viernes, 27 de noviembre de 2009

'Alta diversión'

He repetido hasta la saciedad, y creo que lo seguiré haciendo con frecuencia, que soy un inconsciente que se deja llevar por el instinto coleccionista. A veces me da por la tecnología, en pretérito fue por los sellos, casi con constancia por la música, y en los últimos tiempos, casi de forma sistemática, por comprar libros. Desde hace un buen tiempo hasta la fecha, son muchas las constantes adquisiciones de literatura que expolian mis reservas monetarias. Y, lo que es «peor», son libros orientados a la gestión empresarial (o a cosas por el estilo). Lo «genial» del asunto es que, hasta hace, como quien dice, nada, a mí los libros de empresa «me la pelaban». Y mucho. Quizá la culpa haya que encontrarla en el libro 'La meta', novela empresarial que me encantó. Tal vez sigo buscando para encontrar algo similar, que lo hay. Incluso mejor. Y persisto en la búsqueda. O tal vez, quiero inclinarme más por esta opción, principalmente porque no me deja como un estúpido ante mis propios ojos, es que estoy intentando comprender el universo particular que motiva o dirige los impulsos de los empresarios y los insaciables aspirantes a directivo del año con los que he ido tropezando durante mi vida. Algo así como el que estudia una psicología especial y que intenta encontrar sentido al sinsentido de algunos líderes que llegan a serlo por motivos que aún no logro alcanzar a comprender. Y antes de suponer que no se lo merecen soy más proclive a creer que soy yo el que no encuentra la causa aparente en la suerte de lotería que los ha llevado al puesto que ocupan. Pese a que de todo hubo, hay y habrá.

Decía, antes de perderme en una autojustificación pseudoexistencialista más proclive al grouchismo que al marxismo, que me pierden en los últimos tiempos los libros de corte empresarial que, como buen defensor y presa del sistema del neoliberalismo capitalista, acabo coleccionando en compulsas compras que acontecen en las situaciones más inesperadas. ¿Que veo un sitio donde venden libros? Ahí voy yo a mirar, muchas veces, con la esperanza de que alguno caerá. Y como he dicho en otras ocasiones, me dejo llevar por los títulos de los mismos, y no tanto por las elocuentes -muchas veces no tanto- palabras con las que decoran la contraportada con tal de embaucar al posible comprador. Yo. Si el título resulta sugerente, tiembla mi tarjeta. Hay un relación inversa entre mi riqueza y lo interesante y atractivo que resulte un título.

Una de estas ocasiones en las que me vi gravitando irresolublemente hacia la compra de texto impreso, sucedió en la vuelta del viaje a Florida, del que apenas he comenzado a comentar nada. En Madrid, mientras esperábamos la hora para embarcar, me acerqué a uno de los tantos kioskos de ventas de revistas que están repartidos por todo el aeropuerto. Me atrajo ver varias estanterías llenas de libros además de las consabidas revistas. Lo primero que te tropiezas es una, estantería baja en este caso, que casi te bloquea el acceso al resto, cargada de muchos libros sobre el tema que últimamente me atrae tanto. Ahí fue donde, además de otros llevado por una gula consumista incontenible, compré el libro 'Alta diversión', porque me atrajo el título -¿cómo no?- y lo que prometían en contraportada. Y lo cierto es que cumple con lo que promete. Bueno. En realidad más o menos.

[...] Por ejemplo, hay momentos durante un proyecto en los que conviene volverse a estudiar esta joya de la teoría del management, y distribuirla entre los miembros del equipo:

LAS SEIS FASES DE UN PROYECTO:
  1. Entusiasmo.
  2. Desilusión.
  3. Pánico.
  4. Búsqueda de culpables.
  5. Castigo de los inocentes.
  6. Recompensa y honores a los no participantes.

Sin ser un libro que caiga enteramente en lo que mi estrechez de miras concibe como «gestión empresarial», la lectura es en general muy amena. Se lee rápido y resulta muy instructivo en muchas ocasiones. La estructura, aunque parece más orientada a libro de textos o recetario, queriendo decir con ello que los autores optaron por una esquematización del proceso instructivo, la mayor parte del tiempo, más que recetas -o tal vez con un estilo particular de receta que no alcanzo a percibir como tal-, lo que ofrecen son ejemplos con los que intentan justificar la elección de dicha forma organizativa. Aunque en este tercio suene como algo negativo, nada más lejos de la realidad. Algo así como decir que el contenido moldeó al continente, y no a la inversa. Tal vez ha resultado una forma abstrusa e inadecuada de decir que, tras leído, da igual la forma que le hubiesen dado a una colección desenfrenada de buenas anécdotas y ejemplos sobre cómo fomentar -por sabidas ventajas- el humor en la empresa.

Decía que el libro está bien nutrido de ejemplos y comentarios sacados de la vida real de varias empresas. Sorprende, porque hay que confesarlo desde una perspectiva de casi cuarentón de mentalidad ibérica, que existan empresas así. Tal vez la atrofia justificada y justificable de vivir en un universo empresarial gris. Asombra, casi resulta increíble, que existan empresas de colores brillantes donde la gente se lo pasa bien y, además, fiscalicen con beneficios comerciales. Incredulidad que acaba siendo seguida y adelantada rápidamente por un sentimiento de envidia que no sabría calificar si de sano o enfermizo. Decía que es lo malo de trabajar en un universo gris: acabas creyendo que los colores no existen y cuando te los tropiezas da grima verte a ti mismo como gris. Así que la razón se niega a reconocer la existencia de tales fenómenos empresariales. Son leyendas urbanas.

Pese a todo lo bueno, y adelantando que tras concluir éste párrafo acabaré recomendando, si hubiera oportunidad u ocasión, su lectura desenfadada, reconozco también, por ser justos y no inducir a su lectura con falsedades, que hubo momentos -más de los que caben contados con los dedos de una mano- en los que empezaba una página deseoso por alcanzar con rapidez el final para ver si la otra cara de la hoja traía prosa más interesante. Tal vez de puro empalago por el dulce ajeno o tal vez, creo yo, porque reiterar es sinónimo de aburrir. Y los autores pecan a veces de repetirse en exceso. Eso sin contar que no deja de suponer su publicación una plataforma de autobombo y platillo en la que ofrecernos sus servicios como única empresa que se dedica a hacerte ver, bajo la seductiva forma de un término bárbaro más atractivo como es el coaching, que dicho en su versión original no subtitulada da más caché, tu potencial para el uso del humor en tu organización. Un libro ameno, instructivo, pero -o sin pero- propagandístico. Sin «pero» porque habrá que reconocerle el mérito a los autores y el derecho a usar su publicación en la mejor forma que les convenga para su propio beneficio. ¡Ah!, el neoliberalismo, que me atrofia el sentido crítico.

Acabó el párrafo anterior y tal como prometí continúo, anticipando su fin, esta entrada de hoy, esperanzado de que al menos les haya resultado amena, con la recomendación, tal vez mirando para otro lado o cruzando los dedos tras la espalda, nunca lo sabremos, que si tienen oportunidad, o les interesa el tema en particular, o tienen a alguien que se preste a prestarlo, lo utilicen para reírse un rato, de vez en vez, porque sí es cierto que momentos cómicos los ofrece. Y es que hay anécdotas de las narradas entre sus páginas que merecen alguna carcajada como recompensa.

Y tal vez, porque todo es posible, encuentren inspiración para introducir, si fuere el caso y resultara oportuno, un mejor ambiente en la empresa con el buen uso del buen sentido del humor. Que tal vez, a fin de cuentas, habrá servido para instruir o enseñar que hay otras formas de hacer buena gestión empresarial. Pese a que suponga romper algunos paradigmas actualmente instalados en la mentalidad del directivo competente, competitivo y, lástima decirlo -máxime si es para terminar la entrada-, gris.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Elogio a los programadores de visualizadores de música

No recuerdo dormir tan bien durante tanto tiempo como lo hago desde que estoy en Madrid. Tal vez sea porque por las noches hace más frío y ayuda a aturdir los sentidos. O que «me tienen explotado», como me dice o recrimina el amigo sulaco, y llego rendido. Lo cierto que por una causa, por otra o cualquier motivo desconocido, duermo de un tirón la mayoría de las noches. No duermo mucho. Con cinco o seis horas para mí es suficiente. Pero son aún mejores si las duermo de un tirón. Como llevo haciendo seis semanas.

Sin embargo, las viejas costumbres rara vez se olvidan y, de vez en cuando, hay alguna noche que me desvelo antes de tiempo. Son noches que la cabeza gira a millones de revoluciones por minuto. Así que con esa celeridad neuronal, es estúpido intentar seguir durmiendo. Pocas alternativas tengo cuando mi cerebro decide funcionar a ese ritmo. Ahora intenten imaginar lo que podría suponer para cualquier cuerpo, animado o inanimado, verse acelerado de cero a cien mil en apenas un microsegundo. Quedaría destrozado inmediatamente por la fuerza de empuje. Por ello, la solución de leer no funciona casi nunca. Intentar meter ideas, conceptos o sentires estáticos dentro de una centrifugadora los destroza nada más aproximarse al horizonte de sucesos. En esos casos lo mejor es encender el portátil y ponerme a escribir cualquier cosa. Lo que se me va ocurriendo. Como si la palabra me poseyera y yo únicamente fuera un autómata a su servicio para dejarla por escrito. Casi el cien por cien de todo lo que se produce en esos momentos de insomnio, suele desaparecer en la papelera con la misma velocidad con que fueron escritos. De no hacerlo, el borrador de esta bitácora necesitaría un universo alternativo para contener tanta entropía.



Pero hay veces que la energía que genera mi cerebro es tan intensa que tampoco puedo detenerme a escribir. Siempre habrá una limitación mecánica en mis movimientos, que nunca llegarán a la altura de lo que exige la mente incandescente y casi febril que, por voluntad propia, decide explotar universos alternativos de causalidad. En estos casos límite, la única alternativa es escuchar música. Tal vez por aquello de que aplaca a las fieras. Hasta la fecha, en estos casos, paso de encender el ordenador y opto por escucha música en el iPod/iPhone con los ojos cerrados con la esperanza de no levantarme especialmente agotado. Sin embargo, hace poco tuve la ocurrencia de escucharla en el portátil. Y aún tuve la mayor ocurrencia de probar a «visualizar» la música, buscando algo en lo que centrar la mente.



No sé si en las versiones anteriores del iTunes existía este visualizador. O si es exclusivo de Mac. Lo cierto es que me parece fascinante. En apenas unos minutos esa especie de simulación física de partículas y gravedad consiguió que mi mente dejara de jugar con millones de cauces alternativos del futuro y se centrara en esos movimientos hipnóticos. Y tras la pausa de la maravilla, empecé a imaginar cómo podría estar programado -deformación profesional- hasta considerar que, aunque parezca sencillo, no lo debe ser. En realidad pocas cosas son ya sencillas en los ordenadores y sistemas operativos de hoy; salvo la interacción con el consciente humano. Es fácil sentenciar «esto es una mierda» o «esto es una chorrada y se programa con la punta del cipote», pero conozco muy poca gente que tenga la habilidad para imaginar, para diseñar y para programar un visualizador como el que me tropecé, por accidente, una noche de insomnio en el iTunes. Y es que, para mí, que me conozco conocedor de los entramados de la tecnología, es una de esas pequeñas joyas que pasan desapercibida para la mayoría de la gente, que ahíta y acostumbrada a la trivialización de la tecnología, no saben apreciar en su justa medida. El que programó -o los que programaron- este visualizador es un genio -o son unos genios-. No solo porque es cojonudo, sino porque he encontrado algo que consigue sacar a mi mente superior de espacios hiperreales hasta encontrar la calma nuevamente. Si Lorenz vivía un idilio desenfrenado con su atractor caótico, yo he encontrado en el visualizador del iTunes un «focalizador de orden». Magnífico.

Si existe la curiosidad por saberlo lamento decir que no, que aún siendo cojonudo, no consiguió reintegrarme al mundo de Morfeo, pero me animó, a las cuatro de la madrugada, a empezar a escribir esto. Digno de elogio.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Dos bandas sonoras para sentir

Hay música que molesta. Hay música que no gusta. Hay música que te acompaña. Hay música que se tararea en el trabajo, ocasionalmente de forma inconsciente. Hay música que se repite; no como el ajo. Y hay música que te hace sentir, que hurga en las entrañas de tus emociones, y que suponen «un antes y un después». Mi biblioteca iTunes tiene mucha música que entra dentro de este último grupo. Sin embargo, o tal vez por tener tanta, hasta dentro de esta música poseo algunas que alabo como «especiales».

Hace ya una eternidad hablaba de dos magníficas obras de arte del cine documental. Baraka y Home son, para el que no lo recuerde, estas dos joyas. En gran medida porque conjugaban unas fotografías increíbles con unos sonidos que acariciaban, durante la mayor parte del tiempo de la partitura, el alma. Música que no quitaba protagonismo, como debe hacer el buen vino con la buena comida, sino que amplificaba la experiencia, que la duplicaba seduciendo otros sentidos, pero cuyos ecos duraban mucho más tiempo que las propias imágenes.

Las dos bandas sonoras son obras magníficas, que compré en la tienda iTunes al día siguiente de ver cada una de las películas, y que son fieles compañeras en mis andares. Desde entonces me acompañan, primero en mi iPod y ahora en el iPhone, allá a donde vaya. No es raro que aparezcan en la lista de reproducción 'Reproducciones recientes' cada vez que sincronizo con la biblioteca de iTunes.

Considero las dos como obras muy buenas, exquisitas, en su totalidad. Pero supongo inevitable que con el tiempo me haya decantado por la de Armand Amar, en general más coherente y dulce, sobre la de Michael Stearns, para escuchar el disco «como un todo». Sin embargo, aunque Cum Dederit es magnífico, uno de mis favoritos, no hay un único tema en la banda sonora Home que tenga la fuerza e intensidad que tienen The Host of Seraphim. Es un tema duro, traído -y atraído- por una voz preciosa, que te desgarra, que te hace consciente de lo pequeño e insignificante que eres en el universo, pero que al mismo tiempo te libera de la carga de tener que soportar el mundo sobre tus hombros. Es un tema hermoso que te hace sentir como una piedra para luego elevarte como una pluma. Y no, no he fumado ni tomado ninguna sustancia ilegal.

Todo el tiempo las he tratado como bandas sonoras, como acompañantes «de segunda», pues la banda sonora se crea para acompañar a la imagen, la que habrá de ser la verdadera protagonista. Sin embargo, en este caso, ambos compositores han creado música que trasciende y traspasa sus propias fronteras. Que va más allá del cuarto en que se confinó originalmente. Que se expande. Es, a todas luces, música del y para el mundo. Dos magníficas obras con las que, como si del amor se tratara, sufrí un verdadero flechazo nada más verlas. O mejor dicho, escucharlas.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

'El éxodo de los gnomos' (trilogía)

Ya he confesado en más de una ocasión que me gusta muchísimo la prosa y el estilo de Terry Pratchett. En realidad, hablar de Terry Pratchett es hablar, casi en el noventa y nueve por ciento de los casos, de su serie Mundodisco, que a estas alturas tiene más libros que la Enciclopedia Inglesa volúmenes. Así que, por simple propiedad transitiva, me gusta muchísimo la prosa y el estilo de la serie Mundodisco. Sin embargo, dentro de ese uno por ciento que no es el consabido Mundodisco, encontramos la trilogía 'El éxodo de los gnomos'. Sí, «trilogía» viene de tres. Sí, efectivamente, 'El éxodo de los gnomos' se trata de una serie de tres libros. Ni dos, ni cuatro. Tres. Eso es lo que quiere decir «trilogía».

Tras la aclaración de lo que podemos entender por «trilogía» pasemos a la obra en sí y a la trascendencia que pueda tener en nuestras vidas, que es ninguna. Dicho de forma rápida y resumida: aunque está en la línea de las novelas relativas a un mundo plano sostenido sobre cuatro elefantes que se mantienen erguidos sobre el caparazón de una tortuga de dimensiones planetarias, es bastante floja, repetitiva y, perdóname padre-pratchett, aburrida durante buena parte de sus páginas, que pasan delante de nuestro intelecto sin excesiva repercusión. Para el que tenga intelecto, que a veces no es el caso del que escribe esto en este momento. Lo mío es la programación, no la inteligencia.

Masklin le dio vueltas a estas palabras mientras volvían sobre sus pasos. En el Exterior no había tenido nunca religiones ni política, pues el mundo era demasiado grande para preocuparse por cosas así. Con todo, tenía serias dudas acerca de Arnold Bros (fund. en 1905). Al fin y al cabo, si había construido la Tienda para los gnomos, ¿por qué no la había hecho a la medida de éstos?

Cierto que el planteamiento del posible origen de los gnomos, que más allá de ser seres salidos de la entraña de algún bosque que no tenía nada mejor que fabricar gnomos por generación espontánea nos ofrece un origen accidental distinto y -¿por qué no?- más plausible (no quiero desvelar nada), unido al sentir crítico del autor con los estamentos religiosos -una vez más- y con las jerarquías de poder, no deja de ser ingenioso, curioso, ácido y merecedor, en general, de ser leído. Como lo suelen ser en su caso todas las veces que el autor ironiza sobre religión o política, que a veces parece que se repite más que el ajo. Sin embargo, las partes agudas e inteligentes representan un porcentaje muy pequeño de la letra escrita en los tres libros, por lo que a duras penas se justifica la inversión de tiempo que llevaría leerlas. Aunque ya se sabe, habrá quien disienta -o mienta, por aquello de la auto-coherencia en la defensa de la obra de Pratchett- y diga que es estupenda. No seré yo de esos y, salvo que no tengas nada mejor que hacer, y mira que se me ocurren cosas mejores que hacer, no son libros que recomendaría leer.

En resumen, literatura de la que está bien para pasar el rato en el retrete, sin más trascendencia, que se olvida rápidamente, y que dará la razón a los detractores del escritor, pese a que el que escribe cree, a pies juntillas, que se trata de «la excepción que confirma la regla». A Pratchett hay que leerlo. Sí o sí. Bueno, siempre que no se trate de 'El éxodo de los gnomos'.

martes, 17 de noviembre de 2009

Mis quince minutos de googloria

-¡Coño! ¡El coche de Google!- exclamo mientras toco en el hombro a mi primo Marcos para que deje de monopolizar por una vez la conversación y preste atención.

-¿Cómo?- pregunta Víctor, que aún no ha tenido tiempo de reaccionar.

Sin parar a concretarle le digo: -¡Hagamos el gili y saludemos!


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El diálogo es más o menos real. El del suéter rojo soy yo. Lástima que la calidad sea tan mala, pero hagan un ejercicio de imaginación y podrán distinguirme en ese manchón borroso.

Ya me han alegrado el día.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Madrid, un mes más tarde

Hace tiempo que no escribo. He leído en multitud de sitios que el motivo para desatender la bitácora es que tienes cosas más interesantes que hacer. Es posible que así sea, no lo voy a negar. Este último mes que he pasado en Madrid ha consumido muchísimo tiempo lejos de un teclado y una pantalla. Principalmente en el aspecto laboral. Aunque también en la vertiente lúdica. Cuando llego al piso apenas dedico tiempo a leer algunos mensajes de correo y poco más. En realidad los mensajes ya los leo en el iPhone, así que el «poco más» es leer alguna bitácora de algún amigo. O leer sobre tecnología.

No se debe a que llegue especialmente tarde al piso. Al menos no de forma general, pues alguna vez quedo con alguien en Madrid para tomarme algo y rara vez consigo llegar antes de las diez y media de la noche, unas quince horas después de haber salido. En general es que llego agotado y dedico lo justo para cenar, recoger y limpiar un poco, ducharme y acostarme a leer. Me gusta leer media hora o, cuando el cansancio me lo permite, una hora. Estos ratos de lectura van quedando reflejados, cuando a mi entender lo merece, en Retales de sabiduría. Aquellos días que estoy especialmente cansado, en lugar de leer dedico cinco minutos a algún juego de lógica que haya comprado para el iPhone. Sigo siendo de los que no le importan gastar uno o dos euros por un programa para el iPhone. Lo que conjugado con mi limitado intelecto hacen que caiga redondo tras un par de intentos por resolver el puzzle o lo que me traiga entre manos. Ha sido todo un descubrimiento lo que uno puede conseguir en la App Store.

Asimismo he descubierto, o redescubierto, porque uno olvida las cosas con la costumbre, que disfruto levantándome temprano. En casa, con mi mujer, es ligeramente más complicado, pues en la convivencia el que uno se levante dos horas antes que el otro tiende a resultar molesto. Además de madrugador -lo pongo en cursiva pues aún no tengo claro que lo sea realmente- soy ruidoso, lo confieso. Pero en la soledad de Madrid, me levanto a las seis de la mañana. Me ducho y hago ruido en la cocina, siempre moderado, pues no quiero que los vecinos me echen del piso tan pronto, sin preocuparme en despertar a mi mujer. Me tomo las cosas con calma, con mucha calma. En general desayuno cereales y fruta, tras lo que preparo el desayuno de media mañana para aguantar hasta la hora del almuerzo. Todo ello lo hago con tranquilidad, intercalando la lectura de la prensa digital -El País, por ejemplo- en el iPhone. ¿He dicho ya que ha sido la mejor inversión en mucho tiempo?

Amaneceres en RENFE


Salgo sobre las siete y veinte y ando cinco minutos hasta la estación de tren. En esta ocasión escuchando música -sí, en el iPhone-. A esa hora suele tocarle al portero, que debe andar rozando ya la edad de la jubilación, que es un cascarrabias y saluda con tanto asco que piensas que le has tenido que ofender en algún momento y, pese a que no llegas a recordar en cuál, te dan ganas de pedirle disculpas por lo que fuera. Contrasta enormemente con el resto de porteros, los de otros turnos, que siempre saludan amablemente y te sonríen. Supongo que al ser más jóvenes también andarán menos «quemados» y resentidos con sus respectivas existencias. En cualquier caso, éste primer bache de la mañana no me afecta. Tampoco cuando llego a la estación y el tren acaba de pasar. Sonrío y sigo tarareando lo que vaya escuchando y disfruto de los impresionantes amaneceres que ofrece el cielo y del frío -entre siete y diez grados, depende del día- que hace a esa hora en Madrid en la primera quincena del mes de noviembre. La cámara del iPhone -¿con qué si no?- no es gran cosa, pero me permite saciar el apetito por hacer una foto a esos amaneceres que, de momento y como digo, son espectaculares. Por llegar justo a la vez que el tren alguno realmente de película se me ha quedado atrás.

Para un canario, esta sensación de frío es atípica y aún la disfruto. Así que rara vez, salvo cuando el aliento se condensa nada más salir de tu boca, me abrigo la calva. Ya habrá tiempo más adelante. Y, mientras los demás piensan que soy una especie rara de masoquista -o que tengo un aguante excepcional al frío-, yo les sonrío, con mis manos metidas en los bolsillos y tarareando, viéndolos recogidos dentro de la estación, cuyas cristaleras están empapadas del rocío de la noche. Para mí todo es nuevo y lo disfruto como un niño pequeño. A aquellos que se los cuento me recuerdan que aún está por llegar lo peor del invierno.

Dos estaciones, cinco minutos, son las que separan la estación de Aravaca de la estación de El Barrial Centro Comercial. Y algo menos de diez minutos andando es lo que separa la estación de la oficina. Así que no es raro que llegue a las ocho menos algo, a veces menos veinte, a mi puesto de trabajo. Eso es casi una hora antes de la hora oficial de entrada, las ocho treinta, y rara vez me tropiezo con alguien. A esa hora es una gran oficina habitada únicamente por los operarios del turno de noche. Tres o cuatro chicos que se toman el trabajo como una forma de adquirir experiencia y que están en el fondo «a su rollo». El lugar, a una hora tan temprana, tiene una cualidad casi onírica. A veces me recuerda a una película que vi hace muchísimos años, en el que un tipo se despierta tarde y sale corriendo al trabajo sin prestar mucha atención a casi nada. Cuando llega no hay nadie y piensa que se ha despistado y es fin de semana o festivo, sintiéndose como un pardillo. Pero no. Es un día laboral y no hay nadie. Así que sale a la calle y descubre que está solo, que todo el mundo ha desaparecido de la faz de la Tierra. ¿Era una película o lo leí? Tal vez es una mezcla que ha hecho mi mente deteriorada de las dos fuentes. El caso es que a primera hora, escuchando el sonido ininteligible de los operadores en la distancia, de la aspiradora que a veces utiliza la señora de la limpieza en el otro lado de la oficina, el arrancar el ordenador y sentarme en mi puesto de trabajo en esa casi soledad absoluta, con mi mente clara y despejada por el frío de la mañana y porque lleva ya más de una hora en activo, tiene algo de mágico. Me gusta madrugar.

Al salir del trabajo


Van llegando los compañeros y siempre los recibo con bromas. Hacía muchísimo tiempo que no me sentía tan bien en un trabajo, y eso se nota en el trato. Me tomo un café con algunos y sigo trabajando. Lo que hago ahora no es para tirar cohetes. En realidad, si no empezara con tan buena predisposición cada mañana, recitando las primeras estrofas de la grandiosa canción «Hoy puede ser un gran día» de Serrat, estaría más tentado a cualificarlo de trabajo basura. A veces tengo la sensación de que no me quieren allí. Que temen que haya ido a quitarles protagonismo u oportunidades de ascenso. O que soy tan idiota que no podré hacer frente a tareas más sofisticadas y tienen miedo de que les estropee algo. O, simplemente, que no hay nada interesante que hacer y eso es lo que hay. En realidad me la pela. Hacía mucho tiempo que no me lo pasaba tan bien trabajando y voy a intentar que dure. Y que le den mucho por la puerta de atrás a todo el que se sienta amenazado.

Pullas y bromas intercaladas entre sesiones de duro, sesudo y rutinario trabajo amenizan la llegada del almuerzo. Aún no me traigo la comida. Los días son tan buenos que prefiero salir a comer fuera. A veces hace tan buen tiempo que dejo atrás la chaqueta con la que salgo a primera hora de la mañana y con un desubicado «hace un día de playa» me muevo en manga de camisa. Corta, porque sería una locura ir con manga larga a trabajar. Los entendidos dicen que es un noviembre anormalmente caluroso y que ya vendrán tiempo peores. Climáticamente hablando, se entiende. Lo de «vendrán días más duros» o «tiempos peores» se encargan de recordármelo todos los días.

Los miércoles salgo a un restaurante que hay en Pozuelo con varios compañeros de trabajo, una tradición a la que me he sumado, y los jueves a un restaurante que descubrí en la segunda semana que queda a diez o quince minutos caminando, donde hacen una crema de verduras que te mueres de rica, como primer plato, y que ponen unos segundos platos en el menú normal, aunque ligeramente escasos en cuantía, riquísimos cualitativamente expresado. Lunes y martes improviso.

Las tardes pasan volando, a veces con efectos soporíferos si el almuerzo ha sido más de la cuenta, dando paso a la hora de salir. Es raro el día que salgo a «mi hora». En general estoy saliendo media hora o cuarenta y cinco minutos más tarde de lo que me correspondería. Sumado a que entro antes, se supone que le estoy regalando entre una hora y hora y media cada día. No me importa. Me pagan el alojamiento, la comida, el transporte y me dan la oportunidad de disfrutar de una experiencia única sin más gastos que aquellos en los que yo quiera incurrir en el capítulo de ocio. ¿Qué más dan cuatro o cinco horas extra a la semana? Si fuera House me dedicaría a descartar el «mucho porno que hay en Internet». Como no lo soy me dedico a aprender nuevas tecnologías y a darle mi toque especial a todo aquello en lo que me involucro.

Salvo cuando tengo que pasar a comprar algo para reponer en la despensa, trabajo al lado de un Hipercor, y si no he quedado con nadie en Madrid, salgo a coger el tren, nuevamente escuchando música y disfrutando del fresco que ya empieza a caer al anochecer, y me dirijo directamente al piso, a quince o veinte minutos del trabajo. Una vez en el piso, tal como decía al principio, recojo un poco, me ducho, leo algo en Internet y luego algún libro en la cama. Y a sobar. Ese ratito en el que ando por el piso haciendo y deshaciendo es cuando más echo de menos a mi mujer, porque el resto del día, aunque intercambiamos muchos correos, apenas tengo tiempo de pensar en nada más que en el trabajo. ¿He dicho que me lo estoy pasando muy bien en él pese a que podríamos considerar las actividades actuales rayanas en el trabajo basura?

Y ese es el día a día de mi último mes, algo más ya, en Madrid. Nada apasionante y nada como para escribir una novela mínimamente interesante. Pero no deja de ser lo que me pasa a mí y es lo que disfruto. Como me recuerdan cada día los compañeros de trabajo: «pronto llegarán tiempos peores«. Así que, aunque insustancial y ridículo, mi ritual o rutina diaria, no deja de ser una aventura apasionante. Al menos en un sentido microscópico y muy particular.

Para cuando se publique esto, si el avión no se ha caído en el Atlántico, hará como dos horas que estaré trabajando, repitiendo un lunes más la rutina que con excesivo detalle he descrito en esta entrada. Con la diferencia de que esta semana no volveré a Las Palmas el viernes y tendré el fin de semana para disfrutar y conocer, al menos durante las horas de sol -o bajo una capa de nubes, lo que toque-, Madrid. Por unos motivos u otros al final he estado yendo y viniendo todos los fines de semana desde que publiqué la anterior entrada relativa a mi estancia en la capital. A partir de ahora, y hasta Navidad, será mi mujer la que venga a conocer conmigo esta ciudad que tiene más de un rincón digno de mencionar. Esperemos que «los tiempos peores» se dejen esperar unas cuantas semanas más.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Un Dios colérico

Y bien, Dios estaba ahí todo el tiempo para lo bueno y para lo malo, generalmente para lo malo, porque se trataba de un Dios colérico, violento, castigador, fanático. Dios era un fanático de sí porque vivía entregado a su causa de un modo desmedido, como si en lo más íntimo desconfiara de la legitimidad de sus planes o de sus posibilidades de éxito. Podríamos decir que era un nacionalista de sí mismo. Tenía otras caras, pero ésta dominaba sobre las demás. Lo raro para un pensamiento ingenuo como el nuestro era que lograba estar sin estar, pues se manifestaba a través de su ausencia, que lo llenaba todo.

El mundo
Juan José Millás
Booket

La condición de la existencia es la frialdad

[...] Recuerdo sobre todo que el frío no venía de ningún lugar, por lo que no había forma de detenerlo. Formaba parte de la atmósfera, de la vida, porque la condición de la existencia era la frialdad como la de la noche es la oscuridad.

El mundo
Juan José Millás
Booket

El frío de la infancia

En el principio fue el frío. El que ha tenido frío de pequeño, tendrá frío el resto de su vida, porque el frío de la infancia no se va nunca. Si acaso, se enquista en los penetrales del cuerpo, desde donde se expande por todo el organismo cuando le son favorables las condiciones exteriores. Calculo que debe ser durísimo proceder de un embrión congelado.

El mundo
Juan José Millás
Booket

Para tener éxito, dobla tu tasa de errores

Y es que la gente también suele creer que la invención genial suele llegar en un destello de inspiración, de un plumazo, con un grito de «¡Eureka!». Pero tampoco. Normalmente, la combinación de ideas perfecta no llega enseguida, sino que requiere decenas, cientos o incluso miles de pruebas -y errores. Hay que fracasar mucho de camino al éxito. O como dijo Thomas Watson, el fundador de IBM, «Si quieres tener éxito, dobla tu tasa de errores». Edison tuvo que probar más de 10.000 filamentos minerales y vegetales de todas la proveniencias imaginables hasta que dio con el tungsteno [...]

Alta diversión
Eduardo Jáuregui / Jesús Damián Fernández
Editorial Alienta

sábado, 7 de noviembre de 2009

Esclavos de nuestra libertad

Hoy día no estamos bajo estos totalitarismos, sino bajo otro más intangible. El sistema que nos esclaviza es muy, muy sutil: somos esclavos de nuestra libertad, de nuestro sistema libre. Nos hace infelices, pero lo aceptamos porque lo contrario es la no libertad. Rebelarnos contra la democracia y el libre mercado es rebelarse contra nuestra propia libertad. Parecemos encerrados en un laberinto sin salida.

El vendedor de tiempo
Fernando Trías de Bes
Empresa Activa

Crisis de utopías

La economía debe integrar aspectos que vayan más allá de lo convencional. Erich Fromm lo planteó en su momento: «¿Por qué hemos de tener individuos enfermos para conseguir una economía sana?». La economía aguanta (de momento), pero muchos individuos, no. Y no olvidemos que la economía la sustentan, sobre todo, los individuos. ¿Qué está pasando? Se precisa, urgentemente, una utopía para reemplazar a las que se perdieron. Hay crisis de utopías, de eso estoy seguro.

El vendedor de tiempo
Fernando Trías de Bes
Empresa Activa

Vender tiempo es una amenaza

Lo que TC entendió es que la venta de T suponía un riesgo para el sistema, una amenaza para cualquier producto, un problema potencial para cualquier negocio. La falta de T constituía la base de infinitas y estresantes necesidades de las personas. Vender T era una amenaza para la sociedad de consumo.

El vendedor de tiempo
Fernando Trías de Bes
Empresa Activa

Vender a toda costa

[...] Sin embargo, este tipo de contradicciones no era algo nuevo en la sociedad de Un Sitio Aleatorio: también se fabricaban automóviles que podían alcanzar los doscientos kilómetros por hora, cuando el límite máximo era de ciento veinte, o se permitía actividades industriales con niveles contaminantes por encima de lo que se acordaba en foros internacionales de medio ambiente, o se permitía la venta de tabaco, aun a sabiendas de que provocaba enfermedades mortales. Estaba claro que de lo que se trataba era de vender a toda costa, sin importar demasiado las consecuencias. La venta de T estaría en conflicto con ciertas actividades, eso estaba claro; pero mientras se tratara de crear consumo, pasaría por encima de cualquiera de ellas, ya que el consumo era la actividad económica de superior rango en el país, pues generaba crecimiento.

El vendedor de tiempo
Fernando Trías de Bes
Empresa Activa

lunes, 2 de noviembre de 2009

Circulares ingeniosas

[...] Por ejemplo, hay momentos durante un proyecto en los que conviene volverse a estudiar esta joya de la teoría del management, y distribuirla entre los miembros del equipo:

LAS SEIS FASES DE UN PROYECTO:
  1. Entusiasmo.
  2. Desilusión.
  3. Pánico.
  4. Búsqueda de culpables.
  5. Castigo de los inocentes.
  6. Recompensa y honores a los no participantes.

Alta diversión
Eduardo Jáuregui / Jesús Damián Fernández
Editorial Alienta

Las consecuencias del estrés

Hoy en día los grandes depredadores escasean en las ciudades, pero seguimos condicionados por estos reflejos de simio, lo cual explica cómo tantos ordenadores acaban siendo víctimas de nuestros atávicos ataques de rabia. Son reacciones que aún pueden salvarnos la vida de vez en cuando, pero que la mayoría del tiempo resultan bastante poco eficaces, especialmente en los entornos corporativos.
      Las peores consecuencias del estrés, sin embargo, son las que se derivan de su activación continuada: el estrés crónico. Por un lado, la excitación física y mental provoca el agotamiento, el insomnio, el desgaste del sistema circulatorio y todo tipo de dolores físicos. Por el otro, la inhibición de los sistemas secundarios nos proporciona trastornos digestivos, una reducida capacidad analítica, y una mayor vulnerabilidad a las enfermedades. Desafortunadamente, muchos de nosotros conocemos demasiado bien este estado de emergencia corporal permanente.

Alta diversión
Eduardo Jáuregui / Jesús Damián Fernández
Editorial Alienta

Empresas serias, con buen sentido del humor

[...] Pero dentro de esta seriedad, el humor también desempeña su papel. Isabel Aguilera, directora general de Google España lo expresa así: «El tema de la diversión va más allá del aspecto exterior, de los juguetes, de la decoración que tenemos. No se trata de estar todo el día contando chistes o de jarana. Para mí el sentido del humor es algo más profundo -incluso diría que algo más serio. Significa ser una persona estimulante, ser positivo, saber disfrutar, animar a tu alrededor, desmitificar la jerarquía, tener sensibilidad hacia las personas, ser capaz de destensar una situación, reírte de ti mismo, admitir tus errores y tolerar los de la gente que te rodea».

Alta diversión
Eduardo Jáuregui / Jesús Damián Fernández
Editorial Alienta

El humor, eficaz técnica de ventas

En un momento concreto de la negociación, el vendedor realizaba una oferta que en algunos casos incluía un detalle cómico («bueno, mi oferta final es de 100 dólares, pero si la aceptas, te regalo además mi rana de compañía»), y en otros casos no. Al final se pudo comprobar que las personas que escucharon esta oferta divertida acabaron pagando un precio medio más alto. O'Quinn y Aronoff concluyeron que el humor puede ser una técnica de venta muy eficaz.

Alta diversión
Eduardo Jáuregui / Jesús Damián Fernández
Editorial Alienta