viernes, 2 de noviembre de 2012

Cien cañones por banda en un velero piratín

Hace ya un par de semanas que «perdí» mi pequeño bq Cervantes 2. Decía en la entrada en que me quejaba de ello —mi mujer insiste en que me quejo demasiado, que soy muy negativo y que dramatizo todo en exceso— que es curioso lo rápido que se adapta uno a las «facilidades». Eso de llevar cuatro mil libros encima en apenas doscientos gramos es una de esas maravillas de la tecnología que hoy en día no parecen nada del otro mundo. Tan acostumbrados como estamos a los excesos de pequeñas dimensiones. Hace años que llevo cientos de discos en el bolsillo, ¿por qué no iba a poder hacer lo mismo con los libros? Desde entonces, desde que el libro electrónico está en manos de los mecánicos, me las he ido apañando con el iPad, aunque ya no es lo mismo. Se lee bien, algo que siempre defenderé, aunque ahora los reflejos en el exterior se me antojan innecesariamente insufribles y el peso del aparato más la funda se nota (sujetar medio kilo de más es lo que tiene a los que adolecemos de síndrome de túnel carpiano). Eso sin contar que mi iPad es mi segunda ventana portátil al mundo, así que el acto de leer se puede ver interrumpido con frecuencia por visitas al navegador, al buzón de correo y, en definitiva, cualquier otra cosa que resulte más fácil que leer. Mi iPad es la herramienta —o la excusa— perfecta para el procrastinador nato. Soy uno de esos. Así que he retomado la lectura en papel y, de paso, ir reduciendo la lista inmensa de libros que tengo esperando en la estantería. Sujetando el libro en las manos, reafirmo algunas de mis creencias y justifico, de forma creciente e inapelable, mi forma a actuar los meses pasados. Vuelvo a ello en un momento.


Aún no hay sentencia por parte del servicio técnico. Imagino que lo habrán enviado al fabricante y, estando donde estamos, en la frontera de ultramar y ultraperiférica de un reino reinado por un rey que gusta de matar elefantes, la cosa se demorará semanas. Si todo ello no se complica con el advenimiento de la Navidad, tiempo en el que todo lo que no signifique un acto inmediato de consumismo se ralentiza. De una forma u otra, e independientemente de lo que depare el fabricante, la idea de adquirir un Kindle Paperwhite continúa infectando más y más regiones de mi cerebro —¿Han visto lo genial que es la nueva maquinita de Amazon?— Es tal que así que desde hace una semana entro todos los días en Amazon y compro el Kindle Flash del día. Uno o dos euros y tengo un libro más en mi colección. El de hace un par de días, por cierto, de un autor canario. Cierto que son autores más bien desconocidos y que no forman parte de los grandes circuitos ni de las grandes editoriales. ¿Pero qué significa uno o dos euros de vez en cuando? ¿Y quién decide, además, que un autor merece la pena ser publicado y por tanto leído? A fin de cuenta las editoriales —y los editores que eligen la narrativa que se comercializa— tienen ánimo de lucro, sin contar sus propios gustos o la creencia de lo que puede gustar a la masa enfervorecida de compradores, y, al menos creo yo firmemente, bueno y comercial no siempre significan lo mismo. Mucho autor reconocido tira de apellido para enchufarnos alguna obra, digámoslo suavemente, menor. En mi cerebro resuenan ecos de algún descalabro reciente al que un autor, de prestigio, me ha llevado y empujado con alguna de sus obras. Dicho lo cual, creo yo que el riesgo es aceptable. Algo similar hice durante un tiempo con el iPad. La moda de sacar libros a mejor precio por poco tiempo no es algo exclusivo de Amazon. Hasta La casa del libro tiene su propia plataforma y su propia oferta del día. Y yo soy incapaz de resistirme a una buena oferta. Tengo la sensación, desde un punto de vista sistémico, que de forma lenta pero constante, esto cambiará el mundo de la cultura, al menos en lo que a comercialización se refiere. Eso sí, aún estoy por decidirme si creer que a peor. Aunque algo bueno sí tiene: Si lo que quieres es disfrutar con el acto de la lectura, entre pagar un euro por un autor desconocido, a veces autoeditado, y pagar doce por la versión electrónica del libro de un autor reconocido y/o elegido por una editorial, hay otros diez u once libros de diferencia. Siempre ayudará que otros lo hayan comprado antes que tú y hayan dejado su opinión.

Se suma mi impenitente negativa a pagar lo mismo, o con apenas unos euros de descuento, por un libro en su versión electrónica frente a lo que cuesta en las estanterías de una librería. La diferencia, supuestamente a mi favor, no sustituye lo que pierdo. No es un tema de pagar la cultura que contiene, es por el valor intrínseco del objeto. Repitiendo las palabras de Machado, sólo el necio confunde valor con precio. Tras haber comprobado en carnes propias que el acto de leer, y su experiencia inmersiva íntegra y completa, que es lo que buscamos en ello, no difiere apenas entre hacerlo en papel y hacerlo mirando la superficie cambiante de un cacharro, hay otros factores a tener —al menos en mi universo— en cuenta. Un libro, el de papel, entra en la categoría de esos objetos tangibles que, por su naturaleza propia le es conferido, tiene su propia historia y sus propias circunstancias. Un libro es, también, una promesa de futuro. Es un punto de reencuentro y un acto de generosidad. ¿Cuántas veces no habremos terminado almuerzos, cenas y encuentros con la promesa de volver a encontrarnos para, además de repetir, hacer préstamo o devolución de ese libro que tanto nos ha gustado leer días o semanas atrás? Es, a mi entender, un vehículo de crecimiento y expresión social. Aún más, sinceramente creo que los libros han hecho por los individuos y por la sociedad lo que el bosón de Higgs a las partículas: los provee de masa y los cohesiona. Sin libros, una sociedad dejaría de serlo. ¿Y la innegable trascendencia que tiene regalar el libro que ya no cabe en tu biblioteca y, sin embargo, consideras que otro u otros pueden darle continuidad a su existencia y garantizarle el único sentido propio que se le puede dar a un libro, que no es otro que leerlo? Por eso, precisamente por eso, me enciendo cual antorcha al ver que la diferencia con la que te venden un libro en papel y un libro en su forma etérea que son las cadenas de bits, apenas resulta de unos pocos euros, cuando con su forma incorpórea, además, estás condenado a renunciar a todo lo que hace de un libro un libro y, en mi humilde opinión, lo que precisamente le confiere alma como objeto. Es, sin pensarlo demasiado, un verdadero negocio de oro para los mercachifles de la cultura, frotándose las manos —de forma tal que únicamente he visto en otro animal, éste tanto o más detestable, y al que por común no prestamos demasiada importancia salvo cuando se ahoga en nuestra sopa— ante la creencia de que, por suerte de las cadenas de la mecánica comercial, cada uno de los miembros de una familia debería comprar su propio ejemplar del libro. Me niego a que me impongan la restricción de a quién puedo dejar mi libro. No renunciaré a prestarle a mis padres, familiares y amigos, algo por lo que he pagado.


Sí, compro en Amazon, compro en iTunes Books Store y, puede, compraré en La casa del libro. Pero ninguno de ellos me impedirá que ponga todos mis esfuerzos en romper cualquier forma de protección que quieran añadirle al libro. Aunque yo tenga un iPad, también quiero que mi madre pueda leer el libro en su bq Cervantes 2. O, llegado el caso, yo pueda pasarlo al Kindle o cualquiera otro que acabe formando parte de mi colección de cachivaches electrónicos. No se me ocurre que nadie, en su sano juicio, acepte alguna imposición por la que los que compren un libro (en papel) en una cadena de librerías no pueda prestarle el libro a los que compran en otra. Esto sí es ponerle trabas a la cultura, y hasta la fecha no he escuchado ninguna crítica airada de esos que se propugnan como paladines y defensores, al tiempo que damnificados de los abusos ajenos, de la cultura en su sentido comercial. Pero la cultura es tal porque fluye, y aquí las editoriales, si quieren transferir ese sentir que supone tener un libro, los consumidores e, incluso, el valedor del sentimiento general que es el gobernante, deberían exigir la capacidad de transferir los bienes entre plataformas y entre personas. El libro es mío, sea en papel o electrónico, y lo leo donde me salga de las narices y se lo presto a quien me apetezca prestárselo. Y si no ofrecen medios para hacerlo por las buenas, habré de hacerlo por las malas.

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