miércoles, 19 de mayo de 2010

"Blackberrizando" con el Mac (1)

Hace unos días me preguntaron si podía echar una mano con un proyecto para BlackBerry [Web oficial]. En realidad no te preguntan, te «asignan». Y luego te preguntan, por eso de ser mínimamente cariñosos, si te ha dolido. Se trata de una nueva versión de un producto ya existente. Durante mi estancia en Madrid estuve con ese proyecto. Heredé el código. E hice lo mejor que pude con el poco tiempo que nos dieron. Sí, existe tiempo negativo en los proyectos de software: «para ayer». Ahora había que repetir proeza. Y parece que querían contar conmigo de nuevo para ello. A alguien hay que echarle la culpa si las cosas no funcionan, ¿verdad? Pero la cosa se está complicando un poco en el trabajo. Nos mandan a trabajar desde casa —presuntamente y sin confirmar aún— y yo en casa lo único que tengo son equipos Mac. Confieso que no me apetece mucho andar metiendo otra mesa y otro equipo de sobremesa únicamente para trabajar, porque en la empresa seguimos usando Windows para todo. Bueno, en los servidores no tanto, porque Linux es «gratis». Y ya se sabe: en tiempos de crisis, ¿quién se resiste a la palabra gratis?

Visto el panorama, y mientras el cliente se decidía a aceptar presupuesto —porque la fecha es inamovible, pero el dinero se puede negociar—, opté por dedicar unos días a intentar desarrollar para Blackberry desde Mac. Pero claro, los de RIM parece que han decidido no darle mucha importancia a esa posibilidad. Sí, tienen un plug-in para Eclipse (Java) que solo funciona en Windows. Así no vamos a ninguna parte, verá usted. ¿Cómo se come que un producto sea monoplataforma cuando se desarrolla sobre una herramienta multiplataforma? Siempre existe la posibilidad de la virtualización en el Mac para ejecutar una máquina Windows, algo que no me es del todo ajeno. Como comenté hace ya lo que se me antoja un muchillón de años. Sin embargo, es una opción que prefiero evitar en la medida de lo posible. Por cierto, el IDE (JDE) de RIM para el desarrollo en BlackBerry es una castaña absoluta. Para muy masoquistas. Y el plug-in es para «darle de comer aparte».

Suerte que hay gente que no se amilana con facilidad y se metieron a resolver este problema antes que yo. Qué grande es Google, sí señor. No logro llegar a imaginar cómo sería el desarrollo, la programación de sistemas complejos, sin Internet ni Google entrando en la segunda década del siglo XXI. Supongo que aún estaríamos perforando tarjetas para escribir algoritmos en Fortran o algo similar. Así que, tras buscar durante un buen rato, porque parece que tampoco hay tanta gente con la misma inquietud —o ya está todo dicho al respecto—, di con algunos buenos enlaces:


Esta entrada de hoy tiene, principalmente, la función de servir de recordatorio para el futuro («Cuadernos del tolete»). Pruebo millones de cosas y, cuando pasa el tiempo, he olvidado cómo lo hice. Y, lo que es peor en muchos casos, de cómo se debe desinstalar para no tener el ordenador completamente lleno de porquería. Así que, sin querer llegar al nivel de las entradas referidas antes, sí que hago un pequeño breviario de lo realizado. Pero antes toca resumen de los artefactos software que se van a necesitar durante el proceso:


Y ahora sí que vamos con los pasos, en versión resumida. A modo experimental he decidido poner, al principio de cada paso, qué artefactos se requieren o sobre los que se actúa. A ver qué tal:

  1. [Windows] Descargar JDE de BlackBerry.
    Ya tenía del trabajo tres versiones distintas (4.2.1, 4.5.0 y 4.7.0). Cogí las tres.
    Existe la posibilidad de usar los componentes del plug-in de Eclipse para Windows. Descarté esta opción por tener ya los JDE anteriores.
  2. [Windows, JDE] Instalar JDE en Windows.
    Parece una perogrullada, pero habrá quien quiera extraer el contenido de los paquetes directamente. No merece la pena.


  3. [Windows, Mac, JDE] Copiar las carpetas JDE desde Windows a Mac.
    ¿Hay que explicar esto?


    Opté por meterlos dentro de la carpeta Librería de mi perfil.

  4. [Mac, Eclipse] Descargar e instalar Eclipse.
    Yo opté por la versión para desarrollos J2EE con la intención de aprovecharla para otros menesteres (la parte servidor se hizo usando JSF, por ejemplo; lo que fue un error, por poner otro ejemplo).
    «Instalar» Eclipse se traduce en copiar la carpeta descargada al directorio que mejor nos convenga. Yo al de Aplicaciones, por hábito.

  5. [Mac, Eclipse, JDE] Configurar entorno de Eclipse para usar JDE.
    Este punto está muy bien explicado en el apartado Prepare your workspace del enlace a Slashdev (arriba).


    Importante hacer referencia a la documentación de las API's de BlackBerry para aprovechar la ayuda en tiempo de edición de código.
  6. [Mac, JDE, MPlayIt] Descargar el SDK MPlayIt y extraer la versión universal de preverify.
    La versión que viene con los JDE no se puede usar en Mac OS X, así que se puede obtener una válida del SDK MPlayIt. Una vez descargado, copiar el archivo preverify que hay en la carpeta ./mpp-sdk/osx/preverify y copiarlo al directorio bin dentro de cada uno de los JDE instalados.

  7. [Mac, Eclipse, BlackBerry Ant Tools] Descargar e instalar BlackBerry Ant Tools.
    Esto es bastante sencillo, pues se trata de un archivo JAR que se copia en cualquier parte.
    Opté por seguir el consejo del artículo de Slashdev (apartado Setup and classpath) y lo metí dentro de ./eclipse/plugins/org.apache.ant_1.7.1/lib.
    Hay que añadir el JAR a la lista de entradas ANT disponibles.


    En este punto ya podemos compilar un proyecto para BlackBerry. Sin embargo no podemos cargar nada en un dispositivo pues para ello hay que firmar los binarios. Lo que requiere de la obtención de certificados.
  8. [Mac, JDE (SignatureTool.jar), Class Editor] Descargar y usar Class Editor para modificar constantes de los archivos internos de SignatureTool.jar
    La herramienta para firmar los binarios de BlackBerry solo funciona en Windows. Un problema con el carácter de separación de directorios.
    Hay un artículo que explica lo necesario para hacer hacking de SignatureTool.jar [@ Slashdev: Using sigtool in Linx].
    En este punto ya seríamos capaces de compilar y generar binarios firmados aptos para los terminales. Siempre y cuando nos hayamos hecho con los certificados pertinentes, lo que requiere darse de alta como programador para BlackBerry.
  9. [Mac, MacPorts] Descargar e instalar MacPorts.
    No hay mucho misterio al respecto, salvo que antes de poder usarlo se necesita disponer de una versión de XCode [@ Apple Developer: página de descarga] instalado.
    Descargar la versión del instalador que corresponde a la versión de Mac OS X de que se disponga. La de Snow Leopard es distinta de la de Leopard.
  10. [Mac, MacPorts, Wine] Instalar Wine
    ¡OJO! Dependiendo de si tienes Leopard o Snow Leopard hay que actuar de forma distinta.
    Si tienes Leopard, en el enlace de Azizuysal (arriba) está perfectamente explicado lo que tienes que hacer.
    Si tienes Snow Leopard, entonces la cosa se complica un poco. La versión de Wine que está a día de hoy en MacPorts (1.1.x) no funciona en este sistema operativo. Hay que usar el paquete alternativo wine-devel o esperar a que publiquen la versión 1.2. Peeeeeerooo, existe otro contratiempo, y es que esta wine-devel no funciona como versión x86_64, que por defecto es como se instalan todos los paquetes de los que depende, por lo que hay que forzar a la hora de instalar a que se use la «variante universal»:

    De esta forma, todos los paquetes de los que depende wine-devel se instalarán para funcionar tanto con x86_64 como i386.
    El proceso es bastante lento. En mi caso tardó casi una hora. Por lo que este punto se puede arrancar al principio de todo, mientras se va configurando el resto de elementos.

Y hasta aquí llegué. Andaba peleándome con Wine para arrancar el simulador siguiendo los pasos descritos en Azizuysal cuando me comunicaron que, de momento, quedaba fuera del proyecto. Así que toca limpieza para no dejar basura innecesaria instalada en el Mac. Si vuelven a incluirme ya reinstalaré lo que necesite. Y seguiré investigando para conseguir lanzar el simulador y depurar el código de BlackBerry en Mac. Sin embargo, de momento, mejor dedico mi tiempo en cosas más productivas. Más productivas ara mí, al menos.

De cara a desinstalar las cosas, los pasos serían:

  1. Desinstalar MacPorts [@ MacPorts: 2.5. Uninstall]
  2. Eliminar la configuración personal de Wine y la caché de WineTricks: rm -rf ~/.winetrickscache y rm -rf ~/.wine
  3. Limpiar el archivo ~/.profile.
    MacPorts incluye unas líneas en el archivo .profile del directorio de usuario para añadir a la variable $PATH los ejecutables que se descarguen por esta vía.
  4. Eliminar la historia de Class Editor: rm -rf ~/.ce
    Class Editor crea un directorio oculto en el directorio del usuario con su «hostory» (No es una quedada lo de la «o» donde debería ir una «i»).
  5. Eliminar el directorio donde se copiaron las carpetas JDE.
    En mi caso sería con rm -rf ~/Library/RIM
  6. Eliminar Eclipse: borrar directamente la carpeta de Aplicaciones.
  7. Borrar todos los paquetes intermedios descargados

Con esto último ya quedaría limpio —presuntamente— el equipo.

A esperar que vuelvan a incluirme en un proyecto BlackBerry para seguir investigando al respecto. En tal caso indagaré en lo que me falta para escribir una segunda parte de este artículo. Mientras, a otra cosa.

lunes, 17 de mayo de 2010

'La carretera'

La última semana de mi destierro en Madrid, cuando ya empezaba el ciclo de «despedida y cierre» con los amigos, intercambié algunos presentes con algunos de los más afines. En realidad quería regalar a más gente, pero el tiempo se me echó encima y apenas pude encontrar casi nada que me llamase la atención. A Kiko sí tenía claro qué le iba a regalar. Le regalé la versión en DVD de la película 'Home' [reseña], de la que siempre hablo maravillas, y él me regaló una novela de Cormac McCarthy [@ Wikipedia] que le había parecido muy buena: 'La carretera' [@ Wikipedia]. De hecho el intercambio de regalos entre nosotros dos se realizó de forma simultánea la misma mañana, pues yo le quería dar la sorpresa con la película y él quiso darme a mí una sorpresa con el libro. Y los dos, de forma fortuita, elegimos el mismo día para dar la sorpresa. Por cierto, sí, hablo del mismo Kiko que me caricaturizó como un sabiondillo pedante.

Después de obsequiarme junto al libro una magistral charla informativa sobre el autor, al que yo en mi supina ignorancia desconocía completamente, me recomendó encarecidamente su lectura concluyendo con la afirmación «estoy seguro que te va a gustar». Y el tiempo dicta que la razón no le ha faltado. Desde que viese las películas 'Cuando el destino nos alcance' [@ Wikipedia] y 'Mad Max' [@ Wikipedia], en mi pubertad tardía o en mi adolescencia tamprana, no recuerdo, he sentido cierta inclinación, cierta pesimista predisposición, por los destinos apocalípticos y por los futuros distópicos; aquellos que considero como el final más probable de nuestra civilización. No hay nada como una buena distopía para sentirte de verdad agradecido por vivir dónde vives, cómo vives y cuándo vives. Ya se sabe aquello que reza «no sabrás lo que vale hasta que lo pierdas».

Siguiendo su deseo expreso para que lo leyese lo antes posible, lo encajé entre los «cinco próximos», mi especie de cola de la suerte, que siempre están esperando y, en el último fin de semana, entre despedidas, preparativos y maletas, y pese a que tenía una sinusitis de caballo —algo que no supe hasta que llegué a Las Palmas, por cierto—, me lo leí. Casi de una sentada. Lo que tampoco tiene mucho mérito porque apenas supera los dos centenares de páginas y, en el formato de bolsillo, cada página tiene una superficie más bien pequeña. Pero este no sería el único motivo. El verdadero motivo, la causa de que me tragase en un santiamén la novela, es que la historia es magnífica, aunque trágica, y está genialmente escrita. Engancha.

      ¿A vuelo de cuervo?
      Es una manera de hablar. Quiere decir en línea recta.
      ¿Y llegaremos pronto?
      No mucho. Bastante. Nosotros no vamos como los cuervos.
      ¿Porque los cuervos no han de seguir la carretera?
      Por eso mismo.
      Ellos van por donde quieren.
      Sí.
      ¿Tú crees que puede haber cuervos en alguna parte?

Como supongo sucederá con muchos otros escritores a los que aún no he tenido la fortuna de leer, y no sé si tendré la suerte de llegar a hacerlo con la mayoría de ellos, amén de los que he descubierto en estos últimos tiempos y han resultado ser magníficos, leer a Cormac McCarthy ha resultado ser una experiencia fantástica, casi sublime. Su prosa es sencilla. Pero su uso magistral de las oraciones cortas y contundentes, capaces de hacer visualizar nítidamente lo que está narrando, hace que llegue a resultar adictivo leer una tras otra las palabras del texto. Es, simplemente, hipnótico. Al menos en mi caso, me sentía como deslizándome línea tras línea de un texto marcado por la tragedia y por el destino claro y cierto que correrán sus protagonistas. Y aún sabiéndolo, sigues y sigues con la esperanza de que no sea eso en lo que acabará. Es, llana y claramente, un libro duro y dramático pero fantástico. Un must read. Un libro que merece mucho la pena leer. En cuanto al autor, se trata de un escritor en el que debería uno incurrir en su lectura. Yo lo tengo ya apuntado como candidato a ser leído con pasión en el futuro. A poder ser no muy lejano.

Hace mucho tiempo que dejé de ir al cine con frecuencia. Básicamente voy cada tres o cuatro meses acompañado de mi sobrino, camino ya de los quince años. Alguna película de acción de esas en las que generalmente no tienes gran cosa en lo que pensar salvo en las cada-vez-más-exageradas escenas de acción. Cuando vi el anuncio de La carretera —se puede leer una reseña de la misma en la web de Distorsiones, las cuales resultan siempre muy entretenidas— estuve tentado de ir. Pero me dije que ya haría lo mismo que hago siempre. Esperar a que saliese en alquiler, o venta, y disfrutarla en alta definición en mi casa. No me importa esperar pues en casa dispongo de todo lo necesario para disfrutarlas en todo su esplendor. Supongo que de haber visto la película no hubiese llegado a leerme el libro. Por mucho que me lo hubiesen regalado y recomendado. Pero he tenido la suerte de que no fuera así. Se puede decir que el descubrimiento de este libro ha sido, por tanto, doblemente afortunado. Algo de lo que me alegro muchísimo. Y después de leído el libro, no sé si llegaré a ver la película alguna vez. Quién sabe. Es algo que tampoco tiene mayor importancia. En los últimos años he desarrollado un mayor gusto por los libros que por las películas. En cualquier caso, por cambiar de asunto y dar término a la entrada de hoy, me disgusta que hayan puesto la imagen de la película como portada del libro. ¿Pero qué le vamos a hacer si los chicos del marketing editorial tienen esa forma de pensar? Ahí queda.

viernes, 14 de mayo de 2010

Los preliminares laborales

Hoy me he levantado algo nostálgico, y con eso de que llevo una racha por el estilo y que los medios no hacen más que recordarnos la precariedad del mercado laboral, he decidido arrancar una nueva saga que he catalogado como 'memorial del besugo', en honor a mí mismo, y en la que contaré, así en plan abuelo cebolleta mi escasa experiencia laboral que tan solo se remonta a unos 15 años ya.

No, no todo será sobre la industria informática. Aunque poca cosa, también he picado de otras profesiones.

Nunca he sido especialmente aficionado al trabajo físico. Es más, mis padres podrán dar fiel testimonio de que siempre he rehuido, de las formas más imaginativas posibles, o simplemente profiriendo berridos y alaridos, cualquier forma de ejercicio laboral que implicase sudar, agotarme o, simplemente, desplazarme cuando estaba echado disfrutando de alguna película. Vamos, gandul desde la cuna.

Sin embargo, con la mayoría de edad recién rascada, una nada merecida contractualmente hablando paga semanal era insuficiente para mis ínfulas de larva consumista. Así que, cuando se me brindó la posibilidad de sacarme unas cinco mil pesetillas laborando los fines de semana, no lo pensé demasiado y dije que sí a la oferta de mi tío para que colaborase, cobrando en lo que vulgarmente se llama en negro, la susodicha cuantía por prestarme a cargar, cual mulo en proceso de ilustración y humanización, material sensible —y no tan sensible— con el que se montaban y preparaban los conciertos en aquella época, que de forma general, se desarrollaban en el Estadio Insular.

Confieso que, aún siendo alérgico al trabajo duro, cuando del género físico hablamos —lo mío siempre ha sido más intelectual, casi platónico con el trabajo—, me lo pasaba bastante bien acarreando maderos, metales, cables y, cuando la confianza abundaba, algún aparataje de índole eléctrico o electrónico y de especial delicadeza con el que se mezclaban los sonidos o se manipulaban los focos. Además de por la alevosía y nocturnidad de nuestras actuaciones, cuyo mayor delito era el pecado de estar despiertos a tan intempestivas horas monta que te monta y desmonta que te desmonta, el trabajo era duro y agotador. Mala combinación cuando tienes que cargar con material que pesa treinta kilos y tú apenas te mantienes en pie del sueño. Y en mi caso, además, agravado con una fisionomía de enclenque irreversible. Suerte que, ya entonces, era bicho noctámbulo que, sumado a las expectativas de tamaño ingreso y beneficio, hacía que el sueño no pegase en mí. Casi siempre. Pues confieso que, ya puestas a estar en plena confesión una más que abunde no hará daño, una de las veces di una cabezada en mitad de un concierto. Creo que era de Luz Casal y, pese a no sentir nada en particular ni con ella ni contra ella, la verdad es que ni el ruido del equipo de sonido, ni de la gente gritando en las gradas del estadio, consiguió evitar que cerrase los ojos por unos minutos. No hay nada como el ejercicio físico y la sensación de un trabajo bien hecho para dormir a pierna suelta.

Lo de disfrutar de un concierto era poco habitual. En realidad tampoco trabajé tantos fines de semana como para poder establecer lo que caía dentro de lo normal y lo que habría de quedar fuera, pero de los fines de semana empleados en tan lucrativa actividad creo que sólo entramos a dos conciertos. Lo habitual era montar el escenario por la tarde noche, que el concierto se celebrase en la siguiente noche y nosotros recoger por la mañana del siguiente día. Viernes, sábado y domingo. Ese era el compás. Siempre que confíe en que la memoria no me la esté jugado. Pues ya se sabe que la memoria y la historia rara vez son compatibles, y poco más quiero ahondar en este binomio que forma expresiones tan mediáticas como 'memoria histórica'. Pero por cierto hay que tener que mi memoria me falla muchas veces y es posible que el proceder común fuese de otra forma. Sin embargo esto es lo que yo recuerdo. Viernes por la noche montas, sábado por la noche concierto, domingo por la mañana desmonte y almacenaje. El equipo caro no, claro. Ese se montaba poco antes del concierto y se recogía inmediatamente. Pero esto era más bien ligero, en poca cantidad y se encargaba otra gente de su transporte, colocación y uso. Gente a la que rara vez veíamos pues nosotros actuábamos antes y después de llegar e irse ellos. Nosotros éramos los del armazón, los del continente, los del escenario. Casi siempre.

A veces, sin embargo, un partido o la necesidad de tener el material en otra punta de la isla para encadenar conciertos nos hizo casi trabajar de corrido. Montar, gozar del concierto, desmontar y guardar. O trasladar a otro sitio y repetir ciclo. En estas ocasiones lo lógico era esperar en las proximidades a que terminara el concierto para, en tiempo récord, recuperar hasta la última astilla. Y no se me ocurre nada más cercano que estar en las mismas gradas del concierto. Creo recordar que así disfruté dos, el de Luz y uno dedicado a la música salsa. Y hasta ahí soporté la experiencia de los conciertos. No me gustan las aglomeraciones de personas y no aprecio, en general, los berridos en directo. Eso sí, Luz Casal llegó a un ensayo de sonido horas antes del concierto y, perdónenme los fanes de la susodicha, parecía una jacosa desesperada por su dosis de metadona. Esa fue una buena anécdota.

Las operaciones de carga y descarga, de montaje y desmontaje, duraban horas. Así no era extraño llegar a casa a las cinco de la madrugada habiendo empezado a las diez u once de la noche, reventado y hecho una verdadera mierda pues la ropa estaba como para ir directamente al cubo de la basura. Hay que ver la cantidad de hollín y polvo que se acumula en el material empleado en los escenarios de los conciertos. Años de laca de sustrato de detrito es lo que había en esas superficies que, con esfuerzo y dedicación, rozaba por toda mi ropa durante el transporte de un punto A a un punto B a una velocidad moderada dada mi escasez de fibra muscular. Y la verdad, tras cada experiencia no me quedaban muchas ganas de repetir. Pero gracias a estos infrecuentes ingresos que se repitieron durante unos meses, pude llevarme dinerillo contante y sonante en el bolsillo con el que pagarme algún capricho en mi visita a la Expo del 92. De hecho, el mismo día que embarcaba hacia la Expo terminé de desmontar un escenario, fui a casa, me duché y salí para el muelle a coger el barco. Y ese sí que fue mi último escenario. Terminaba la temporada de conciertos y yo ya no repetiría al año siguiente.

jueves, 13 de mayo de 2010

'Los muertos vivientes'

Lo mío con los comics hace mucho tiempo que terminó. De hecho la última vez que seguí una serie fue la de Nathan Never y, hasta que reencontré los volúmenes en una caja, se podía considerar que eran tesoros perdidos; absolutamente perdidos. Ahora son tesoros reencontrados y pronto, me temo, estarán camino de la planta de reciclaje de papel. Parece que nadie estaba interesado en que se los regalase.

Todo lo anterior no significa que no lea comics. De vez en cuando sucede. Algo fortuito e inesperado. Como sucede que de vez en cuando cae un asteroide lo suficientemente grande como para extinguir cualquier forma de vida del planeta. Sucede y punto.

Ya he dicho que lo del día de reyes en mi familia es para darnos de comer aparte. Pero vamos, que ya metidos en faena, hay que hacerlo bien. Así que, dado que mi hermana tiene desarrollado un extraño gusto por el universo zombi, y siempre bajo petición suya como regalo alternativo, le regalé lo que se llevaba publicado de la serie de cómics 'Los muertos vivientes' [@ Wikipedia]. Mi hermana, zombis y cocina —todo sea relacionado con el acto de comer, eso sí—, y yo, libros y ordenadores Apple. Siempre hay un equilibrio en el Cosmos. Cada uno con sus filias y sus fobias. Eso sí, las mías dan la sensación de ser más caras. Suposición falaz, por cierto. A mí un ordenador me dura tres o cuatro año. A mi hermana un paquete de macarrones le dura un día. Con suerte.

Aunque yo con los comics no tenga una relación pasional a estas alturas de mi vida, no voy a negarme a disfrutar de alguno si se presenta la oportunidad. Y ya se sabe que uno —al menos yo— regala esperando poder disfrutar del regalo hecho. En general cuando se trata de libros y películas. ¿Pero por qué no de un cómic también? Así que, aprovechando alguno de los fines de semana que volvía a mi casa durante el destierro en Madrid, le pedía alguno de los volúmenes y me lo leía antes de volver a coger un avión. Sin embargo no ha sido hasta mi regreso de tan largo destierro que he podido darme el atracón definitivo. Al menos hasta que publiquen el siguiente, porque la serie aún no ha concluido con nueve publicados —acabo de ver en la Web de la editorial que han sacado el número diez. A ver si convenzo a mi hermana que se acerque a comprarlo para poder leerlo este fin de semana—.

Yo no soy aficionado al género de terror, en general, ni al de los zombis, en particular. Así que me cogí el primero pensando que sería otro refrito más dentro del género. Y lo es. Al igual que lo es la mayoría de la cocina hecha por los grandes chefs del mundo, en la que su aportación va más en la línea de mejorar lo ya hecho que en inventar grandes platos. Eso sí, al igual que estos últimos, el autor, un tal Robert Kirkman [@ Wikipedia], consigue darle su propio toque y hacer que enganche. Hay momentos realmente brillantes que te hacen creer que es hasta original. Después de nueve volúmenes leídos, aún tengo ganas de saber cómo sigue la historia. Ha habido bajones en la calidad argumental —al menos desde mi punto de vista—, pero en general toda la historia está muy bien construida y presentada. Ayuda en eso unos dibujos bastante decentes y una atmósfera genialmente reconstruida gracias al blanco y negro y a las tonalidades de gris que hay entre medias. Digo «decentes» porque los de Tony Moore [@ Wikipedia] en el primer volumen me parecieron buenísimos. El segundo, sin embargo, de la mano de Charlie Adlard [@ Wikipedia], me pareció una basura. Cierto que a partir de ahí mejora bastante, pero sigo creyendo que los del primero estaban mucho mejor hechos. Cuestión de gustos.

Resumiendo, una vuelta de tuerca más al género de terror de zombis que, pese a que a estas alturas no goce de ser precisamente original, merece la pena ser disfrutado. Se disfrutará más si te gusta el género en particular. Pero que nadie descarte llegar a apreciarla, porque realmente puede llegar a resultar muy entretenida de leer.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Desarrollo para Blackberry usando Mac

Me interesa desarrollar para Blackberry desde el Mac. Aquí van unos enlaces en los que me estoy apoyando para conseguir que funcione la cosa:

@ Software Nuggets.
@ Slashdev.
@ Azizuysal.

A ver qué tal.

Los parques de atracciones en Orlando

Haca un mes rompía el silencio sobre el último viaje que he realizado hasta la fecha, las dos semanas que pasamos en Florida a finales de septiembre del año pasado, y comentaba una serie de impresiones que traje conmigo. Esto fue una visión más o menos general.

Mickey en Disney's Hollywood StudiosHoy, por eso de hacer algo más variado el contenido de este mi pequeño rincón para la búsqueda de la trascendencia personal, ahondaré un poco más en el tema y me centraré en los parques de atracciones de Orlando. Orlando es una ciudad construida por y para los parques de atracciones. El que diga lo contrario miente como un bellaco. Y he descubierto que lo mío no es andar de parques de atracciones. Es más, me parece una de las formas más absurdas de pasar el tiempo. Desde luego, lo que se dice divertido, no lo es tanto. O, al menos desde mi punto de vista, la cantidad de minutos que pasas divirtiéndote no compensa la cantidad de minutos que pasas no divirtiéndote. Creo que puedes considerarte verdaderamente afortunado si consigues que, por cada diez minutos que pasas cociéndote bajo el sol, sudando mientras esperas a que la cola avance la millonésima parte de un milímetro o, directamente, viéndote arrollado por multitudes de gente, logras disfrutar uno. Porque esa es, más o menos, la relación de tiempo entre lo que hay y lo que no hay. Yo creo que es un problema de percepción sensitiva el negarnos a confirmar que es así, pero estoy completamente seguro de haber pasado más tiempo en colas, caminando de un sitio a otro, pasando calor en definitiva, que disfrutando de una atracción en concreto. La media de duración de las atracciones como montañas rusas y «zarandeo en general» era de apenas un minuto, si llegaba. Y la de atracciones tipo espectáculo, de unos cinco o diez minutos. Hacer una cola de cuarenta minutos —porque tuvimos suerte que no fuimos en temorada alta, cuando hay que esperar hasta casi dos horas para entrar— o hacer tiempo caminando y dando vueltas de un sitio a otro, sumando varios kilómetros andados al final del día, creo que no compensa la brevísima duración de aquello a lo que acudes para divertirte. Cuando te divierte. Porque hay veces que ni eso. En realidad casi todas las veces no te diviertes. La mayoría de los espectáculos que vi no consiguieron despertar en mí un gran interés, la verdad. Es más que probable que eso haya que achacarlo, al menos en parte, a mi deficiencia a la hora de defenderme con el inglés. Idioma bastante bárbaro, por cierto.

Un AT-AT en mitad del parqueEn dos semanas que íbamos a estar, decidimos que la mitad del tiempo la dedicaríamos a los parques de atracciones. Hasta este viaje nunca había hecho ni programado un viaje orientado a los parques de atracciones. De hecho, siquiera había estado en un parque de atracciones el tiempo suficiente como para hacerme una idea clara de qué iba esto. A lo más que había llegado es a visitar el parque de atracciones de Madrid con los amigos y sus hijos para que fueran estos últimos los que se divirtieran montándose en las atracciones. Nunca había hecho un viaje —ni planes— siendo yo el que tendría que disfrutar con las visitas a los parques. Pero allí estaba y ese era el plan.

De los casi tres billones de parques de atracciones —abuso de la confianza del lector con mi tendencia a exagerar, obvio— que hay en Orlando, descartamos todos los acuáticos. Lo que nos dejaba una cantidad bastante más limitada, pero que sumando todos los alternativos, por llamarlos de alguna forma, aún se hacían muchos para el tiempo que habíamos decidido dedicar a este menester. Así que hicimos lo que hace todo el mundo: Ir a los parques de atracciones oficiales o más conocidos, tanto de la factoría Disney como de los estudios Universal. En total, seis parques de atracciones. Cuatro de Disney y dos de Universal. Y, salvando alguna más que honrosa experiencia «que sí que vale que me lo pasé bien» puntual y que francamente no merece ni la pena tener en cuenta por lo fortuito y extraño del fenómeno, mi sensación residual es que fueron seis días tirados por el retrete. Completamente. El dictamen final es que desperdiciar esos seis días no solo no me enriquecieron sino que, a la larga, me empobrecieron como ser humano. Horrible.

Fuegos artificiales Magic Kingdom


De lo que comentaba en la entrada del mes pasado sobre esa sensación de que todo resultaba artificial, fue en los parques donde más me embadurnó esa forma de ver lo que estaba viviendo. Por ejemplo, en el Animal Kingdom, pese a los animales de verdad y ser en buena parte un zoológico, me inundaba, casi me ahogaba, esa sensación de que era un espacio para el conformismo o para la cobardía. Conformismo de aquel que no puede ir a un entorno de verdad, tal vez Kenia, y recurre a este zoológico con toxinas de parque de atracciones para hacerse la ilusión de vivir la experiencia de un safari. O que es demasiado cobarde para ir a Kenia y apenas se asoma al bordillo del acantilado. Era todo tan falso, que no podía sentir más que pena por aquellos que parecían estar pasándoselo bien. ¿Tal vez se estaban negando a sí mismos experiencias más reales, más vívidas? Animal Kingdom fue, con diferencia, el peor de los parques de atracciones que vimos en ese tiempo. El Epcot Center fue, tal vez, el mejor, hasta que te adentras en el World Showcase o como le llamen. Una suerte de Expo desvirtuada y ridícula donde, supuestamente, tocaba visitar los pabellones de los países participantes y donde, con suerte, podías farfullar una especie de «oh, vaya» enarcando una ceja e intentando que no se notara mucho que estabas fingiendo sorpresa. Uno detrás de otro todos fueron por un estilo. Casi patético.

Tal vez resulte tajante, pero es mi vida y es lo que cuenta. Visitar Orlando por sus parques de atracciones fue una experiencia absurda que no me aportó nada de nada. Salvo la visita de Cabo Cañaveral. Pero eso lo contaré más adelante. Cada una de las visitas servía únicamente para reforzar esa sensación de hastío que me producía tanta vivencia sintética. Y, sin embargo, parecía que había gente que sí que se divertía. ¿No será entonces que soy yo el raro? Séalo o no, está claro que la integridad física de aquel que me mencione la idea de viajar a un parque de atracciones puede correr serio peligro. O, lo que es peor, lo puede correr su integridad psíquica. Se arriesga a que le detalle, una por una, las peores vivencias que he tenido en el viaje a Florida. A menos que seas masoquista, o un lector concienzudo de esta entrada, en particular, y del blog en general, es algo que no te recomendaría.

Orlando es para padres con niños. Padres que no tengan miedo al hastío profundo y que sean capaces de ilusionarse con la ilusión vivida por sus hijos. Y niños lo suficientemente pequeños como para no desarrollar un criterio propio, amén de ser lo suficientemente grandes como para aún tragarse e identificar el sentimiento abstracto de ver a sus personajes favoritos. También sería apto para adultos sin capacidad crítica. De esos, lástima, los hay muchos. Para los demás, creo que es muchísimo más apasionante apuntarse a una ONG. O a un torneo de dardos. Seguro que menos artificial resultará todo.

martes, 11 de mayo de 2010

El juego de las hamacas

El otro día leí un artículo bastante interesante sobre cooperación. En uno de los experimentos de los que se habla en el susodicho artículo, se comenta la utilización de un minimundo computerizado donde existe un recurso limitado. Los participantes, creí entender que todos universitarios, podían explotar el recurso tanto como quisieran —tanto como pudieran, sería más adecuado— para maximizar su propio beneficio compitiendo con el resto de recolectores. Lo que al final acababa por agotar el recurso de forma irreversible. También podían, si contaban con la oportunidad de comunicación adecuada, auto-organizarse para, no obteniendo así el máximo beneficio teórico posible, sí pudiesen prolongar la explotación en el tiempo. Es interesante la conclusión al respecto en que, cuando se da la oportunidad de organizarse, se acaba consiguiendo un esquema de trabajo gana-gana en lugar de un gana-pierde o, directamente si proyectamos mucho más en el futuro, desembocar en un pierde-pierde.

Disfrutando de mi cumpleaños en el SurDesconozco el perfil y la forma en que se seleccionaron a los participantes. Tampoco conozco la forma en que se realizó la valoración del experimento. Ni el experimento en sí mismo. Sin embargo, creo que se está despreciando un efecto previo importante. Aunque nunca se diga abiertamente, cuando alguien participa en un experimento de este tipo, ya se antepone a su comportamiento habitual con un prejuicio cognitivo. El de «quedar bien» o, tal vez más acertado, «hacer lo que se espera de mí». Sospecho que estos estudiantes, ya reflejados en múltiples estudios y conocedores de que su actuación podría ser reflejo de la total Humanidad, optan por hacer lo mejor que puedan hacer por dejarnos en buena posición a todos nosotros. No es un hecho constatado, claro está, pues ni siquiera recuerdo lo suficiente de análisis e inferencia estadística como para montar un experimento. Perdón. No recuerdo nada de la mencionada materia como para hacer un cálculo coherente de la mediana de una sucesión de valores; lo que ya es casi patético. Como para ponerse a hacer una valoración seria del experimento mencionado. Sin embargo, hay una experiencia común, que observo con cierta frecuencia, y que me hace pensar de la forma que acabo de contar. Se trata del juego de las hamacas.

Con la llegada de la primavera, ya empieza la temporada en que nos escapamos a pasar algún que otro fin de semana en el sur de la isla. Para descansar y recargar pilas exponiéndo nuestros excesos alimenticios al astro rey. Es una máxima universal bien conocida que el número de hamacas es bastante inferior al número de personas que puede haber en un complejo de apartamentos o bungalows en un momento dado. La diferencia de sombrillas resulta aún más marcada. Simplemente, no hay tantas hamacas —ni sombrillas— como seres —digamos— humanos hay en el complejo en un instante dado. De esta forma, las hamacas —y las sombrillas— se transforman en un recurso escaso altamente codiciado. Y que, desde mi particular punto de vista, sirven de campo de experimentación nada despreciable, aunque no lo suficientemente estudiado.

Ya conté alguna anécdota al respecto en como cerdos en un chiquero. Así que no es nada nuevo por aquí. Pero no deja de sorprenderme. Por lo que ahondaré un poco más. A diferencia de años anteriores, ahora intentamos conseguir la estancia lo más cerca posible de la piscina. Hasta ahora hemos tenido suerte y nos toca en una esquina. Pero esta ubicación me permite ver cómo se desarrolla el juego. No me gusta pasar mucho tiempo al sol, pero me gusta sentarme al aire libre a leer. Así que, desde la puerta del bungalow puedo ver cómo se desarrolla el drama en todo su esplendor. Al menos cuando levanto la vista del libro. Y la cosa es más o menos la misma de siempre. En un rato —aún no hemos llegado a la época realmente alta de turistas— se cogen todas las hamacas. Entre las ocho y las nueve de la mañana ya es raro ver alguna libre. No hay nadie, pero todas están marcadas con las respectivas toallas. Las primeras que se ocupan son aquellas en las que da antes el sol y las que tienen sombrillas al lado. Hasta después del desayuno no empieza a aparecer gente, pero —a ojo de buen cubero— calculo que en un momento dado, sumando los que hay en el agua más los que están tomando el sol, no se alcanza a ocupar más del 40% o del 60% de las hamacas. No me lo he tomado muy en serio, pero yo estoy por apostar un brazo —a poder ser de (un) gitano— en que siempre hay, al menos, un 40% de las hamacas, el recurso escaso, desocupado en todo momento. Una cantidad nada despreciable. Sin embargo, habiendo tantas hamacas libres, siempre ves que hay gente que llega con su toalla bajo el brazo, confirma la inexistencia de hamaca libre, y se da media vuelta a ver si tiene mejor suerte en alguna de las otras piscinas del complejo. Esto se repite varias veces a lo largo del día. Alguna vez descubres a alguien más arrojado que directamente quita alguna de las toallas y se apodera de una hamaca. Esto es muy poco habitual de observar. La gente prefiere recular, evitar conflictos, e ir a buscarse la vida por otro sitio.

En el experimento que mencionaba al principio, se sostiene que abrir la posibilidad de coordinarse —ventanas de conversación— facilita una explotación más justa de los recursos. Sin embargo, mi observación directa, es que teniendo la absoluta posibilidad de conversar unos con otros la explotación de las hamacas se sigue haciendo de forma completamente ilógica y abusiva. ¿El problema de Babel? ¿Se puede responsabilizar a la dificultad de hacerse entender con gente de otro idioma? ¿Es un problema de diferencias culturales? No creo que el idioma sea un problema real. Tampoco observé que los alemanes, los franceses, los ingleses, los chinos o japoneses, y menos aún los canarios, se comportaran de forma distinta. Una vez aprehendido que el éxito es hacerse con las hamacas a primera hora eso es lo que harán, indistintamente de la nacionalidad, rango de edad o nivel cultural que los pueda diferenciar. ¿Es, tal vez, entonces un problema de exceso de libertad para comunicarse? En el experimento de Marco Janssen parece que el tiempo para coordinarse era limitado, por lo que tenían que dedicarlo, exclusivamente, a resolver las mejor estrategia gana-gana. ¿Deberíamos entonces vivir en cápsulas y que nos dejasen únicamente hablar cinco o diez minutos para tener una convivencia más equilibrada? Realmente no lo sé, pero sospecho que en una situación tan absolutamente nimia y superficial como puede ser el juego de las hamacas podemos encontrar sintetizada la conciencia del ser Humano. Habría que observarla más, pues es un entorno realmente natural, donde no existe la sensación de que una entidad moralmente superior podría estar juzgándonos (como puede sucederle a los estudiantes de los experimentos universitarios). Aquí el que me juzga es alguien en igualdad de condiciones y al que, por qué negarlo, puedo considerar moralmente inferior como para aceptar cualquier crítica a mi forma de comportarme. Es una experiencia donde coexisten, durante un corto período de tiempo, gentes de perfiles totalmente diferentes. También creo que es un entorno perfecto donde proponer mejoras y ver cómo se desarrollarían.

Aunque, tal vez, también es posible que no sirva absolutamente para nada y que lo que se vive en el campo de las hamacas sea algo espurio y sin sentido. Que la forma en que actuamos en la consecución de las hamacas no diga nada de lo que somos realmente y que en el momento de la verdad, siempre seremos justos, cooperantes, ciudadanos ejemplares y, por qué no, mejores personas…

Por favor, que alguien llame a una ambulancia, que acaba de entrarme un ataque de risa y creo que me va a dar un soponcio.

lunes, 10 de mayo de 2010

'Imágenes en acción'

Después del tremendísimo chasco del noveno título de la saga Mundodisco, 'Eric' (reseña), no tenía muy claro si dedicarle tiempo al que cumplía la decena o, simplemente, dejarlo amarillear y pudrirse con la pila de libros de la colección que terminé de recibir hace ya casi un año y que sigue esperando a que la lea. Casi que estaba por la labor de regalarlos. Puede que los últimos libros de humor que he leído me hayan ablandado lo suficiente como para darle una nueva oportunidad a esta franquicia que tan buenos momentos me ha hecho pasar anteriormente. Y a eso me puse.

Voy descubriendo que hay una especie de constante con la serie de Terry Pratchett de la que pocos libros se salvan. Se trata de que me cuesta pillarles el punto. Los arranques se me complican en los libros de esta saga. Se me hace cuesta arriba. En algunos cuesta más y en otros menos, incluso nada, aunque estos son realmente raros. En casi todos siempre tengo que leer unas cuantas decenas de páginas hasta que la historia y yo vamos entrando en calor. 'Imágenes en acción' no es la excepción. De hecho me costó algo más de cincuenta páginas empezar a sentir ese roce que hace el cariño. No digo que esto haga malo el libro o la historia. Simplemente que los comienzos son casi neutros. Ni frío ni calor. Entiendo que esto pueda hacer que la gente se aleje de esta literatura. Pero también sé que si se les da el tiempo suficiente, de media unas veinte o treinta páginas, acaban enganchando y, salvo una extraña excepción de momento, acaban recompensando enormemente. En este caso 'Imágenes en acción' tampoco es una excepción. El final es divertidísimo, fantástico y merece la pena leer (e imaginarse) la inversión de papeles de uno de los clichés del cine de todos los tiempos. Y no digo más para no reventar uno de los mejores momentos de la historia. Que no el único.

      —Ah, claro, porque guardar caballos es un trabajo difícil —asintió el hombre—. Hay que aprender todos los matices, hay que ensayar el estilo descarado pero no demasiado atrevido del experto. La gente no solo quiere que le sujetes el caballo, ¿sabes? Quieren una experiencia de sujetado de caballos.
      —¿De verdad?
      —Quieren un encuentro divertido y una cucharada de ironía —siguió el otro—. No es solo cuestión de coger las riendas.

El décimo libro de la saga de Mundodisco es un libro ligeramente más largo que la media de los que me he leído hasta la fecha y que te cuenta una historia ajena a los arcos argumentales presentados hasta el momento. No va de brujas, ni de magos —bueno, estos sí que aparecen—, ni de la Muerte —que siempre acaba apareciendo de una forma u otra—, ni tampoco la guardia nocturna de la ciudad. En esta ocasión la sátira y la visión crítica y mordaz se centrará en el mundo del cine tras su invención por los alquimistas. Su supuesta invención. Y todo la locura que trae con ello. Es un libro que merece la pena leer porque, al menos para mi gusto, y tras pasar una primera parte más bien sosa, va mejorando poco a poco hasta llegar al clímax final. En el camino habrá buenos momentos con los que echarte unas buenas risas. Recomendado.

domingo, 9 de mayo de 2010

Ich bin ein Programmierer

Para el que no sepa alemán en el título pone «soy (un) programador». Yo no tengo ni idea de alemán, pero mi tío me pasó una vez un curso en vídeo donde el protagonista empezaba precisamente así, presentándose como Peter (Pita) y aclarando que era programador: «Ich haiße Peter und Ich bin programmierer». O algo así. No pasé de los primeros cinco minutos. Luego lo volví a intentar en un curso de Radio ECCA y lo dejé al mes. No me disgusta el idioma, pero soy muy mal estudiante. Sin embargo, no es de mi (inexistente) conocimiento del idioma alemán de lo que quería hablar. Lo del título era para darle un toque exótico a la entrada de hoy. Hoy es mi cumpleaños. Treinta y ocho años ya. ¡Joder, y yo con estos pelos! Bueno, sin pelo, que la alopecia en mi caso es hereditaria.

Al grano.

Llevo casi un cuarto de siglo con ordenadores. No. Llevo un poco más de un cuarto de siglo. Empecé con el Spectrum «teclado de goma» (que ocasionalmente simulo para echarme un partida con algún juegazo histórico). Con doce años recién cumplidos copiaba los listados en BASIC que venían en la revista MicroHobby (para los muy nostálgicos, acudir al sitio MicroHobby Forever en busca de todos los números editados). A los pocos meses ya estaba programando mis propios juegos. Cutres, como no podía ser menos, pero eran míos y me llenaba de orgullo cargar la cinta y que los amigos jugasen durante unos minutos a alguna pantalla inacabada. Entonces los juegos se medían —a veces su dificultad— por pantallas. Tiene veinte, cincuenta, ciento setenta, mil pantallas. El scroll era algo muy raro de ver. Sobretodo en los juegos con una temática más elaborada. Mis juegos estaban creados, eso sí, con las técnicas que aprendía de otros. Mi padre compraba religiosamente las revistas que salían al mercado y me había regalado un libro de programación en BASIC. Con catorce cumplidos leía —y entendía— código en ensamblador del Zilog Z80 y del MOS 6510. Nunca hice gran cosa con ellos, salvo colgar los ordenadores por saltos condicionales mal condicionados, pero soñaba con hacer grandes juegos. Mi ilusión era ser programador de videojuegos. En el verano posterior a mis diecisiete cumpleaños acudí a un curso de lenguaje C y mi profesor de matemáticas de COU, que ha sido un referente en mi vida, me retaba a que programase un algoritmo para resolver recursivamente el determinante de una matriz. Hacía filigranas en las clases de informática del instituto —al menos comparativamente con el resto— y, al parecer, todos menos yo tenían muy claro que sería informático. Menos yo porque acabé matriculándome en Ingeniería Industrial para, después de dos años, darme cuenta que no me gustaba y cambiar de carrera. Sí, me pasé a la Facultad de Informática y acabé siendo licenciado en esta disciplina. Antes de convertirse en Ingeniería. Eso sí, buena parte de los últimos meses que pasé en la Escuela de Ingenieros los dediqué a discutir cómo se debían programar buenos algoritmos de métodos numéricos. Por entonces ya hacía incursiones a las clases de Algoritmos de primer curso de Informática a escuchar a Adolfo, a Juan de Dios o a Zenón. Me encantaba la búsqueda de raíces en polinomios, en particular, y los métodos numéricos en general.

Debo confesar que me siento contento con mi profesión. Me gusta. Creo que he tenido suerte. Muchísima suerte. Durante la mayor parte de mi vida profesional he hecho lo que me ha gustado. Incluso lo que me ha dado la gana. Algo que no mucha gente puede decir. Gente que trabaja en cosas que no les dicen gran cosa o cuyos motivos son fundamentalmente prácticos: ganar dinero. No digo que sean malos profesionales, ni que sea ilícito enfocar la vida profesional a ganar dinero, todo lo contrario. Pero es triste ver que hay un divorcio entre sus vidas profesionales y sus vidas personales. Mucho se habla de conciliar vida laboral y personal, pero a veces parece que se pierde de vista que no hay nada más increíble de experimentar que la satisfacción de saber que te pagan por disfrutar con lo que haces. Yo he podido experimentarlo y me siento contento por ello. Aunque no es menos cierto que he pasado épocas muy malas en esta profesión. Cuando acabas asumiendo que eres un mercenario que lucha en guerras que te son ajenas. Hay síntomas claros, como cuando empiezas a quejarte de las horas extra —nunca he escuchado a un niño que se divierta que está haciendo horas extra y que se tiene que ir ya a la cama—, o a refunfuñar porque no te gusta cómo se hacen las cosas (la Trilogía del Cenutrio es muestra ejemplar de ello). En esos casos intento poner remedio. ¿Qué hay más importante que divertirse trabajando? ¿Recuerdas cuando eras un niño y todo lo emprendías con ilusión y determinación? (Descubierto aquí). Se me ponen los pelos de punta viendo este vídeo. De verdad que lo siento por todos aquellos que sentencian cualquier discusión acudiendo a todo lo que ganan, a su forma de dar a entender lo bien que les va en la vida. Yo, me divierto. Al menos buena parte del tiempo. Y, para colmo, he tenido suerte también con las condiciones salariales.

Supongo que profesionales que desempeñan otras muchas profesiones pensarán lo mismo de las propias, pero dejé Ingeniería Industrial al descubrir que allí poco se trascendería. En los apenas dos años que aguanté vi cómo muchos de los que entraron conmigo se iban polarizando hacia el pensamiento único del dinero. Muchas discusiones versaban sobre lo que se ganaba haciendo de Ingeniero y sobre las atribuciones exclusivistas que impedían a otros hacer lo que ellos llegarían a hacer una vez acabada la carrera. Y el «prestigio social» que ello acarrearía. Pero… ¿cuándo tocaba hablar de lo divertido que sería? En esos casos se recurría a las borracheras del fin de semana o a temas de otra índole distintos a la carrera que cursábamos. Mientras yo me lo pasaba pipa haciendo mis tocamientos al código o, aún mejor, leyendo sobre programación y tecnología. Mayoritariamente he sido un teórico —un ideólogo— que un experimentalista, eso también es cierto. Abrahan Maslow ya presentaba en su Pirámide que el fin último del ser humano es trascender, que yo entiendo como perdurar en las experiencias de otros. Aún en el anonimato. Yo lo percibo cuando veo un edificio de hace siglos, incluso milenios, y me imagino a los que lo diseñaron y si se preguntarían cuánta gente lo visitaría y lo alabaría en el transcurso de los siglos. Lo aprecio en un libro cuando lo disfruto y sé que será un libro que en varias generaciones seguirá siendo bien valorado. En un parque cuando, de un proyecto para dotar de algo de verde a los grises edificios aledaños observas cómo se congregan personas para disfrutar de la compañía. ¿Paseará anónimamente el diseñador y sonreirá viendo cómo los viejecitos juegan a la petanca y teniendo un motivo para reunirse con los convecinos? En informática, en especial en la programación, detecté el potencial de y la facilidad con que se podían engendrar fenómenos emergentes —algo con lo que ha jugado la ciencia ficción durante mucho tiempo—. Lo veo en la misma historia de la industria, cuando de un garaje sale una idea y una compañía que, décadas después, es casi una religión para sus adeptos. O en cómo unos pocos miles de líneas de código se transforman en una red social y la interacción entre software, hardware y personas trasciende fronteras y horarios. ¿Cómo se consigue tanto con tan poco?

Todo esto se me ocurrió hace unos días, cuando buscando en Internet las revistas con las que yo me crié y aprendí a programar, para enseñárselas un día a mi sobrino, tropecé con un ejemplar de la revista ZX, portada que he elegido para ilustrar la entrada de hoy, y (re)descubrí el primer artículo de programación de videojuegos que leí. Ahora bastante tosco y desfasado, pero esos fueron mis comienzos. Y recordé cómo nos juntábamos unos cuantos por las noches para intentar hacer un simulador de naves espaciales. O las largas conversaciones con mi amigo Juan Manuel después de clase, en octavo de EGB, sobre programación en ensamblador, control de interrupciones del procesador y, en general, sobre ideas para hacer videojuegos en los que siempre aparecía la bomba megamasacrator de implosión cuántica. Entonces era un niño. Y ahora lo sigo siendo. No renuncio al placer que me provoca descubrir cosas nuevas en esta profesión de la que, aún habiendo muchos tiempos muertos sigo orgulloso de practicar. ¿Quién quiere ganar más dinero cuando llegas a casa con la sonrisa de un niño tras currar mogollón de horas? Sí, vale, muchas horas, pero— ¿cuánta gente puede decir que se ha divertido jugando en el trabajo? Y es que, en el fondo, y pese a todo lo demás que he tenido que ejercer durante estos años, sigo siendo un programador. De lo que hoy en mi treinta y ocho cumpleaños me siento especialmente orgulloso. Un programador. Y hay quien dice, incluso, que de los buenos.

viernes, 7 de mayo de 2010

'El asombroso viaje de Pomponio Flato'

De Eduardo Mendoza no he leído mucho. Los dos primeros de la trilogía del detective innombrado, hace muchos años y que volveré a leer como paso previo a meterme con la tercera de las novelas, y 'Sin noticias de Gurb'. Éste último no me gustó especialmente. No, ver escrito Eduardo Mendoza en la portada de un libro no suele despertar especial interés en mí. Sin embargo, con esta enfermedad crónica que deriva en consumismo inusitado y que se estimula con los títulos de los libros, se me iban constantemente los ojos al último libro que ha publicado: 'El asombroso viaje de Pomponio Flato'. Mi familia sabe que tengo una cantidad insultante de libros que aún no he leído —y que dudo que alcance a leer en toda mi existencia—, pero también sabe que aprovecho los eventos especiales como el día de reyes para regalar libros con la alevosa mala intención de ser beneficiario indirecto del presente. ¿Qué mejor se puede hacer con un libro que leerlo? Pues cuanta más gente lo lea mejor. Y si yo soy de los afortunados, qué te voy a contar. Así que, aprovechando los regalos de relleno le regalé a mi mujer la catorce edición y, pasado el tiempo discreto para no despertar sospechas, me lo zampé en dos días.

Y mira que me he reído con el libro. No me lo esperaba tan entretenido. De principio a fin se te hace corto, pues además de ser un libro corto —no llega a las doscientas páginas— se te van las hojas unas detrás de otras por la cantidad increíble de situaciones extravagantes, las dosis masivas de humor y el enorme volumen de sátira —y a veces de mala leche— que rezuma por los cuatro costados. Se te pasa volando el tiempo leyendo las peripecias de un filósofo con un vocabulario excesivo y pedante que se ve protagonizando las pesquisas como detective inusual y algo andrajoso, requeridas por un niño singular que desea resarcir la honra de su padre, acusado de asesinato que jura no haber cometido pero que prefiere aceptar antes de contravenir su conciencia contando lo que no debe, y salvarlo así de una muerte segura. Todo ello ocurrido en un Oriente Próximo que la narración sitúa cronológicamente a principios de la era cristiana.

Y hasta aquí puedo leer para no entorpecer el placer de su lectura con más datos de los justamente necesarios.

[…] Como están obligados a convivir los unos con los otros día y noche, desde la infancia hasta la muerte, tienen por norma estricta evitar la familiaridad que con toda seguridad derivaría en conflicto y degeneraría en enemistad. Por esta causa extreman la formalidad y la discreción y son muy ceremoniosos. Comen y duermen separadamente, y cada vez que se dan por culo se hacen mil reverencias y se interesan por la salud del otro y por la marcha de sus negocios, como dos amigos que se reencontraran tras una larga ausencia. […]

Un libro en grado sumo entretenido, con un lenguaje especialmente rico —disfruto de forma especial con textos donde se hace un uso extenso de un vocabulario poco común, aunque comprensible—, con un gran sentido del humor y plagado de personajes disparatados y conversaciones y situaciones hilarantes. ¿A quién no le gusta reírse? Yo lo hice mucho con las aventuras —más bien desventuras— del protagonista, Pomponio Flato. A mandíbula batiente.

Un must read por méritos propios.

miércoles, 5 de mayo de 2010

'Encuentros en el fin del mundo'

Hay una canción de Sabina que, a marcha de Rock, nos narra el anhelo humano por soñar y vivir otras vidas distintas a la que vivimos. Está en nuestra naturaleza —casi diría que escrito a fuego en algún transposón tramposo heredado de alguna permuta génica con algún virus en la prehistoria— la insatisfacción perenne que nos obliga a buscar más. A desear más. Hasta el que proclama a los cuatro vientos estar plenamente satisfecho con su forma de ser, hacer y estar, desmiente con sus actos tal afirmación con la búsqueda de más y de más, repitiendo —intentando repetir, al menos— y reiterando el esquema de su éxito. Fromm diría que persisten en su modo de vida orientado al «tener» en lugar de vivir en el «ser». Pero allá cada cual con sus pupas y sus penas.

Sabina eligió ser un pirata cojo. A diferencia de muchos compañeros de aula, yo estoy contento con la profesión elegida, me identifica y me sigue regalando momentos de placer intelectual, pero no negaré —no puedo hacerlo— que en mi vida ha habido, hay y habrá momentos en los que he soñado, sueño y soñaré, he anhelado, anhelo y anhelaré, experimentar lo que podrían haber sido otras vidas. Quizá otras profesiones. Pirata con una pata de palo podría ser una de tantas buenas experiencias que vivir, pese a que la hemos heredado edulcorada en las proyecciones cinematográficas. Aunque en mi caso no hay una sola vida que prefiriese vivir, hay muchas que me encantaría experimentar, de los primeros exploradores de los polos terrestres sería aún mejor que abordar calaveras, bergantines, goletas y demás naves españolas, inglesas u holandesas según la bandera que me apadrinara y el viento de dónde soplara.

Con este esquema mental —potaje o puré, que dirían algunos— no es extraño que la atípica película documental 'Encuentros en el fin del mundo', dirigida por Werner Herzog, me haya encantado. Me la compré en Blu Ray en un arrebato consumista de esos que tanto me caracterizan, sin tener la más mínima idea de qué iba la historia pero buscando imágenes con una definición tan extrema que me hicieran saltar las lágrimas de puro placer visual, y me tropecé con un documento humano realmente valioso e inestimable. Una obra de culto dedicada al ser, un tributo libre de prejuicios y cuya búsqueda perpetua toma descanso allí donde las líneas de los mapas convergen —expresión tomada de uno de los protagonistas del filme—.

Como el propio director proclama al principio, no es un documental de pingüinos más. En la película encontraremos personajes infrecuentes, realizando cosas aparentemente mundanas en parajes hostiles y nada comunes. Un experto en finanzas que cambió el éxito del dinero por la conducción de vehículo dedicado al transporte de personas —guagua, bus— de dimensiones irreales en la base o ciudad de McMurdo, en el Polo Sur del planeta. O el de un filósofo que maniobra un tractor grandísimo. O un lingüista cuidando de un vivero o un invernadero en mitad de una noche soleada. Todos, junto con otros personajes casi de ficción, conviven en un lugar no hecho para cualquiera y que, por esa suerte especial que da la narrativa, te presentan como lugar de encuentro. Algunos dirán que hay que estar mal de la «azotea» para irse a vivir y trabajar a un sitio como ese. A lo que yo les preguntaría «¿tú eres feliz?», porque esta gente sí parece serlo pese a las condiciones extremas en las que viven.

Sin embargo, pese a que el documental se centra en el motivo, en la causa, que persiguen aquellos que se lanzan a lo desconocido buscando vete a saber qué, no se desperdicia la oportunidad para visitar enclaves de investigación científica y presentarnos a los que allí trabajan y viven. Y, cómo no, meditan sobre la existencia y sus trabajos. Hay momentos para sorprenderse con la riqueza que nos regala este mundo, como el sonido extraterrestre que emiten las focas de Weddell bajo el mar helado. De verdad que merece la pena escucharlo. ¿Qué soñarían los exploradores en tiempos de Amundsen y Scott al escuchar esos sonidos, recostados en plena noche, tal vez añorando el calor de los cuerpos de sus amantes, cuando aún no existían sintetizadores y la imaginación colectiva sobre extraterrestres y platillos volantes no hablaba de efectos especiales digitales, de rayos láser o de sables de luz?

En definitiva, 'Encuentros en el fin del mundo' es un documental difícilmente encasillable que nos brinda una oportunidad exquisita para conocer a la gente que hace posible que hayamos llegado a lugares increíbles. Un 'must see' que, por la condición humana egocentrista reacia a aceptar lo distinto, lo genuino, difícilmente será apto para cualquiera. Creo sinceramente que se ha de contar y disponer de una sensibilidad especial y de una mentalidad abierta para poder disfrutar de un documento visual, espiritual y transcendental como éste.

martes, 4 de mayo de 2010

Imperativos existenciales

Rivera había llevado a Charlie en coche hasta el restaurante Cliff House, que daba a Seal Rocks, y lo había obligado a invitarlo a una copa mientras contemplaba a los surfistas de la playa. No era Rivera hombre morboso, pero sabía que, si iba allí las veces suficientes, al final vería a algún surfista atacado por un tiburón blanco. De hecho, confiaba angustiosamente en que ello ocurriera, porque, si no, el mundo no tenía sentido, no había justicia y la vida no era más que un ovillo enredado y caótico. Miles de focas en el agua y las rocas (el principal sostén de la dieta del tiburón blanco), centenares de surfistas en el agua vestidos como focas… En fin, era necesario que aquello ocurriera para que el mundo siguiera en pie.

Un trabajo muy sucio
Christopher Moore
La factoría de ideas