incómodo y difícil.
Después de unos meses, aquel deseo de vivir en el centro de un gran ciudad, esa experiencia deseada, pasó a convertirse en casi un infierno. Detesto las aglomeraciones de gente, y el concepto centro no deja de ser algo ambiguo. ¿Qué significa «centro»? ¿Tener todo cerca? ¿Y qué significa «todo»? Yo no termino de tenerlo claro. Mi experiencia anterior con el centro de Madrid resultó mucho más gratificante. Cuando quería quedar con los amigos bajaba desde Aravaca. Cuando quería comprarme un libro me acercaba hasta Puerta del Sol y me tiraba una hora o dos en la FNAC o en La casa del libro rebuscando. De hecho ese ritual tenía carácter semanal. Al salir del trabajo seguía hasta Madrid, una parada más, y paseaba durante un buen rato, me gastaba entre veinte y treinta euros en libros que acabaría amontonando y luego volvía a Aravaca. Esa era mi relación con la zona centro, que entonces me agradaba, porque durante un rato yo era parte de la muchedumbre; sabiendo que al rato volvería a la tranquilidad del piso en una zona en la que raro era el día en que se escuchase un ruido después de las once de la noche. Ahora estaba empezando a detestar toda la zona y, de hecho, en todo el tiempo que estuve a cincuenta metros de La casa del libro y a cien de la FNAC, entré dos veces; y encima porque acompañaba a algún amigo.
Cierto que hay crisis, pero la cosa está especialmente complicada para conseguir un piso en Madrid. Al ya inherentemente difícil proceso de búsqueda de un piso en el que no te pidan como anticipo el alma y un aval bancario de treinta años, al poco de llegar empezó a hacerse patente cierto malestar en los gerentes del proyecto. Fue inesperado, como en la mayoría de estas ocasiones y cuando el cliente es uno grande y caprichoso, pero a las pocas semanas de mi incorporación como jefe de proyecto en esa cuenta, el cliente anunció un gran ERE y, con ello, empezaron a cancelarse proyectos, a cambiar los interlocutores y a crecer la incertidumbre. A pregunta directa, mis jefes me garantizaron trabajo sólo hasta final de año, así que tampoco me apetecía meterme en un compromiso de un año en un alquiler si después las cosas se iban a complicar. No era plan de pedir aval, dejar fianza y arriesgarse para nada.
Quería salir del piso de Sol, pero no quería
hipotecarme a un año. En este momento de tensión e incertidumbre, fue donde apareció el altruismo de una amiga que conocí en la empresa anterior. En realidad habíamos hablado más bien poco y vinimos a conocernos mejor en mi anterior estancia en la capital, pero sin pensarlo mucho me dejó su piso, aunque con algún sentimiento de angustia por lo bien arreglado que lo tiene y el temor a que se lo destrozara. Tres meses fue lo que acordamos en principio, tiempo durante el que yo le pagaría todos los gastos (hipoteca incluida), hasta noviembre, a la espera de que la cosa se aclare. Para bien o para mal, pero que se aclare. Así que desde hace un mes estoy viviendo en Parla y cambié el piso centenario, que pese a la reforma el edificio era viejo, la vista de las tejas de enfrente y el bullicioso y opresivo centro, por un piso de casi setenta metros cuadrados en una zona residencial en la que no se escucha un ruido a partir de las diez y media, con piscina (ya cerrada por comienzo del otoño), garaje, trastero, centro de deportes a dos minutos, Carrefour a tres y Mercadona a un paseo, y —lo mejor— unas vistas acojonantes siendo un octavo. La ventana del salón da para el oeste y las puestas de Sol son increíbles. No recuerdo haber disfrutado en Las Palmas con tanta frecuencia de los degradados de colores rojizos y anaranjados que veo desde aquí.
Y aquí es donde el «todo cerca» toma sentido. O, mejor dicho, deja de ser tan importante. Internet ha cambiado la forma en que uno necesita hacer las cosas. Puedo hacer la compra en Mercadona desde mi casa y me la traen el sábado. Casi todo lo que necesito lo puedo comprar en Internet. Tengo una farmacia a dos minutos que abre todo el día, todos los días de la semana. Una parada de tranvía que en diez minutos me deja en la estación de RENFE y, desde ahí, tardo treinta minutos hasta la zona de Sol —que ahora vuelvo a disfrutar como antaño—, saliendo un tren cada diez minutos. También hay dos parques muy agradables por los que pasear a última hora de la tarde, y carriles bici por casi todas las calles principales, entrándome ganas de pillar una y dedicarme a recorrer la zona. Eso si no tuviese que irme a finales de noviembre, sea para volverme a Las Palmas o para mudarme a otra vivienda para seguir trabajando en Madrid.
Llegados a este punto de esta larga entrada, y en resumen, llevo cinco meses trabajando más o menos al mismo ritmo —hay quien cree erróneamente que soy un
workaholic—, de los cuales el último lo he pasado en Parla a mis anchas en un piso con dos habitaciones, un salón enorme y un televisor LCD donde disfrutar de la calidad Blu Ray, que es la única tele que yo veo; pero sigo sin saber lo que será, laboralmente hablando, de aquí a dos meses. Mi jefe directo me
confesó hace unas semanas, cuando le volví a preguntar por mi futuro inmediato, «eres un diamante, un currante nato, y no queremos
perderte», pero no me pudo garantizar nada de nada. Ya veremos.
Otra de las cosas que ha traído el mudarme a Parla ha sido la velocidad de Internet. En Sol ya tenía 6 Mb, cinco más de los que nunca llegaré a tener en la zona de Las Palmas donde vivo. Pero cuando pedí el traslado de la línea, y por cambiar de ciudad, no pudiendo mantenerme el número, me ofrecieron, por un poco más, 30 Mb de fibra, que es lo que tienen todas las zonas residenciales de construcción reciente. Y aquí estoy, disfrutando de unas velocidades que ni en mi más febril locura hubiese podido imaginar. Es una gozada y, ahora sí, puedo decir que tengo «banda ancha» y que me muevo por las «autopistas de la información». Y aunque dure sólo tres meses, esta experiencia ya no me la quita nadie.
Por otro lado, y como parte
negativa, he alargado los viajes en tren. He pasado de unos treinta o cuarenta minutos, a viajes de hora y veinte que, si las combinaciones fallan, pueden convertirse en viajes de casi dos horas. Hablo de tiempo invertido en cada sentido. Ahora me veo obligado a hacer trasbordo, y eso implica esperar al siguiente tren o tranvía si se me escapa uno. Un día realmente
malo, puedo llegar a emplear cuatro horas en transporte. Aunque en el tiempo que llevo aquí eso ha pasado sólo una vez. Por lo general, conociendo las horas a las que salen y pasan los trenes, no empleo nunca más de hora y media. Y siendo, como soy, un optimista nato para estas cosas, aprovecho estos largos paseos en tren para escuchar música y para leer. Pero, principalmente, para disfrutar del paisaje y del amanecer. Pronto no me quedará otra cosa que leer y escuchar música. Ya empieza a notarse la disminución de las horas diurnas y llego a la estación de Tres Cantos sin haber aclarado del todo. En un mes, cuando además haya cambiado la hora, sospecho que ya entraré a trabajar siendo aún de noche.
Debo puntualizar, además, que el incremento en tiempo de traslado ha supuesto salir antes del piso. Lo que en una cadena hacia atrás de causa y efecto, significa levantarse un poco antes. Suerte que siempre he sido de dormir poco y que no me cuesta despertarme a las cinco y media de la mañana, que es la hora a la que debo ponerme en pie si quiero desayunar tranquilo y prepara las cosas con calma, mucha calma, antes de salir.
En todo este tiempo, en el que he estado más bien centrado exclusivamente en el trabajo —¿he comentado ya que hay alguno por ahí que cree erróneamente que soy un
workaholic?—, al llegar al piso, sentía mucha pereza como para ponerme a escribir en el blog. Sin embargo, y en parte porque alguno me preguntaba de vez en cuándo cómo me iba todo, siempre tenía ganas de comentar cualquier cosa, alguna chorrada sobre cómo había ido el día, o la semana, o sobre cualquier estupidez que hubiese hecho o mirado en Internet, simplemente para que no se perdiese ese canal casi místico, y muchas veces anónimo, que hay entre el que escribe y el que se asoma, curioso, a leer lo que se ha escrito. Pero, pese a saber que este rincón no deja de ser una sarta de tonterías, le tengo demasiado aprecio como para convertirlo —ya he visto cómo acaba degradándose un espacio similar en otros casos— en un copia y pega de aquí y de allá sin más esfuerzo ni originalidad que el meter contenido hecho por otros. No, para esta bitácora deseo seguir reservando esa hora del día en que sale publicado, cuando sale, y artículos, cuando no interesantes, al menos sí algo más elaborados. Pero la picazón de «publicar» aunque sean tonterías no se me quitaba. En este aspecto he de confesar que la plataforma Facebook, y el concepto del muro, es algo cojonudo. Es una idea sencilla —y robada, dicen— que funciona. Durante dos semanas retomé el publicar cosillas sueltas en mi cuenta, a ver qué tal era; pero Facebook es un coto cerrado, es un espacio en el que lo que prima no es la originalidad —como ya ha dicho mucha otra gente antes— sino el mecanismo, casi endogámico, del «me gusta» reproducido hasta la saciedad. Amén de que parte de mi red social, tal vez con la que tengo más afinidad, siquiera tiene cuenta en Facebook y, por tanto, perdía sentido y objeto. Luego evalué Google+, aún sabiendo que sería
más de lo mismo, pero con la esperanza de que pudiese quedar a modo público, al menos parte, y poder
engancharlo en el lateral del blog a modo de «breves». Me cansé pronto de buscar la forma, así que he optado por rescatar y reciclar un experimento, distracción y mecanismo o válvula de escape, que monté en los peores momentos laborales (allá por 2008) y convertirlo en
mi muro particular, donde —ahí sí— publicaré todas las
pepinadas que se me ocurran, sin respetar nada, sin escrúpulos y con menos vergüenza, y que aparece a la derecha de este blog con el sugerente título de «Pepinadas breves». No me hago responsable de lo que te suceda si te pones a leerlo, pero sospecho que es más probable que sepas cosas de mí en los próximos meses por esa vía que esperando a que escriba otra entrada aquí, que, como mucho, será de algún libro de esos que ahora leo en el tren (o de los veinte que ya he leído antes y que aún no he comentado). Por tanto, y pese a la pobreza de espíritu que entraña, y que ya lleva unos cuantos días ubicado en esa posición, queda presentado oficialmente mi «canal de breves»; montado, eso sí, como otro blog en la plataforma Blogger. Tampoco era plan de complicarse mucho más.
Ya que está siendo una entrada larga, aprovecho para comentar un último punto; que no por último menos importante. Las dos últimas semanas ha estado mi mujer acompañándome aquí en Madrid. Ha sido agradable volver a convivir con ella. Y es, quizás, lo único que echo de menos de Las Palmas. Dada la inseguridad de mi permanencia en esta empresa, no podemos tomar una decisión dramática para que ella deje la seguridad —siempre relativa— de su trabajo y se venga a buscar algo a Madrid. La separación no está resultando fácil. Para ninguno. Y las pocas veces al mes que podemos permitirnos —los viajes se han encarecido casi un 200% comparándolos con la etapa anterior en Madrid, lo que impide que viaje más fines de semana— que yo viaje a Las Palmas, saben a poco. Así que se pidió dos semanas de vacaciones y ha estado aquí, aunque yo estuviese trabajando. Resulta indescriptiblemente agradable llegar a casa y escuchar el ruido de la actividad de mi mujer, ya fuese ver la tele o estar cocinando la cena. Y el calor humano que ello conlleva. Han sido dos semanas increíbles, mejor que cualquier viaje a cualquier lugar. Es algo que se acaba aprendiendo con los años, al final el universo es tal y como uno quiere percibirlo y que no hace falta salir de la casa para ser feliz. ¿Dónde está, por tanto, el «centro»? En uno mismo, sin lugar a dudas.
Sin embargo, aunque he dicho que uno puede ser feliz sin salir, tampoco es plan de desaprovechar las oportunidades que se presentan. Así que alquilamos un coche y pasamos un fin de semana visitando Guadalajara. En especial nos decantamos por la ruta de la arquitectura negra o de los «pueblos negros», que dicen, y finalizando en Sigüenza. Disfrutamos enormemente de los paisajes y las carreteras secundarias de Castilla-La Mancha, esperando encontrar, tras cada curva, los famosos molinos con los que se enfrentó Don Quijote. Una vida también puede enriquecerse con escapadas de fin de semana.
Una pena que, de momento, esto no podamos repetirlo más a menudo. Esperemos que a principios del año que viene la cosa se aclare. Mientras sí tengo claro que, después de estas dos semanas en que hemos vivido y vuelto a compartir muchos momentos juntos, la soledad se acentúa más. Resulta bastante duro el cambio y volver al piso para ser recibido por el mismo silencio que te despidió al salir a primera hora de la mañana. Habrá que volver a acostumbrarse hasta que consigamos otras dos semanas de vacaciones.