miércoles, 9 de mayo de 2012

Y cuarenta


Si hay un tema del que me gusta hablar especialmente es de mí mismo. «Yo, yo y yo, es todo muy masculino» leí una vez y no sé si será cierto de forma general, pero en mi caso sí que lo es. ¿Pero para qué si no habría abierto y empezado yo este maldito sitio y encima usar «egolatría» como parte del título? ¿Para hablar del sexo de los ángeles? No, hay gente que hace eso mucho mejor, además de forma profesional, los domingos en la iglesia o, día sí y día también, en el Congreso de los diputados. No, está claro que abrí esta bitácora para hablar de mí y de cómo me relaciono con el entorno (acá el Universo Analógico™). Para tratar los temas que a mí me apetezca y, como decía al principio, suelen tratar de mí. Aunque hoy el tema es uno que se repite año tras año, así que tampoco me voy a extender demasiado: Hoy es mi cumpleaños. Y cumplo cuarenta.

Sinceramente pensé que, dado que se me pega todo y pillo todos los virus que circulan a mi alrededor, también sufriría un caso grave de depresión de los cuarenta, cuyo síntoma principal parece ser la necesidad de demostrarse a uno mismo que se sigue siendo lo suficientemente joven como para comportarse como un niño, o mejor dicho un niñato. La cuestión es que yo siempre me he comportado así, por lo que o llevo sufriendo toda mi vida la susodicha depresión cuarentona, o es que esto no va conmigo. Aunque, pensado friamente, en realidad cuarenta significa que ya he terminado mi cuarta década en el planeta y, como pasa con los siglos que se calculan sumando uno a las dos primeras cifras del año, hoy empieza el primer día de mi quinta década. O sea, unos 14.610 días de vida. 350.640 horas. 21.038.400 minutos. Da escalofríos.

También leí hace tiempo que lo importante no es el destino, sino el viaje que te lleva allí. Pero si hay algo realmente importante en el viaje que es la vida —¿alguien duda cuál es el destino?—, esto son los compañeros de viaje que eliges. Y después de un año viviendo prácticamente solo en Madrid, no se me ocurre nadie mejor con quien compartir estos días que con mi familia, la de verdad, de pocos miembros y que, visto retrospectivamente, siempre han estado ahí. Y en especial con mi mujer, que después de darme el regalo el día de la fiesta familiar «oficial», celebrada el sábado pasado porque era el único día que podíamos coincidir todos, ayer me decía que era una pena no poder sorprenderme con nada hoy, que no tenía otro regalo. Sé que es complicado transmitírselo todo los días, y más ahora que pasamos la mayoría de los días separados con 1.800 Km entre nosotros, pero más allá de todos los cacharros que cede que compremos, más allá de todos los posibles viajes que hicimos, haremos o no podremos hacer, y de todos los defectos, tonterías y caprichos que sabe perdonar, ella ha compartido conmigo los que quizás han sido los mejores catorce años de mi vida. Ese si es el verdadero regalo: Encontrar al compañero perfecto de viaje.

Pero dejándome de lo metafísico para volver al mundo material, concretamente al materialista, mi mujer me sorprendió el sábado con un lector de libros electrónico. Uno de la marca bq, modelo Cervantes 2 que permite leer el formato EPUB directamente —el del iPad— y que es el mismo modelo que le regalamos a mi madre el día de reyes. Ella devora libros y está encantada. Llevar dos mil libros en el bolsillo en apenas 170 gramos es algo que aún la tiene fascinada. «Y se lee estupendamente», reconoce cada vez que sale el tema. En mi caso, sin ser un devorador de lectura como ella, invierto como poco un par de horas todos los días leyendo. Aunque sigo encantadísimo con mi iPad, con casi dos años ya, lo cierto es que no se adapta —o no soy yo el que consigo adaptarme— a todas las condiciones de luz. Mucho del tiempo que paso leyendo lo hago en el tren y a veces tengo que hacer malabarismos para evitar los reflejos en la pantalla y, el nivel de brillo de la retroiluminación de la pantalla no consigue competir generalmente cuando el Sol te cae de lado. Según como lo tenga que sujetar para leer, el peso del iPad acaba pasando factura a la muñeca. En definitiva, que llevo tiempo pensando comprarme algo más ligero, de papel electrónico, para poder leer cómodamente en condiciones de luz ambientales cambiantes, incluso intensas como el Sol directo. Ella recogió el testigo en alguna de las conversaciones mantenidas con mi madre al respecto y se presentó con el aparato en cuestión mientras la familia coreaba el cumpleaños feliz. Estoy encantado.

En fin, que intentaré aprovecharlo al máximo el resto de días de esta semana, de vacaciones, que he venido a pasar con mi familia. Supongo que en breve contaré la experiencia. O volveré a callar otros cuatro meses.

martes, 8 de mayo de 2012

El banco es el monstruo

     —Y nosotros nacimos aquí. Esos que están a la puerta —¡nuestros hijos!— nacieron aquí. Y el padre tuvo que pedir un préstamo. Entonces el Banco poseyó la tierra, pero nosotros seguimos aquí, y logramos una pequeña parte de lo que habíamos cultivado.
     —Sabemos eso…, todo eso. No somos nosotros, es el Banco. Un Banco no es como un hombre. Ni un propietario de cincuenta mil acres tampoco es como un hombre. Es el monstruo.
     —Cierto —gritaba el inquilino—, pero es nuestra tierra. Nosotros la medimos y la surcamos con nuestros arados. Hemos nacido en ella, nos han matado en ella, hemos muerto en ella. Aunque no sea nuestra, sigue siendo buena. Eso es lo que la hace nuestra…, el haber nacido en ella, trabajado en ella, muerto en ella. Eso es lo que hace la posesión, no un papel con números.
     —Lo lamentamos, no es culpa nuestra. Es el monstruo. El Banco no es como un hombre.
     —Sí, pero el Banco consta sólo de hombres.
     —No; se equivoca en eso… Está en un error. El Banco es algo más que un grupo de hombres. Sucede que todos los hombres de un Banco odian lo que hace el Banco, y, sin embargo, el Banco lo hace. Le digo a usted que el Banco es mucho más que un grupo de hombres. Es el monstruo. Los hombres lo hicieron, pero no pueden someterlo.

Las uvas de la ira
John Steinbeck

'Las uvas de la ira'

Creo no errar si afirmo que me sobran dedos de una mano —y la otra entera— para contar las conversaciones que mantuve con mi tío Andrés, hermano mayor de mi padre, durante mi edad adulta —al menos la que corresponde desde el momento en que uno tiene libertad para votar y la actual—. Tampoco creo caer en el equívoco si digo que esas pocas conversaciones fueron realmente interesantes. Entrañablemente rojete él, en una de esas conversaciones me recomendó 'Las uvas de la ira', como ejemplo de aquello en lo que el capitalismo más recalcitrante y el neoliberalismo indolente pueden acabar. Acto seguido lo buscó en su biblioteca y me prestó su ejemplar, con la intención de que lo leyese pronto e intercambiáramos comentarios. Unos meses después me pedía que se lo devolviese, dado que era patente que no me lo había leído y que, menos aún, tenía intención de leerlo en breve. Y entre que sí, que ahora voy, y que mañana estoy muy liado, ya iré pasado, mi tío falleció por un un infarto a los 71 años. Esto sucedía en 2004, poco tiempo después de haber comprado mi propio ejemplar del libro y de haber empezado las reformas de mi propia casa, pero sin haber devuelto a mi tío el suyo. Luego una cosa, luego la otra, y, finalmente, el libro se quedó olvidado en las estanterías de la que fuera el hogar donde crecí, el piso de mis padres, hasta que me mudé al mío propio. En una visita a mi madre lo encontré (curiosamente mi ejemplar no aparece por ninguna parte). Inmediatamente sentí que le debía a mi tío, al menos a la memoria que mantengo de él, leerlo. Y a eso me puse hace poco.

Y me arrepiento de no haberlo hecho antes. Es un libro magnífico. Inmenso. Un «must read» que todo, todo el mundo debería leer. Sí o sí. Un libro que nos haría mejores personas. O, dicho de otra forma, si más gente se diese a su lectura, la concepción de la realidad y del mundo sería distinta y conduciría a un mundo mejor, donde las personas fuesen buenas por naturaleza con sus congéneres. Al menos eso me gustaría creer. Soy un ingenuo, lo sé.

Pero no. La realidad es terca y siempre nos demostrará, de una forma u otra, generalmente en los momentos en que sería más necesario actuar como un verdadero colectivo y cooperar, aquello de «Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit». Un ejemplo de ello es esta obra de John Steinbeck, que se transforma en una magistral crónica de lo que es capaz de hacerse el Hombre a sí mismo, para el que cualquier excusa es válida para justificar el horror al que es capaz de someter a sus semejantes. Tal como demostrara empíricamente el experimento de Milgram [@ Wikipedia] varias décadas después.

     —¿No has pensado cómo será cuando lleguemos allí? ¿No tienes miedo de que no sea tan hermoso como hemos imaginado?
     —No —dijo ella rápidamente—. No, no tengo miedo. No puedes tener miedo, y yo tampoco. Es demasiado…, como vivir muchas vidas. Allí hay mil vidas que podremos vivir, pero cuando llegue el momento, sólo viviremos una. Si me las imagino sería demasiado. Tú tienes que vivir de antemano porque eres muy joven, pero… para mí sólo se trata de vivir este momento. Y de saber cuándo les darán deseos de comer esos huesos de cerdo que traemos.

El autor estructura la narración en dos flujos totalmente relacionados, pero bien diferenciados. Por una parte nos va contando las miserias de una familia que se ve arrojada a la carretera cuando el banco, ese monstruo que supera a los hombres que lo componen y trabajan para él aunque ellos mismos estén en contra de lo que hace esa abstracción en la que se convierte la entidad financiera, les quita las tierras donde generaciones de padres e hijos nacieron y crecieron y comieron de ella. En estos capítulos, personajes concretos con nombres y apellidos, a los que el lector va conociendo en detalle, con deseos propios y específicos, y que golpe tras golpe van descubriendo un presente y un futuro, un entorno y personas empecinados en machacar cualquier ilusión y cualquier sueño con el que se embarcaron en ese viaje forzoso. Milla tras milla, mientras la familia cruza el país, la historia transforma al lector en espectador impotente dejándole la única esperanza de que en el siguiente cruce por fin consigan un respiro. Con embargo, cada giro, sea a derecha o izquierda, vuelve a golpearles. Aunque ficción, no deja de sorprender la fortaleza de las personas, o de los personajes, todo vale, para seguir adelante, luchando por los suyos. Un detalle conmovedor fue descubrir en la narración la documentación de un hecho que suele ser cierto —o que creemos como cierto porque tal vez esa es la esperanza que nos queda— que cuando menos tienen las personas, más ayudan a sus semejantes. Es algo que recuerdo vagamente de mi infancia, de haber crecido en un entorno humilde y obrero donde todos colaboraban para sacar el barrio adelante.

Entre capítulos que hilvanan las desgracias de la familia Joad, que podría ser cualquier familia humilde en los años posteriores al Crac del 29, el narrador nos intercala la visión de la realidad paralela en forma de arquetipos, de actores secundarios de la tragedia, muchas veces los que se aprovechan de ella, en el formato de denominadores comunes. El contraste de pasar de lo específico, el desgraciado, a lo general, el abusador como la otra cara de la misma moneda, y de nuevo a lo específico resulta en una narración dinámica que explica cada uno de los rincones de la miseria humana. La mezquindad del que explota y el infortunio del explotado.

Cuando uno se tropieza con un libro como 'Las uvas de la ira' aprehende el concepto de literatura clásica y lo que ello significa. Aunque en este caso, además, parece casi atemporal, dado que es inevitable encontrar puntos comunes con los acontecimientos de hace un siglo y con las experiencias que vivimos en estos días. Y, como insinué antes, puede que sea simplemente ficción, pero terriblemente próxima y realista. Un libro que debería leerse al menos una vez. Y que debería volverse a leer de vez en cuando para no olvidarnos accidentalmente de los demonios que siempre acechan: Nosotros mismos.

lunes, 7 de mayo de 2012

Menudo «aterrizaje»

Aterrizaba el viernes por la tarde noche, con media hora de retraso, para pasar una semana con mi mujer y la familia y con la excusa de celebrar mi cuarenta cumpleaños. No he parado. Siempre da gusto compartir momentos con los tuyos, pero llega un momento en el que te preguntas si a esta edad es recomendable tanto exceso... A ver si el resto de la semana descanso de verdad. Y restauro el equilibrio endocrino.