Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquella era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido […]
Así da comienzo un pequeñísimo cuento de José Saramago [@ wikipedia] publicado en 1998 y cuya recaudación, mil pesetas en la moneda en circulación de aquel entonces, se destinaba íntegramente a la Cruz Roja. Tan pequeño es que, aún en tapa dura no llega al centímetro de grosor en su lomo, su área no es mayor que la de una caja de disco compacto, lo engordan unas pocas ilustraciones dispersas en su interior, y, en páginas, con letra para cegatos, no llega al medio centenar, que si puestos los párrafos en páginas din a4, no llegaría a la decena. Es tan pequeño que no resulta extraño que se extravíe entre los estantes, apretujado entre libros más grandes, altos y gordos, pesados a fin de cuentas, y pase desapercibido meses y años a su sombra y, por qué no decirlo, abrigo y protección. Pero ahí está, cuando toca reducir inventario, para buscar sitio a las novedades, reaparece y, por su pequeñez, y por ser de quien es, se queda otro ciclo vital, en lo que a ciclos vitales de libros se refiere.
Pero es engañoso, porque en la tradición de los grandes cuentos, con moraleja incluida al final, es un libro grande, con la salvedad que se lee en un plis plás. Bonito, en la forma en que Saramago sabe hacer las cosas bonitas —o sabía, que no hay que olvidar que el genio murió hace poco más de dos años— y con esa dinámica que su forma tan particular de contar, donde abundan las comas y las mayúsculas después de las comas y escasean los puntos, sean seguidos o a parte, donde los diálogos se leen en horizontal en lugar de en vertical, y, en definitiva, donde narrativa y mecánica cinética se abrazan en simbiosis para mantener un ritmo emocionante, aún en las situaciones más mundanas. Es una historia que, salvo que la alquimia de la exposición a todo lo social, hoy amplificado a grado superlativo en su versión dos punto cero, haya transmutado en piedra todo rincón del seso, consigue hacer pensar tras su brevedad, e, incluso, inspira a soñar, porque el empeño, puesto a ello, todo lo puede y, en definitiva, aplicarse a propósitos imposible es el mejor camino para descubrirse a uno mismo en el proceso.
Un minúsculo libro que agradeces reencontrar de vez en cuando y en el que da gusto perderse un ratito, que no alcanza a mucho más, y que deja un gran sabor tras su lectura. En literatura, lo que un bombón es para el sentido del gusto, 'El cuento de la isla desconocida' es para el sentido del propio ser y de la propia identidad: Te hace sentir mejor contigo mismo y con los demás.
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