martes, 20 de noviembre de 2012

Un buen profesor, una buena explicación sobre el cáncer

Desde que he unificado los blogs, la idea de adjuntar vídeos —y fotos— ajenos en mis entradas me produce prurito intenso. Pero éste merece la pena. Mucho.


Sumamente entretenida la exposición. Así, creo yo, es como deben enseñarse las cosas.

Y muchos hábitos por adquirir; o recuperar. Ahora lamento no haber insistido en poner una bañera en casa.

La danza del quebrantahuesos

A Charles Darwin, durante su visita a Las Islas Galápagos, le intrigó sobremanera la fértil variedad de especies y cómo, siendo algunas tan parecidas entre sí, perteneciendo al mismo género, eran distintas según la isla donde se encontraban. O las diferencias de estas especies de las islas con las que catalogara en el continente. Fue ya ordenando sus notas de las islas, tras un viaje de cinco años, que propuso su famosa teoría de la evolución. Así, cada ecosistema, aún teniendo especies similares, acaba premiando unas u otras características. Está claro que, en este caso, el premio es la pervivencia de la especia. Cada ecosistema con sus particularidades.

Las democracias no dejan de ser también una forma de ecosistemas. En este caso se aprecian reglas distintas, pero a fin de cuentas, el «ciclo de la vida» no deja de ser un circuito de realimentación, que premia unas decisiones y castiga otras. Aunque a veces tengan que pasar décadas entre el acto o causa, y el efecto de la acción. Y entre el que la hace y el que la paga. De estudiar estos ciclos se encarga la dinámica de sistemas, pero de eso ya hablamos en otro momento. En este caso me interesa la parte "eco" del término, porque quiero hablar de géneros y de especies. Estoy pensando en una en concreto, el político.

Queda claro también que, como con Las Galápagos y sus pinzones, cada democracia, cada país, tiene sus propias variantes de políticos. Unas veces más diferenciadas que otras, pero lo que siempre hay y habrá son diferencias. No hay dos especies idénticas. Por mucho que la gente quiera generalizar, por aquello de simplificar, nunca será igual un político holandés que un político francés, y este será siempre distinto de uno italiano, portugués o español. Diferentes islas, distintas especies. Cierto, las diferencias podrán ser ridículas, pero lo que importa es que las hay. Algo tan sutil como los valores morales, o el sentido de utilidad social de su labor, pueden marcar una gran diferencia iteración tras iteración del ciclo social. Ya lo predice la Ciencia del Caos, pues no en vano según que ala bata con mayor fuerza una mariposa monarca al salir de su rama en México, puede devastar Nueva York con un ciclón, o condenar a otro año de sequía al Kalahari. Y sí, todos son sumamente parecidos, pero un chimpancé y un humano comparten el 98% del ADN, y bien que nos apresuramos a notar las marcadas diferencias —en este caso supuestamente a nuestro favor— inherentes a tan escaso 2%. Definitivamente, cada país tiene una especie de político distinta. Y en el largo plazo, la mínima diferencia de sentido ético y deseo de función social de un político alemán comparado con uno español puede abrir abismos de realidad de su sociedad, y su correspondiente bienestar, cuatro décadas después.

Volviendo al "eco" que prefija el sistema, un mismo género ocupa posiciones distintas allí donde tenga que sobrevivir la especia que agrupa. En todos los ecosistemas formará parte de la cadena alimenticia, de una forma u otra, ese «ciclo de la vida» que cantaban en El rey león. Aunque a veces tendrá un marcado carácter de depredador, de depredable o, directamente, de carroñero. En España, por desgracia, nuestros políticos caen principalmente en este último grupo. Siempre hay excepciones, cierto, pero en este caso no «hacen la regla» sino que nos recuerdan permanentemente aquello de lo que carecemos y, por ende, preferimos ignorarlos despiadadamente no fueran a recordarnos constantemente la mediocridad de nuestros soberanos estadistas. Así que, por simplificar, aún en deterioro de la credibilidad de algunos buenos políticos, concluyamos que los nuestros, los de aquí, los de siempre —los de vocación reciente y los herederos de los ministros de ayer— caen mejor en el grupo de aquellos que carroñean dentro de nuestro particular ciclo de la vida.

Pero es el ciclo de la vida, un ecosistema, y eso significa que, aun siendo de poco agrado, cumplen una función y tienen algo que aportar al sistema. Por ejemplo, ayudar a que un trozo de carne pútrida sea digerida, pase a un estado de heces más fáciles de degradar por bacterias y, por tanto, luego alimentar a las plantas del entorno que crecerán más rápidamente. Pero hay veces que ni eso. El quebratahuesos, al igual que la hiena y el cocodrilo, tiene un estómago a prueba de todo. El ácido de su estómago es más corrosivo que el de una batería de coche, que ya es decir. Con tal portentoso estómago, es difícil que sus heces, ricas en calcio y ácido úrico, aporten gran cosa a otras especies del entorno. Salvo con su propia carne muerta, cuando su vida termina, y abona a plantas y alimenta a otras especies. Pero son animales de larga vida y, aún con su carne, no devolverán todo lo que consiguieron en vida. Pero aún es más, me arriesgaría a decir que allí donde caga el quebratahuesos, no vuelve a crecer la hierba durante mucho tiempo. Y eso, creo yo, es lo que nos pasa con nuestros políticos. Ciclo democrático, tras ciclo democrático, la cantidad de excremento no aprovechable que vamos acumulando de estas magnas e ilustres aves carroñeras, empiezan a resultar asfixiantes.

Con el quebrantahuesos pasa, empero, un fenómeno extraño. Algo que no sucede con otros animales que caen en su grupo. Es también un ave magnífica, y con su vuelo y sus alas desplegadas, nos embauca. Verlo sostenerse en el aire, sobrevolando el valle, o rozando los altos picos de una montaña, ahí con las alas extendidas y detenidas, flotando, como sucede con la mayor parte de la familia de rapaces, es de esos espectáculos que hipnotizan. Es un baile, una danza hermosa, de la que uno puede pasar horas disfrutando, que a uno le gustaría emular y experimentar en propias carnes, olvidando siempre que, en última instancia, el que la practica es un carroñero. Esto también pasa con nuestros políticos, que consiguen distraer, con su danza política, cual es su naturaleza basta y original y que es aquello que los mueve, que no es otra cosa que alimentarse de los despojos de una sociedad que van corroyendo hasta su tuétano. Pero todo espectáculo, por majestuoso, natural (o sobrenatural) y fascinante que sea, acaba aburriendo por repetitivo. ¿Estará pasándonos esto con nuestra fauna de estadistas?

Al carroñero lo define tanto su condición de tal como la necesaria existencia de la carroña. Y si nuestros políticos son al quebratahuesos, nosotros, por tanto, somos sus desahuciadas víctimas y sus efímeros herederos. Miren al cielo, a ver si ven alguno de estos majestuosos pajarracos sobrevolándoles. Con suerte no los observarán con ánimo alimentario, pero recen para que la próxima defecación no les caiga en la boca abierta de tanto estirar el cuello para atrás.

viernes, 16 de noviembre de 2012

«Debe ser muy especial»

¿Nunca habéis conocido a una mujer que os inspire amarla hasta que todos vuestros sentidos se llenen de ella, inhalándola, saboreándola, descubriendo en sus ojos a vuestros futuros hijos, y comprendiendo que vuestro corazón por fin ha hallado un hogar? Vuestra vida empieza con ella, y sin ella debe finalizar.

'Don Juan DeMarco' (1994)
Jeremy Leven
Ficha IMDB

El pseudo-dilema del prisionero, o cómo echarle toda la culpa a los servicios web con C#

El código de ejemplo se encuentra aquí. La solución .NET (Visual Studio 2012) contiene cuatro proyectos:
  • Nimio.Entidades - Definición de las entidades del «negocio».
  • Nimio.Frontal.Servicio.Pedidos - El servicio Web de ejemplo cuyos métodos devuelven tipos complejos
  • Nimio.Consolas.UsandoProxyCompleto - Aplicación de consola que usa el servicio web tal como Visual Studio genera el proxy incluyendo las estructuras de datos que devuelve.
  • Nimio.Consolas.ModificandoProxyManualmente - Versión de consola que, aunque tiene el mismo código básico, ha modificado el archivo Reference.cs para que deserialice el resultado de la llamada en las mismas estructuras de datos (clases) que devuelve el servicio web.

Desde abril tengo dedicación exclusiva a un proyecto y estoy desplazado en el cliente para el que lo estamos desarrollando, aunque mantengo el canal abierto con los compañeros del proyecto anterior por si hay algún asunto con el que yo pudiera echarles una mano. Hace unos días me llamaba uno de los compañeros para plantearme un problema. Contrarreloj, como no puede ser de otra forma en este negocio, tenían que aplicar una nueva directriz venida de ultramar y por la que, una aplicación Web que llevaba bastante tiempo funcionando, tenía que ser despedazada divida en dos partes, siguiendo el nuevo, novísimo, y ultradeterminante estándar de empresa: la parte cliente debe estar en una máquina y la lógica de negocio en otra. Tachá-a-a-a-a-a-an. Uno puede tomar dos caminos ante una situación así: a) discutir con el cliente, intentar hacerle entender que eso es poco menos que una tontería infinita y perder un tiempo precioso; o b) dedicarse a solucionar el nuevo problema en cuerpo y alma. Por suerte existen los repositorios de código y cuando entren en razón se podrá retroceder al punto previo a la última decisión inteligente.

Como decía al principio, mi dedicación es exclusiva para el cliente, por lo que no puedo dedicar mucho tiempo a otros temas, y menos aún desplazarme para ver el código del otro cliente. Pero había que echar una mano. El planteamiento era claro:

  1. La aplicación actual está dividida en capas.
  2. Hay cuatro capas (en realidad tres, porque la de acceso a datos está entremezclada con la definición de entidades y la de negocio).
  3. Las tres capas principales son Interfaz de usuario, Lógica de negocio + Acceso a datos, Entidades.
  4. Aunque la capa de interfaz no accede nunca a la capa de datos, depende de la capa de negocio y, al mismo tiempo, recibe las entidades.
  5. Las entidades ofrecen funcionalidad adicional más allá de ser continentes de datos. Por ejemplo funciones de validación, de cálculo de totales, de gestión de colecciones internas, etcétera. Estas operaciones son utilizadas también desde la capa de interfaz.
  6. Aunque a priori parece poco relevante, el proyecto está hecho en .NET con la versión 2.0 del Framework (y no se puede cambiar). ¡Tócate los…!

De forma visual, la arquitectura actual sería la que pongo en el siguiente esquema. Las flechas indican visibilidad y, por tanto, referencia a —o dependencia de— ensamblados:


Todo ello, recordemos, se ejecuta dentro de un mismo proceso: La aplicación Web original.

Lo que se quiere, mejor dicho lo que se está obligado a hacer, pasa por partir, lo más limpiamente posible, pero a la vez en el menor tiempo posible (para ayer), la aplicación llevando toda la lógica de negocio a un servicio web:


Sin embargo esto plantea un problema: ¿Qué pasa con el uso que se realiza desde la capa de interfaz de las funcionalidad adicional que tienen las entidades? ¿Cómo evito tener que reescribir la mitad del código de la interfaz?

Empecemos por los servicios web. En .NET, desde sus orígenes, se podía definir un proyecto de tipo Servicio Web ASP.NET y que los métodos web, más allá de devolver los tipos básicos del lenguaje, devolvieran tipos complejos (clases o estructuras). Internamente, lo que hacía el motor de ASP.NET era construir un serializador XML, pasar la instancia por él y devolver una estructura XML representando dicho objeto. El inconveniente es que en este proceso de conversión se pierde completamente cualquier funcionalidad adicional que tuviese la clase, de forma que el resultado es un cascarón de datos, vacío de cualquier otra funcionalidad. Otro de los inconvenientes es que se pierden las referencias. Si se serializa una colección en donde distintas posiciones referencian al mismo objeto, se devolvería tantas réplicas del objeto como referencias hubiera. Por lo demás, lo bueno que tiene la serialización XML de los Servicios Web ASP.NET es que hasta mi abuela entiende lo que devuelven.

Pero veámoslo mejor con un ejemplo. En el enlace que ya indiqué al principio de la entrada (ese cuadro tan bonito de fondo azul claro), se pueden descargar el código que utilizaré para la explicación. En esencia se trata de un ensamblado (proyecto) que contiene la definición de dos clases (nuestras entidades del caso de estudio), que son las siguientes:


Bastante simple, pero lo donde quiero poner el acento será en los métodos de la clase Pedido y en la colección de ítems, propiedad desglose. Por ejemplo, el código del método ValorPedido sería:

 
  public double ValorPedido()
  {
     double valor = 0.0;
     foreach (ItemPedido item in Desglose)
        valor += item.ValorAlmacen;

     return valor;
  }

(Recuerden: NET 2.0. No hay cosas como LinQ y tal y tal).

Teniendo ya definido el dominio de la solución, pasamos al servicio web. Todo el mundo sabe cómo se crea un servicio web en .Net con Visual Studio. Simplemente comentar que aprovechando la capacidad de estos de poder devolver casi cualquier cosa, la definición de un método será tal que:

 
  [WebMethod]
  public Pedido UltimoPedido()
  {
     List<pedido> pedidos = ListarPedidos();
     return pedidos[pedidos.Count - 1];
  }

Donde se puede apreciar que el método devuelve un tipo Pedido, clase que definimos en el ensamblado de entidades. Supongo también que sobra comprobar el resultado, pero estableciendo el proyecto del servicio web como proyecto de inicio, y la clase donde se define el servicio en sí, como el elemento de inicio, desde el propio Visual Studio podremos lanzar el navegador, que mostrará los métodos disponibles, la especificación de cada uno y, como último paso, invocarlo.


Queda consumir el servicio web. Una vez más Visual Studio nos lo pone fácil. Basta con decirle al proyecto donde nos interesa interrogar al servicio, que agregue una referencia a un servicio web. Al ser dentro de la misma solución, bastará con pedirle que sea uno de los definidos en la misma. Definir un espacio de nombres y chimpún. Esto es lo que se ha hecho en los dos proyectos de consola que se incluyen en la solución.


El código de aplicación de ambas consolas es casi idéntico. Al final del mismo se solicita que nos devuelva el tipo interno (el que asigna el compilador a la definición de la clase) tanto de Pedido como de ItemPedido. Tras ejecutar Nimio.Consolas.UsandoProxyCompleto obtenemos como resultado que los tipos no se parecen en nada a los que originalmente creamos, dentro del espacio de nombres Nimio.Entidades.


Realmente se trata de los tipos definidos para la creación del proxy al servicio web, generado automáticamente por Visual Studio cuando añadimos la referencia al servicio web. De ahí que el espacio de nombres incorpore el de la aplicación de consola seguido del asignado a la referencia al servicio web durante el proceso de añadido.

La otra diferencia está en el pedazo de código siguiente:

 
  double valor = 0.0;
  int cantidad = 0;
  foreach (ItemPedido item in pedido.Desglose)
  {
     valor += item.ValorAlmacen;
     cantidad += item.Cantidad;
  }

Hemos perdido los métodos de la clase Pedido, por lo que estamos obligados a repetir ese código nuevamente.

Si ahora revisamos el código de la segunda aplicación de consola, Nimio.Consolas.ModificandoProxyManualmente, veremos que se hace uso de los métodos de la clase pedido y que al principio del archivo se ha incorporado una cláusula using Nimio.Entidades; (lo que implica que también hemos añadido la referencia a dicho proyecto). Si, además, la ejecutamos, en la parte donde se solicita el tipo de compilador de cada una de las clases involucradas, se obtiene:


En esta ocasión parece que sí que sí es lo que queremos. ¿Dónde está el secreto? Pues lo que tenemos que hacer justo después de agregar la referencia al servicio web. Realmente Visual Studio invoca a una utilidad de línea de comando, WSDL.EXE, que genera una serie de archivos, entre ellos uno con código C# (o del lenguaje para el que se haya solicitado), pero que queda oculto. El archivo en cuestión es Reference.cs y la forma de acceder es solicitar en el Explorador de soluciones que nos muestre todos los archivos y navegar en el contenido, ahora visible, de la referencia al servicio web:


Una vez seleccionado editarlo realizando dos cambios:

  1. Incluir el uso del espacio de nombres de las entidades al comienzo, antes de la definición del espacio de nombres del proxy; y
  2. Comentar todas las definiciones de tipos internas, que suelen caer a mitad del archivo.


Con esto, y recompilando, ya podemos hacer uso del proxy del servicio web, que se encargará de invocar al propio servicio web, pero que a la hora de deserializar la respuesta, lo hará devolviendo las clases que nos interesa usar.

El único (y gran) inconveniente con este método es que si solicitamos actualizar la referencia, porque hayamos cambiado algo en la interfaz del servicio web, perderemos cualquier modificación que hubiéramos hecho manualmente. Sin embargo, con unos pocos cambios, podemos recuperar el uso de nuestras clases y, lo que es más importante, podemos satisfacer la demanda del cliente con muy poco esfuerzo, confiando en que el 99% del código actual podrá utilizarse sin cambios, reduciendo considerablemente el número de fallos a detectar en fases posteriores.

Otro cliente satisfecho.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Retrosobredosis de viagra

Cuando voy a escribir una entrada que no tenga que ver con un libro, siempre busco poner un título que haga referencia, así en plan metáfora, parábola, hipérbole o cualquier otra forma retórica, a lo que voy a contar. Pero para ésta, breve además, no se me ocurría nada mejor que «A pollazo limpio». Demasiado vulgar como para ser un titular de mi querida bitácora.

La cosa va de descubrimientos. De saltar de aquí para allá demorando el instante en que debo ponerme con cosas de mayor provecho. O lo que es lo mismo, usando ese término tan de moda en estos tiempos del «todo al instante», procrastinar como un verraco cimeriano en un burdel entre coito y coito.

A lo que iba. Dando saltos de un sitio a otro caigo en planetahuevo y de ahí a una pequeña relación de los peores videojuegos de la historia. Y de ahí al Custer's Revenge [@ Wikipedia]. Mira que yo tengo la mente sucia, pero los que diseñaron y programaron este videojuego debían cascársela con los tacos de lego. Madre mía, que atrocidad; estética y argumentalmente hablando. En YouTube hay varios vídeos, como éste. Eso sí es tener el pito tieso. Todo el rato. ¿Sobredosis de viagra?

Pero lo peor es que hay un remake circulando por ahí. Y también hay vídeo en YouTube. Mejores gráficos y mucha, mucha, muchísima «lefa». ¿Qué come ese tipo para dar tanta producción?

En fin, uno de estos momentos que hubiese preferido no experimentar. Mis recuerdos de los ochenta, que siempre han sido cálidos y a los que tenía tanto cariño, acaban de ser, por no encontrar una forma mejor de describirlo, sodomizados brutalmente. No podré volver a recurrir a ellos de la misma forma y con el mismo candor con el que antes los visitaba.

lunes, 12 de noviembre de 2012

'Las ventajas del deseo'

Han anunciado el tercer título del autor traducido al español y aún no he terminado y publicado la entrada del segundo, que lleva a medias desde tiempos inmemoriales. Leer 'Las trampas del deseo' [reseña] supuso el refuerzo a todo un descubrimiento realizado poco antes con la lectura de 'Freakonomics' [reseña]. Había despertado un gusto especial por los libros divulgativos donde se pone en entredicho la racionalidad humana y se nos cuenta, de forma amena, el resultado y las conclusiones de una serie de experimentos que, repito, ponen bajo sospecha nuestras teorías íntimas y nuestra visión particular del suelo firme que es —o debería ser— la (maldita) realidad, en lo que a su percepción inequívoca se refiere. Dicho de otra forma, que se ríen en nuestra jeta, se burlan y nos sacan la lengua, cuando aseguramos estar en plena posesión de la verdad absoluta sobre algo (o alguien). Estos son los libros que me gustan, sí.

En cuanto me enteré que Dan Ariely publicaba en lengua de Cervantes una continuación, que no sé si esperada o no, y que para mí fue casi tan sorpresivo su descubrimiento en las estanterías de una librería cuando andaba husmeando otras cosas como fue descubrir la existencia de la primera a través de un buen amigo, no dudé ni un momento en hacerme con ella. «Aquí tiene mi tarjeta» sonreí a la dependienta —con una de esas estúpidas sonrisas que sufre aquel que acaba de descubrir un gran tesoro y lo embarga un sentimiento de posesión que él sólo es capaz de entender— tras pasar las etiquetas del nuevo montón de libros que decidía cargar ese día a casa. Sonreía de sincera felicidad. Qué jodida es la estabilidad hedónica, qué jodida.

Tan contento estaba de comenzar a leerlo que hice gala de ello en la recientemente extinta cuenta de Facebook, contándolo a todos mis amigos y forzando el proselitismo hacia el autor. Que se sepa que había un nuevo libro de Dan Ariely, que yo ya lo tenía y estaba encantado de leerlo. El título de tonto ya lo tengo, así que habrá que aprovecharlo de vez en cuando haciendo tonterías. Por mucho que me arrepienta pasado el tiempo.

Puesto que no conseguimos prever el alcance de nuestra adaptación hedónica, como consumidores solemos necesitar adquirir siempre nuevas cosas, con la esperanza de que un nuevo cacharro nos haga más felices. Es más, un nuevo coche nos sienta de maravilla, pero ese sentimiento dura sólo unos pocos meses. Cuando nos acostumbramos a usar el coche el entusiasmo se desvanece. Así que buscamos alguna otra cosa que nos haga felices: pueden ser unas gafas de sol nuevas, un nuevo ordenador u otro coche nuevo. Este ciclo, que es el que nos lleva a querer tener más que el vecino, también se conoce como estabilidad hedónica.

En esta ocasión Dan Ariely nos embarca en otra serie de experimentos y estudios usando su propia vida como hilo conductor. En estos términos podría resultar una obra un poco más íntima, pues en algunos momentos nos cuenta lo mal que lo pasó tras quemarse y la poca autoestima que le quedó durante un tiempo, o la amplia tolerancia al dolor como secuela de su paso por el hospital y las curas eternas e infernales a las que estuvo sometido; excusa esta o aquella otra para embarcarse en algún experimento particular. Para mi gusto, esta mezcla de introspección personal y experimentos en busca del carácter general de la irracionalidad, no terminó de encajarme bien. No digo con ello que estuviera mal, pero introduce mucha paja y resta efectismo a la verdadera sustancia. Es como esas grandes cajas que uno recibe y que tras abrirlas descubre que hay mucho hueco dedicado a amortiguar el golpe y poco objeto que proteger. Pues algo así me pasó durante la lectura de este libro: había demasiado del autor, quizá únicamente con sentido para sí mismo, que en lugar de conseguir encauzarte adecuadamente ansiando el resultado de los experimentos, más bien aturdía y entremezclaba y ya no terminabas de saber muy bien qué esperar, si otro capítulo de su vida o el resultado de otro experimento. Tal vez sea poco empático, pero para mi gusto la mayor parte de 'Las ventajas del deseo' es relleno innecesario. A ojo de cubero, bueno o malo, le sobra la mitad, diría yo. En realidad es una exageración, pero hubo algunos capítulos en los que sí que me sentía un poco reacio a seguir a causa de tanto dato personal. Y sí, sé que yo hago lo mismo cuando escribo sobre cualquier cosa, pero creo no estar pecando del mal de la paja en el ojo ajeno, ya que yo escribo más bien para mí y unos pocos, la mayoría de ellos sabiendo quien soy y conociendo mis innumerables, irracionales e incorregibles defectos, mientras que este hombre pretende hacer descubrir su ciencia a la gran masa pensante que hay más allá de los mares.

Sin embargo, y pese a ese escorar hacia lo personal, los temas tratados y los resultados de los estudios, las conclusiones a las que se llega, demuestran una vez más que somos todo lo contrario a lo que nos creemos y que, por segunda vez, la irracionalidad, o esos comportamientos que no nos gusta reconocer como propios, siempre está ahí para dar su toque personal a todo cuanto hacemos. En cuanto a esto, reconozco que me ha encantado.

El libro se divide en dos partes y once capítulos, más un pequeña introducción tratando la procrastinación y sus efectos médicos. La primera parte se orienta a la lógica del trabajo, mientras que la segunda la orienta más a la lógica, el desafío que se le hace, en el hogar. Se tratan temas como lo contraproducente de las primas, principalmente cuanto más altas son, la importancia de dar sentido al trabajo o el gran valor que le damos a nuestros propios esfuerzos, independientemente del resultado, mientras cuán poco le damos al esfuerzo ajeno, dedicando un última capítulo al sentimiento de venganza. Esto para la primera perte, la dedicada a cómo afectan y podemos aprovechar los sentimientos irracionales en el entorno empresarial. Ya en la segunda parte, la dedicada al hogar, se nos cuenta cómo somos capaces de acostumbrarnos a casi todo, sobre la adaptación y ligar en Internet, ejemplo de fallo del mercado, por qué somos capaces de ayudar a algunos y condenar a la miseria a otros y, quizá uno que me gustó especialmente, cómo afectan nuestras explosiones emocionales en el largo plazo aunque sea una respuesta para algo concreto en el corto plazo. Mucho cuidado con esto último.

Resumiendo, y ya para finalizar, 'Las ventajas del deseo' es un libro que gustará a todo aquel que, como yo, ande siempre buscando la verdad absurdamente irracional que se esconde tras todos nuestros actos; o buena parte de ellos. Es, como decía al principio, uno de esos libros que gustan si aprecias que desnuden tus miserias y que te demuestren que no eres más que una máquina de emociones y conductas poco racionales y que, por mucho que te empeñes en llevar la contraria, no eres ese dechado de objetividad que siempre te ha gustado creer que eres. Para aquellos que no gusten de ser desnudados de esta forma, y crean en su propia superioridad intelectual, este libro puede ser contraproducente, claro está. Quitando los párrafos que el autor dedica a hablar de sí mismo, como ejemplo particular de aquello que quiere generalizar, y como vehículo de remolque para tirar del resto del contenido, el libro sería un gran libro. Aún así es un texto que recomiendo leer. Aunque el primero estuvo bastante mejor.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Los libros son más que meras mercancías

    —No tienes que hacerlo. Basta con que te importe. Los libros son más que meras mercancías. Contienen nuestra cultura, nuestro pasado, otros mundos, el antídoto contra la tristeza.
    —Si eso fuera cierto, la gente acudiría en masa a la librería más cercana.
    —Quizá debieran.

'La librería de las nuevas oportunidades'
Anjali Banerjee

'La librería de las nuevas oportunidades'

Primero, y antes de entrar en materia, permítome hacer una aclaración. Sinceramente creo que la mejor forma de abandonar este mundo es peleando en las Termópilas, arrasando a los enemigos, insuflándoles temor hasta los tuétanos con cruenta bravura, plenamente consciente del llanto arrancado a sus viudas y vástagos cuando el corazón del enemigo es salvajemente atravesado por la espada y la lanza y reciban la noticia de que sus seres queridos abonan la tierra con sus cuerpos descomponiéndose en el campo de batalla. Y, a poder ser, mejor entrar en batalla y destruirlos en compañía de trescientos hombres igual de despiadados a los que confiarías tu vida, y que han hecho del combate su sentido de ser. ¡Au! ¡Au! ¡Au!

Y tras disipar cualquier duda sobre mi hombría y virilidad vayamos al grano.

Adquirí, más bien abduje a lo tercera fase, 'La librería de las nuevas oportunidades' porque su título me pareció muy sugerente y porque la foto de una chica, muchacha, o mujer con aspecto de muchacha, durmiendo encima de una pila de libros me resultó sumamente evocadora. Hay una canción de Aute que me encanta. Se trata del tema Arrebato [@ Goear]. Fantástica letra y una magnífica participación de Mísia [@página oficial] que con esa voz derrite los corazones más fieros e imperturbables. Lo curioso es que lo primero que uno piensa escuchando esa canción es que se trata de una declaración, de amor sin duda, hacia otra persona. Y seguramente lo es, lo que no es lo curioso en sí. Pero creo que es igualmente válida, la declaración, de amor, y aquí lo curioso y no lo de antes, hacia los libros, hacia las historias que cuentan. Un libro te hace soñar, permite quemar los días y sentir que las lunas son un derroche; consigue desenmascarar a popes y fantoches, y conocernos mejor como para desear quemar nuestras propias cobardías en la hoguera; con un libro en las manos el tiempo, ese payaso, verá que llega con retraso; y siempre traerá la sugerencia de navegar las olas del corsario, aunque prefiramos leerlo tranquilamente junto a las olas de un acuario. Sin los libros morir sería tan solo un dato. Con ellos se siente el arrebato de vivir.

La imagen mental, tal vez la fantasía, de dormir en una librería, tal como ilustra la chica de la portada, que parece tan apaciblemente sumida en sus propios sueños de reparación, es una de esas ideas románticas —de ese romanticismo que parece más místico y aventurero que emocional— que embaucan. En mi caso sería casi un suicidio. Alérgico, asmático y, en esencia, tan mal fabricado, alojarme tan solo una noche en un lugar donde el polvo acumulado se manipularía por paladas y su sedimentación se mide en centímetros de profundidad, un paraíso para ácaros y otros bichos, supondría despertar con los ojos hinchados como pelotas, la nariz hecha un pimiento y en carne viva y con la cara morada por la hipoxia. O, directamente, no despertar por colapso respiratorio. Aún así es una idea evocadora y romántica que me engancha con tan solo imaginarla.

Por último, ese «nuevas oportunidades» resultaba también sugerente. Nos pasamos la vida malgastándola como si fuese un videojuego, en el que podemos guardar y si la fase no nos sale como queremos, volver al último punto de control. Y cuando descubrimos que no es así, la pasamos soñando con volver al pasado y elegir el camino de la izquierda en aquella bifurcación a la que culpamos como causa palpable y demostrable de todos nuestros males o, como poco, partícipe, compinche y cómplice del culpable, siempre ajeno a nuestros deseos e intenciones de entonces, y que con suma inquina nos empujó a lo que somos ahora. Porque, está claro y es una de esas verdades universales que todo hombre y mujer de este planeta sabe, todo lo mal que lo pasamos y todas las desgracias que vivimos son siempre, y con carácter exclusivista, culpa de otros. En resumen, que nos pasamos la vida añorando lo que no pudimos ser y soñando con una nueva oportunidad que nos permita redimirnos y desprendernos de nuestro propio infierno personal. Al menos la mayoría, incluso los que van de duros y sobrados por la vida. En resumen, que lo de pensar en nuevas oportunidades siempre resulta atractivo.

   Oigo sonoros ronquidos procedentes de un pasillo de la sección de historia que, según reza el letrero, alberga libros sobre la Segunda Guerra Mundial. Un hombre barbudo duerme a pierna suelta en el sillón. Sobre su pecho descansa un libro que habla de acorazados, abierto boca abajo. Es increíble la cantidad de tiempo que tienen algunos para dormir, para leer. ¿Acaso no tienen cosas que hacer, correos electrónicos que mirar?

Juntando todo ello, me faltó tiempo para lanzarme a su lectura sin siquiera pararme a leer la sinopsis. Así soy yo, de un pronto que no me aguanto ni cuando me miro al espejo. ¡Au! ¡Au! ¡Au!

Al poco tiempo me percaté que estaba leyendo una novela romántica. Y me parece que es la primera vez que dedico tiempo a leer algo de este género que tanto parece agradar al sexo débil. Y me lo estaba pasando bien, pero realmente bien, leyéndolo. Algo que me resultaba chocante porque, como ya he aclarado al principio, yo soy un hombre muy hombre, un macho muy macho, que nunca, nunca, y nunca, se dejaría llevar por los sentimentalismos absurdos e innecesariamente edulcorados de la novela romanticona, ñoña y blandenguera al uso y abuso que tanto gusta a las féminas. Pero ahí estaba yo, absorto en las palabras que narraban las vivencias de la protagonista, que arranca en la historia tan desorientada como la mayoría de los mortales adultos que alcanzan esta edad sin saber cómo, exactamente, han llegado hasta aquí, generalmente culpando de todo a las traiciones ajenas, devorando párrafo tras párrafo, flotando entre las páginas, y queriendo saber más de la historia y de la forma en que se iban tejiendo los acontecimientos, siempre albergando la esperanza, en algún rincón oculto de mis vísceras, que el final fuese feliz, que el destino pusiera en su sitio todas las cosas y que, de alguna forma extraña, sobrenatural y mística, por una vez pudiera decir aquello de que el karma, a fin de cuentas, sí que existe y recompensa a quien debe recompensar. Por un momento me sentí como el protagonista de la película 'El viejo que leía novelas de amor'; viejo sí, pero sin selva ni tigresa, de género felino, que no humana, a la que dar caza. Por cierto, que tengo apuntada la novela de Sepúlveda, de la que parte la historia del viejo, para leer cualquier tarde de estas.

La historia narrada por Anjali Banerjee arranca de forma genial, de esas formas que atrapan tan pronto has leído los tres o cuatro primeros párrafos. Parece una historia normal de cualquier mujer normal con una edad normal y con problemas normales en un lugar poco normal. El lugar, una bucólica librería construida y mantenida en una apartada isla perdida de las ondas electromagnéticas y regentada por una vieja, la tía de la protagonista, y que es tan poco normal como la librería en sí misma, donde suceden cosas poco normales y donde los libros parecen marcar el control de los acontecimientos. Lamentablemente, y siempre para mi gusto, el libro va perdiendo fuerza poco a poco, se desinfla, y cuya historia resulta hasta predecible desde la mitad aproximadamente. No tengo experiencia en la prosa romántica, pero ese cambio de aptitud de la protagonista después del previsible revolcón con el espíritu aventurero, que poco a poco la va seduciendo, es, cuando menos, bastante primario, ¿no? Porque vamos a ver, que un tipo vaya por la vida convencido de que darle un viaje a una chati le puede cambiar la vida, a la chati claro, pues es normal; a fin de cuentas somos bastante primarios, tal como las chatis recurrentemente remarcan sobre nuestra condición de hombres. Pero que a la chati de la novela le pase lo mismo, pues como que deja a nivel muy primario también a las mujeres, digo yo. Que sí, que vale, que el alma cándida se lo curra poco a poco y tal y cual, pero vamos, que lo que pasa en la buhardilla de la librería, con esas posturas que no recordaba desde sus tiempos de adolescente, me parece a mí muy básico y primario. En cualquier caso, y aunque esto no es más que un punto de destino de la novela, y casi se podría afirmar que he reventado el final, algo que no es así, la historia es realmente interesante porque nos va narrando el proceso de ajuste, de redescubrimiento de todo aquello que gustaba a la protagonista y que, por esas cosas que pasan en el día a día y que tampoco sabemos explicar muy bien cómo ni porqué, se van olvidando en algún rincón del alma. Precisamente por eso, puede que acabemos sintiéndonos incompletos y a disgusto con ese mismo día a día. En la historia se nos cuenta la importancia de la buena lectura —punto a su favor— y cómo los libros, las historias que nos cuentan, pueden ser tanto o más importantes en nuestras vidas de lo que a priori creeríamos. Pueden ofrecernos un descubrimiento que haga de nuestra vida una existencia mejor. En serio.

En definitiva, una novela agradable, que aunque bastante lineal y que decae relativamente pronto, es de esas novelas que apetece leer en una tarde de otoño o invierno, bajo una manta, disfrutando del tiempo y dejándolo hacer a su antojo mientras nosotros, los verdaderos protagonistas del acto de leer, nos embarcamos en la travesía sobre los mares que nos abren las hojas desplegadas del libro. Un parábola cuya moraleja podría ser la de que no debemos dejar de ser nunca nosotros mismos, y que buena parte, tal vez la más importante, de aquello que somos, nuestra identidad, son esas cosas que tanto nos gustaba y de las que aprendimos a disfrutar desde la infancia. Un historia que deja muy buen sabor de boca y la satisfacción de que, de una forma u otra, las cosas tienden a terminar bien. Un libro que nos hace sentir un poquitín más humanos, mejor con nosotros mismos y con los demás, y con la breve satisfacción de pensar que el universo no conspira constantemente contra nosotros.

Al final resultará que no soy tan fiero como me creo… ¿Au?

lunes, 5 de noviembre de 2012

'El cuento de la isla desconocida'

Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquella era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido […]

Así da comienzo un pequeñísimo cuento de José Saramago [@ wikipedia] publicado en 1998 y cuya recaudación, mil pesetas en la moneda en circulación de aquel entonces, se destinaba íntegramente a la Cruz Roja. Tan pequeño es que, aún en tapa dura no llega al centímetro de grosor en su lomo, su área no es mayor que la de una caja de disco compacto, lo engordan unas pocas ilustraciones dispersas en su interior, y, en páginas, con letra para cegatos, no llega al medio centenar, que si puestos los párrafos en páginas din a4, no llegaría a la decena. Es tan pequeño que no resulta extraño que se extravíe entre los estantes, apretujado entre libros más grandes, altos y gordos, pesados a fin de cuentas, y pase desapercibido meses y años a su sombra y, por qué no decirlo, abrigo y protección. Pero ahí está, cuando toca reducir inventario, para buscar sitio a las novedades, reaparece y, por su pequeñez, y por ser de quien es, se queda otro ciclo vital, en lo que a ciclos vitales de libros se refiere.

Pero es engañoso, porque en la tradición de los grandes cuentos, con moraleja incluida al final, es un libro grande, con la salvedad que se lee en un plis plás. Bonito, en la forma en que Saramago sabe hacer las cosas bonitas —o sabía, que no hay que olvidar que el genio murió hace poco más de dos años— y con esa dinámica que su forma tan particular de contar, donde abundan las comas y las mayúsculas después de las comas y escasean los puntos, sean seguidos o a parte, donde los diálogos se leen en horizontal en lugar de en vertical, y, en definitiva, donde narrativa y mecánica cinética se abrazan en simbiosis para mantener un ritmo emocionante, aún en las situaciones más mundanas. Es una historia que, salvo que la alquimia de la exposición a todo lo social, hoy amplificado a grado superlativo en su versión dos punto cero, haya transmutado en piedra todo rincón del seso, consigue hacer pensar tras su brevedad, e, incluso, inspira a soñar, porque el empeño, puesto a ello, todo lo puede y, en definitiva, aplicarse a propósitos imposible es el mejor camino para descubrirse a uno mismo en el proceso.

Un minúsculo libro que agradeces reencontrar de vez en cuando y en el que da gusto perderse un ratito, que no alcanza a mucho más, y que deja un gran sabor tras su lectura. En literatura, lo que un bombón es para el sentido del gusto, 'El cuento de la isla desconocida' es para el sentido del propio ser y de la propia identidad: Te hace sentir mejor contigo mismo y con los demás.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Cien cañones por banda en un velero piratín

Hace ya un par de semanas que «perdí» mi pequeño bq Cervantes 2. Decía en la entrada en que me quejaba de ello —mi mujer insiste en que me quejo demasiado, que soy muy negativo y que dramatizo todo en exceso— que es curioso lo rápido que se adapta uno a las «facilidades». Eso de llevar cuatro mil libros encima en apenas doscientos gramos es una de esas maravillas de la tecnología que hoy en día no parecen nada del otro mundo. Tan acostumbrados como estamos a los excesos de pequeñas dimensiones. Hace años que llevo cientos de discos en el bolsillo, ¿por qué no iba a poder hacer lo mismo con los libros? Desde entonces, desde que el libro electrónico está en manos de los mecánicos, me las he ido apañando con el iPad, aunque ya no es lo mismo. Se lee bien, algo que siempre defenderé, aunque ahora los reflejos en el exterior se me antojan innecesariamente insufribles y el peso del aparato más la funda se nota (sujetar medio kilo de más es lo que tiene a los que adolecemos de síndrome de túnel carpiano). Eso sin contar que mi iPad es mi segunda ventana portátil al mundo, así que el acto de leer se puede ver interrumpido con frecuencia por visitas al navegador, al buzón de correo y, en definitiva, cualquier otra cosa que resulte más fácil que leer. Mi iPad es la herramienta —o la excusa— perfecta para el procrastinador nato. Soy uno de esos. Así que he retomado la lectura en papel y, de paso, ir reduciendo la lista inmensa de libros que tengo esperando en la estantería. Sujetando el libro en las manos, reafirmo algunas de mis creencias y justifico, de forma creciente e inapelable, mi forma a actuar los meses pasados. Vuelvo a ello en un momento.


Aún no hay sentencia por parte del servicio técnico. Imagino que lo habrán enviado al fabricante y, estando donde estamos, en la frontera de ultramar y ultraperiférica de un reino reinado por un rey que gusta de matar elefantes, la cosa se demorará semanas. Si todo ello no se complica con el advenimiento de la Navidad, tiempo en el que todo lo que no signifique un acto inmediato de consumismo se ralentiza. De una forma u otra, e independientemente de lo que depare el fabricante, la idea de adquirir un Kindle Paperwhite continúa infectando más y más regiones de mi cerebro —¿Han visto lo genial que es la nueva maquinita de Amazon?— Es tal que así que desde hace una semana entro todos los días en Amazon y compro el Kindle Flash del día. Uno o dos euros y tengo un libro más en mi colección. El de hace un par de días, por cierto, de un autor canario. Cierto que son autores más bien desconocidos y que no forman parte de los grandes circuitos ni de las grandes editoriales. ¿Pero qué significa uno o dos euros de vez en cuando? ¿Y quién decide, además, que un autor merece la pena ser publicado y por tanto leído? A fin de cuenta las editoriales —y los editores que eligen la narrativa que se comercializa— tienen ánimo de lucro, sin contar sus propios gustos o la creencia de lo que puede gustar a la masa enfervorecida de compradores, y, al menos creo yo firmemente, bueno y comercial no siempre significan lo mismo. Mucho autor reconocido tira de apellido para enchufarnos alguna obra, digámoslo suavemente, menor. En mi cerebro resuenan ecos de algún descalabro reciente al que un autor, de prestigio, me ha llevado y empujado con alguna de sus obras. Dicho lo cual, creo yo que el riesgo es aceptable. Algo similar hice durante un tiempo con el iPad. La moda de sacar libros a mejor precio por poco tiempo no es algo exclusivo de Amazon. Hasta La casa del libro tiene su propia plataforma y su propia oferta del día. Y yo soy incapaz de resistirme a una buena oferta. Tengo la sensación, desde un punto de vista sistémico, que de forma lenta pero constante, esto cambiará el mundo de la cultura, al menos en lo que a comercialización se refiere. Eso sí, aún estoy por decidirme si creer que a peor. Aunque algo bueno sí tiene: Si lo que quieres es disfrutar con el acto de la lectura, entre pagar un euro por un autor desconocido, a veces autoeditado, y pagar doce por la versión electrónica del libro de un autor reconocido y/o elegido por una editorial, hay otros diez u once libros de diferencia. Siempre ayudará que otros lo hayan comprado antes que tú y hayan dejado su opinión.

Se suma mi impenitente negativa a pagar lo mismo, o con apenas unos euros de descuento, por un libro en su versión electrónica frente a lo que cuesta en las estanterías de una librería. La diferencia, supuestamente a mi favor, no sustituye lo que pierdo. No es un tema de pagar la cultura que contiene, es por el valor intrínseco del objeto. Repitiendo las palabras de Machado, sólo el necio confunde valor con precio. Tras haber comprobado en carnes propias que el acto de leer, y su experiencia inmersiva íntegra y completa, que es lo que buscamos en ello, no difiere apenas entre hacerlo en papel y hacerlo mirando la superficie cambiante de un cacharro, hay otros factores a tener —al menos en mi universo— en cuenta. Un libro, el de papel, entra en la categoría de esos objetos tangibles que, por su naturaleza propia le es conferido, tiene su propia historia y sus propias circunstancias. Un libro es, también, una promesa de futuro. Es un punto de reencuentro y un acto de generosidad. ¿Cuántas veces no habremos terminado almuerzos, cenas y encuentros con la promesa de volver a encontrarnos para, además de repetir, hacer préstamo o devolución de ese libro que tanto nos ha gustado leer días o semanas atrás? Es, a mi entender, un vehículo de crecimiento y expresión social. Aún más, sinceramente creo que los libros han hecho por los individuos y por la sociedad lo que el bosón de Higgs a las partículas: los provee de masa y los cohesiona. Sin libros, una sociedad dejaría de serlo. ¿Y la innegable trascendencia que tiene regalar el libro que ya no cabe en tu biblioteca y, sin embargo, consideras que otro u otros pueden darle continuidad a su existencia y garantizarle el único sentido propio que se le puede dar a un libro, que no es otro que leerlo? Por eso, precisamente por eso, me enciendo cual antorcha al ver que la diferencia con la que te venden un libro en papel y un libro en su forma etérea que son las cadenas de bits, apenas resulta de unos pocos euros, cuando con su forma incorpórea, además, estás condenado a renunciar a todo lo que hace de un libro un libro y, en mi humilde opinión, lo que precisamente le confiere alma como objeto. Es, sin pensarlo demasiado, un verdadero negocio de oro para los mercachifles de la cultura, frotándose las manos —de forma tal que únicamente he visto en otro animal, éste tanto o más detestable, y al que por común no prestamos demasiada importancia salvo cuando se ahoga en nuestra sopa— ante la creencia de que, por suerte de las cadenas de la mecánica comercial, cada uno de los miembros de una familia debería comprar su propio ejemplar del libro. Me niego a que me impongan la restricción de a quién puedo dejar mi libro. No renunciaré a prestarle a mis padres, familiares y amigos, algo por lo que he pagado.


Sí, compro en Amazon, compro en iTunes Books Store y, puede, compraré en La casa del libro. Pero ninguno de ellos me impedirá que ponga todos mis esfuerzos en romper cualquier forma de protección que quieran añadirle al libro. Aunque yo tenga un iPad, también quiero que mi madre pueda leer el libro en su bq Cervantes 2. O, llegado el caso, yo pueda pasarlo al Kindle o cualquiera otro que acabe formando parte de mi colección de cachivaches electrónicos. No se me ocurre que nadie, en su sano juicio, acepte alguna imposición por la que los que compren un libro (en papel) en una cadena de librerías no pueda prestarle el libro a los que compran en otra. Esto sí es ponerle trabas a la cultura, y hasta la fecha no he escuchado ninguna crítica airada de esos que se propugnan como paladines y defensores, al tiempo que damnificados de los abusos ajenos, de la cultura en su sentido comercial. Pero la cultura es tal porque fluye, y aquí las editoriales, si quieren transferir ese sentir que supone tener un libro, los consumidores e, incluso, el valedor del sentimiento general que es el gobernante, deberían exigir la capacidad de transferir los bienes entre plataformas y entre personas. El libro es mío, sea en papel o electrónico, y lo leo donde me salga de las narices y se lo presto a quien me apetezca prestárselo. Y si no ofrecen medios para hacerlo por las buenas, habré de hacerlo por las malas.