sábado, 23 de febrero de 2013

El primer regalo

Cerró los ojos y apretó los puños. No demasiado fuerte, no buscaba hacerse daño. Le ayudaba a concentrarse mejor. Comenzó a ser consciente de cada centímetro cúbico de su pequeño ser. Esa energía que iba creciendo lentamente en sus entrañas y que asumía una dualidad extraña. Ella lo poseía a él, pero él también la poseía a ella. La controlaba y la utilizaba. Y ahí estaba, creciendo rápidamente. Era tremenda, fantástica, maravillosa. Sentía una sensación magnífica que lo embargaba y que le confería una confianza en sí mismo que, a sus poco más de once años de edad no era demasiado común. Una confianza cálida, diría tiempo después. Un calidez que era inusual en su tierra natal, bañada por vientos húmedos e inviernos duros.

Tiempo ha, aprendió a controlar la forma en que crecía esa energía y la importancia de que madurase lo suficiente antes de dejarla libre. Así tal, la estaba haciendo crecer pausadamente, para que adquiriese la consistencia necesaria. Cuando ya sentía que ocupaba la mayor parte de su pequeño volumen de niño elevó sus ojos cerrados hacia el techo del recinto. Sentía que si los abriese justo en ese momento podría ver a través del cemento húmedo que los cubría, de las nubes que vertían cientos de miles de gotas sobre ellos en ese momento, y de esa atmósfera que envolvía el planeta que lo había visto nacer. Estaba seguro que de abrir los ojos se enfrentaría a la mirada del creador. Apreciaría en su rostro la satisfacción de ser su elegido, su creación más hermosa. Hacía rato que no era consciente de la cháchara que se desarrollaba a su alrededor, y difícilmente sabría decir si los congregados en aquella celebración estarían prestando atención a sus gestos, a sus formas y a la profunda y mística expresión que dibujaba su rostro. Algo en su interior le decía que sí, que debían estar atentos a él. Al menos en lo más profundo del interior de cada una de las personas que allí estaban existía la creencia de que él, allí ocupando un espacio minúsculo en el centro de la sala, pero concentrando una energía difícilmente imaginable, era el motivo real por el que habían acudido allí aquel día especialmente frío. Ellos debían estar esperando ese momento. Debían llevar esperándolo desde siempre, aunque no lo supieran de forma consciente. Él era uno de los elegidos de forma inequívoca. Y eso le confería un gran poder y, al mismo tiempo, se le permitía exigir el correspondiente respeto. Sí, debían de estar midiendo cada movimiento que hacía en ese preciso momento anhelando aquello que les iría a regalar, porque todo lo que provenía de él era un regalo para todos ellos.

Ya casi estaba. Esta era la parte más delicada. Los últimos espacios de su volumen que aún no ocupaba aquella obra maestra que crecía en él debían rellenarse sin prisa. Hacerlo demasiado pronto, a destiempo, podría estropearlo todo. Necesitaba de toda su concentración. Retiró sus ojos cerrados, los que le permitían ver a su Padre, al Padre de todos. En esta última ojeada con el ojo de su prodigiosa mente volvió a verlo sonreír. Casi pareció que le guiñaba un ojo. Sabía que estaba orgulloso de él. Y se lo demostraba. Musitó un casi inaudible «gracias por este don» y bajó la cara para enfrentarse al suelo. Podía ver, a través de sus párpados, el centro del Mundo. El núcleo de la Tierra era tan trasparente como las inmensidades del horizonte cósmico desde el que se asomaba Dios y le sonreía.

Ahora sí, ya estaba casi a punto. Apretó contundente las manos. No prestó atención a que las uñas se le clavarían en la carne, su propia carne, de la palma de las manos y que sangraría. Otras veces había pensado que sangraba como Jesucristo, sangraría por las manos. Pero hoy no. Faltaba poco y notaba cómo su cuerpo, ya ridículamente pequeño para contener tanta fuerza y energía en él, empezaba a desprender un calor intenso. Sabía que si abriese los ojos justo ahora, notaría cómo su cuerpo se iba iluminando desde dentro; que si apagasen las luces del local él sería un faro inconfundible que iluminaría completamente el recinto. Sí, era eso, él era el faro para todos.

¡Debía ser ya! Volvió a levantar la cabeza hacia el frente, elevó los brazos para ponerlos en cruz y sentía cómo sus pies se iban despegando del suelo. Sentía que levitaba por la santidad pura de la obra a la que estaba llamado conseguir. Su meta, la elegida por Él para él, lo hacía santo y merecedor del milagro de flotar por la pureza de la creación que había desarrollado en su interior. Al resto parecería pequeño simplemente porque se elevaba en el cielo mientras ellos quedarían presos, sujetos, al suelo del que nunca podrían despegarse.

Abrió de golpe los ojos, se inclinó ligeramente hacia delante y lo soltó, liberó en un instante toda esa energía que llevaba cuajando en su interior en los últimos minutos. Y todo ello en una fracción de segundo.

La física del sonido hizo el resto. Moviéndose en el espectro de los bajos imperceptibles, la onda expansiva golpeó antes de que los asistentes llegaran a escuchar nada. Los más cercanos cayeron abatidos y dispersos de forma radial. Muchas pelucas salieron volando y algunas faldas se desprendieron y cayeron al suelo hechas jirones. Tres mujeres se cayeron de espalda en la silla, el borracho del fondo que apenas se mantenía en pie se orinó encima, las ratas quedaron petrificadas en las madrigueras horadadas en las paredes y un gato que dormitaba en una esquina saltó y creció tres veces de tamaño curvando el lomo.

Poco tiempo tuvieron los presentes para preguntarse qué los había golpeado de esa forma cuando una ola de pútrido y nauseabundo olor se los fue tragando. Una vieja sufrió un infarto, el pinchadiscos se desmayó sobre el tocadiscos y los niños pequeños empezaron a llorar inconsolables. Una embarazada se puso de parto con seis meses, el capellán que oficiaba el evento deseó arder en el infierno a permanecer allí y a dos mellizas con rinitis perenne y sin olfato desde los tres años, les lloraban los ojos. En general todos los asistentes perdieron las ganas de vivir y abrazaron abiertamente la idea de acabar en ese mismo momento con su existencia, convencidos de que Dios los había abandonado. El olor era insoportable, insufrible. Todo lo que tocaba lo quemaba y, tras unos momentos de exposición, los infelices sangraban por la nariz sin control y corrían de aquí para allá, tropezando entre ellos y con los muebles que caían desordenados por todas partes. El pánico generalizado se convirtió en norma y el aturdimiento era tan común que nadie atinaba a abrir las ventanas y las puertas para dejar libre aquel espanto que los atormentaba. Tan solo el tonto del pueblo, hasta ese momento ajeno a casi todo e insensible al sufrimiento propio, aplaudía aquel espectáculo dantesco que se le presentaba y ofrecía en exclusiva frente a él.

El pequeño elegido, padre del demonio que los atormentaba, permanecía en el centro de aquel caos que había generado. Lo contemplaba con orgullo y satisfacción. No era lo que había esperado. Aquellos seres inmundos estaban reaccionando de forma primaria a aquel regalo, pero era consciente de que no lo entendían, que no sabían apreciar su trabajo y su sacrificio. Entendió, justo en ese instante, que aquellos mortales, tan lejanos del Ser que lo había creado y elegido a él para esparcir su obra en el Mundo, tardarían en aprehender y apreciar la maravilla que se le había ofrecido. Y, lo más importante, quién se los había ofrecido. Tendría que trabajar duro, muy duro, para abrir los ojos y la mente de aquel pueblo de ingratos e insensibles. Pero lo conseguiría, sabía que lo conseguiría. Tarde o temprano. Y sería llamado y elegido por esos mismos que ahora no lo comprendían. Porque él sabía que sí que valía. Y lo aclamarían a viva voz, como a un príncipe entre los príncipes. Lo elegirían para alzarse al frente de la liberación. Ese sería su gran regalo. Cuando llegara el momento lo haría. Estaba listo a esperar y estaría preparado cuando llegase el momento. La Historia lo recordaría.

Mientras aquel pedo inmundo, gigante entre los pedos, titán entre los bufos, seguía moviéndose entre los supervivientes intentando cobrarse la poca cordura que quedara, el pequeño cabrón que lo engendró, que lo parió de forma tan criminal, apuntando ya a las formas que mantendría durante toda su vida, salió de allí sin ofrecer explicación alguna sobre lo que había sucedido y el porqué del tormento al que los había sometido tan caprichosamente. Los pocos que ya comenzaban a sobreponerse vieron cómo el niño salía por la puerta grande con un andar de gran hombre.

El hecho acabaría pasando de boca en boca, de pueblo en pueblo, y con el tiempo se convertiría en leyenda y luego en mito. Y como todos los mitos acabaría tergiversándose y, de criminal se transmutaría en héroe de los niños que, creciendo junto a él, lo admiraban por aquella maravillosa obra con la que atormentó a los adultos. Crecerían junto a él y lo alabarían, perdiendo en el tiempo y la memoria el motivo que los hizo abrazarlo como su líder cuando tenían doce años.

Un pequeño grupo de filólogos sostienen que ahí fue donde nació la acepción popular para la palabra «rajarse», usada vulgarmente para referirse al hecho de tirarse un pedo en público. En honor al apellido del protagonista de aquel primer pedo que regaló al mundo.


Capítulo quinto de 'Las memorias apócrifas de Rajoy'.

sábado, 2 de febrero de 2013

A lo cobaya

En mis años de instituto se puso de moda citar las tres cosas que debía hacer todo hombre en la vida: escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. En mi caso todo un pleno, pero desde el otro punto de vista. No se puede considerar que esta bitácora sea equiparable a escribir un libro; decir «voy a plantar un pino» cuando vas al baño tampoco creo que sea aceptable para el segundo gran triunfo de la vida; y lo de tener un hijo… pues bueno, me parece que va a ser que no.

Pero siempre he creído que en realidad hay más cosas que uno debería hacer en la vida, además de esas que nos propone el islam. En mi caso siempre había querido participar en algún experimento, así en plan cobaya. Y esta vez me he lanzado: Call for Beta Participants. Hace unos días rellené la solicitud que proponían los de Xamarin, ayer me confirmaron mi participación y hoy tengo acceso al gran tesoro que guardan tan celosamente. La cosa promete, aunque no podré contar nada para cumplir con el compromiso de confidencialidad. Menos mal que no soy de morderme las uñas. Andaría ya por los metacarpianos.

Eso sí, tendré que compatibilizarlo con el plan maestro de cosas que quería hacer este año. Y mudarme de piso. La tercera mudanza ya en los casi dos años que llevo en Madrid. Ahí es nada.