sábado, 30 de enero de 2010

Los dispensadores de Príncipe Pío

Ya he comentado en varias ocasiones que Príncipe Pío es una de las estaciones que más me gustan. Conservando el espíritu original de mitad del siglo XIX, le creció desde casi sus entrañas un Centro Comercial bastante coqueto en el que hay salas de cine. Príncipe Pío es un intercambiador pues en un mismo punto confluyen líneas de tren de cercanías, líneas de metro y buses guaguas. Además de tener una parada de taxis enfrente. Y eso sin contar la buena cantidad de sitios donde tomar algo tanto dentro como en las cercanías del centro comercial.

Por Príncipe Pío pasaba casi todos los días la primera vez que vine a Madrid a pasar unas semanas para la «toma de posesión de mi cargo». Con el horario de verano, que nos permitía salir a las tres, cuando fichaba el final de la jornada, cogía el tren y, yendo en sentido contrario al hotel en el que me quedaba, me dejaba caer en esta estación. De ahí ya tiraba para otras partes, casi siempre a Callao o Sol, los otros dos puntos que más me atraen hasta la fecha. Los tres conforman el «triángulo de las bermudas» en relación al que orbito durante mis estancias en la capital. Recientemente he sustituido Sol por Ópera, pues están una al lado de la otra. Pero eso es otra historia.

El expendedor de libros de la estación Príncipe PíoSin embargo hacía ya bastante, desde que me contrataron en la empresa, que no volvía a Madrid para una estancia de algunos días. Entendiendo por «algunos» un período que ya va camino de convertirse en cuatro meses. Las veces que había venido eran para un día —celebraciones, reuniones puntuales y cosas por el estilo— y apenas tenía tiempo de acercarme a Príncipe Pío. Así que, pasado tanto tiempo, me sorprendió encontrarme, el primer día que bajé a Madrid desde Aravaca, con un dispensador de libros en mitad del andén donde cojo el tren de vuelta al piso. Allí estaba, autoiluminado en la oscuridad de la noche —volvía tarde—, el susodicho dispensador de libros. Era la primera vez que veía uno y me sentí irremisiblemente atraído por la curiosidad de ver semejante cachivache allí plantado. ¿A quién se le habría ocurrido la idea de vender libros de esta forma? Sabía del movimiento «pro lectura» que había emprendido la Comunidad de Madrid. Pero que los ofrecieran de esta forma, junto a las vías, me sorprendió. Muy gratamente, aclaro, porque siempre es bueno ver —aunque esté el millonario gremio de los libreros con ánimo de lucro de por medio— que se oferta —y por tanto se promueve— la posibilidad de comprar libros a cualquier hora. Inmediatamente intenté imaginar en qué forma se hubiese planteado algo similar en Las Palmas. Simplemente no conseguí alcanzar a vislumbrar el planteamiento y ejecución de una iniciativa así en la isla sin que apareciera un caso de corrupción en la prensa poco tiempo después. Sería, simple y llanamente, imposible.

El trabajo intelectualmente cansino —y el horario esclavizador que padezco— me invitan a recogerme en el piso la mayor parte de los días tan pronto salgo del trabajo. El tren que cojo seguiría hacia Príncipe Pío tras pasar por Aravaca. Únicamente hay una estación de distancia entre ambas. Pero, como decía, la mayoría de las veces prefiero quedarme allí donde resido para intentar descansar. Sin embargo, aquellos días que bajo a Madrid, irremediablemente acabo pasando por Príncipe Pío para coger el cercanías de regreso a lo que ahora llamo, fríamente, «casa». Salvo cuando es muy tarde —si a las once y media de la noche se le puede llamar tarde—, que opto —más bien me veo obligado, porque ya no pasan trenes— por el taxi. En esas ocasiones que paseo por Madrid —de media una vez por semana— acabo en el andén donde está el dispensador de libros. Y no hay ocasión en la que no me detenga delante de él para revisar lo que ofrece esa semana. Creo que ya tengo controlados los hábitos de renovación y aquellos libros que permanecen más tiempo expuestos. ¿Será porque se venden más?. Comprar libros de forma compulsiva es uno de los muchos desórdenes obsesivos que sufro. Así que no puedo evitar repasar las entrañas de la máquina en cada ocasión. Repitiendo varias veces, incluso, si el tren se demora más de lo deseado. A veces la suerte no me acompaña y llego justo cuando acaba de pasar uno. Y todas las veces me siento tentado a comprar alguno. Para ir leyendo mientras espero la llegada del tren. Por suerte, no sin un gran esfuerzo, la mayoría de las veces consigo contenerme y, hasta la fecha, apenas un par de libros han sido los que he arrancado de su letargo a través de la abertura inferior, que a modo de boca, ofrece la máquina. Resulta una tentación constate.

Dispensador de ramos de floresLa estación es bastante grande y, aunque paso por ahí con cierta frecuencia, hay algunos rincones que no he llegado a ver aún. De hecho, a la zona donde se cogen los buses las guaguas, aún no había bajado hasta hace unas dos semanas. Quedé impresionado por la organización y la forma de acceso a las mismas. Hay algo parecido a las puertas de embarque de un aeropuerto de forma que la gente está toda resguardada en el interior. Al ser subterránea apenas hay respiraderos —presupongo que ese es el motivo— en la zona de embarque y desembarque, así que la gente se queda en el interior controlando el paso de los buses las guaguas a través de cristales. Para acceder al exterior cuando toca hay una puerta automática. Todo muy futurista y bien organizado, para un tipo que viene de una isla.

Pero no era de la estación de guaguas de lo que quería hablar. Al lado de la escalera de acceso me tropecé, junto a otras máquinas de vending, un dispensador de ramos de rosas. Está claro que no despierta en mí la misma fascinación que el dispensador de libros, pero no deja de resultarme bastante curioso que hayan elegido las rosas para ser vendidas de forma automática. A este paso acabaremos copiando la idea del dispensador de bragas usadas de los japoneses.

miércoles, 27 de enero de 2010

La cotidianeidad llena de fogonazos de aprecio

La cotidianeidad anda llena de fogonazos de aprecio, clamores de amistad y aspavientos de simpatía que se diluyen al minuto de haberlos manifestado. La adrenalina de la voluntad espasmódica tiene eso: tal como viene, se va. Son propuestas impulsadas por subidones de euforia, deseos sin moral, intenciones sin raíz, anhelos de hielo.

El reloj sin agujas
Ángela Becerra
Columna "The end"
Periódico ADN
Miércoles 27 de enero de 2010

lunes, 25 de enero de 2010

Lenguaje con pedigrí

Cocoa has one of the most distinguished pedigrees of any object-oriented development environment. From its introduction as NeXTSTEP in 1989 to the present day, it has been continually refined and tested (see “A Bit of History”). Its elegant and powerful design is ideally suited for the rapid development of software of all kinds, not only applications but command-line tools, plug-ins, and various types of bundles. Cocoa gives your application much of its behavior and appearance “for free,” freeing up more of your time to work on those features that are distinctive. (For details on what Cocoa offers, see “Features of a Cocoa Application.”)

Documentación de desarrollador de Apple.

Nota: Cómo se pasan los de Apple

Actividades sospechosas

¿Qué es lo que era el paquete? ¿Contrabando? ¿Tráfico de algo? ¿Tal vez estupefacientes? ¿O fue todo fruto de mi imaginación?

Tengo una imaginación fértil, desbordante, caótica, anárquica y con voluntad propia. De eso estoy seguro y doy fe. Hay que tenerla para seguir creyendo que el Neoliberalismo acabará retrocediendo ante los Derechos Sociales. Por ejemplo. Pero esto hace que haya veces en las que vea cosas que no son ciertas del todo. No es que alucine, quiero adelantarlo, pues habrá quien leyendo las palabras anteriores busque estos síntomas. Simplemente tengo una imaginación fértil, como decía antes.

El viernes fui a recoger a mi mujer al aeropuerto. Los días del fin de semana son los mejores de mi estancia en Madrid, pues puedo compartir el tiempo y las visitas a sitios nuevos con ella. En esta ocasión me acompañaba mi madre, que vino a pasar una semana con intención de aprovecharla consultando fondos bibliográfico para su tesis en egiptología. Como casi siempre, cogemos la línea 8 de metro, cuyas paradas ya sé de memoria: «Aeropuerto T4», «Barajas», «Aeropuerto T1, T2 y T3», «Campo de las naciones», «Mar de cristal», «Pinar del rey», «Colombia» y «Nuevos Ministerios». O a la inversa, si vas desde Nuevos Ministerios al Aeropuerto. Siempre con el «Metro con destino a …, próxima parada …, correspondencia con …».



Como suele suceder a esa hora, el vagón estaba casi lleno. Al no entrar con la suficiente mala educación —empujando «a lo madrileño»— no pillamos sitio donde sentarnos. Mi mujer y mi madre iban hablando de mil cosas a las que yo no prestaba demasiada atención. Pero parecía no importarnos ir mal agarrados en mitad del pasillo. Ya se sabe: «cuando dos mujeres se ponen a hablar…». El tramo que va desde la Terminal 2 hasta Campo de las naciones es bastante largo y aburrido (la línea 8 es la única línea de metro que me satura, hasta el momento). Al llegar, un hombre alto y —creo recordar— bien vestido, se abrió camino entre nosotros con cierta brusquedad; algo nada atípico en Madrid. Llevaba prisa. Había estado justo detrás de mi mujer, ocupando el hueco reservado a los minusválidos, espacio muy socorrido cuando no encuentras un asiento libre. No lo pensamos dos veces y nos abalanzamos para ocuparlo nosotros.

En el suelo descubrimos un maletín perfectamente camuflado. Apoyado contra la pared del vagón. Parecía un maletín de portátil, aunque más ancho y parecía contener una especie de caja. Ya resultaba curioso que tuviese exactamente el mismo color gris con el que está pintada la parte inferior de los vagones. Si no te fijabas detenidamente podía pasar completamente desapercibido, pero nosotros tropezamos con él. Enseguida giramos la cabeza buscando al hombre que acababa de abandonar el rincón, para gritarle que se dejaba su maletín, pero había desaparecido completamente. Se había esfumado. No se le veía en la estación a través de las ventanas y, por la puerta por la que acababa de salir, entraba un hombre, de media estatura, joven, de piel dorada por el sol y rasgos ligeramente islámicos. Podía pasar por europeo, del mediterráneo, pero la nariz lo delataba. Se movía con soltura, sonriendo, como si fuera un triunfador de la vida, transpirando «normalidad» con cada gesto. Con un peinado para atrás, vestido con chaqueta gris y camisa blanca abierta hasta la mitad del pecho, daba la sensación que su función en la existencia era ser feliz y estar satisfecho de sí mismo.

Todo esto había pasado en unos pocos segundos y yo había dejado el hueco reservado para minusválidos. El que alguien saliera tan rápido dejando tras de sí un paquete sospechosamente camuflado me hizo recordar los atentados del 11 de marzo. Empujé a mi madre y a mi mujer hacia la puerta para salir, mientras decía «esto tiene toda la pinta de ser un paquete sospechoso: ¿será una bomba?» pero con la cantidad de gente, junto con el desconcierto de las mujeres, y con la inseguridad de creer que todo esto no es más que fruto de mi imaginación, no llegamos a tiempo a la puerta. Entonces nos dimos cuenta que el joven árabe —o de rasgos mediterráneos— había aprovechado nuestro movimiento de escapada para ocupar el hueco y mantenía —esto fue lo más raro— el bolso o maletín con la punta del pié. Quería evitar que se moviese, pero al no haber sacado las manos de los bolsillos en todo el tiempo, también parecía querer hacer creer que no se había dado cuenta del bulto.

Viendo todo aquello yo dije, tal vez en voz más alta de lo que debía, «nos bajamos en la próxima parada». Mi madre y mi mujer se rieron, señalando que tengo una imaginación demasiado calenturienta. Lo que no es falso en nada, en honor a la verdad. Pero la espera entre una parada y otra hace que las alucinaciones se contagien. Y entre Campo de las naciones y Mar de cristal hay mucho tiempo cuando el instinto de supervivencia te está atosigando de forma punzante. Así que, para cuando la megafonía anunció la próxima estación, mi mujer, que también se había percatado del movimiento del pié, me preguntó «¿entonces nos bajamos». Yo estaba de espaldas al sospechoso, pero mi mujer vio cómo se giraba y la miraba fijamente. ¿Habríamos descubierto algo y ellos se habrían dado cuenta de que lo sospechábamos?

Nos bajamos. Creyendo que en ese estación conectábamos con la línea 10, la que suelo coger para llegar a Príncipe Pío, les propuse cambiar. Estaba equivocado. Acabamos dando una vuelta enorme para volver al mismo andén en el que nos habíamos bajado minutos antes huyendo de una muerte que mi imaginación detallaba como horrenda. Cuando llegamos vi que otro tipo con rasgos árabes, esta vez vestido de forma informal, con ropas coloridas y llevando una mochila, se situaba a cierta distancia de nosotros. Excusándose en mirar una pantalla que colgaba del techo, no nos quitaba los ojos de encima. Cada vez que lo miraba él volvía a mirar la pantalla, simulando que prestaba atención, para volver a mirarnos cuando pensaba que no me daba cuenta. Mi mujer y mi madre estaban de espaldas a él. Tal vez fuera el estrés de la situación, pero hubiese jurado —estaba casi seguro— que ese tipo se había bajado con nosotros del mismo tren y que había dado toda la vuelta. No dije nada a ninguna de las dos porque no quería alertarlas. Aunque seguramente me hubiesen dicho que tenía una imaginación —otra vez— desbordante. De hecho yo mismo no estaba seguro de nada. Ni del hecho de que ese tipo estuviese también en el metro cuando nos bajamos. Tal vez se trataba —lo más seguro— de una casualidad o, viéndonos como turistas despistados, que se habían equivocado de estación, viese la oportunidad de hacerse con algún botín y no tuviese nada que ver con el anterior. O, únicamente, le llamaba la atención nuestra conversación sobre atentados, paquetes sospechosos y cosas por el estilo.

No dejé de «tenerlo controlado» hasta que llegamos a Nuevos Ministerios. En esa estación, cuando bajamos, el tipo le hizo un gesto —¿otra vez mi imaginación?— a otro y siguió ya sin volver a mirarnos. Durante el trayecto, en el vagón alguna vez volvía a observarnos desde más distancia. El otro hizo un gesto de asentimiento miró fugazmente para nosotros y lo siguió, dejando algo de distancia. Primero uno y luego otro subieron por una escalera mecánica que conduce tanto a otras líneas de metro como a la entrada para pasar a los andenes de Cercanías. Yo contuve a mi mujer y a mi madre con la excusa de que no hacía falta correr, que dajáramos pasar antes a la horda. Ya en el andén, cuando vi que aquellos dos habían desaparecido por las escaleras, las convencí para coger el camino más largo, dando un rodeo, hasta el andén del cercanías para evitar subir por el mismo sitio.

Me relajé un poco al subir al tren y comprobar que en el vagón no había nadie que me sonase haber visto antes. Más relajado estuve cuando llegamos a la zona residencial y por la solitaria calle no nos seguía nadie. Pero cuando ya entramos en el piso y la calefacción nos recibió con los brazos abiertos, terminé de relajarme. Ya en la tranquilidad del hogar di por hecho que de haberse tratado de algo realmente grave no lo habrían montado de forma tan chapucera. Todo había sido una estúpida situación confusa. De haber sido cierto seguramente no seguiríamos entre los vivos. Nadie organiza algo así, de forma tan chapucera. Pero la mente juega malas pasadas.

Al escribir esto me río. De mí mismo, principalmente. Seguro que todo fue fruto de una imaginación desbocada y que lo sucedido era de lo más normal. Pero hasta la fecha no había visto un maletín como ese en el metro y no he vuelto a verlo desde el viernes. A lo mejor no era tan normal, después de todo y, fuera como fuese, fuimos testigos de un «intercambio». El contenido y el objeto de ese intercambio se escapan a mi conocimiento, pero mi imaginación quiso rellenar los huecos que faltaban usando lo visto en tantas películas y leído en tantos libros, excusándose en el dicho «la realidad supera a la ficción». Durante un rato fuimos los «testigos accidentales». Los que estuvimos en el lugar equivocado en el momento equivocado. Pero lo importante es que seguimos vivo para contarlo. Una anécdota más.

Actualización: He cambiado el título del artículo (y las primeras frases para dar coherencia), porque a mi mujer no le gustaba nada el que tenía originalmente. Ciertamente era demasiado, digámoslo, exagerado. Además de traer malos recuerdos.

Sin embargo, ella, tras leer el artículo, se sorprendió de lo que contaba del chico que nos siguió en Mar de cristal. Ella también se había percatado pero no quería decirnos nada para no crear nerviosismo. Hasta que no llegamos al piso tampoco estuvo tranquila.

miércoles, 20 de enero de 2010

'Guía del autoestopista galáctico'

Existe un dicho que reza «Dios los cría y ellos se juntan» y, en cuanto a gustos literarios, ha sido mayoritariamente cierto en lo tocante a las amistades de los años de instituto. Salvo como curiosidad estadística, que convierte en excepción a mis dos mejores amigos de siempre, los cuales pasan absolutamente de la ciencia ficción, el resto de mis amigos, con los que quedaba asiduamente y con los que sostuve la relación durante un poco más de tiempo que con el resto, pasada la época estudiantil, eran considerablemente aficionados al género de los viajes interesterales. Y a la fantasía, que parece que los dos géneros van cogidos de la mano. Al menos en esa época, en la que fantasear en solitario con las compañeras de clase —en especial las más «desarrolladas»—, sustituía a cualquier intento de concentrarse en un libro.

En COU había un compañero que tenía una colección increíble de libros de ciencia ficción. Sus padres tenían mucho dinero y el «niño», algo consentido, tenía una buena colección regalo de sus papis ricachones… Habla la envidia, está claro. El caso, con este compañero, que luego confió lo suficiente en mí para dejarme varios libros, es que decía, en un tono de suma pedantería, que «el mejor libro» que había leído era 'Guía del autoestopista galáctico'. Pero claro, «había que leerlo en inglés» porque «sólo se encontraba en inglés». Otra forma de demostrar que a él se le daba muy bien una lengua bárbara que a mí se me atascaba día sí, día también. No negaré que me produjo cierta satisfacción obtener una matrícula de honor en la asignatura en la que él «tan solo» obtuvo un notable —algo que en realidad es otra historia—. El último comentario no deja de ser injusto con alguien que pasado el tiempo demostró ser muy buen tipo.

El comenzar a estudiar en Informática —tras dos años de cometer el error de inscribirme en Ingeniería Industrial, lo que de por sí es también otra historia— me tropecé con otro grupo de estos aficionados a los seres de otros mundos y marcianitos varios… y a los dragones. Y ahí también tropecé con uno que afirmaba que 'Guía del autoestopista galáctico' era una gran novela del género, especialmente porque te partías de la risa con ella, y que «sólo» podías leerla en inglés. Mentira cochina, pues la primera edición en español apareció a mediados de los ochenta. Pero ese remarcar el leerla en inglés, la transformaba en algo así como una obra de culto únicamente accesible para gente lo suficientemente culta —los elegidos— capaz de dominar la lengua de Shakespeare.

El caso es que pasaron los años y, aunque nunca lo tuve muy presente, 'Guía del autopista galáctico' era uno de esos libros que quería y no podía. Básicamente porque me tragué vilmente que no lo habían traducido nunca. Entonces no había Internet para comprobarlo; hablamos de finales de los ochenta y el primer lustro de los noventa. Dando por cierta esta falacia me fui olvidando de él hasta que un día vi que anunciaban su próximo estreno en las carteleras del cine. ¡Habían hecho una película y yo no había leído el libro! Acabé viendo la película y me resultó harto entretenida, pese a que las críticas en general no fueron muy buenas. Me lo pasé estupendamente con un humor muy particular, que me recordaba a lo visto en películas de los míticos Monty Python. Pero seguía sin haber leído el libro.

      —Y dando gritos —añadió el guardia.
      —Y dando gritos, claro —repitió Ford, y dio unos golpecitos al brazo gelatinoso que le apretaba el cuello con simpática condescendencia—. ¡Y ni siquiera sabe por qué lo hace!
      Arthur convino en que era muy triste. Lo expresó con un gestito débil, porque estaba muy asfixiado para poder hablar.

Volvieron a pasar los años y un día hice un pedido por Internet a La Casa del Libro. Solo los gastos de envío a Canarias suponían tanto como el par de libros que andaba buscando. Así que, decidido a rebajar el ratio, me gasté una pequeña fortuna comprando más libros. Navegando por las páginas para llenar la cesta con títulos que me llamaran la atención, la propia web me sugirió que dedicara tiempo al libro de Douglas Adams a un precio bastante interesante. La espinita clavada hizo el resto y no me lo pensé dos veces.

Como todos los pedidos que hago en Internet, y en especial a esta librería, los libros tardaron una eternidad en llegar a la isla. Para cuando lo hicieron ya andaba con la mente puesta en otras cosas, mi buffer estaba lleno y mis ganas de leer una novela de la que había visto la adaptación al cine no eran demasiadas. Así que esperó y esperó hasta que un día me la tropecé y decidí darle una oportunidad. De lo que no me arrepiento en lo más mínimo.

Pese a estar ya influenciado por la película —lo que hace que trabajes poco la imaginación y uses las caras que ya te han ofrecido, entre otras cosas—, el libro resulta entretenidísimo y, visto retrospectivamente, la película es una muy buena adaptación al mismo. Las situaciones que se suceden, los diálogos entre personajes y las desventuras del protagonista resultan cómicamente desternillante y no puedes evitar partirte de la risa en algunos momentos. Lo que hace que el libro valga cada uno de los pocos euros que pagué por él.

Al final no he leído la novela en inglés, pero la he leído, que en resumen es lo que importa. Ya puedo decir «yo también he leído 'Guía del autoestopista galáctico'». Recomiendo a todo el que sea aficionado al género y tenga un desarrollado sentido del humor, que no pierda la oportunidad de hacerlo. Aunque haya visto la película o en cualquier otro sitio donde comenten el libro les hayan destripado el argumento —¿por qué la peña que hace reseñas de libros tiende a contar lo que ya se puede encontrar en la Wikipedia?—. Yo, por mi parte, ya he apuntado el resto de novelas del autor en mi lista de libros a comprar.

lunes, 18 de enero de 2010

Curiosidades inconexas de Madrid y los madrileños

Hace ya unos días que se ha cumplido, sin descontar las dos semanas que pasé por Navidad en Las Palmas, tres meses que me desterraron a Madrid. En varias ocasiones he comentado lo bien que me siento aquí, en una ciudad grande, con lugares nuevos que conocer y con, esto es fundamental, un transporte público de envidia. Las grandes ciudades se construyen sobre buenos sistemas de transporte público. Los gobernantes que olvidan este detalle a) no quieren a su pueblo y b) condenan a la ciudad al caos. Madrid en su superficie es un caos, pero su transporte público es fantástico. Salvo cuando nieva, como he podido comprobar recientemente. Entonces los trenes también sufren retrasos y los vagones se llenan como latas de sardina. Esos días los madrileños prefieren no arriesgarse a coger el coche y el número de pasajeros se multiplica considerablemente. Entonces todo se retrasa. Si tienes mala suerte la duración del trayecto se triplica.

Una de las primeras cosas que me sorprendieron hace ahora casi tres años, cuando en junio de 2007 me vine unas semanas para empezar mi andadura en la actual empresa, fue que los madrileños habían adquirido una conducta muy civilizada. Enseguida observé que toda la gente, en las escaleras mecánicas, se alineaba pegada a la derecha, permitiendo que aquellos que tuvieran más prisa adelantaran por la izquierda. Un gesto extremadamente civilizado de un pueblo, el español, que no tiene fama de ser excesivamente cortés con el prójimo, quiero aclarar. Error que entonces me llevé de vuelta a Las Palmas y que a todo el mundo ponía de ejemplo de lo que podía llegar a ser una ciudadanía civilizada. Error obvio porque en tres semanas que estuve, poco tiempo tuve para observar que fuese causado por otros motivos.

Edificio Meneses


En general la gente en Madrid se mueve por inercia, con mucha prisa. Sospecho que en el fondo no saben por qué, pero todo el mundo parece tener una prisa infinita. Y empujan. En realidad creo que sé a qué se debe: a que no les importa demasiado el prójimo y que el pensamiento que suele rondar en sus cabezas es el de sí mismos. Parecen vivir en burbujas egocéntricas. De ahí que la gente se aparte a la derecha. Si te quedas en la izquierda, aquel que tiene más prisa, te empuja sin miramientos o te habla de malas maneras. Expresiones del tipo «¿te quitas ya?» no son raras de escuchar si alguien que es nuevo, o anda despistado, ocupa el lado izquierdo de una escalera mecánica. La derecha es un lugar más seguro en esos artilugios. O corres el peligro de morir arrollado.

Tienen demasiada prisa. Parecen no entender nada de probabilidades. Da igual lo que corras, tienes igual de probabilidades de llegar con el tren entrando en el andén que llegar justo cuando acaba de pasar y tener que esperar los cuatro o cinco minutos que tarda en llegar el siguiente. Eso cuando tardan cinco minutos, porque hay líneas que apenas tardan dos minutos entre tren y tren. «¡Es que cuando se tarda una hora y media en llegar a tu casa desde el trabajo, cinco minutos es mucho tiempo!», es una de las respuestas que me dan. En realidad el principio de la expresión suena más a «ejque», que es una forma muy madrileña de añadir la j en algunos momentos. Y entonces te das cuenta que viven constantemente en inercia, porque tampoco deben entender de escalas. Una diferencia de 5 minutos en un viaje de 90, representa apenas un 5% de incremento en el tiempo requerido. Yo vivo, teóricamente, a 10 minutos del trabajo, pero a veces tengo que esperar 15 minutos más el tren porque acaba de pasar. Eso significa una «penalización» de un 200%. ¿Quién pierde relativamente más?

Muchos madrileños son «torpedos con patas» incapaces de rectificar. Son como toros que embisten y, una vez decidido el destino, enfilan directamente hacia él sin importar el resto de transeúntes. Se sabe que el camino recto es el más corto, pero se llevan lo que haya por delante. Lo curioso es que es un comportamiento que he visto más reiterado en la «clase bien». Vivo en una zona residencial de, supuestamente, gente acomodada. En el supermercado, un Opencor, que hay cerca del piso, la gente que viste ropa de marca cara, se te cuela, no se paran en los cruces (aunque tú hayas llegado antes), y no tiene miramientos en golpearte con el cesto al pasar. Ni siquiera miran para atrás ni piden disculpas. Es, no queda más remedio que intuirlo, la forma en que se mueve la clase adinerada —y supuestamente culta— de esta ciudad. Triste. Aunque la clase más humilde tampoco se libra. Ni de eso ni del laísmo, característico del dialecto madrileño. No es raro escuchar cosas como «la dieron un golpe a la salida del colegio» o un «la compré un pantalón por su cumpleaños».

Me hace gracia ver el desconcierto que despierta, cuando tropiezan contigo, que te vean sonreír y pedir disculpas acompañado de un gesto con la cabeza. Casi se los coge desprevenidos y se ven obligados a sonreír también en un efecto reflejo. Como el bostezo, que se contagia. Es el mejor mecanismo de defensa en Madrid. Ser distinto, flexible, adaptable y, nunca, nunca, actuar como ellos. Eso es lo que embrutece a un pueblo. En estos casos uno se siente superior, más civilizado, como el adulto que ve a niños comportarse de forma irracional porque, precisamente, son niños.

En fin, estos son tan solo algunos detalles de las experiencias vividas aquí con los madrileños en estos tres meses. Ya dejaré caer alguna más en otro momento. Sin embargo, es cierto que no todos los madrileños son así. Hay gente muy respetuosa que, incluso, se paran para dejarte paso cuando vas despistado y perdido mirando los carteles del supermercado. O que te responden de forma muy cordial. Como uno de los hombres que atienden en las taquillas del metro de Príncipe Pío, extremadamente solícito. Algo que he observado hacer más con gente que no es madrileña. Como si los madrileños se despreciaran a sí mismos pero no a los que viene de fuera. De ser cierto sería algo muy curioso.

Sin embargo, a pesar de todo lo dicho aquí, o precisamente por ello, Madrid es una ciudad increíble. Magnífica. Un lugar lleno de rincones y gestos que bien merece la pena vivir —y sobrevivir— durante una temporada. El que sea larga o corta ya depende de cada cual o, en mi caso, de «los planes dentro de planes dentro de planes» que van destejiendo los que me trajeron aquí.

Aunque no es una ciudad en la que me gustaría envejecer.

lunes, 11 de enero de 2010

Wacom Bamboo

Resulta casi asombroso que en todo este tiempo no haya escrito ni una pequeña reseña sobre mi querida amiga Wacom Bamboo. ¿O ya lo he hecho y no logro recordarlo? En cualquier caso, hecho o no, valga este instante para aprovechar y mencionar lo contento que estoy con mi tableta Wacom Bamboo, pequeña ella pero bien provista, y que responde perfectamente a mis caricias. Lo nuestro se trata —resulta obvio— de una relación física, pura y exclusivamente. Pero no por física, pura y exclusiva, es menos intensa. Y, haciendo nuestro el lema aquel que reza «el roce hace el cariño» ha acabado por convertirse en una herramienta imprescindible en mi día a día. Expresado de forma simple, no me hallaría sin ella cuando me siento en mi escritorio.



Me la regaló mi mujer en los reyes del año pasado. Aunque tardé un poco más en hacerle un hueco en mi mesa. Desde entonces, no lo ha dejado y mi intención es que ahí siga. Al menos hasta que encuentre una forma mejor de interactuar con el escritorio virtual que es el paradigma reinante en los entornos operativos gráficos de hoy en día. Al principio cuesta hacerse con el manejo y el pulso que se requiere es bueno, pero al final recompensa. Saltas de un lugar a otro, cuando tienes pilladas las distancias, en un santiamén, sin necesidad de andar arrastrando el ratón. Lo continuo se convierte en discreto. Te teletransportas y caminas por la pantalla como si llevaras botas de siete leguas. La mayoría de los movimientos son intuitivos y, en definitiva, cómodos. Y para revisar y procesar las fotografías digitales es absolutamente imprescindible. Tarde, pero al final conseguí una para ese fin. Y ya se sabe: «nunca es tarde si la dicha es buena».

La parte negativa, aunque no se resuelve enteramente recurriendo al ratón, es cuando debes cambiar constantemente de herramienta para apuntar y teclado. En esos casos, andar cogiendo, soltando, cogiendo, soltando y cogiendo el puntero resulta un poco pesado y hasta aburrido. Es entonces cuando echas de menos una pantalla táctil. Pero para eso habrá que esperar un poco más, sospecho. Aunque acabarán apareciendo los iMac provistos con ella. Entonces será el final de las tabletas digitalizadoras. Todo tiene en la vida un tiempo de vida útil.

En cualquier caso, y para concluir esta breve entrada de hoy, homenaje a mi estimada Wacom, decir que se trata de un artefacto muy cómodo si te gusta retocar fotografías —y no necesariamente de forma exclusiva para tal fin— y con el que acabas dejando, al menos así ha sido mi caso, el ratón en muy segundo plano. Cacharro recomendado.

sábado, 9 de enero de 2010

El que se ahoga es un bruto...

      —¿Qué tienes ahí?
      —Nada
      —El que nada no se ahoga. El que se ahoga es un bruto. Bruto mató a César. Cesar fue emperador de Roma. Roma está en Italia. Italia está en Europa. Europa está en el Mundo y el Mundo es una pelota. ¿A que sí, papi?
      —Claro, claro

Extracto de una conversación mantenida por dos niñas, tal vez de 11 y 9 años, y su agotado padre, mientras esperábamos a que la cinta empezara a escupir nuestras maletas este miércoles pasado, cuando volvía a Madrid desde Las Palmas. El viaje fue largo y movidito. El avión nos dejó en la terminal cuatro satélite, a tomar por... de la terminal cuatro, donde recogimos las maletas. La espera por las maletas fue eterna. Pero esas niñas, contentas por ser el Día de Reyes —en realidad apenas quedaba media hora para acabar el día—, alegraban la espera con sus conversaciones dicharacheras. En especial al escuchar esa parte.

Hace unas semanas, después de más de un cuarto de siglo, recordé ese dicho, respuesta o burla, al contestar, casi por inercia, a mi propia mujer cuando me respondió «nada» a una pregunta. Entonces le conté que mi tío, cuando tenía unos 8, 9 o 10 años —tal vez durante todos ellos—, él con 15, 16 o 17, se burlaba de mí exactamente así. «El que se ahoga es un bruto...». Todo dicho rapidísimo para que no pudiese recordarlo y usarlo en su contra la próxima vez. Casi tres décadas después, sin haberlo vuelto a escuchar, me vino repentinamente a la memoria y se lo comenté a mi mujer. ¿No resulta curioso que poco después se lo escuchase a una niña que, probablemente, tuviera la misma edad que tenía yo cuando mi tío se burlaba de mí?

No es la primera vez que me pasa. Supongo que a muchísima gente le suceden cosas similares. No son pocas las veces que, sin venir a cuento, recuerdas algo o a alguien y, a los pocos días, te lo encuentras, sucede o pasa aquello en lo que habías pensado. Hace unas semanas, exactamente el día 9 de diciembre, me acordé de mi amiga Noelia. Ahora vive en Granada y, por cosas de mis constantes cambios de teléfono —de terminal, se entiende—, había perdido su número. Ella nació un día 9, pero de marzo. Seguramente fue eso el detonante. A los tres días me llamaba para ver qué tal me iba porque leyó en Facebook que estaba por Madrid. Ya vuelvo a tener su teléfono y fue una casualidad.

Apenas veo la programación normal de la televisión, por no decir que no la veo nada. De hecho ya he perdido la cuenta de las cadenas que hay. Sin embargo, muchas veces recuerdo una película, una escena concreta. Situaciones inconexas o en las que no veo relación entre el entorno y la ocurrencia, pero ahí está. Varios días después, pasando por delante de alguna televisión, veo que están echando esa película precisamente en ese instante. ¿Casualidad? Supongo que sí, pero no deja de ser curioso que, con la cantidad de canales que debe haber ya, sea justo en el que está sintonizado en ese instante en el que proyectan la película que había recordado varios días antes. Siempre doy por hecho que se trata de algo que se me ocurre de manera espontánea. Aunque tal vez se trate de que pasé justo delante de una televisión cuando anunciaban que darían tal o cual película y luego, cuando mi cerebro lo procesó, tal vez horas después, asumí que había sido ocurrencia propia.

La mayoría de las veces me lo tomo a guasa. No dejamos de ser procesos aleatorios y, hasta en la aleatoriedad encontramos fenómenos que parecen sospechosamente causales o deterministas. Otras veces me da por pensar que aún estoy en coma y todo lo que sucede es, en realidad, parte de un gran sueño del que no consigo despertar. Como en la película de Alejandro Amenábar de la que luego hicieron un remake con Tom Cruise. No quiero decir el título para no joderle el final a nadie que no la haya visto. Si es así, que todo lo que acontece a mi alrededor no deja de ser producto de mi imaginación, tampoco importa demasiado. Me gusta la vida que tengo —o que sueño—. Citando a Calderón, «La vida es sueño y los sueños, sueños son». ¿Y alguien notaría la diferencia, ya puestos a pensar en ello? A lo mejor es que estamos en la matriz y esto no son más que deja vu ocasionados por un cerebro enchufado a un mundo que no existe realmente. Gran película, por cierto, la de Amenábar. ¿No irán a echarla en alguna cadena en los próximos días?

También cabe, sin embargo, otra explicación. Esta me preocuparía más. Tal vez nunca se me ha ocurrido nada de nada. Pero mi cerebro, cuando tiene la experiencia de ver una película al pasar delante de la televisión, da por hecho que hacía días que la había recordado. Tal vez estaría creando falsos recuerdos en ese instante. ¿Debería consultarlo con un especialista? Según Ockham es mucho más plausible que mi cerebro esté deteriorado a que sea capaz de predecir el futuro, sea esta predicción en la forma que sea.

En fin. Me ha hecho gracia descubrir que una burla tan tonta haya sobrevivido tanto tiempo. Tal vez el padre de las niñas, posiblemente de la edad de mi tío, quisiera transmitírselo como parte de su propia riqueza cultural. O tal vez sea casualidad. En cualquier caso ha servido para inspirar esta entrada.

viernes, 8 de enero de 2010

Mazinger Z (y las cosas de mi hermana)

Creo que tendría 6 o 7 años cuando en Televisión Española comenzaron a emitir los capítulos de Mazinger Z. Si no recuerdo mal lo hacían después del telediario, a las dos y media de la tarde, y únicamente emitían los sábados. Como todo niño la gran mayoría de los niños de mi edad, porque también los había raritos a los que no les gustaba, alucinaba con la serie de dibujos más cañera que recordaba; con esa edad tampoco es que hubiera visto mucho digno de recordar en un sistema en el que, en la práctica, solamente existía una cadena de televisión y era pública. Las otras serie de dibujos que recuerdo de esa época era Heidi, entretenida pero un pelín terriblemente ñoña, y La abeja Maya, demasiado suave.

Hace unos años volví a ver, de casualidad, un capítulo. En realidad cinco minutos de un capítulo. En alguna reposición de alguna de las tantas cadenas que hay ahora. Visto con ojos de —algo más— adulto, el argumento, la serie y el propio concepto, son bastante malos. Tanto que sufrí una pequeña punzada de vergüenza ajena al recordar cómo babeaba con la serie. Creo que algo más de cerebro he adquirido en el proceso de envejecimiento. Sin embargo, por entonces, yo era un niño y para mí era lo mejor del mundo mundial. Muchísimo más que la playa. De hecho la playa nunca me ha gustado demasiado. Ya desde pequeño me parecía muy aburrida e incómoda. Era jodido que se te metiera la arena en el bañador y caminar con la molesta carga en el trasero, tan pesada e incómoda que parecía que caminabas con el producto de una defecación que no pudieras echar fuera del bañador. Un lastre. Y mis claras preferencias eran un problema. Mis padres, que veían esos dibujos animados con ojos adultos y preocupados —ya entonces los adultos se preocupaban de la influencia que pudiera tener la violencia en la televisión sobre sus vástagos; y lo correcto entonces eran los dibujos de Hanna-Barbera—, no consideraban que fuese tan importante como para prescindir de un día en la playa. En aquel entonces era casi ritual ir al sur de la isla a pasar el día en la playa en familia.

Para mí resultaba angustioso —sufría— levantarme el sábado y ver que mi madre empezaba a preparar la tortilla de papas —o la ensaladilla—, la neverita, las toallas y que nos encasquetaba la ropa de la playa, porque sabía que, con casi toda probabilidad, no volveríamos a tiempo para ver el capítulo del día. Horrible. Y en la playa no hacía más que preguntar por la hora y si aún quedaba mucho para irnos, porque «estoy aburrido». Una vez, de tan pesado e insistente, me gané un capón de mi padre. Mi padre propinaba unos capones que dolían mucho. Y mi hermana se reía.

Mi hermana, en una de esas sorpresas que se le ocurre dar —en plan «espontáneo»— por el Día de Reyes, quiso que recordara mis perretas infantiles regalándome un Mazinger Z de tamaño descomunal. Aunque parezca extraño me hizo bastante gracia e, incluso, ilusión. Tal vez estoy entrando en la crisis de los cuarenta y empiezo a añorar las sensaciones y emociones de la infancia, pero lo cierto es que lo he puesto al lado del ordenador de mi casa. Así, para que me mire a los ojos cuando esté por allí. No todos tienen la posibilidad de ver cada día a uno de los iconos de su infancia. Mola mucho y es casi tan alto como el iMac de 24". En el fondo no dejo de ser un niño grande.



El punto anecdótico lo pone el hecho de que, días antes, buscando unos regalos para la sobrina de mi mujer, me tropecé con otra copia en una juguetería y pensé, inmediatamente, «si mi hermana lo ve seguro que me lo regala». Y me lo regaló. Y dudo que nadie le chivara nada porque no llegué a comentarlo con nadie. Fue un pensamiento tan fugaz que tal como vino se fue. Pero conozco lo suficiente a mi hermana como para que la red neuronal del instinto supiese que, siendo como es, seguro que no sería descabellado que me lo regalase. Y ahí lo tengo. ¿Poderes de presciencia? No lo dudo, porque no es la primera vez que me pasa. Pero tampoco le doy demasiada importancia. Para lo que sirve, que es bien poco, mejor ignorarlo.

Mi relación con la playa no ha cambiado demasiado en treinta años. No creo que tuviera mucho que ver con la impotencia de no llegar a ver el capítulo de Mazinger Z —y entonces no creo que hubiera nada peor que pudieran hacerme mis padres— o con el capón de mi padre, el que apenas llegó a ponerme la mano encima en contadísimas ocasiones —y siempre consciente de haberlo ganado a pulso— y que se conformaba con un capón o con un cachetón como castigo único y absoluto —la unicidad del acto que se transforma en un mensaje rotundo—. Prefería el cachetón, que sonaba más pero dolía menos. Mi padre tiene buenos nudillos, y yo muy sensible la tapa de los sesos. Mi relación con la playa no ha cambiado mucho porque sigue sin gustarme demasiado pasar horas y horas y horas haciendo el lagarto, sintiendo mi piel llena de arena pegada y que el sudor mezclado con los protectores solares hacen que se convierta en una especie de rebosado. Una croqueta humana que respira mientras se cuece en sus propios jugos. No, no me gusta la playa. Algo extraño para ser un canario. De ahí que un reportero interpretara incorrectamente la palidez de mi piel y la asociara con que trabajo en Madrid. Pero eso es una historia ya contada.

jueves, 7 de enero de 2010

Una cabalgata bastante mediocre

Después de muchos años sin acercarme a una, el pasado 5 de enero, víspera del Día de Reyes, pese a estar cansado como un chucho, acepté acompañar a mi mujer, a su hermana y cuñado, para que nuestra sobrina, en edad de comenzar a dudar sobre la verdadera identidad de los Reyes Magos, tuviese un acercamiento en primera persona con sus realezas durante la tradicional cabalgata de reyes.

Como hace tiempo que ando detrás de meterme a hacer fotografías en un evento de este tipo, aunque más pensando en la cabalgata de Carnaval, cargué con la cámara, junto con su inseparable 18-200, con la sana intención de conseguir puesto en primera fila y poder obtener alguna instantánea interesante.

El payaso de la cabalgata


Hace mucho tiempo que no le hago una revisión a fondo al equipo, así que me encontré con un flash sin pilas y una cámara sin apenas batería. Suerte que la cabalgata duró lo que un suspiro, ligeramente alargado con una somera apnea, y la batería aguantó sin dejarme tirado en la cuneta. Al flash le tuve que comprar pilas en el primer bazar en el que pude colarme. Acto que conllevó perder mi puesto privilegiado. De todas formas lo hubiera perdido igualmente, pues los amantísimos padres presionaban vilmente —en claro ejercicio pedagógico hacia los niños presentes— para que sus vástagos pudieran acercarse, aún más, a los sucedáneos de reyes y, prioritario y primordial, hacerse con un buen botín de caramelos y chucherías que se esperaba ver arrojar desde las carrozas. Todos nos quedamos a dos velas, niños y yo, que quería obtener alguna instantánea de una lluvia de caramelos. La crisis hizo que más que lluvia fuera un extraño, y a veces violento y peligroso, goteo. Los niños de las carrozas, futura generación guerrera, más que lanzarlos al aire con las manos abiertas a modo de paladas generosas, ensayaban puntería como si fueran piedras con las que atacar a una horda de zombis hambrientos que se agolpaban a ambos lados de la calzada. Yo recibí un caramelazo en mi ilustre calva. ¿Habremos de culpar de esta beligerante actitud a los videojuegos?

El rey Gaspar


Y si en la exigua longitud de la cabalgata, más bien alargada en el tiempo por las distancias entre carroza y carroza, que veían entorpecido su andar por la muchedumbre que se empujaba para alcanzar mejores posiciones, ya encontramos claro síntoma de unas arcas faltas de dinero para montar una cabalgata como las que recuerdo de antaño, con treinta, cuarenta, e incluso más carrozas, la cantidad tan ridícula de caramelos que surcaron los aires en busca de ávidos niños resultó en extremo alarmante. ¿Tan caro anda el kilo de caramelos que hay que racionarlo de manera tan extrema? ¿O es que el consistorio anda tan, tan, tan mal, que los caramelos tendrían que sufragarlos los progenitores para no hacerle un feo a los niños?

En fin, una cabalgata más bien mediocre, por ascenderla de categoría de un categórico «mierda», como se merecería, que andamos aún con la buena voluntad que se debe respirar en fechas navideñas, donde apenas se presentaron unas seis o siete carrozas, y donde, para colmo, no hubo (suficientes) caramelos. Lo próximo será prescindir de los camellos, de los pajes y, por qué no, del público expectante. A la próxima irá «Manolo el del bombo».

miércoles, 6 de enero de 2010

Llegaron los reyes

Para cuando esto se publique —dichosa manía de que cualquier cosa que haya escrito para este sitio se publique a las 8:30 de la mañana; sin excepción— ya debería estar en casa de algún familiar, seguramente mi hermana, disfrutando como niños con el rito de intercambio de regalos. No es que suframos un grave caso de «síndrome de Peter Pan». En mi familia, de forma tradicional, se vive el Día de Reyes, y todos los anteriores, con especial entusiasmo. Entusiasmo que nos empuja, por qué no confesarlo, a hacer el bosmongool en más de un aspecto. Como, por ejemplo, mantener la tradición e intentar ser el primero en llamar al resto por teléfono para gritarle, vía auricular y a pleno pulmón, «¡Ya llegaron los reyes!». ¿Alguien se puede imaginar lo que es que suene el teléfono a las 5:30 de la mañana madrugada y que un afectado mental termine de sacarte —el ya de por sí sobresaltado— corazón por la boca gritándote semejante tontería cuando tu cerebro anda aún en un estado semicomatoso y todavía no sabes cómo conseguiste salir corriendo de la cama, recorrer el pasillo trastabillando y descolgar el escandaloso teléfono sin reventarte el cráneo en el proceso. Eso sin contar lo bochornoso que puede ser para un treinteañero/a que se desgañita, que los vecinos, asustados partícipes involuntarios del tarzánico alarido, te miren de soslayo, a saber con qué antiquísima maldición rebotando entre sus hemisferios cerebrales en ese instante, cada vez que te los cruzas en el ascensor durante las siguientes semanas. A ver quién es el guapo que les aguanta la mirada cargada de sincero odio. Pero es que mi familia es así de particular.

Después de algunas llamadas que caían más en la alarma que en la euforia propia del día, optamos por imponer unas normas mínimas de conducta. Además de que, por aquello de «hombre precavido vale por dos», más bien mujer en nuestro caso, mi mujer optó por desconectar los teléfonos para evitar cualquier desliz de alguien que prefiriera obviar u olvidar convenientemente el decoro debido al resto de la familia (y a los propios vecinos) con tal de adjudicarse la primicia del día. Así que es de suponer que al menos habremos dormido hoy hasta las siete de la mañana.



Mi familia, siempre hablo de la materna, pequeña y contundente, también es exagerada para el asunto de los regalos. A veces rayan en el comportamiento «coñazo» y en el desorden obsesivo compulsivo insistiendo y persistiendo con el repetitivo «un detallito» o con el no menos reiterativo «pásame la carta de los reyes». Para un cochino capitalista pre-cuarentón e hiper-consumista, que se compra más caprichos de los que debe y podrá nunca disfrutar, andar devanándose los sesos con el objeto de confeccionar una lista repleta de detallitos para los insaciables familiares puede resultar un ejercicio intelectual harto complicado. Al final uno recurre a lo sencillo: libros, libros, libros, alguna película y tarjetas regalo para la iTunes Store. La música, salvo rarezas o chollazos en las superficies comerciales, léase hipermercados, me la compro ahí. Hace años —tres para ser exactos— que me pasé al sistema de Apple y, hasta la fecha, estoy encantado.

La parte contratante de la segunda parte, que será considerada la parte contratante de la segunda parte, o sea mi mujer y yo, entramos en el juego para encontrarnos con que aquellos que les resulta sencillo reclamar «el detallito» se quedan mudos —no saben qué pedir— y nos tienen de cabeza hasta que damos con algo prudencialmente aceptable. Para nuestros bolsillo, claro está. Así que entre expresiones del tipo «¿pero qué coño quieres?», «¿dónde demonios viste eso?», «dime otra cosa, que de eso no les queda», « oye, que estoy aquí y me dice la chica que el que les queda es el de color verde pistacho, que es más caro pero que funciona mejor, ¿crees que le gustará ese?», «¿pero te vas a decidir ya por un puto regalo que estamos a día 4 de enero?», y la no menos repetida «¡el año que viene se van todos a tomar por culo y les pongo una tarjeta regalo del Corte Inglés, que cada cual se compre lo que le salga de los mismísimos!» van pasando los días previos al Día de Reyes. Y, pese a que el estrés de la «persecución del regalo» hace que a uno le den ganas de meterse entre el frontal, los parietales y el occipital treinta veces la película 'Asesinos natos' —obviamente con malas intenciones y sopesando si el parricidio contempla el Día de Reyes como atenuante—, al final te lo acabas pasando bien cuando consigues lo que andas buscando. Más entretenido aún cuando la «caza» se realiza en grupo. Nos sale lo más tribal que llevamos dentro.

La contrapartida, es obvio, está en que el día 6 de enero es una fiesta. Regalos que cambian de manos. Hectómetros de papel regalo hechos pedazos y desperdigados por cada rincón de cada casa, en especial la de la matriarca del clan, mi abuela, donde todos confluimos a lo largo del día. Risas, sorpresas, expresiones del tipo «¡esto es demasiado!», respondidas por «calla, calla, que es poco». El roscón de reyes y la corona y el haba. «¿Y a ti qué te han puesto?» seguido de un «¡Ño! ¡Qué pasada!». Y, en definitiva, un día genuino y rico en matices familiares, que bien merece la pena todos los sacrificios vividos los días anteriores y cuyo calor perdura los días siguientes, en los que vas retomando, cogido nuevamente de la mano por la diosa rutina, lo mundano y ordinario del día a día, olvidado ya todas las quejas y angustias de los primeros días del año.

El Día de Reyes es un día que mi familia convierte en especial. Espero que el tuyo, estimado lector, sea —o haya sido— igualmente bueno.

La nota triste del día la pone el hecho de que hoy vuelvo, bastante temprano, a Madrid. Apenas podré disfrutar de los «juguetes» con mi familia. Si salgo de lo que se espera un vuelo «movidito», según previsiones climatológicas, habré de disfrutarlos en solitario bien refugiado del frío invernal que sigue asolando el centro de la Península. O dejarlos en casa hasta que vuelva otro fin de semana. Ya llevo bastante llena la maleta.

martes, 5 de enero de 2010

¿Será 2010 un año para jugar?

No me considero especialmente jugón. De hecho no he tocado ninguna de las consolas —y mira que tengo las tres— desde abril del año pasado, cuando le estuve dando al 'Ninja Blade' y al 'Afro Samurai'. Y menos jugón soy ahora que estoy pasando una temporada en Madrid. De hecho ha sido mi concuño —o el cuñado de mi mujer, que es lo mismo— el que la ha tenido en su casa todo este tiempo y a quien se la he tenido que «pedir prestada» para poder ver alguna película en Blu-Ray y aprovechar para desentumecer los dedos con el mando.

Al par de días de estar por aquí —Las Palmas— me acerqué a una tienda Game y me pillé un par de juegos de segunda mano. Ahora estoy dándole a 'Bionic Commando', un remake —o una continuación moderna, ni idea— de un juego que ya me pilló grandito cuando apareció en las recreativas y por el que nunca demostré mucho interés. Ni tan siquiera en las adaptaciones que aparecieron para los ordenadores. Creo que ya estaba el ordenador de 16 bits sobre mi escritorio. Confieso que la nueva generación de consolas me tiene asombrado en cuanto al apartado gráfico (y al sonido, envolvente en mi casa gracias al home cinema). Y esta nueva entrega está resultando bastante entretenida, amén de espectacular en algunos momentos. No terminaré el juego antes de irme, porque apenas le dedico un rato de vez en cuando, pero lo tengo aquí para los fines de semana que vaya viniendo y no tenga nada más interesante/importante que hacer. Algo que resultará raro dada la cantidad de libros que se espera que reciba mañana. 'Bionic Commando' e 'Infamous', el otro que me compré y que siquiera he visto. La próxima vez será.

Sin embargo, como sucede cada vez que me decanto por la compra de un juego, me paso un buen rato mirando lo que hay y, sobre todo, lo que vendrá. Intento ponerme al día del panorama del sector, vamos. En parte porque me sigue gustando, no lo voy a negar, y en parte, también, porque mi sobrino me bombardea, literalmente, cuando nos encontramos y tengo que ponerme a su nivel para que las conversaciones no sean monólogos.

No soy nada aficionado a los FPS. De hecho, y de forma general, salvando al DOOM como excepción, todos me suelen parecer más bien una mierda y me aburren soberanamente al par de minutos. De ahí que, dada la proliferación tan absurdamente intensa de este género durante los últimos años, apenas encontrase gran cosa —al menos que valiese la pena— en los géneros que me gustan: los RTS y los arcades mata-mata (beat'em up) en tercera persona con toques de rol —sin pasarse—, de aventura gráfica y de plataformas en 3D (hack and slash, vamos). Dado que los de estrategia son raros de encontrar en las consolas —ya no juego en el ordenador—, he de conformarme con los segundos, de los que hasta hace poco iban apareciendo uno o dos a lo largo del año que merecieran la atención como especialmente interesante.

Parece que las compañías se van dando cuenta que en el género FPS ya está todo el pescado vendido y van re-apostando por la tercera persona. Así me ha sorprendido ver, además del 'Prototype', que ya es relativamente viejo y al que espero echarle el guante en algún momento, que han sacado las segundas partes de 'Uncharted' y de 'Assasin Creed', ambas con muy buenas críticas. Pero lo que ha de venir merece aún más, si cabe, mi atención: 'Bayonetta', 'Darksiders', 'Dante's Inferno', 'God of War' (con las dos primeras adaptadas a la PS3, algo que no esperaba ver ni en sueños) y —¡brutal!— una nueva entrega de 'Príncipe de Persia'. De 'Bayonetta' y 'Dante's Inferno' he jugado a las demos y, desde ya, sé que habré de dedicarles algún ratillo en el futuro, cuando se publiquen. Más al segundo, que me ha encantado. Sospecho que 'Darksiders' caerá como regalo sorpresa por un comentario que escuché —¿a quién se le ocurriría?— y tanto 'God of War' como la entrega de 'Príncipe de Persia' serán adquisiciones incuestionables. ¿Será el año 2010 un año en el que resurjan este tipo de juegos? ¿Será el año en que ya descalabre completamente mi carrera profesional por culpa de este tipo de juegos? Demasiado pronto para apostar nada, pero el futuro se presenta interesante.

Nota: he querido enlazar, en el nombre de cada uno de los juegos aquí mencionados, el vídeo de análisis o de primeras impresiones, cuando ello fue posible, para que los incautos lectores que pasen por aquí puedan ver —si no están muy puestos en el día a día del panorama de los videojuegos—, cómo se cuecen los argumentos, gráficos y, en definitiva, experiencias de juego en las nuevas generaciones. Brutal, es la única palabra que se me ocurre en este momento.

lunes, 4 de enero de 2010

'Alvin Maker I: El séptimo hijo'

He dicho -y como tengo pocos temas de los que hablar, seguiré repitiendo- que tengo una lista de libros por leer que tiende a la enormidad. He perdido la cuenta y no quiero actualizarla, pues podría deprimirme. Los tengo todos repartidos por distintos lugares. Algunos están en varias estanterías, en mi casa. Y los que llevan más tiempo esperando, aún están en casa de mi madre, suspirando por que vaya a buscarlos. Así que, de vez en cuando reviso las estanterías de libros -sean las propias o las maternas- que no he leído y me digo «venga, éste» y lo añado al buffer de salida donde están los próximos tres o cuatro. Dicho buffer es mi mesa de noche. Eso es lo que pasó con el primer libro de la serie 'Alvin Maker: El séptimo hijo'. Creo recordar que este libro lo compré, aprovechando que en El Corte Inglés tenían un cajón lleno de libros en oferta, por tres o cuatro euros. Hará cosa de cinco años. Lo compré porque me resultó insultantemente barato, no porque me atrajera comprar nada más del autor después de un par de fiascos. Así que lo deposité con otros que ya esperaban y me olvidé. Durante todo ese tiempo estuvo esperando a ser el «elegido» para pasar a mi mesa de noche. Hasta que un día me lo tropecé por accidente y decidí darle una oportunidad.

También he repetido alguna vez que mi relación con Orson Scott Card es de amor-odio. Tal vez no lo comprendo bien, al autor, pero después de la obra maestra que fue 'El juego de Ender', me «tragué» ilusionado otras novelas que resultaron ser verdaderas bazofias. Al menos de forma comparativa, ya que al enfrentarlas con 'El juego de Ender' quedaban muy mal paradas. Recientemente me pasó con 'Wyrms'. Reconozco que tal vez fui un poco duro con esa novela, pero es lo que tiene sentarse a leer con la esperanza de encontrar una novela a la altura del ya mencionado comienzo de la saga de Ender. Al final acabas decepcionado. Y lo pagas con el libro, porque al autor no lo tienes cerca para decirle cuatro cosas a las barbas.

Sin embargo, no ha resultado así con la primera de las novelas de la saga de Alvin. Tal vez porque ya no «exigía» al autor que volviera a sorprenderme. Pero mira tú por dónde, sin pedírselo, me sorprendió. Ha sido una novela que injustamente ha esperado demasiado tiempo a ser leída, digo ahora mirándolo de forma retrospectiva. Que una vez puesto a ello, se lee de principio a fin en un momento, disfrutándola a cada párrafo. Al menos en mi caso, que me la leí entera en un santiamén —que dado el imperativo de un universo relativista, puede ser el equivalente a una eternidad de algunas personas—. Algo que tampoco tiene demasiado mérito, ya que no es muy larga. Trescientas páginas que, para alguien de lectura ávida, significa un par de tardes leyendo. Para mí, de lectura más cercana a la velocidad de un quelónido en tierra, supuso una tarde más.

El Hombre Refulgente escuchó su pregunta antes de que hallara palabras con qué expresarla. Y nuevamente sintió la oleada de luz y tuvo otra visión. Esta vez se vio oprimiendo sus manos contra la piedra, y la piedra se derretía bajo su contacto, como mantequilla, hasta adquirir la forma exacta que él deseaba, suave e íntegra. Y luego caía de la ladera de la montaña y echaba a rodar. Era una esfera perfecta, una bola perfecta que crecía y crecía hasta ser un mundo, de la forma que sus manos le habían dado, con árboles y hierba sobre su faz y animales que corrían y saltaban, volaban y nadaban y reptaban y se asomaban dentro y fuera de la bola de piedra que él había creado. No, no era un poder atroz sino glorioso, si sabía usarlo.

Siendo del género de fantasía, no es de extrañar que la magia forme parte importante de -y justifique- la trama de la novela, que una vez más encuentra en un niño al protagonista de la historia. Lo de Card con los niños ya es de estudio psiquiátrico. Para mi gusto, una de las cosas geniales de la novela es el tiempo y el lugar elegidos. Una América del norte de principios del siglo XIX, en fase de colonización, de estados emergentes en proceso de independencia y unión, en una realidad alternativa, donde el séptimo hijo de un séptimo hijo habrá de ser alguien especialmente poderoso, al que fuerzas sobrenaturales querrán poner término constantemente y cuanto antes, y donde los poderes mágicos y los conjuros forman parte natural del día a día, pese a la insistencia de los representantes de la Iglesia en presentarlos como pecaminosos y de ser castigados duramente en las zonas bajo el control aún del Protectorado.

Otra vez para mi gusto, cada uno de los personajes que van apareciendo durante el relato resulta curioso, bien definido y correctamente planteado. No hay uno que digas «sobra». En especial el coleccionista de historias, que hace también las veces de observador objetivo de los sucesos. Alguien cuya presencia justifica que se cuenten ciertas cosas sobre Alvin.

La prosa en general es buena e inspirada, como en sus mejores novelas, y como decía antes, resulta de fácil y rápida lectura. Una vez más en cuanto a mi gusto se refiere.

Después de leer éste primer libro de la saga «del hacedor», decidí hacerme con el resto de la serie lo antes posible. Esto resultó un poco más complicado de lo que esperaba y, para cuando llegaron, ya tenía en mi buffer y en mis apetencias una lista bastante extensa de libros por leer. Así que habrán de esperar a que encuentre ganas y tiempo para continuar con una saga que, espero, no decaiga como sucedió con la de Ender.

En fin, una historia bien planteada que, sin llegar a ser uno de los «you have to», merece la pena —y así lo recomiendo— leer. Tanto si eres aficionado a la fantasía como si no. Seguro que un buen rato te hará pasar.

domingo, 3 de enero de 2010

Nada existe más allá de un instante

Siempre creo que todo va a durar para siempre, pero nada dura para siempre. De hecho, nada existe más allá de un instante, salvo las cosas que retenemos en la memoria. Yo siempre intento retenerlo todo —prefiero la muerte al olvido—, […]

Firmin
Sam Savage
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Después de la revolución

Una de las frases favoritas era «después de la revolución». Cuando le compraban un libro siempre pedía perdón por el dinero que recibía y a continuación explicaba que los libros serían gratuitos después de la revolución, que serían un servicio público, como las farolas de las calles. También decía que Jesucristo era comunista, […]

Firmin
Sam Savage
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Amor no correspondible

[…] Era mágico. Anhelaba presentarme ante ella como un suplicante, llevando en la mano una rosa sin tallo, y colocar humildemente el capullo en el arriate de su ombligo, como una ofrenda. Pero supongo que tanta emoción, tanta ansia, eran demasiado enormes para un cuerpo tan pequeño como el mío, y aquellas noches, durante el camino de regreso a mi polvoriento cuchitril del techo de la librería, me agarraba unas depresiones terribles. Malo es el amor no correspondido; pero lo que verdaderamente puede hundirlo a uno es el amor no correspondible.

Firmin
Sam Savage
Booket