Hace unas semanas comentaba que había descubierto un pequeño edén en el que pasar los fines de semana. Hablo de
los bungalows Dunas Maspalomas. También comentaba cómo la familia puede
estropear la estancia y joder lo que sería un fin de semana perfecto. Pero eso es otro tema.
Un par de fines de semanas atrás, necesitaba darme una
escapada. De esas que me llevaron a descubrir los bungalows mencionados antes. En esos fines de semana aprovecho para tomar algo el Sol, la que no es precisamente mi actividad preferida, pero que hago de forma relajada y. Pero lo que hago principalmente es leer mucho y escuchar mucha música. Esas sí son las dos actividades que me dejan
desconectar casi completamente. Por supuesto, siempre acompañado por mi paciente esposa, que aguanta estoicamente mi forma tan extraña -y a veces autista- de ser.
Pero los precios y el calor nos hacían dudar. Así que entre que sí, entre que no, para cuando nos decidimos ya no quedaban bungalows disponibles para el fin de semana. Sin embargo nos ofrecieron, hay que reconocer que a un precio más que aceptable, acceder a uno de los hoteles de la cadena, el Dunas Mirador Maspalomas, en régimen de todo incluido. Pronto descubriría que
lo barato casi siempre sale caro.
Nada más llegar a la zona ya tuve mi primera mala impresión. Apartado en lo más alto de
Sonneland, cuya primera impresión es la de encontrate en un barrio desgastado por el tiempo y erosionado por la despreocupación. Nada más bajar del coche ya sabía que iba a ser complicado caminar -otra de las actividades que me encanta hacer- por allí. Ya dentro del hotel, y tras traspasar la recepción y acceder a la zona -la única- comunitaria, me encontré inmerso en una especie de parque temático, donde el espécimen que poblaba mayoritariamente el lugar era el vulgarmente conocido como
poligonero, inconfundible por su forma particular de hablar.
La habitación, pequeña y calurosa. Tan calurosa estaba que inmediatamente decidimos bajar a refrescarnos. No encontramos cuatro hamacas juntas, así que nos dividimos entre lo que pillamos libre. Cuando digo "juntas" quiero decir que no las había adyacentes, porque lo que se dice estar juntas, "pegadas", todas las hamacas de cada hilera lo estaban tanto que era absolutamente imposible meter el pie entre dos de ellas. Ya no te digo
operar el respaldo para subirlo o bajarlo. Perfectamente podías
hacer manitas con la persona que tenías al lado, a no más de diez centímetros de ti. Intimidad no había mucha, no.
Dentro del agua, una de las cosas que me gusta hacer, es sumergirme y bucear (o
margullar, como dicen por esta tierra) aguantando la respiración. En la superficie escuchas el griterío y el ruido que producen hordas de la especie
homo-no-sé-si-sapiens y, un segundo después, solo escuchas tu respiración y un sonido sordo, lejano, acolchado o amortiguado, que viene de un universo al que te sientes completa y absolutamente ajeno. Es una experiencia tan gratificante que bien vale la pena salir con los oidos llenos de agua. Pero claro, no uso gafas, y había tanta pata suelta (refiérome a la extremidad animal, que no de hembra del ánade) en la piscina, que no tenía otra alternativa que mantener abiertos -y bien abiertos- los ojos para no andar dando manotazos a algún homínido con envidia de Schwarzenegger. O tocarle accidentalmente el culo a la hipertatuada homínida con mamas hiperdesarrolladas que se gasta de novia el anterior. Mantener abiertos los ojos bajo el agua tiene un precio. Toda acción tiene una reacción y en mi caso fue un picor atroz causado por las toneladas de cloro disuelto en aquella piscina. El poco color que podías coger fuera, exponiendo tu suave y tersa piel al astro rey, te lo blanqueaba el cloro de la piscina. Dudo que ni los
extremófilos sobrevivan en ese entorno. Salvo que vengan de Jinámar, claro.
Aún peor fue el estrés de las comidas y sus horarios más cercanos al extranjero que a los malos hábitos del indígena. No habías terminado de almorzar, cuando ya te encontrabas pensando en la merienda, café y tarta, pero que terminaba a las cinco y media. Y ya que habías pagado no te la ibas a perder. O la cena, que terminaba a las nueve y media y que no te
podías perder porque hasta la mañana siguiente te ibas a quedar a dos velas. Y ya que la habías pagado no te la ibas a perder. Horrible. Eso sin contar el tener que pelear por una chuleta con la madre de la novia del próximo
T-800, el de la envidia muscular, una momia andante y
retostada, que se trajeron de Jinámar, sujetando al nieto, con cresta de gallo y de nombre Kevin Jesús. La arruga con patas me miraba desafiante. De esa manera en que sólo pueden mirar las personas que llevan anillos de oro del tamaño de un planetoide y que se decoran con ostentosas cadenas que difícilmente cargaría una persona en su sano juicio. A ver quién le niega el trofeo de carne a alguien que podría transmitirte
fascitis necrotizante tan solo con echarte el aliento. En cuanto a las cadenas de oro, me resulta sorprendente que no se produzcan más hernias cervicales entre la población del polígono de Jinámar. Aunque, en realidad, las nuevas generaciones han sustituido las toneladas del preciado metal por hectáreas de tatuajes. Más barato, pesa menos, aunque no puedes cambiarlo tan a menudo.
Sobre Jinámar y su polígono tengo una teoría. Hace una década una civilización extraterrestre captó ondas televisivas con las inspiradoras palabras de Carl Sagan y se acercaron para entablar conversaciones, esperanzados por encontrar pensamiento inteligente. Conversaciones que nos hubiesen llevado a las estrellas. Con tan mala suerte que aterrizaron en Jinámar. Lo que vieron allí los hizo huir espantados y condenaron al ostracismo al planeta Tierra durante, al menos, otras cuarenta mil generaciones. Mis tataranietos no pertenecerán a la Unión de Civilizaciones Intergalácticas porque Kevin Jesús se orinó en la pierna de E.T. y le robó el CD de la nave.
Eso sí, la comida buffet no estaba nada mal, de forma general. Poca variedad, pero lo que había, era todo comestible. Y sabía a comida, no a cartón.
La habitación, mi refugio cuando me saturaba de gente y la mezcla olfativa de protector solar factor múltiple, con sudor y cloro, era demasiado calurosa y no apta para claustrofóbicos. Nuestro balcón estaba expuesto todo el día al Sol, así que la única opción para evitar el cáncer de piel era echarse en la cama a leer, y a sudar, porque un paso más y ya estabas en el pasillo. Las camas eran superanchas. Imagino que son conscientes de cuánto
crece lateralmente la gente acudiendo a ese sitio. Eso sí, si ensanchan un poco más las camas, tendrían que poner el ridículo cuarto de baño en el pasillo. Así de estrechas eran las habitaciones.
Pero lo
mejor -o lo
peor- sucedió a primerísima hora de la mañana. De común soy una persona que se acuesta tarde y se levanta muy temprano. De forma general, aunque no como ley natural, voy con pocas horas de sueño. Así que el domingo estaba levantado a las seis y media. Salí al balcón e inspiré profundamente para exclamar, acto seguido, «¡Joder! ¡Qué peste a cloro!». Hablo de un cuarto piso. La atmósfera de todo el lugar estaba cargada de ese veneno. Pero en el balcón se estaba fresquito y apetecía sentarse allí a ver amanecer. Aunque hubiese sido más saludable hacerlo con máscara de antigas. A las ocho fui sólo a desayunar y vi que los accesos a la piscina estaban cerrados. Estaban limpiando el suelo entre las hamacas (algo difícil dado lo solidariamente juntas que estaban unas con otras) y pregunté que sobre qué hora se podía acceder. «A las nueve», me dijo la chica. «Tiempo de sobra», pensé. Me apetecía un baño temprano -bucear sin
comerme piernas ni culos; o sea, con los ojos cerrados- y sentarme a leer con el primer Sol de la mañana. Es para lo que trabajo; para permitirme este tipo de
lujos. Conociendo la etnia mayoritaria que componía la población del complejo, tenía la absurda creencia de que el resto de la gente andaría reponiéndose de la resaca de la noche anterior mientras yo buceaba en silencio.
Entré en el comedor cuando se encendían las luces y no tuve que
pelear por el pan ni el embutido. Fue un desayuno tranquilo. No soy de los que desayunan de forma distinta por el simple hecho de estar en un hotel y encontrar una oferta ultracalórica a base de huevos revueltos y beicon tostado. Dos cafés con leche -salían buenísimos de la máquina- y dos panecillos redondos con jamón y queso después, salí de vuelta a la habitación. En la zona de la piscina me tropecé con gente, con mucha gente, esperando tras el cordel que impedía el acceso a la zona de las hamacas. ¡A las ocho y veinte de la mañana! ¡Tenía ante mí la estampa de las rebajas! Todo para colocar las toallas e irse luego a desayunar o, lo que es peor, a la playa y volver a las cinco. El espectáculo fue algo tragicómico. El balcón de la habitación daba a la piscina y vimos cómo se iba congregando más y más gente en la parrilla de salida. Yo no le daba mucha importancia, pero en cuanto abrieron disfrutamos, desde nuestra posición privilegiada, cómo las hamacas se iban cubriendo de toallas arrugadas, arrojadas por personas que iban de aquí para allá como posesos. Alucinante. En un minuto el 60% de las hamacas estaban ya ocupadas por toallas. Y en cinco ya no quedaba casi ninguna libre. Por miedo a perder mi derecho a un hueco, opté por mimetizar dicho comportamiento y bajé rápidamente para poder optar por alguna sombrilla. Todo ocurrió de forma veloz. La gente que había
trabajado frenéticamente por recolectar hamacas había desaparecido casi instantáneamente. A los diez minutos del espectáculo, solo quedaba una persona en el ahora desolado paisaje. Estaba tranquilamente apoyado en su hamaca, centrado en el libro que leía y con los auriculares blancos, típicos de los
productos de la manzana, en sus orejas. Solo una persona después de haber pasado una bandada de orcos que excretaban toallas. Efectivamente, era yo. Solitario mientras mi mujer, cuñada y sobrino, terminaban de desperezarse e iban a desayunar. Y no fue hasta una hora y media más tarde, que empezó a llegar gente que reclamaban sus hamacas marcadas con tejidos multicolores.
La oferta lúdica fue ridículamente escasa. O escandalosa. Algún espectáculo que provocaba más vergüenza ajena que distracción. La alternativa era darse a la bebida aguada para intentar amortiguar la sensación de estar en una granja de cerdos. En un lugar cuya única finalidad, de alguna forma extraña, era atontarnos, reducir nuestra capacidad crítica y cebarnos hasta gritar «basta», mientras nos tostaban en un vuelta y vuelta. ¿Sería todo aquello un primer ensayo previo a los peores tiempos de la crisis de obtener
Soylent Green?
Para concluir, y como excusa por este
post ante los profesionales que hacen posible que este sitio funcione, decir que en todo el tiempo en que estuvimos, el trato recibido fue, salvo por un camarero gilipollas que se creía gracioso, espectacularmente correcto. En ese apartado, decir que hay hoteles de más categoría que ofrecen peor trato.
Dudo que vuelva. Dudo que repita en un sitio donde su mayor virtud es ofrecer la posibilidad de, lanzando una bomba de forma estratégica, acabar con la mitad de la población
poligonera provocando muy pocos daños colaterales. Aunque la culpa al final es nuestra. ¿Qué se puede esperar de un sitio con ofertas
tan económicas en pleno agosto? Lo barato suele salir caro.
Nota: Quiero hacer notar que en todo este artículo he despotricado sobre, y maltratado verbalmente a, los pobladores de una de las zonas de la ciudad de Las Palmas y de la isla de Gran Canaria. He de decir que es cierto que los mismos tienen fama -en general ganada a pulso- de ser como son. Pero igualmente es cierto que no todos son como se cree que son y que, como en todos sitios, hay de todo. Bueno y malo. Así que espero sepan disculpar y tomarse con humor este artículo. A vivir, que son dos días.