martes, 31 de agosto de 2010

'Chronos'

'Baraka' [reseña] fue una película que me impactó y es una película que aún me encanta ver. Como con muchas otras cosas llegué bastante tarde, pues la película es del año 1992 y yo la descubrí el año pasado, casi dos décadas después, publicando una reseña más o menos por estas mismas fechas de agosto. No ha tardado en pasar a formar parte de mi colección de películas en Blu-Ray, en general, y del conjunto de mis películas favoritas, en particular.

Con 'Baraka' —y también con 'Home' [reseña]— se puede decir que tomé plena consciencia de lo importante que resulta disfrutar de la mejor calidad posible de imagen y de sonido cuando uno dedica tiempo, su tiempo, a ver una película. Era una idea que llevaba tiempo incordiando en mi cerebro y que, de una forma u otra, iba comentando aquí y allí [Blu-Ray, PlayStation 3 y la terrible estupidez humana por querer ser el primero, por ejemplo]. Ver la película terminó de destapar esa necesidad de ver siempre todo con la mejor calidad que pudiese conseguir. Lo que antes era una intención acabó por convertirse en una convicción casi religiosa. El tiempo que uno tiene para disfrutar es poco. Puedes invertirlo intentando obtener la mejor experiencia posible de cada minuto. O no. Es decisión de cada cual. La mía ha sido querer gozar en plenitud de los pocos ratos que dedico a ver algo proyectado en el televisor de mi casa. El tiempo de cada cual vale tanto como el precio al que esté dispuesto a venderlo. Yo evito perder el tiempo con cualquier cosa que no esté en alta definición. Algo que no queda exento de inconvenientes. El principal es la oferta. Cuesta conseguir buenos documentales y películas del tipo 'Baraka' (no verbal) para disfrutar en alta definición.

Cuando aparece algo interesante enseguida aprovecho para hacerme con ello. Y no lo pensé mucho cuando me enteré que ya estaba disponible en Blu-Ray otra de las películas del director Ron Fricke [@ Wikipedia]. Cierto que coincidió con evento de regalos, así que cayó como tal por parte de mi madre. Se trataba de 'Chronos' [@ IMDb], la película que, aunque parezca lo contrario por haber comenzado hablando de 'Baraka', es la protagonista de la entrada de hoy. Lo triste es que he tardado medio año en sentarme a verla. En mi defensa diré que he pasado mucho tiempo en Madrid, primero, y dedicado a otras cosas más urgentes, después.

Seré franco: no terminó de gustarme mucho. Matizo que sí que me gustó, pero no me sorprendió. Que venga de la mano de Ron Fricke no tiene por qué garantizar que sea magnífica, ¿verdad?. Pues eso es la lección que aprendí. Desde luego no es 'Baraka'. Y ese es el problema, que he partido de la base de que iba a ver una versión más de la genial película. Sin embargo parece un ensayo previo. 'Chronos' es del año 1985. Siete años antes de 'Baraka'. Por eso da la sensación de que 'Chronos' es un primer ensayo. Varias de las secuencias que aparecen en 'Chronos' también lo hacen —o muy similares— en 'Baraka'. Pero 'Baraka' es más ambiciosa y no se centra en captar únicamente el paso del tiempo. Además de tener una duración del doble que 'Chronos'. Usando uno de esos símiles que yo tanto uso y que siempre vienen cogidos por los pelos —de otro, que yo soy calvo—, la experiencia de ver 'Chronos' sería algo similar a lo que sentirías si después de hablar con alguien sobre aceleradores de partículas, física cuántica y transformadas de Lagrange, pasas a discutir con alguien sobre las tuercas de los neumáticos de tu coche: sería un salto intelectual de varias magnitudes.

'Chronos', como su nombre indica, es un estudio del paso del tiempo. Un ejercicio de representación en el que el tiempo es el protagonista. Parece un poco extraño pues precisamente el cine introduce la dimensión tiempo a una serie de fotografías estáticas creando un fenómeno emergente: la película. Pero hay procesos que, simplemente, no se pueden apreciar a tiempo real si no se usan otras técnicas como el Time-lapse [@ Wikipedia]. Y de esto se podrá disfrutar mucho en la película, donde habrá escenas muy curiosas en la que todo aparece acelerado y ves a masas de personas como manchas borrosas moviéndose de un lado para otro. Mola.

Un aspecto destacable de la película es la calidad de imagen. Ron Fricke es un fotógrafo impresionante. Tan sólo por eso merece la pena. Pero veinticinco años después de la aparición de esta película, que entonces pudo ser innovadora, hoy en día no deja de ser uno de los primeros ejercicios comerciales de uso de esta técnica. Aunque la técnica en sí parece datar de un siglo de historia. Hoy en día es muy fácil encontrar muchos ejercicios de time-lapse en la red [por ejemplo Timelapse.com, con ejercicios profesionales increíbles pero comercial, y timelapses.tv, con muchos vídeos de Luis Caldevilla que nada tienen que envidiar a los del primer sitio y que se podrán disfrutar en HD sin pasar primero por caja]. Muchos de los que hay en Internet son, incluso, mejores que los que aparecen en la película 'Chronos'. A mí el avance de la película 'Canarias Timelapse' [@ Vimeo] me parece buenísimo y que no tiene nada que envidiar. Claro que, en veinticinco años, la tecnología ha avanzado y se ha abaratado tanto, que hoy en día cualquiera puede hacer algo interesante con una inversión mínima. Hasta yo me estoy planteando hacer alguna prueba.

La banda sonora, a cargo de Michael Stearns [Web personal] como en el caso de 'Baraka', tampoco me pareció algo destacable. Demasiado sintetizador para mi gusto.

En fin, una pena. No es una mala película, pero para mi gusto ha envejecido mal. Entre volver a verla y ver una vez más 'Baraka', me parece que 'Chronos' se quedará en el estante viendo pasar el tiempo.

sábado, 28 de agosto de 2010

'El restaurante del fin del Mundo'

Es un hecho casi irrefutable y plenamente constatado y contrastado que en el 99,99999% de los 10100 universos alternativos de Hugh Everett se cumple la creencia que reza «segundas partes nunca fueron buenas». En un número aún superior también se cumplen «excepciones que confirman la regla». Como 'El imperio contraataca' o 'El caballero oscuro'. Esos son buenos ejemplo de que siempre hay esperanza de que las segundas partes sean mejoras que las precursoras. Al menos las dos mencionadas han sido mejores películas que las primeras partes en el 100% de los universos desconocidos. Sin embargo, no es el caso de 'El restaurante del fin del Mundo'.

Es un hecho igualmente irrefutable y plenamente constatado y contrastado que mi yo en el 99,99999% de los 10100 universos alternativos de Hugh Everett sufre de un desorden obsesivo compulsivo de corte consumista que le empuja a, una vez leído un libro que le ha gustado, lanzarse a comprar inconscientemente otros libros del autor. A veces, de cuatro en cuatro. Aunque, en la mayoría de las ocasiones, en un algo más comedido de dos en dos.

También es un hecho casi irrefutable y plenamente constatado y contrastado que en el 99,99999% de los 10100 universos alternativos de Hugh Everett, mi yo suele llevarse un chasco al leer el siguiente de esos libros.

Uniendo esos tres hechos casi irrefutables y plenamente constatados y contrastados, podemos concluir que en el 99,99997% de los 10100 universos alternativos de Hugh Everett yo he comprado compulsivamente el segundo volumen de la trilogía en cinco partes de 'Guía del autoestopista galáctico' [reseña]. Que en todos esos 99,99997% casos se cumple que no es buena y que, consecuentemente, yo me he llevado un chasco soberano leyéndola.

Tras tanto análisis estadístico y cuántico, aclarar que el libro no es malo, ni mucho menos. Simplemente que no es bueno. Más bien tiende a lo mediocre. Lo que, siendo el anterior destacable, es casi lo mismo que decir que este es malo. Aunque eso no sea, estrictamente hablando, cierto. 'El restaurante del fin del Mundo' es un libro que se deja leer y que produce una emoción vagamente parecida a la del entretenimiento. Algo que digo de muchos libros cuya prosa es sencilla y funcional. Se pasa relativamente rápida su lectura, pero que no consigue levantar entusiasmo a medida que uno va pasando los párrafos. Habrá quien se atreva a proclamar que es más de lo mismo, que se trata de una extensión de las situaciones cargadas de originalidad que presentaba el primer libro. No le faltaría mucha razón al enunciar tal afirmación. Sería tal vez rendir tributo a san obvio, aunque tampoco estaría del todo en lo cierto. No, esta segunda parte de la obra de Douglas Adams no mantiene el mismo equilibrio que tenía 'Guía del autoestopista galáctico'. Para mi gusto aquella sí equilibraba la originalidad y lo genuino de las situaciones con la prosa payasa sustentada en un uso barroca en exceso decorado con sustantivos de origen intergaláctico y/o interdimensional. En esta segunda parte, se pone mucha carne en el asador de las descripciones generosas en términos intergalácticos descuidando, al menos para mi gusto, las situaciones. El libro no carece de buenos momentos en los que su lectura resulta en particular entretenida, pero uno —al menos yo— recorre sus páginas ávidamente esperanzado en que el siguiente pasar de página traiga una de esas tan anheladas situaciones. Que escasean. Para la desgracia del lector, entusiasmado por la inercia de la lectura de la primera parte, la mayoría de las susodichas aventuras y desventuras del grupo protagonista no pasa de nada más que aceptable o suficiente. Lo justo para no preguntarte por qué motivo no dejas el libro y te vas a hacer otra cosa. Ayuda, eso sí, que sea muy corto y que la esperanza de terminarlo antes de la cena empuje a seguir buscando.

    Resumamos: es un hecho bien conocido que las personas que más deseos tienen de gobernar a la gente son, ipso facto, las menos adecuadas para ello. Abreviemos el resumen: a cualquiera que sea capaz de nombrarse Presidente a sí mismo, no debería permitírsele en modo alguno realizar dicha tarea. Abreviemos el resumen del resumen: la gente es un problema.

Recalcar, una vez más, que el libro malo no es. Sin embargo, el que aquí escribe, había depositado muchas esperanzas e ilusiones en pasar unas buenas horas de diversión, tal como hiciera con su hermano mayor. Esperanzas e ilusiones que se vieron desatendidas a lo largo de su lectura y que, al cerrar el libro en su última página, sabía que, como se dice vulgarmente, me había quedado con las ganas. En cualquier caso, si la intención de continuar con la siguiente novela de esta trilogía en cinco partes permanece —tal es mi caso—, ha de convertirse en un texto de tránsito con carácter obligatorio entre las aventuras de la primera entrega y las de la tercera. A fin de cuentas se trata de los mismos protagonistas que descubrimos en el primer libro y, es de suponer, serán los que sigan en el próximo. Esperemos que en la tercera novela la cosa se enderece algo más.

En cualquier caso, siempre me quedará el consuelo de que, al menos en 3 x 1093 universos alternativos de Hugh Everett, o las segundas partes son siempre buenas, o yo no me he lanzado a comprarla compulsivamente o, en el mejor de los casos, me lo he pasado bien leyéndola. Y 3 x 1093 universos son muchísimos universos. Dedico esta entrada a la salud de todos esos yoes que han tenido mejor suerte con el libro. Con el sano deseo de que un bogón no les haya recitado poesía justo después de terminar con él. Algo que sucede con una probabilidad del 42% en todos los universos desconocidos.

miércoles, 25 de agosto de 2010

iPad

A nadie se le escaparía que, cuando escribí hace tiempo una entrada sobre el iPad [Pero… ¿para qué quieres tú un iPad, alma de cántaro?], andaba buscando una justificación para comprármelo. Una racionalización del deseo insaciable, de ese Hambre —en mayúsculas— que parece poseerme y que me empuja a despilfarrar dinero miserablemente. Así que no era más que cuestión de tiempo: Ya tengo mi iPad. En realidad lo tengo hace como cosa de dos meses, si mi percepción del tiempo no ha terminado de trastocarse definitivamente. Tal vez un poco menos. Lo que sí es cierto es que llevaba esperando por él casi otro mes y medio, porque el 3G no lo tenían en ningún sitio en Las Palmas y mi reserva parecía haberse extraviado entre los olvidadizos dependientes de la tienda de Apple por excelencia de la ciudad.

Al poco de arrancar esta bitácora ya contaba cómo había caído en las garras de la marca de la manzana mordida [Mi viaje al universo Mac]. Desde entonces hasta el día de hoy, he seguido incorporando cacharros Apple a mi vida hipertecnificada. En otoño del año pasado llegó el iPhone 3Gs, del que hablé por aquí [Enviado desde mi iPhone: Continúa mi apuesta por la manzana]. Para mi estancia en Madrid decidí que era momento de hacerse con un portátil potente y me decanté por el MacBook Pro de 15", del que no he llegado a hablar nunca, pero con el que estoy realmente encantado. Ahora le ha tocado turno al iPad.

Erich Fromm se sentiría avergonzado de mí, que no he sabido aprovechar sus enseñanzas tras leer '¿Tener o Ser?' [mi reseña], pero la verdad que sentía que necesitaba un iPad. Por supuesto nunca negaré que la compra de un cacharro de este tipo tiene un gran componente de capricho. Soy muy caprichoso, eso lo sabemos todos. Pero eso no lo hace menos necesario. Aunque la necesidad sea inventada o artificial.


En mi caso particular tenía claro para qué necesitaba el iPad: leer. Hace ya un año tuve la posibilidad de probar durante unos días al considerado entonces como el mejor lector electrónico de libros [Mi microexperiencia con el lector electrónico iLiad]. La experiencia tuvo bastante de negativo cuando se trataba de leer PDF's (de lo que más tengo), aunque la tinta electrónica es lo que prometen y más. Teniendo claro que un e-reader no era lo que buscaba, tocó esperar hasta que apareció algo como el iPad (ya había probado con un TabletPC un par de años antes y la experiencia tampoco fue buena; al igual que con el Nokia N70, demasiado pequeño).

Pero por si eso no fuera suficiente, hice una pequeña tabla repartiendo a qué dedico el tiempo cuando estoy en casa con el ordenador. (Mi mujer opinaría de forma diferente). Las siguientes medidas son en tiempo medio al mes, suponiendo que dedico unas tres horas al día delante del ordenador (noventa al mes). Obviamente esto es una aproximación, pues nunca he medido el tiempo exacto que dedico a cada cosa (aunque sí que lo intenté durante un tiempo con Slife [Página web]) y que cada mes es un universo en sí mismo. Y, repito, esto es el tiempo que dedico al mes en casa. Si sumamos lo que dedico en el trabajo a esos apartados la gráfica se saldría de escala. Hasta ahora todo eso lo venía haciendo con el ordenador de sobremesa o con el portátil.


Si agrupamos en función de la actividad mecánica principal, se podría decir que un 53% del tiempo lo paso leyendo; que un 28% lo paso escribiendo; que un 8% lo paso revisando y procesando fotos (así se explica que lleve dos años de retraso); y que el 8% restante lo paso haciendo el vegetal. Además de esas actividades y tiempos, dedico entre quince y veinte horas al mes a leer sobre papel, al estilo tradicional. Revistas, narrativa y libros de ensayo es lo que aún seguía leyendo en papel antes de tener el iPad. ¿Cambiará a partir de ahora?

Pues va a resultar que en buena medida sí que va a cambiar. Aunque no del todo. Me explicaré. Pero antes voy a atender a la mayor pega que se le pone (además del precio, claro): ¿Cansa la vista leer en el iPad? La respuesta sencilla es «sí, cansa». Sin embargo hay matices que sería bueno tener en cuenta. En primer lugar, la vista se cansa siempre que se fija en un objeto cercano. La prueba es sencilla. Coge un libro o una revista y lee durante dos horas seguidas. Ahora intenta fijar la vista en un objeto que está, por ejemplo, a seis o siete metros. Y luego en otro que esté a cincuenta. A los ojos les cuesta adaptarse a la nueva distancia focal y, durante unos segundos, no se termina de ver nítidamente aquello que estamos mirando. Se agrava si pasas aún más tiempo sin levantar la vista del papel. O si las condiciones de iluminación no son las correctas. Creo no equivocarme si digo que esto es así en un alto porcentaje de la población, pues la vista cansada es un proceso también asociado al envejecimiento y no únicamente a aquello sobre lo que posas la vista. Parece que la solución a esto es clara: intercalar descansos cada poco tiempo y dejar el libro para enfocar unos minutos la vista en algún objeto que esté lo más alejado posible. Pues es exactamente lo mismo que hay que hacer con el iPad.

La otra alternativa es que cambie de hábitos, pero me parece que eso no va a suceder. Así que si no es con el iPad, igualmente acabaré jodiendo mis ojos contra el monitor del ordenador. En este aspecto, no he notado que la lectura en el iPad canse más que leer en la pantalla del ordenador. Yo, más bien, diría todo lo contrario. A mí me resulta más cómodo para la vista. Suelo leer quitándome las gafas. Con el ordenador no puedo por la distancia. Con el iPad sí. Y eso sin tener en cuenta que con el iPad puedo acostarme a leer, mientras que con el ordenador no.

En resumen, la lectura con el iPad cansa, tal como dice todo el mundo, pero particularmente no me parece que mucho más que cuando leo un libro. Para solventar la diferencia intento intercalar más descansos. Sin embargo, hay algo que sí que he notado: leo más lento. No tiene tanto que ver con el cansancio como con el hecho de que en la pantalla las letras están peor definidas que en el papel, lo que hace que a uno le cueste un poquitín más acomodarse al texto. En este aspecto la pantalla del iPad está aún a años luz de la tinta electrónica. Habrá que ver qué tal se nota la diferencia cuando salga la versión con Retina Display. Aunque, al igual que pasa con el cansancio visual, es algo que apenas se nota y, sospecho, bastante particular de cada caso. Para que te puedas hacer una idea de lo que estoy diciendo, acabo de leer en Fotomaf una comparativa entre diferentes pantallas [Imagen: Pantalla de iPhone 4 - iPhone 3Gs - iPad - Kindle 2]. El papel electrónico es casi como el papel de verdad. A la distancia normal de lectura, las diferencias, aunque apreciables, lo son apena.

Así que, llegados a este punto, puedo decir que esas casi cincuenta horas que dedicaba a leer en el ordenador, se han pasado casi completamente al iPad. Mis ordenadores se encienden menos ahora. De hecho he incrementado el número de horas de lectura pues también estoy leyendo narrativa en el iPad; ya llevo un par de libros leídos. Como decía, me está resultando bastante cómodo leer con él.

Otra de las quejas que he leído por ahí es la relativa al peso. Otra vez hay una respuesta breve: Sí, pesa. Sorprende la primera vez que lo coges que pese tanto. Sin embargo, mi MacBook Pro pesa dos kilos y medio, así que los dos kilos de menos que pesa el iPad me permiten leer acostado sin ningún problema. Al final es como si sujetaras un libro grande (El Quijote, por ejemplo). En cualquier caso, se puede sostener bastante tiempo en el aire sin notar un cansancio especial. Eso sí, aunque el marco que le han dejado parece demasiado amplio en principio, resulta estrecho cuando quieres mantenerlo bien durante un buen rato sin que se te engarroten los músculos del antebrazo, de la muñeca y del dedo gordo. Al final acabas abriendo los dedos gordos y tocando la parte sensible, lo que provoca que te cambia de página o te haga algo que te obliga a retroceder o a reajustar lo que estabas viendo/leyendo. Echo en falta un agarre más adecuado para mantenerlo en alto cuando estoy leyendo tumbado en la cama o en el sofá.


En cuanto a la escritura, ya había supuesto que no sería muy cómodo escribir en el iPad. En este apartado no me he llevado ninguna sorpresa. Para cosas puntuales está bien, pero para escribir una entrada kilométrica como las que suelo escribir, no sirve. Habrá quien piense lo contrario, seguro, pero ya he contestado unos cuantos correos de trabajo (de varios párrafos) y he escrito parte de una entrada de la bitácora, y al final te obliga a tener apoyado el iPad sobre las piernas cruzadas, manteniendo el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante. Cuando llevas mucho tiempo así te acaba doliendo la zona lumbar, y/o el lado de la cadera de la pierna que hayas levantado para cruzar sobre la otra, y/o la rodilla que soporta el peso de la pierna levantada. Por tanto, para escribir, el iPad no podría sustituir a mi portátil. Lo veo como un complemento. Habrá quien diga que para eso puedes usar un teclado portátil Bluetooth. A lo que yo respondo que entonces es como tener un portátil en dos cachos, y que ahí mismo es donde se pierde la gracia de su transportabilidad. Para eso te pillas un Netbook. Además, que no termino de imaginarme cómo te las apañarías con el iPad y el teclado en un aeropuerto esperando a que los controladores vuelvan de la huelga, lo que te daría tiempo de escribir tus memorias.

Dando por descontado que para procesar las fotografías no me sirve, aún quedan ocho horas que suelo dedicar a vegetar viendo documentales y series de televisión. Las películas hace mucho tiempo que pasé a verlas exclusivamente en Blu Ray. Aún no he probado, pero un compañero me comenta que se ven de lujo. Estoy por pasar algunos documentales (como el maravilloso Cosmos [Una serie documental que SÍ deberías ver —pero que sí, que sí—: COSMOS]). Ya contaré cuando me ponga a ello.

Para concluir, retomaré el asunto de sustituir la lectura en papel por la lectura en el iPad. Decía que en buena medida lo he hecho, aunque es imposible que la sustituya completamente. Tras la experiencia, en la práctica resulta impensable. No me voy a poner romántico con el asunto de la sensación de tener el libro en las manos, aunque sí que influye. Es una cuestión práctica. El iPad no sirve, y lo subrayo, para leer en exteriores. Dejando de lado el riesgo material que correría de llevarlo a la playa, por ejemplo, la pantalla resulta prácticamente imposible de visualizar en condiciones de mucha luz. Se dan muchísimos reflejos en la pantalla, lo que convierte cualquier intento de lectura, en una tortura. Y, directamente, no puedo renunciar a leer en la playa. Estoy casi seguro que Sulaco [Distorsiones] me dirá, llegado a este punto, que en esas ocasiones me pase al audiolibro. Mi respuesta será, hasta que ya mi vista no pueda distinguir letras, que no, que nunca será lo mismo. El placer de leer no me lo va a quitar nadie. Así que, para mis salidas de ocio y descanso a la calle, seguiré recurriendo al papel. O a esperar a que saquen un iPad con una pantalla combinada que se deje leer en cualquier condición de luz. Hasta entonces, seguiré recurriendo a leer en papel en ocasiones puntuales. Para todo lo demás, el iPad, que ha llegado para quedarse. Y lo ha hecho por la puerta grande.

Pero si después de todo el rollo que he escrito aún tienes dudas sobre las bondades del cacharrito de marras, siempre te puedes dejar aconsejar por el esperpéntico y singular Torbe [Como mola el iPad]. Enlace cortesía de mi primo Miguel —alias «el barbas»—. El discípulo y seguidor del pecado de Onán [@ Wikipedia] es él.

lunes, 23 de agosto de 2010

'Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos'

Salvo que acabes de aterrizar accidentalmente en este mi rincón de miserias personales, ya te sabrás de memoria la mecánica con la que me hago con muchos de los libros que han ido apareciendo por aquí comentados. Pero si fuera este tu estado, el de recién llegado, lo abreviaré: Chico entra en una librería haciendo tiempo esperando a su mujer. Chico curioseando en los estantes tropieza con un libro cuyo título le llama la atención. Chico coge el libro y paga en caja. Chico llega a casa y abandona la adquisición reciente en el cajón de los libros olvidados (también conocido como «la infinita cola de espera»). Chico se olvida completamente de la existencia del libro. Chico, un día, reencuentra el libro y decide ponerse a leerlo. Y, cuando termina la lectura y le viene en gana, escribe un artículo en su bitácora contando alguna historia parecida sobre cómo se hizo con él y dando su —más que cuestionable— opinión sobre el libro. Aunque hayan pasado tres meses desde que lo leyó. Así es el encantador chico de nuestra historia. ¿Alguien me compra la idea para hacer una película?

Aunque tengo la (in)sana intención de meditar y averiguar porqué me atraen más unos títulos que otros, de momento seguirá siendo una incógnita. Sospecho, sin embargo, que hay una serie de palabras o ideas que automáticamente excitan mi glándula del consumo incontrolado (El Hambre, con mayúsculas). En el caso del libro de hoy sí lo tengo claro y, aunque en realidad no tenga nada que ver y no venga a cuento, ha sido leer la palabra «psicólogos» en el título. La Psicología es una de esas materias que siempre han despertado curiosidad en mí. No lo suficiente como para ahondar. Ya dije que no era relevante. La puntilla a la decisión de lanzarme a su compra la dio el hecho de tratarse —o insinuarse— como una novela con una gran carga de humor. Y si hay algo a lo que no haya conseguido resistirme hasta la fecha es a reírme todo lo que pueda con cualquier cosa. Es más, he desarrollado cierta tendencia a lanzarme a ello de cabeza tan pronto se presenta la oportunidad. Superficial que es uno.

Antes de ir al psiquiatra yo era una persona feliz. Ahora soy disléxico, obsesivo, depresivo y tengo diemo a la muerte, o sea, miedo. En el psiquiatra he aprendido que la palabra felicidad es una convención que carece de sentido. He aprendido que el hecho de volver a ser feliz algún día no sólo es imposible, sino completamente imposible. Ahora me pregunto más cosas de las que me gustaría: sobre la muerte y sobre la vida.

'Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos' es una novela que sería a la psicología y a la psiquiatría lo que una road movie es para la ingeniería mecánica de los automóviles: poco menos que nada. El autor, Rodrigo Muñoz Avia, se aprovecha de los arquetipos, de las leyendas urbanas y de la bufonización de la profesión, para enmarcar e inducir las angustias y ansiedades del protagonista que, para mayor infortunio, tuvo un desliz lingüístico delante de uno de esos engendros al que, en el calor de su salón, abrazaba como cuñado. Desliz que lo lanza a un retrete y unas cloacas —como estoy hoy con las analogías— repletas de personajes pintorescos que, teoría va, teoría viene, intentan aportar su granito de arena en la cura del protagonista principal. El psicólogo argentino que no falte. Y poco más añade en cuanto a la profesión y a la materia se refiere. El que espere encontrar algo serio sobre la ciencia de los loqueros se ha equivocado de libro. Igualmente podría haber puesto a mecánicos a darle consejos sobre salud mental. Es un texto que, en cierta medida, critica la charlatanería de la profesión que tan poco bien le hace. De hecho, si en lugar de psicólogos y psiquiatras construyésemos esta historia con libros de autoayuda, sería perfectamente factible que el protagonista se fuese volviendo cada vez más loco. Sería una especie de Quijote devorador de libros escritos por los hurgadores de mentes y las sectas de los bucays. Acábaseme de ocurrir los personajes y el título para alguna historia: «Las aventuras y desventuras del ilustre don Freudijote y su fiel escudero Pancho Panza». Aunque ese podría haber sido el subtítulo de esta novela.

El libro se deja leer fácilmente. Yo me lo leí en un día —320 páginas—, aprovechando un fin de semana en unos bungalows. Aunque la prosa no es para tirar cohetes, cumple su función y, con el buen sentido del humor con el que está escrito, te hace pasar muy buenos ratos. Tuve que ocultar el ataque de risa varias veces detrás del libro porque los alemanes y los jinameros de los alrededores de la piscina me miraban como si estuviera tarado por reírme solo. El gran inconveniente de leer en público. Seguramente los alemanes, más cultos ellos, lo viesen hasta normal. Pero los de jinamar-mordor serían incapaces de entender que un libro pueda producir un ataque de risa difícil de contener. Además de saber leer —cuestionable por sus orígenes— hay que tener cierta capacidad de inmersión en la historia.

La verdad que el libro 'Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos' reúne lo justo para ser destacable, pero a mí me hizo pasar unos muy buenos ratos en algunas de las ocasiones. Además de contar con unos personajes secundarios muy entretenidos y curiosos. Como al final, en esta triste y patética vida, de la que ya sabemos cómo terminará, de lo que se trata es de pasarlo lo mejor posible, el autor consigue que durante unas pocas horas uno se divierta a costa de las penurias del protagonista. Precisamente por eso lo dejo como recomendado.

jueves, 19 de agosto de 2010

'¿Tener o Ser?'

A VER SI APPLE SE VA A LA MIERDA CON LA CRISIS

Así me respondía el otro día mi mujer [su blog; muy abandonado] en una conversación por GTalk cuando le comentaba que estaba pensando en comprar un segundo monitor de 24" para el iMac, ya que últimamente he retomado la sana práctica de programar y no andar únicamente viendo porno navegando por la Web y/o leyendo blogs. Pese a que el iMac es el de 24", me resulta muy pesado andar saltando entre las diferentes ventanas que tengo abiertas durante la codificación, depuración, etcétera. No consigo tener una buena distribución de ventanas de forma que me quepa todo dentro.

Esto sucedía justo seis semanas después de comprar un iPad 3G de 32 Gb. Mi mujer no gana para disgustos conmigo.

Obviamente me lo decía de guasa, creo, porque hace tiempo que ya me ha dado como caso perdido y, también creo, no tiene esperanza alguna de que cambie a esta edad. Supongo que ha preferido tomárselo con calma y reírse, en la medida de sus posibilidades y siempre que el gasto sea, dentro de mi incapacidad para conseguirlo del todo, contenido y racional.

Y, aunque no creo que de momento lo compre, para tranquilidad de mi señora esposa y sosiego de la tesorería familiar, el simple hecho de pensar en comprarlo me recordó que hacía poco acaba de leer un libro en el que buscaba, precisamente, una forma de entender en qué medida nos condiciona ese afán consumista y ese querer tener a toda costa. Y algo que me preocupa aún más. ¿Tal vez mi identidad esté reflejada por aquello que quiero tener y poseer? ¿Seré más feliz por tener el monitor o menos si no llego a saciar mi apetito por comprarlo? ¿Soy lo que tengo? ¿O lo que tengo es una particularidad de mi forma de ser, otra expresión de mi propio yo, pero que no me condiciona? Todo demasiado complicado y profundo para un cerebro tan deteriorado como el mío.

Un enfoque útil para comprender el modo de tener, es recordar uno de los hallazgos más importantes de Freud: después de pasar por su fase infantil de mera receptividad pasiva, seguida por una etapa de receptividad y exploración agresiva, todos los niños, antes de alcanzar la madurez, pasan por una etapa que Freud denominó anal-erótica. Freud descubrió que esta etapa a menudo continúa dominando el desarrollo de una persona, y que cuando esto sucede se desarrolla el carácter anal, o sea el carácter de una persona cuyas energías vitales están dirigidas principalmente a tener, ahorrar y acumular dinero y cosas materiales, y también sentimientos, gestos, palabras y energías. Este es el carácter del avaro, que generalmente se relaciona con otros rasgos como el orden, la puntualidad, la terquedad, que se manifiesta en grado extraordinario. Un aspecto importante del concepto de Freud es la relación simbólica entre el dinero y las heces (el oro y el excremento), de la que cita muchos ejemplos. […]

Al libro de Erich Fromm [@ Wikipedia] llegué inspirado por las reflexiones con las que concluye el libro 'El vendedor de tiempo' [mi reseña]. Amén de cultivar mi mente, algo a lo que últimamente dedico intención y voto, buscaba también algún camino para contrarrestar ese Hambre, con mayúsculas, casi infinito que siempre me empuja a desear más y más cacharros, muchos de ellos completamente inútiles. Creyera tal vez que viéndome reflejado en un arquetipo de individuo que se me antoje antipático, incluso detestable, entienda que el verdadero esfuerzo ha de centrarse en ser el Ser y no el Tener; y con ello llegar a ser Mejor Persona. «Pajas mentales», sé que diría más de uno.

Aunque la historia se trataba de demostrarme que no anhelo el Tener, el instinto me empujó en el sentido de la costumbre y lo anduve buscando por varias librerías en Madrid. Todo para descubrir que estaba descatalogado completamente. Sí lo podía conseguir por la vía alternativa de los portales de venta de libros de segunda mano, como Iberlibro [Sitio Web], pero en un momento de lucidez y en un alarde de afán desintoxicador, me acerqué a la Biblioteca y lo pedí en préstamo. La Biblioteca realiza préstamos en períodos de quince días, tiempo más que suficiente para leer cualquier libro. Tuve que solicitar renovación del préstamos en dos ocasiones. De hecho me retrasé en su devolución y sufrí una penalización.

Terminar de leer '¿Tener o Ser?' me llevó poco más de seis semanas ; y hubo momentos en los que me sentí tentado de abandonar, de tirar la toalla y rendirme vilmente. De hecho tardé tanto porque abandonaba su lectura durante días. Hasta que reunía fuerzas para retomarlo. '¿Tener o Ser?' es uno de esos libros en los que descubres que, en el fondo, no eres tan listo como tú mismo te creías que eras. Y no tanto porque sea incomprensible, pues en general se puede entender, sino porque marea tanto la perdiz que llega un momento en el que ya no comprendes muy bien cuál es el hilo conductor o el razonamiento que está siguiendo para concluir, como era de esperar, que Tener es «caca, nene», mientras que Ser (y estar) es lo que debemos anhelar como individuos sobresalientes. Hace dudar de mi inteligencia porque no sé apreciar que dedique unas doscientas páginas a un mensaje que se puede concretar, perfectamente, en diez o veinte, prescindiendo de tanta referencia a segundos, terceros y cuartos y, en especial, de forma particular y reiterada, al Maestro Eckhart [@ Wikipedia]. Hubo momentos, esos en los que me pongo más cínico, en los que las referencias al mencionado maestro parecían los típicos corta y pega de un trabajo de instituto: una forma intencionada de hacer ganar volumen al trabajo.

¿Significa lo dicho en el párrafo anterior que la obra '¿Tener o Ser?' de Erich Fromm es un truño? No, nada más lejos de la realidad. De momento significa, lo más, que yo no sé apreciar el estilo recargado y barroco —al menos a mí me lo parece— con el que el autor decidió presentar sus ideas. En mi defensa diré que es un estilo narrativo al que no estoy acostumbrado, por lo que no conseguí pillarle el tempo que toda prosa lleva de forma inherente. Sin embargo sí diré que, entre párrafo y párrafo que yo rumiaba como forraje carente de nutrientes, sí aparecía un tropezón de pura genialidad. Una reflexión de esas que te dejan chocado por lo clarividente, sencillo y de afilado corte con el que te la presentan. Pero la lectura del conjunto supuso algo parecido a buscar agujas —las reflexiones interesantes— en un pajar. Y ya se sabe lo que sucede con la paja: arder, arde muy bien, pero para alimentar mínimamente hace falta muchísima cantidad.

'¿Tener o Ser?' es un libro que no voy a recomendar. Tampoco voy a desaconsejar su lectura. Creo que es un texto profundo, una reflexión importante e introspectiva que muchos necesitamos hacernos, y que a algunos les puede parecer de lectura fácil pese a que para otros, ha sido mi caso, puede suponer como tragar papas arrugás sin masticar. Aunque, resulte sencillo o no de leer, la realidad es que cuenta verdades como puños. Así que, si temes que vas a ser de los desafortunados en atragantarse con su lectura, pídele a un amigo que lo haya leído que te haga un resumen. En Internet hay varias entradas en bitácoras donde te resumen la esencia del libro, que no es otra que la comentada un par de párrafos más arriba: El camino de ser por la vía del tener no nos dará nunca la satisfacción y la plenitud, pues somos insaciables y padecemos de insatisfacción crónica. Solo en la búsqueda del propio yo, despegado de las pertenencias y de la intoxicación de las comparaciones con los ajenos, encontraremos la verdadera felicidad y plenitud. Ese es el camino del ser.

Vaya. Acabo de destripar el argumento. Y tan solo me ha costado unos pocos párrafos.

miércoles, 18 de agosto de 2010

'La soledad de los números primos'

Generalmente me sucede una cosa curiosa cuando observo cuadros. Soy capaz de apreciar —incluso de maravillarme con— la capacidad del pintor de dominar la técnica que corresponda. Los trazos, los colores, los pigmentos, las figuras, las proporciones, los puntos de fuga, etcétera, etcétera. Pero rara vez consigo emocionarme con un cuadro, por el simple hecho de que el pintor domine la técnica, si la imagen en sí misma no me dice nada. Con las fotografías tiende a pasarme lo mismo. Es casi como una discapacidad emocional para empatizar con la escena presentada. Me pasa en un porcentaje tan alto que casi podría decir que no sé apreciar el arte. Y eso que sigo yendo a los museos cuando tengo oportunidad. A estas alturas me conformo disfrutando de la capacidad técnica del artista. Por supuesto, hablo de cuadros que sí tienen algo que ofrecer. Obviaré los cuadros que he visto tropezado en algunos sitios que, básicamente, son una superficie coloreada con un único tono. Por muy brutalizado que esté, siendo incapaz de apreciar en su justa medida el mensaje místico-emocional que quiso transmitir el artista, ahí no hay arte (técnica) ni arte (emociones).

'La soledad de los números primos' está escrito magistralmente. En esta realidad de particiones y fronteras, parece sorprendente que un físico (de ciencias) sea capaz de escribir con una prosa más adecuada a un gran literato (de letras), pero lo cierto es que Paolo Giordano [@ Wikipedia] escribe como un genio, como alguien que haya dedicado toda su existencia únicamente a perfeccionar una alquimia milagrosa de la palabra, en la que cada uno de esos conjuntos definidos de letras fuesen pequeñas perlas, gotas destiladas de sabiduría acumulada tras décadas y décadas de experiencia en la escritura. Pero no, el autor es un chavalín de apenas 28 años. Si no hubiese ido prevenido por la lectura de la solapa de la contraportada del libro, mi primera impresión hubiese sido la de estar leyendo el trabajo de un viejo de cincuenta o sesenta años que se hubiese pasado la vida escribiendo. El de un artista que ha conseguido dominar la técnica de forma magistral, convirtiéndose un maestro, sin poner nada más de lo necesario, ni quitando lo que resulta imprescindible. Solo hay dos autores más con los que he tenido una «primera vez» parecida a la del escritor del texto que hoy comento. Son García Márquez, con su 'Crónica de una muerte anunciada', y Kundera, con su 'La insoportable levedad del ser'. Luego he leído muchísimos autores con un dominio magistral del verbo, pero con ninguno había vuelto a tener una sensación tan electrizante como la vivida leyendo los primeros párrafos de 'La soledad de los números primos'.

   No había vuelto allí desde el día que fue con la policía, el día que su padre le dijo que diera la mano a su madre y ella se metió la suya en el bolsillo. Aquel día aún llevaba los brazos vendados hasta los codos, con una venda gruesa que le daba varias vueltas y que sólo con una sierra habría podido atravesar.

Pero ahí acaba toda semejanza con los otros autores mencionados. En los respectivos casos, además de disfrutar como un cochino, o como lo haría un cochino con suministro infinito de comida y que desconoce para qué se lo está engordando, de la forma en que estaban escritas las historias, las mismas historias en sí me parecieron geniales. Márquez y Kundera son dos de mis escritores favoritos, tanto por la forma en que escriben como por las historias que cuentan. 'La soledad de los números primos' me dejó frío, casi indiferente. Me lo leí de un tirón, en apenas dos noches en que decidí acostarme tarde, pero los dramas, penurias y vivencias dolorosas de los protagonistas me resultaron tan ajenos —incluso manidos— que no recuerdo emocionarme en ningún momento. En este aspecto ha resultado como mirar un cuadro: Disfrutar con la capacidad del autor para escribir/dibujar muy bien, pero sin conseguir conectar con la escena que me está contando/presentando. Un ejemplo, tal vez, de cómo puede uno apreciar más la caja de bombones —el continente— que los bombones en sí —el contenido—.

'La soledad de los números primos' es un libro (muy) recomendable, pero básicamente porque está muy bien —mucho, mucho— escrito. Para disfrutar en la playa o en momentos en los que uno quiera relajarse disfrutando con el sonido de las palabras sonando en su mente con la propia voz. Que es como realmente se disfrutan los libros, en general, y para lo que este libro, en particular, está especialmente recomendado.

jueves, 5 de agosto de 2010

'Toy Story 3'

Cuando tenía 13 o 14 años, se produjo un cambio importante en las percepciones de algunos de los amigos de la pandilla. Y, por consiguiente, en sus conductas. Mis dos mejores amigos de infancia, Paquito y Jose Carlos Peña (o pepepeña, como lo llamaba mi padre), cambiaron repentinamente su forma de concebir la realidad. Con 13 años ya debías «comportarte como un adulto». ¿Y cómo se comporta un adulto?, preguntaba yo. A lo que me respondían no explicando qué conductas eran las más adecuadas y que debía añadir a las ya desarrolladas, sino recriminando aquellas que se consideraban inválidas para la edad adulta, invitándome a abandonarlas. Vamos, resumiendo, que lo que me intentaban decir era que convertirse en adulto implicaba sustituir algunas actividades e intereses por otros más acertados. Actividades e intereses, por otra parte, que no sabían explicar demasiado bien, todo sea dicho de paso.

Sospecho que de alguna forma, este cambio de punto de vista tuvo como catalizador la incorporación de mayores a nuestro grupo de amigos de «charlas profundas y existenciales». La población del grupo, siempre creciente durante los meses de verano, incluía individuos cuyas edades oscilaban entre los 11 y los 18 años. Un rango de edades amplísimo para, valga la redundancia, las edades que teníamos. Esos 7 años de diferencia se notan muchísimo cuando se tiene menos de veinte y casi nada cuando se tiene cincuenta. Acabo de enunciar una perogrullada, lo sé.

Alguno de edad aún mayor habría, estoy casi seguro. Sin mucho esfuerzo deduje que aquellos que rozaban la mayoría de edad, o ya tenían edad para decidir el futuro de nuestro país en las urnas, estaban básicamente interesados en la carne y, digámoslo pusilánimemente, en las «relaciones de pareja y de amor». Y eso era lo que parecía atraer a los de mi edad, a los menores, como la miel —o como su variante más prosaica y abundante, la mierda— atrae a las moscas. A mi edad de niño concluyendo la Educación General Básica, los chochitos y las tetitas no me resultaban del todo ajenos y, aunque siempre tuve un interés apasionado en el asunto, seguía disfrutando de aquellas actividades, usando la descripción despectiva aconsejada por mis mejores amigos, «infantiles» o «poco adultas». Vamos, que con trece o catorce años seguía jugando a la cogida, al escondite inglés y a los superhéores con los niños menores, discutiendo quién ganaría una pelea entre Superman y Hulk; jugando a juegos de ordenador en mi Spectrum-48k-teclado-de-goma, soñando que sería mejor aventurero que Indiana Jones, mejor Jedi que Luke Skywalker o mejor luchador que Bruce Lee y, cuando había oportunidad, viendo películas de dibujos animados para alimentar y enriquecer mi imaginación siempre desbordante. Sin desmerecer la búsqueda activa de niñas con las que jugar a los médicos o, en ausencia de voluntarias para mis prácticas de medicina, consolarme en solitario con la lectura rápida de alguna revista de esas en las que no queda nada para la imaginación y que únicamente se podían conseguir por la vía del contrabando con los niños mayores de edad. También me apasionaban los documentales, la Ciencia, la programación de ordenadores y el conocimiento en general, cosas a mi entender aún más allá —y mejores— que la madurez orientada al sexo contrario que postulaban y defendían mis amigos.

Entonces ya creía que lo realmente infantil —y añado que estúpido— era negarse los placeres de la infancia con tal de emular una mayoría de edad que aún quedaba a cuatro o cinco años de distancia. ¿Por qué tenía que privarme de algunas cosas si las podía hacer todas? Al menos entonces, tiempo había. Siempre concluía las discusiones de este tipo con «ya creceré cuando toque crecer». Supongo que por esa forma tan particular de ver la infancia y la madurez tardé tanto en tener novia, y sufrí escasez de candidatas para las prácticas médicas, también sea dicho.

Es cierto que la edad y el tiempo van modificando la conducta al igual que erosionan la roca. Las vivencias te condicionan y los intereses varían. Para algunas personas eso significa que capas de lodo existencial cubren capas anteriores, como si de un proceso de sedimentación constante se tratara, y que conlleva la renuncia y olvido de todo lo anterior. También es cierto que ya el tiempo no da para hacer todas las cosas emocionantes y divertidas que me gustaría hacer o que de niño me imaginé haciendo. El cuerpo —en especial las rodillas— tampoco aguantaría, diré en mi defensa. Pero en la medida de lo posible, cada vez que tiro una capa de lodo sobre la anterior, intento mantener las actividades que aún merecen la pena. Entre ellas, y por el asunto de la entrada de hoy, ver películas de animación (o de dibujos animados).



No menos cierto es que mi capacidad crítica se ha modificado. Me gusta creer que ha evolucionado. Así es normal que, cuando intente ver algún capítulo de alguna de las series que marcaron mi infancia (como Ulises 31 [@ Wikipedia]) me sorprenda a mí mismo preguntándome cómo podía tragarme semejantes bodrios y andar canturreando todo el santo día las melodías de apertura. Algo parecido me sucedió intentando volver a ver hace unos meses la película de Los Goonies y alguna de las primeras de Bruce Lee. Simplemente eran tan malas que tuve que dejarlas a medias. Uno acaba descubriendo que la vejez también conlleva aburrirse con las cosas que antes te gustaban. Una lástima. Por suerte, en mi caso, he conseguido encontrar otras actividades y otras fuentes de experiencias más enriquecedoras. No puedo decir lo mismo de aquellos chicos, amigos de infancia, que entonces me vendían un estado adulto adulterado, y que ahora, cuando los escucho hablar, no han variado mucho sus ejercicios conversacionales tras un cuarto de siglo: coches, deporte y chochitos. Y, alguna vez, quejas sobre lo mal que va todo en este «puto país». Sí, votan al PP. O, directamente, son idiotas.

A pesar de que hoy en día me cueste encontrar interesante las películas de animación (en realidad cualquier película que no tenga un argumento bien planteaddo o entretenido), he de decir que las de Pixar [web oficial] siguen siendo increíbles. Consiguen transportarme a un estado previo a las preocupaciones de adulto (me río ahora de aquel ideal de adulto que tenían en la quincena mis amigos, carente de preocupaciones), aunque no caería en el error de decir que vuelvo a ser un niño. Están tan magistralmente contadas que son divertidas para un niño, pero que precisamente están narradas para gente mayor. Es el caso general de todas las películas de la productora —salvo Cars, malísima— y de Toy Story 3 en particular.

Toy Story 3 es una película genial, fantásticamente contada. Me pasé riéndo la mayor parte. A mandíbula batiente. Carcajada y carcajada que acababan haciéndome lagrimear de la risa. Pero también hay momentos realmente emotivos. De esos que te dejan con un nudo en la garganta. Claro que, para eso, hay que ser un adulto empático, especialmente sensible y no, únicamente, una persona con mayoría de edad. Hacía muchísimo tiempo que no me divertía tanto con una película. Se produjo como un salto en el tiempo. Durante la hora y pico largo que duró la proyección no hubo nada más que una fantástica animación y una historia magistralmente presentada dentro de mi universo particular. Estaba obnubilado por la historia. No existía nada más durante ese tiempo. Pocas películas consiguen arrastrarme a esa sensación de inmersión que me produjo Toy Story 3. Estoy casi seguro que si estuviera hecha con personajes de carne y hueso, sería ganadora del Oscar a la mejor película. Pero los adultos seguimos creyendo que la animación es para niños. Prejuicios.

Lo triste es que no hubiese ido a verla al cine de no ser por haber coincidido con mi última estancia en Madrid. Apenas voy ya al cine, menos aún solo. Aunque suene prepotente, para eso me he gastado una pasta en un sistema de alta definición con el que sí consigo disfrutar del cine en casa (por muy aberrante que le suene a los puritanos). Pero celebrando la despedida de Stefano, surgió la posibilidad de aprovechar el día siguiente para ir a verla. ¿Por qué no? Así que fui con algunos de los mejores amigos que tengo en esa ciudad, los que hacen que valga la pena gastar dinero en pasar unos días allí. Toy Story 3 no sólo consiguió que pasara un rato estupendo con una de las mejores películas que he visto en los últimos años. También consiguió rescatar, excavando a través de varias capas de lodo existencial, una vivencia o experiencia que hacía décadas que no tenía. Creo que desde que iba al cine con los amigos del instituto no había salido de la proyección comentando escenas y secuencias de la película. «¿Y viste cuando…?», «¿Te diste cuenta que…?», «¿Pero cómo se les pudo ocurrir…?», etcétera, etcétera, durante la media hora siguiente a salir del cine, mientras rumiabas, en una segunda pasada, los mejores momentos de la historia que acababas de ver. Y al día siguiente, en el trabajo, aún seguimos comentando algunas de las secuencias. Lo dicho, hacía más de dos décadas que no había sufrido una respuesta emocional similar.

Toy Story 3 es una película muy recomendable. Un must see por derecho propio y elevado a la enésima potencia. Una película que no hay que perder la oportunidad de ver, al menos una vez en la vida. Y, si como es mi caso, tienes la glándula del consumismo algo inflamada —El Hambre, como lo llamo últimamente—, acabarás pasando por caja y comprándola en Blu-Ray. Es una película que merece la pena ser vista en las mejores condiciones posibles.

Concluyo la entrada de hoy, larga, como suelen ser las entradas de éste mi rincón, pidiendo disculpas a los posibles lectores anónimos que sin conocerme llegaran aquí buscando una crítica al uso de la película. Los que me conocen sabrán que de eso aquí hay poco. Y los que me conocen lo suficiente, siquiera entrarán aquí a perder el tiempo. Rara vez me entrometo a dar la opinión sobre una película. De hecho, casi siempre recomiendo para eso visitar la web de sulaco [Distorsiones], quien hace mejores reseñas que las que podría hacer yo y que seguro que con la de Toy Story 3 [Toy Story 3 @ Distorsiones] te lo pasas mejor. Yo, en cambio, prefiero aprovechar estas pequeñas cosas, las vivencias y experiencias con los objetos y situaciones, para regurgitar mis propias experiencias pretéritas. Los artículos que comento suelen servir de excusa para reflexiones existencialistas, suene en este caso con tono despectivo ese «existencialistas». En cualquier caso, así es Internet, y como dicen por ahí, la bitácora es mía y la jodo como mejor me parezca. Que tengan buen día. Y no pierdan la oportunidad de ir a ver tan magnífica película.