martes, 23 de febrero de 2010

'El hombre demolido'

Soy consciente que en sesenta años las florituras en la prosa pueden cambiar mucho. De hecho, hasta la propia prosa podría cambiar mucho. Es como las series de televisión. ¿Alguien se imagina cómo podría ser 'La casa de la pradera', por poner un ejemplo traído por los pelos, en versión siglo XXI? Desde luego habría bastante más sexo —incluso explícito— y mucha más sangre —rayando el gore— del que hubiera entonces. Y eso que era la década de los 70 —tan solo 40 años atrás;—. ¿Cómo hubiera sido esa serie rodada en los años 50? En cualquier caso una cosa es ser consciente de la teoría y otra bien distinta vivirlo en primera persona.

Me lancé a comprar 'El hombre demolido' porque voy así por la vida: comprometiendo la capacidad de ahorro de mi núcleo familiar para satisfacer mis deseos de coleccionista inmaduro. O, dicho de otra forma, porque sufro incontinencia adquisitiva cuando de libros se trata. En realidad de casi todo en general, pero no vamos a desviarnos demasiado del asunto ahora, que era dar alguna opinión sesuda sobre el libro en sí.

Ya de entrada, el «demolido» del título suena, para un oyente nacido en España —en particular en Canarias— como muy de telenovela sudamericana —con perdón del respetable lector cuyo origen sea el continente Americano, en su mitad meridional—. ¿Quién diría hoy en día algo como «cariño, amoL mío, me tienes demolido»? Lo del «amoL» está puesto adrede. Vamos, que ya me sonaba un poco… pasado de moda.

Me atrajo —como si a estas alturas tuviera valor diferencial alguno ese «me atrajo»— que había ganado el primer Premio Hugo (de 1953). Cierto es que el amigo adastra ya advertía que un premio Hugo no necesariamente equivalía a un texto de calidad. Pero bueno, para ser francos, lo había comprado antes de su… mmmm… esto… advertencia. Y no siempre se tiene la posibilidad de echarle una lectura al primer libro premiado en los Hugo.

Lo que anticipaba un título un poco… ¿pusilánime?… acabó convirtiéndose en una confirmación. A mí, particularmente, la prosa del libro me pareció desfasada. Ya desde el principio parece un libro viejo hablando de cosas que no han sucedido aún. No digo que sea una mala combinación. Existen películas, cambiando de medio, que combinan ciencia ficción —futurista, obvio— con marcada estética de cine negro de los años cincuenta (o no tan antigua la susodicha estética) que consiguen un resultado impactante y verosímil. Pero en este caso el libro, tal vez por el medio en sí, no consigue transmitir nada de verosimilitud. Impactar, menos aún. No engancha.

      @kins la miró con malos ojos, observando cómo caían las semillas aladas. Luego clavó la mirada en el hombrecito:
      —Escapatoria semántica, Bernard. Usted vive de rótulos, no de objetos. Así se escapa del mundo. ¿De qué huye, Bernard?
      —Tenía la esperanza de que me lo dijera usted, doctor @kins —replicó Walter.

Anecdótico fue que al poco de empezar me vi sorprendido con lo que parecían errores de imprenta. Tal vez alguien se dejara el traductor de caracteres activado al enviarlo a la máquina. Con cierta frecuencia, te vas tropezando con cosas como «@kins» (que supongo se leerá Atkins -y en español «Arrobakins»-) o «Duffy Wyg&» en los párrafos que componen la obra. ¿Cómo se leería el último? ¿«Wygand»? ¿«Wygampersand»? ¿O, en español, «Wygy»? Errores que, a mi entender, restan credibilidad a la lectura. Más risa —de la de desprecio— que atención, es lo que consiguen estos casos especiales. O, tal vez, se trata de un modo intencionado de dar modernidad a un texto que bien podría ser una novela negra policíaca protagonizada por freaks, en su concepción más siniestra y monstruosa, con poderes sobrenaturales. Bueno, no tanto. La telepatía tampoco es como para considerarlo un arte arcano y tenebrosa, más propio del Necronomicón que de una novela policíaca con ramalazos cienciaficticios y psicopedagógicos con tintes de efervescencia psicotrópica. ¿No?

En fin, un Premio Hugo de 1953 que no merece mucho la pena invertir el tiempo que se emplea en leerlo. Hay cosas mejores que hacer con ese tiempo —como ayudarme a pintar las paredes de mi casa—. Queda como curiosidad. Para los futuros historiadores que quieran descubrir en qué invertíamos el dinero a la hora de conceder los premios. Tal vez haciendo un ejercicio de abstracción, uno pudiera llegar a leerlo con la inocencia y la mentalidad de alguien que tuviese veinte o treinta años en 1953. Pero dudo que ese ejercicio merezca la pena con este libro. Obsoleto y carne de trastero.

jueves, 18 de febrero de 2010

IQuackFu

If it walks like a duck and it quacks like a duck, then it must be an IQuackFu.

Building Domain Specific Languages in Boo
Ayende Rahien
Manning

Facebook...

Empiezo a cansarme —y mucho— de Facebook.

Tengo un amigo, Sulaco, que parece detestar todo lo que rodea —y se aprovecha perniciosamente— de la filosofía de la Web 2.0. En general no estoy muy de acuerdo con él en este aspecto, aunque no le quito que tenga razón en varias cosas. Es como todo: la verdad es retorcida y resbaladiza, mostrando extraños matices según la hora que marque el reloj. En realidad su crítica no va tanto a la Web 2.0 en sí, sino a algunos engendros que ha parido esta nueva doctrina intelectual.

En realidad, lo que promulgaba en principio la Web 2.0 iba más en la idea de que la nueva Web sería más comunista, casi anarquista (bien entendido el término), y menos totalitaria o dictatorial, al ofrecer que muchos pudieran exponer sus puntos de vista en lugar de que unos pocos fueran los que promovieran —y decidieran— lo que podía aparecer. La colaboración activa frente al consumo pasivo. Grandes hitos de la Web 2.0 son las bitácoras y la Wikipedia. Sin ese cambio de paradigma, tal vez hoy no contaríamos con una de las enciclopedias libres más consultadas. O, en un tono más humorístico, de la Frikipedia y de su magistral «Hechos sobre Chuck Norris», de obligada lectura. Incluso, el hecho de que la gente pudiese comentar (y vincularse) a tus fotos en Flickr fue una idea cojonuda que nos trajo la filosofía Web 2.0. Como profesional, valoro inmensamente sitios como SourceForge, nacidos bajo similar evangelio. Todo ello es Web 2.0. Aunque supongo que nada de lo que acabo de decir en este párrafo es nuevo para nadie, pero con algo tenía que rellenar la entrada de hoy. Lo que abunda no hace daño.

Otra aparición interesante, al menos a priori, fueron las redes sociales. A mí no me disgustan los reencuentros con compañeros de estudios. El que no nos hayamos visto en cinco, diez o quince años no supone necesariamente que debamos olvidar los tiempos que pasamos juntos. Obviamente el término «amistad» y toda la carga emocional que conlleva es cosa de cada cual, pero yo, siendo más bien un poco raro en cuanto a las relaciones —no me gusta nada que me presionen a contestar o ver a gente, por ejemplo—, nunca me ha disgustado la idea de retomar y —quién sabe— reforzar y continuar relaciones que ya se habrían dado por muertas (¿aplica la ley de los diez años en este caso?). Un ejemplo es Rodolfo, con el que hablo de vez en cuando por GTalk y del que no había sabido nada desde que abandonamos el instituto (hace casi dos décadas ya de eso). La siguiente vez que nos vimos fue en el reencuentro de las Viejas Glorias del Tomás. Desde entonces solemos intercambiar bromas de forma ocasional por GTalk y Facebook.

Facebook me ha permitido, también, participar un poco más de la vida de los compañeros que he ido conociendo en estos meses que llevo en Madrid. Siendo, eso sí, muy generosos a la hora de entender el concepto «participar». No creo que vayan a nacer grandes amistades del poco tiempo que llevo aquí (y en el poco que me queda, sospecho), pero hay gente que es realmente increíble y que me ha sorprendido muchísimo. Personas a las que he llegado a apreciar y que echaré de menos cuando me vaya. Kiko, David, Rubén, Álvaro o Bea son algunos de ellos. Sé que poco a poco volveremos a ser desconocidos separados por mil ochocientos kilómetros —unos pocos menos de sólo agua—, pero Facebook mantiene la ilusión del contacto. Algo que tampoco me parece malo. Nada lo es, si sabes lo que puedes esperar de ello.

Pero toda libertad acaba ramificándose. A veces, algunas de esas ramas penetran en el puro libertinaje. Así que, lo que en principio parece un lugar donde intercambiar alguna broma con algún amigo/compañero/conocido, o de enterarte qué tal le va a Fulanito o a Menganito, por muy poco que te pueda importar lo que sea de su existencia, acaba convirtiéndose en una soberana e irritante tocada de cojones cuando lo único que ves al entrar no son más que soplapolleces del tipo la granja o la guerra de mafias. Joder, de diez anotaciones que aparecían al entrar como noticias, nueve coma nueve eran de juegos estúpidos. Y mira que es complicado que en algo que tiene una naturaleza puramente entera e indivisible -la contabilidad de las propias entradas- tenga estadísticamente decimales.


Y es que hay peña que parece no hacer otra cosa que andar fertilizando las granjas de otros o pidiendo ser fertilizados. Aunque me digan lo contrario seguiré creyendo que tiene fuertes connotaciones sexuales. Es más, un colega se pasa el día dándole fertilizante a las chatis que tiene como amigas. Vaya juego más estúpido, la verdad. En la captura anterior, real y de verdad —de la buena—, por eso de evitar el escarnio público y las posibles represalias, he querido ocultar su nombre y sustituir su cara por una más adecuada. Mira que hay que ser coco intelectual para andar todo el día perdiendo el tiempo con soberana estupidez. Pero oiga usted, cada cual es libre de matarse a pajas como mejor le plazca. Que yo, plácidamente, lo consideraré un esperpento mental o un detrito social, según me vengan en el momento el apetito. Vamos, que ya no le tengo respeto como ser humano.

Suerte que los mismos que permitieron tan perniciosa ofensa a mi sentido estético, te permiten bloquear a estos engendros mentales y/o a los subproductos de psiques enfermizas, como son estos juegos idiotizantes. Hace más llevadero el mantener la red social y quedarte con lo que puede resultar interesante. Siempre encuentra uno cosas que merecen la pena. Valga como ejemplo la página de Punset (y ahora no nos vamos a poner a discutir si eso mismo lo puedo conseguir siguiendo directamente el blog).


Sin embargo, hace poco (en realidad esta entrada lleva en borrador unas cuantas semanas), ya me tocaron muchísimo las narices. Google tiene uno de los mejores filtros anti-spam que he visto. Es que no se le escapa ni una, oye. Pero aún así tengo que revisar lo que cae en la red atrapamoscas cojoneras por si ha caído algún mensaje «not spam». Recibo una media de diez al día y, para un ganso perenne como yo, eso es una cantidad agotadora que revisar. Así que me toca mucho —muchísimo— la fibra sensible el recibir spam. Cuando recibí el primero en Facebook aluciné en colorines. «¡Pero qué mierda es esta!», exclamé absolutamente indignado. Faltaron dos impulsos neuronales más para darme de baja inmediatamente. Suerte que haciendo un estudio fugaz de costes-beneficios opté por mantenerme. Hubo un segundo y no llegó el tercero, el último que iba a tolerar haciendo honor «a la tercera, la vencida». De momento todo el que ha sido canal de spam ha sido dura y perpetuamente bloqueado. Sin piedad ni compasión. No haber sido tan gilipollas de dejarte enredar en juegos sociales. Las dos perlas de spam llegadas hasta la fecha venían de dos de los más activos zoquetes dedicados a juegos de este tipo. Para que luego digan que darles permisos a esos algoritmos malignos es seguro.

Mi relación con Facebook ha estado a punto de acabar violentamente. Por los pelos. De momento no me arrepiento de permanecer adscrito y mantener mi red social. Pero al próximo que sea fuente de una cadena de spam le quemo la casa, la peluca de la mujer y le violo al perro. Quedan avisados.

miércoles, 17 de febrero de 2010

El próximo podría ser un psicópata

It's considered polite to express intent in code in a manner that will make sense to the next developer who works with your code, particularly because that poor person may be you. A good suggestion that I take to heart is to assume that the next developer to touch your code will be an axe murderer who knows where you live and has a short fuse.

Building Domain Specific Languages in Boo
Ayende Rahien
Manning

Amaneceres en Madrid

Hace ya unos días que se cumplió mi cuarto mes de estancia en Madrid. De alguna forma se van confirmando los planes dentro de planes dentro de planes que ya sospechaba cuando vine a pasar, en teoría, no más de seis meses. Probablemente cuatro. En buena medida estoy catalizando la peor de las alternativas posibles, pues ya se sabe que el futuro nunca está escrito —del todo—; pero hay cosas que me superan y ando un poco harto de estar harto. Así que, si no estoy muy errado, en los próximos días deberían producirse cambios y concluiría mi etapa madrileña. Ya veremos. En realidad no es algo que me preocupe en exceso en este momento.

En cualquier caso, me vaya pronto o me quede aún unas semanas más, lo cierto es que de Madrid me ha sorprendido el color de su cielo. Huyendo de la tentación de malograr una ciudad por la mala educación de buena parte de sus ciudadanos, los amaneceres eternos y los atardeceres que duran hasta las tantas, con esos degradados de azules impresionantes, es algo que sí que me llevaré conmigo.

Amaneceres en RENFE

Ya adelanté alguna imagen en el post publicado un mes más tarde al comienzo de mi destierro. Desde entonces he podido gozar de algunos amaneceres realmente espectaculares, con rosados y anaranjados que cubrían todo el horizonte, y de atardeceres con tonalidades de azul difíciles —mucho— de describir.

Durante estos cuatro meses he podido experimentar cómo los días se iban acortando cada vez más hasta llegar un momento en que entraba al trabajo completamente de noche y salía, más aún durante esa temporada en la que regalé horas a la empresa, de noche otra vez. Suerte que las oficinas cuentan con amplios ventanales en los que ver el avance del día. Luego he apreciado cómo volvía a prolongarse el tiempo de Sol día tras día. Ahora puedo gozar, la mayoría de los días, de amaneceres que quitan el aliento y dedicarme a la contemplación del cielo muchos atardeceres. Gozo como un niño pequeño con juguete nuevo. Por desgracia parece que soy de los pocos que lo hacen, pues a los que viven aquí no parece impresionarles mucho. Una lástima. Para ellos, claro.

Amaneceres en RENFE

Me he dicho muchas veces que tendría que salir un día con la cámara «grande» para intentar obtener mejores fotos. Las que consigo con el iPhone, por muy contento que esté con mi iPhone, dejan muchísimo que desear y, por desgracia, no llega a apreciarse en todo su esplendor la gama de colores y tonalidades que tienen los amaneceres, en particular. Pero no tengo el trípode, no lo traje, y a estas alturas, con un pié más fuera que dentro de la organización, no voy a estar cargando con él. Tal vez, si en un futuro vengo por otros motivos, más lúdico-festivos que laborales, cargue con él y me dedique a obtener las instantáneas que tantas veces he imaginado conseguir. De momento, a conformarse con las conseguidas con mi juguete favorito.

En fin. Digan lo que digan, el cielo de Madrid es diferente. Casi me tienta decir que sólo por los amaneceres ha merecido la pena estar aquí.

martes, 16 de febrero de 2010

Cabalgata de Carnaval de Las Palmas

Si algo estoy echando de menos durante mi estancia en Madrid es la compañía de mi mujer. Así que, aprovechando las circunstancias, cogí un avión el viernes para pasar dos días en la ciudad que me vio nacer. Lo de «y morir» de momento lo dejamos en espera. El fin de semana pasado, salvo que vivas bajo tierra o haciendo el anacoreta en alguna cueva perdida desfogándote con cabras, sabrás que coincidió con el Día de San Valentín, día en el que los —apurados por las circunstancias— comerciantes se frotaban las manos de satisfacción; como lo haría una mosca frente a un buen truño recién puesto y humeante, salivando de placer anticipado al imaginar el banquete que le espera. Día en el que lo lógico era que pasara un rato con mi mujer.

Un fin de semana que me supo a poco, como todos los fines de semana en los que apenas aprovechas un día para convivir, porque el domingo ya estás más atento al reloj, y que no se te haga tarde para coger el avión, que a cualquier otra cosa. Aunque convivir, la verdad, lo hicimos poco. Con anticipación había quedado con el amigo Luis para iniciarme en el «arte» de sacar fotografías en la cabalgata de Carnaval, que coincidió con el sábado pasado. Así que, tras un almuerzo con parte de mi familia, Luis me recogió a las cuatro y seguimos para llegar al punto de origen a tiempo de empezar.

Primera dama del Carnaval 2010

Creo que hace ya más de una década que no voy a una cabalgata de Carnaval. Para ser franco, no me termino de identificar con el espíritu carnavalero. Ni ahora ni nunca. O casi, pues hubo un par de años en los que sí salía. Pero eso es otra historia.

Sin embargo, desde hace unos años tengo ganas de ir para hacer lo que precisamente hice en esta ocasión, sacar fotos, nunca terminaba por decidirme a ir. En buena medida se debe que soy muy tímido. Por más que lo intento no consigo proyectarme pidiéndole a alguien disfrazado que pose para que le saque un retrato. Este ha sido siempre uno de mis puntos débiles en cuanto a la fotografía. Si hay un género que me guste es el retrato. El natural. Aquel en el que pillas a la gente en su contexto haciendo lo que les gusta hacer y que, por ser natural, da como resultado fotografías íntimas y que agrada visualizar. Pues yo rara vez lo consigo porque me da mucho palo ponerme a sacarle fotos a un desconocido en la calle. Y menos ponerme a medir la luz, a encuadrar, a elegir la apertura, etcétera, etcétera, mientras la víctima espera a que yo termine. Así que mi práctica habitual en los escasos intentos en que me he lanzado, se basa en una versión cómica del «aquí te pillo, aquí te mato». Casi sin tiempo para meditar. Y si ha salido bien, bien. Y si no, a joderse. Lo reconozco: me da mucha vergüenza andar sacando fotos a desconocidos. Soy gilipollas, también lo reconozco.

Chicas "descocadas" en una carroza

Así que, animado por la experiencia pasada de Luis, me lancé a acompañarlo con la esperanza de vencer mi timidez en el camino.

La «estrategia» iba a ser esperar a ver pasar todas las carrozas en el punto de origen, la plaza de Manuel Becerra, donde no había demasiado tumulto, comparado con otros puntos del recorrido, y luego andar hasta Juan XXIII, para sacar fotos de la gente que se iba sumando a la comitiva. Para cuando llevábamos aproximadamente una hora viendo pasar, casi a ritmo de tortuga, las primeras carrozas, sospechamos que la cosa se podría prolongar mucho más de lo deseado. Se rumoreaba que habría unas ochenta carrozas. ¡Vaya contraste con la mediocre cabalgata de reyes! Y después de un rato habíamos alcanzado a contar veinte. Así que, cuando una de las mujeres de protección civil que andaban por el lugar nos confirmó que se esperaban ochenta y nueve, decidimos que no llegaríamos a verlas todas. Optamos por empezar la caminata.

El grupo lo conformábamos cinco tipos que portaban cámaras. A Luis y a mí, se nos sumaron Carmen, Marco y un hombre del que no consigo recordar su nombre (seguro que Luis, cuando lea esto, lo recuerda en un comentario). O debería decir que yo me sumé a ellos, porque yo era el novato en la expedición carnavalera.

Durante el comienzo iba bastante tenso. Tenía la sensación de no pintar nada en aquel sitio. Vestido de paisano y cargando un monstruo de cámara (el cuerpo junto con empuñadura de baterías y un objetivo 18-200 conforman lo que a mi entender sería un buen e impresionante pisapapeles), miraba para todos lados en busca de la vía de escape más próxima. También creo que sufro algo de fobia social. Fueron unos primeros treinta minutos raros. Andaba acojonao, hablando mal y pronto.

Chicas tigre

Sin embargo el resto parecía estar en su salsa. Marco, Luis y el hombre-cuyo-nombre-no-recuerdo, como si lo llevaran haciendo toda su vida. Practicaban un juego que era algo así como «perdona bonit@, pero te voy a meter la lente en toda la jeta para sacarte una foto cojonuda y te aguantas hasta que me quede contento con el resultado». Yo estaba alucinando con tanta soltura. Y de tanto verlo me acabé soltando yo también. Me animó ver que la gente no se lo tomaba a mal. Que la mayoría parecía muy dispuesto a ser fotografiado y participar en aquel juego al que yo no terminaba de cogerle el punto. Por puro mimetismo conductual, me atreví a importunar a alguno para meterle —yo también— la lente en toda la cara. Y el flash. Sospecho que a alguno le habré quemado la retina de forma irreversible.

Y así, a medida que andábamos el camino, la cosa iba fluyendo cada vez más y mejor. O lo habría ido si no fuera por la cantidad abrumadora de gente que nos cortaba el paso en algunos puntos. Hubo momentos en los que caminaba pegado a un carroza, casi adherido a ella y con riesgo de morir bajo sus ruedas, y aún así no había hueco para avanzar. Pero, aparte de fluir, la propia gente se iba animando tanto que ya eran los carnavaleros los que, confundiéndonos con periodistas, nos pedían salir en prensa tras posar. Es lo que tiene llevar una cámara grande. El tamaño sí que importa.

Wally's y Blanca Nieves

El que la gente te pidiese que los fotografiaras era una experiencia novedosa. Para un tímido patológico como yo resultaba casi surrealista y embriagador. Y lo habría seguido siendo si no hubiera sido que a una chica se le ocurrió preguntar «¿En qué periódico va a salir publicada? ¿En el Canarias 7?». Pregunta a lo que no se me ocurrió otra cosa que responder salvo «Yo las entrego y ya veremos si las escogen». Me cogió completamente por sorpresa y no tenía nada claro si era éticamente pertinente aprovecharme del deseo de fama de los allí presentes. Pues sí que iba a ser que nos tomaban por fotógrafos «profesionales», después de todo. Eso le restó bastante del encanto al resto de accidentes de este tipo. Luis anduvo más hábil en sus respuesta y contestaba que él las entregaría al organismo responsable del Carnaval y que ya decidirían ellos si las publicaban. Esta me la apunto para la próxima.

Porque sí, habrá próxima. La experiencia, pese a tener sus momentos de angustia y ansiedad, ha resultado sumamente gratificante. Ya me podría haber pulido una fortuna en loqueros que no habría avanzado ni un milímetro, si fuera pertinente usar tal unidad de medida en los avances de los tratamientos, en vencer ese miedo cerval a pedir a otro ser humano desconocido que pose para mí en una situación como esta. Así que a repetir para reforzar la cura. Me quedan mínimo dos o tres buenas experiencias similares para adquirir la soltura de los maestros a los que acompañaba, pero ya se sabe que el hábito hace al monje. A esperar el Carnaval de 2011.

martes, 9 de febrero de 2010

'Pirómides'

Tras seis novelas de Mundodisco, en las que ha primado el protagonismo de magos y brujas, resulta ligeramente extraño el cambio de registro que te encuentras en la séptima novela de la saga (o franquicia, térmico con el que gusta llamar la gente sapiente a las cosas que se prolongan en el tiempo —y el espacio—).

En esta ocasión, empezando en la ya históricamente céntrica Ankh-Morpork, la parte importante de la historia —y su desenlace— se desarrollará en un país que, por costumbres, ceremonias y creencias se parecerá mucho al Egipto que ocupa nuestras fantasías aventureras, y al que hay que visitar para disfrutar de muchas ruinas con milenios de antigüedad, y para sufrir a mucho vendedor intentándote vender hasta los pantalones. A poder ser los tuyos.

'Pirómides', tal es el título de la entrega en cuestión, presenta, en su comienzo, las particularidades de los exámenes que han de pasar los aspirantes del gremio de asesinos. Pruebas que habrá de superar con vida el protagonista, heredero del reino que, pareciéndose tanto al Egipto de los faraones, se llamará Djelibeibi en la novela. Un país donde se rinde culto a la momificación, a las divinidades con cabezas de animales, a la construcción de pirámides y donde el medio de transporte más adecuado para adentrarse en las dunas del desierto parece ser el camello. Animal que, por cierto, demuestra una inteligencia y conocimiento del tiempo, el espacio y el hiperespacio que amedrentaría a la mente más desarrollada de este lado de la realidad si tuviera que competir en un examen a vida y muerte.

      Ptraci pareció meditar en lo que acababa de explicarle.
      —Y a eso se le llama mocracia, ¿verdad?
      —Bueno, ellos fueron los que la inventaron, ¿sabes? —respondió Teppic con la vaga sensación de que estaba obligado a defenderla.
      —Apuesto a que han tenido graves problemas para exportarla —dijo Ptraci con firmeza.

Amén de todas las peripecias vividas en el país del que es oriundo el protagonista, en una de estas se tiene que adentrar en el reino de Efebia, que mira por donde, se parece mucho a la Grecia de los libros de texto. Al menos hasta que se tropieza con la forma tan especial que tienen los filósofos y grandes pensadores del lugar en demostrar sus teorías y paradojas, en las que una pobre tortuga se verá involucrada como sujeto involuntario del experimento.

No me cansaré de repetir que lo genial de Pratchett no es —y sospecho que nunca lo será— su prosa. Es la forma tan única de «romper» nuestros atajos mentales. Esa forma en la que no meditamos lo que nos cuentan y esperamos que todo se comporte tal como nuestro cerebro se ha acostumbrado que deben comporte y ser las cosas. Así, nos sorprende que la momificación no tenga el resultado que se espera para los difuntos. O que las pirámides de tamaño desmesurado supongan un riesgo para el continuo espacio-tiempo. Pratchett juega con todo ello y consigue que pases buena parte del tiempo preguntándote qué otra idea preconcebida, qué otra inercia mental, qué otro prejuicio, al fin y al cabo, te va a trastocar. Siempre resulta estimulante. Pero, además, como le da la vuelta a todo, consigue que te rías de las situaciones en las que se involucran los personajes.

De momento una de las mejores novelas de Mundodisco. Única porque no sigue ningún arco argumental. Al menos que yo sepa. Novela en la que podrás aprender lo que se sufre siendo una momia que no recuerda haber pedido ser momoficada. En la que se cuestiona el esfuerzo por modernizar y cambiar la mentalidad de un pueblo acostumbrado a reyes-dioses y que no tiene muchas ganas de novedades. Un libro en el que se aprende lo que se sufre siendo un humilde constructor de pirámides intentando deshacerse del excedente de esculturas de un dios. En el que se alerta de los peligros que supone jugar con las geometrías de las pirámides. Y, sobre todo, un texto que nos acercará a lo que rumia un camello dentro de su sesera y cuyo nombre es acertadamente Maldito Bastardo. Resulta, en definitiva, una novela que independientemente del apego que le tengas a la obra de Terry Pratchett no se debería perder la oportunidad de leer. Como digo al principio de este párrafo, de las mejores que he leído de la saga hasta el momento.

martes, 2 de febrero de 2010

'Cadena crítica'

Tras leer 'La meta', libro que tengo intención de releer a lo largo del año 2010, decidí embarcarme en la compra del resto de la bibliografía de Eliyahu M. Goldratt. Lo que me ofrecía la Teoría de las limitaciones, intelectualmente hablando, me atrajo desde el primer momento. Yo también quería ser un TOC-boy. Así que, sin pensarlo mucho, solicité los cuatro libros que hay publicados en español después del ya mencionado. A casi 25 € cada uno (cuatro mil de las pesetas de antes), me dejé 100 € en papel y letra impresa. Y no de mucha calidad, aclaro, que ya no hacen los libros como antes. Un riesgo enorme porque puedes encontrarte con que el resto de su literatura sea una basura. Pero 'No es cuestión de suerte' no defraudó, estando sobradamente a la altura de las expectativas. Sin embargo, 'El síndrome del pajar' me resultó algo más aburrido. Si bien los primeros no habían envejecido, 'El síndrome del pajar' estaba claramente obsoleto, aburriendo en mayor proporción que nutriendo mi raquítico intelecto. Llegado a este punto quedaba por averiguar si lo siguiente sería disfrutar o sufrir el otro 50% de la compra compulsiva y ver si, en conjunto, había valido la pena. Pero tras el pajar, opté por dejarlos un poco de lado.

'Cadena crítica' superó, una vez más, las expectativas que tenía sobre él. No posee una prosa alucinante —en general ningún libro que caiga dentro de la categoría 'novela empresarial' la tiene—, y la traducción resulta en ocasiones sospechosamente incorrecta, pero consigue enseñar, que es algo que valoro mucho. Las tres o cuatro ideas sobre las que planea el argumento son —al menos para mí— claramente resueltas al final. Es, por tanto, un libro del que se puede aprender. Y de forma muy amena. Ambas conforman una combinación que agradezco. No hay nada peor que un libro tostón que tenga mucho que enseñar pero que, por intragable, insufrible, inescrutable e ininteligible tengas que dejarlo de lado. Ni con 'Cadena crítica', ni con los anteriores —salvando la excepción del pajar— me sucedió. Más bien todo lo contrario. Me los tragué de cabo a rabo —por muy mal que suene ello— porque instruyen y entretienen.

En esta ocasión Goldratt intenta aplicar el método TOC —sus principios al menos— a la planificación, gestión y control de cualquier proyecto, incluyendo los de desarrollo de software; los que me interesan. Tras leerlo, aunque mucho se ha avanzado en metodologías de desarrollo, en especial las ágiles, desde su concepción y publicación, considero que es un libro que aporta y que no debería ser desdeñado por ninguna persona que opte por dedicarse a gestionar proyectos (aunque haya sacado ya el PMP). Lo de cadena crítica viene a complementar el concepto que se tiene de camino o ruta crítica, y no está de más tenerlo presente cuando se debe colaborar con personas siempre atento al tiempo de que se dispone.

-Cerca del doscientos por ciento -admite.
-Fíjate en el gráfico -le pido-. ¿Te das cuenta de que el tiempo estimado que nos da un cincuenta por ciento de probabilidad es mucho más corto que el tiempo estimado que nos da un ochenta por ciento de probabilidad de terminar la etapa antes del tiempo estimado? Y no olvides que cuanto mayor sea la incertidumbre, mayor es la diferencia.

La pega, si se le puede reprochar algo, está en que no va directo al grano. Con su método de enseñanza basado en el discurso, tan mayéutico, a veces hace que uno se pierda y, en ocasiones, tenga que releer para entender por dónde nos quiere llevar el autor. Para descubrir qué nos quiere hacer ver o aprender. Algo que no es, empero, insalvable para nadie con dos dedos de frente, sospecho. Sin embargo, ya puestos a reprochar, comentar que para mi gusto, al autor le gusta darle una excesiva cubierta de cuento dramático, heroico al tiempo, donde todo parece estar en contra de nuestros protagonistas que, haciendo uso de su capacidad intelectual como principal herramienta, acaban abriéndose camino ante la adversidad y doblegando aquellos contratiempos que, crecidos como dragones, terminan siendo ventajas frente a los competidores, que aún no han llegado a conocer lo magnánimo del método. Un poco peliculero, vamos. Lo que no quita, repito —y ofrezco a modo de restauración del autor—, que sea un libro totalmente positivo y de lectura oportuna si, es mi caso, te preocupan los enfoques alternativos a la hora de controlar el caos que se gesta, crece y acaba pariendo, cualquier proyecto. En particular los de software. ¿Habráse visto cosa más impertinente que un proyecto de software?

Con calificaciones de notable, incluso sobresaliente, concedidas a tres de los cuatro libros leídos del autor, queda su última novela publicada en español —que yo sepa—, y último libro de los que compré. Lo que puedo adelantar es que, tras leer 'Cadena crítica', avanzó de golpe bastantes puestos en la cola de espera. Ya veremos si cumple lo que promete.