jueves, 31 de diciembre de 2009

Cerrando el año, cerrando una década

Hoy, como último día de 2009, merece hacer un poco de repaso. No deja de ser una tontería, pero es que también es el último año de la primera década del siglo XXI. Suena más rimbombante, pero no por sonar mejor deja de ser exactamente lo mismo. A fin de cuentas, si los humanos hubiesen optado por fijarse en otro evento para marcar el calendario, hoy podría ser el último día de la vigésimo tercera semana del año cuatro mil setecientos treinta y tres desde que la Sagrada Rana de la Charca Seca Desde Hacía Más De Una Década Croó Su Gran Lamento y El Gran Dios del Cielo Respondió Con Las Grandes Lluvias Torrenciales de Cuarenta Días Que Purificaron El Mundo y Limpiaron De Pecado Las Almas De Los Hombres. Versión biodiversa del mesías, sea apuntado. Como digo, vivimos un tiempo arbitrario con calendarios arbitrarios y ritos más arbitrarios aún.

Pero arbitrario o no, hoy es fin de año -y fin de década- y toca, por un lado porque me da la gana y por otro porque no deja de estar bien, hacer un poco de repaso (o revisión de conciencia). Sin embargo me permitiré, sin que sirva ello de precedente, ser breve. Principalmente porque todos queremos dedicar el día de hoy a cosas más interesantes que a leer (o escribir, en mi caso) un resumen de una década. Y todos sabemos, a estas alturas, que lo mío no es resumir ni ser breve. Se intenta, pero hay cosas que le superan a uno. Pero más que un resumen haré un esbozo. El que hace alguien que, aún en marcha, mira brevemente para atrás. Tal vez para confirmar que la carretera sigue ahí. Que el camino andado es el que se recuerda haber dejado atrás ya.

Así que, sin más preámbulos, diré que este último año sirve de reflejo de lo que ha sido toda la década y que, resumido éste, resumido diez. Y como resumen habré de decir que, como la vida en sí misma, no ha estado exento de malos momentos, de equivocaciones, de pérdidas, de inseguridades, de indecisiones y de miedos, pero que acaba con un saldo positivo, el año y la década. De orden, módulo, grado o valor, lo que sea, elevado, añado. El que arroja haber contado con la compañía de mi mujer, el mejor apoyo y mi mejor amiga en los últimos once años. El de multiplicar su acción benefactora con mi familia. Pequeña y contundente. Y, cómo no, el de elevar el resultante a la enésima potencia con los amigos. Pocos, eficaces y eficientes. Si la vida es un océano de límites desconocidos por el que uno ha de navegar sin rumbo, cartas ni estrellas, creo haber encontrado en todos ellos la mejor tripulación con la que podría haber contado para esta empresa.

La primera década del siglo, que me asaltó entrando en los treinta y me abandona a las puertas de los cuarenta, ha sido una buena década, sí. Profesionalmente ha habido baches, pero en general creo que conseguí todo cuanto me propuse. Fiel seguidor de la escuela del «no se gana o se pierde, se gana o se aprende», he evitado dejar de tomar decisiones por miedo a equivocarme. Los errores se dejan atrás -y tengo muchos-, los éxitos te acompañan. En lo personal, las personas que aún están conmigo son mis éxitos. Los que optaron por alejarse son los errores de los que se van aprendiendo. Sin rencores ni acritud.



Aunque el futuro siempre será incierto, volveré a encararlo y a enfrentarme, día a día, con lo que haya de venir. Por eso, y pese a que nadie puede predecir dónde estará en diez años más, queda la esperanza de hacer propio lo que cantaba Serrat: «Hoy puede ser un gran día, depende en parte de ti», para llegar, otra vez más, a escribir un resumen como éste.

Pero, pese a caer en la reiteración, como uno no llega a sitio alguno sin la ayuda y el apoyo de otros, quiero aprovechar este último día de un año, último día de una década, para dar las gracias a todos y desearles una feliz y excelente entrada en 2010. A todos, a los que estuvieron cada día, a los que estuvieron en la sombra y aparecieron para reconfortarme tras el golpe, a los que entraron y salieron pero siempre estuvieron, y, en general, a los que siempre desearon lo mejor para mí, lo mejor para todos, les grito, en este último día...


¡Fuerza y Honor!


Y que dure -al menos- otros diez años más.

Y no combinen alcohol y volante.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

'Neuromante'

Si para mí ha tenido algo de particular el año que pronto dejaremos atrás ha sido el del reencuentro con la lectura. En realidad comienza antes, en 2008. Posible reflejo de ello sería que mi «carta a los reyes» del año pasado estaba casi completamente dominada por libros. Este año será igual. Libros y películas. Desde que descubrí la calidad cuasi HD de mi televisor, ya son unas cuantas las películas que van incrementando mi colección en alta definición. Es lo que tiene ser un consumista irredento. O tener una familia muy pesada que no te deja tranquilo con los «detallitos» para el día de reyes.

Decía que estos dos últimos años han sido para mí un reencuentro con la lectura. Pero ha sido en el último trimestre de este año cuando me decidí por incluir en las inmensas colas de libros por leer, algunos de los libros que leyera antaño y que he venido catalogando en mi vida como buenos o muy buenos, pero que la neblina que va cubriendo, como una telilla suave pero insistente, los recuerdos de sus lecturas que quedan en mi memoria, va robando esas creencias, dejándolas apenas en sensaciones. Vagas la mayoría de las veces. Libros que, por un motivo u otro, llegué a considerar obras representativas de tal o cual género y que, con el cariño que merecen, he conservado conmigo todos estos años. Como aquel que conserva a los buenos amigos, han estado la mayor parte del tiempo conmigo esperando pacientemente el momento de ser releídos. Amigos que la vejez te hace preguntarte los motivos por los que llegaron a serlo.

La idea misma de ponerse a releer algunos libros, cuando los que se acumulan en la parrilla de salida se cuentan por decenas, sospechando que podría estar cerca ya de la centena, no deja de ser una locura. Pero mira por donde es lo que me apetecía hacer y es lo que he hecho. Al menos con 'Neuromante', que en su primera lectura, hace ya más de una década y media, arriesgaría a subir la apuesta a dos décadas, me fascinó, por decirlo de forma simple. Fue un libro rompedor -y diferente a- todo lo que había leído de ciencia ficción hasta ese momento. Era tan contundentemente distinto a lo que llevaba leído que pasó a ser un referente del género y de lo que debería ser el mismo en los años venideros. Hay que entender que aún no había visto Matrix ni sabía lo que era Internet. Así que todo aquello de la «senso/red», del «hielo», o «del ensanche» era alucinante. Todo. Simple. Hasta que tropecé con 'Neuromante' no sabía lo que era la ciencia ficción dura (y madura).

Extrajo la línea a través del hielo del archivo. La línea regresó en seguida al programa y activó automáticamente una reversión completa del sistema. Las puertas de la Senso/Red se cerraron tras él. Los subprogramas se reintrodujeron en el núcleo del rompehielos cuando él dejó atrás las puertas donde habían sido emplazados.

Entonces el libro me pareció una maravilla que debía ser leído y conservado. Un «you have to» que decidí conservar en la biblioteca hasta la próxima vez que abriría sus páginas. Curiosamente ha pasado mucho más tiempo del que inicialmente supuse que pasaría, cuando, ocasión tras ocasión, sobrevivió a la donación de libros a la biblioteca del barrio.

Desde su primera lectura ha sido mucho lo que ha llovido. En el cine han evolucionado de forma inimaginable hace veinte años los efectos especiales. He visto la saga Matrix. Dos veces. He leído otras cosas, he visto otras películas y he jugado con juegos impensables hace un cuarto de siglo, cuando empecé con los ordenadores de 48 Kb y teclas de goma. Internet está inmersa, si no en la médula de cada ciudadano, sí en el hipotálamo de la gran población. En resumen, nuestra propia existencia, lo que somos y lo que hacemos, está fundado, orientado e inundado por la red de redes. Hoy no es extraño escuchar a una abuela en la guagua contar «mi hija, la que vive en Irlanda, me mandó por correo electrónico un vídeo de mi nieta gateando». Todo ha cambiado, mucho, desde que leí por primera vez 'Neuromante'. Y ello, quieras o no, afecta a la forma en que te enfrentas al mundo que imaginas en tu sesera mientras lees los párrafos de una de las mejores novelas del género. O eso decían los premios ganados. Resumiendo, mi contexto en aquel momento, y si mi memoria no me engaña, era el de un chico sin novia, en los primeros años de carrera -o en el último del instituto, ya he dicho que mi memoria no es demasiado fiel- que se pasaba muchas horas al día con el ordenador, que apenas salía de casa salvo los fines de semana, que veía mucho cine, leía cómics -no mucho ya entonces-, que sólo leía ciencia ficción o fantasía, y que pensaba que el mejor ordenador del mundo mundial era el Amiga 500, con el que jugaba mucho y robaba horas a los estudios. Nunca fui un buen estudiante. Por supuesto, mi contexto actual es distinto. Mucho. ¿O no?

-Yo vi la pantalla, el EEG decía muerto. No se movía nada, cuarenta segundos.
-Bueno, está bien ahora.
-El EEG liso como una correa- protestó Maelcum.

No es una mala novela, de hecho diría que es buena, y me la metí, «entre pecho y espalda», con gusto y avidez, como sucede con los libros que agradan, pero para mi gusto ha envejecido mal. Hay novelas que impactan por su prosa, otras por cómo está narrada la historia, otras por lo novedoso de lo que cuentan y muchas por todo ello junto y en equilibrio. En 'Neuromante' prima lo último, dejando las dos primeras componendas ligeramente relegadas, y, por apostar por lo novedoso, ya no sorprende tanto. No se le restará el mérito de ser pionera en su subgénero, el entonces llamado cyberpunk, pero es un género ávido de más y más, como el cine de acción, donde las acrobacias mientras se apunta y dispara deben ser cada vez más y más exageradas. 'Neuromante' es, dicho sin acritud y más bien con algo de lástima, una reliquia.

Como reliquia se merece todo mi respeto y cariño. Como reliquia debería ser un libro leído y comentado, pues fue precursor, guía y maestro de todo un universo que hubo de venir después. Tan solo por ello ya merece la pena ser leída. Pero con cautela y con cariño. El cariño con el que se escuchan las historias de los abuelos.

Leí nuevamente 'Neuromante' -además de porque así lo decidí al terminar de leerlo la primera vez- porque en los reyes del año pasado (bueno, aún de éste), hace casi ya un año, cayeron un par de novelas más del autor. Tenía intención de leer, antes, la Trilogía del Sprawl completa. Pero me estoy pensando pasar directamente de 'Conde cero' y 'Monalisa acelerada'. Ya veré. A veces hay mitos que merece la pena adorar desde la distancia. 'Neuromante', siendo una buena novela, con la que aún me divertí en su última lectura, es de esas que debería haber mantenido con la etiqueta de «francamente genial» en el recuerdo. Ha descendido en la escala de la literatura que idolatro. Una pena. Para mí. Si tú no la has leído, no desperdicies la oportunidad. Pese a lo que yo haya comentado aquí, es una novela que resulta interesante y, estoy seguro, muchísimo mejor que la mayoría de los libros que se venden actualmente dentro del catálogo de ciencia ficción. Sin embargo, creo que no sobrevivirá a la próxima donación a la biblioteca. No habrá tercera lectura.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Por la isla tras la lluvia

Una vez más, aprovechando la visita de sulaco a la isla, nos fuimos a sacar fotos el sábado. Ya van unas cuantas desde que comencé -una vez más- con esto del blogging. Si no recuerdo mal, la primera fue la víspera de Reyes de 2009, seguida de la visita a Palmitos Park, y terminando -al menos hasta el sábado- en un paseo por el centro de la isla. Esta vez hubo varias novedades. La primera era que en esta ocasión no sólo sulaco volvía a la isla, también yo volvía de Madrid. La segunda fue que nos acompañó -en realidad hizo de guía y chófer- Luis. La primera vez que coincidimos los tres. Y, la tercera, fue que el día de la salida, un día espléndido y soleado, coincidía con el fin del temporal del sur, que ha estado azotando con lluvias intensas esa parte de la isla, ofreciendo imágenes muy raras y difíciles de ver. Pero eso no lo sabíamos aún.

Empezamos visitando las salinas de Pozo Izquierdo. No daban mucho juego, porque estaba todo inundado y, para mi gusto, feo y desatendido. ¿Seguirán en funcionamiento? Lo dudo. Lo más destacable fue, quizás, los reflejos de los molinos en las pequeñas parcelas de desalinización. Ahí estuvimos más bien poco tiempo. Tampoco corría el más mínimo viento -algo que sospecho extraño en esa zona-, por lo que no había ni una ola y, menos aún, surfistas.

Pájaros en las salinas de Pozo Izquierdo


Con un café en la mano, planeamos qué hacer con el resto del día. Demasiado pronto para volver a casa y una ocasión única de ir los tres por ahí. Era posible que, dada la cantidad de agua que cayó durante los días anteriores, las presas estuvieran llenas. Al menos la presa de Las Niñas, que había visitado ya este año y que yo encontré casi completamente seca. La de Soria no recuerdo haberla visto nunca llena. Decidido el plan, tomando la ruta por el sur, nos acercamos a la presa de Soria. Pudimos comprobar que caía agua desde el rebosadero de la presa de Las Niñas.

Agua cayendo hacia la presa de Soria


En Gran Canaria no es común que corra el agua de esta forma. Y menos verla caer en cascadas. Cierto que no era una gran cascada, más bien era algo tirando a lo ridículo, pero no dejaba de ser todo un espectáculo en una isla donde el agua suele moverse -las raras ocasiones en que lo hace- de forma mansa. De ahí que, aprovechando un tiempo más típico de primavera o de un verano suave, todos los rincones estuvieran llenos de curiosos grancanarios buscando la imagen atípica de una isla que, de cotidiano, es más bien seca y rocosa sin más.

En ese punto nos tropezamos con un reportero de Canarias 7 que vio en nuestro extraño trío una oportunidad para hacer su trabajo. Ni corto ni perezoso se dirigió a mí, sospecho por ser el que tenía más cerca en ese momento, y comenzó con la batería de preguntas. «¿Profesionales?». «No te dejes engañar por estas cámaras. No pasamos de aficionados», fue mi respuesta. Y de ahí a interesarse por nuestros nombres, procedencias y profesiones. Una anécdota que acabó con un párrafo en la prensa que se aleja de la verdad por desconocimiento:

Desde abajo, tres amigos aficionados a la fotografía apuntaban con sus réflex profesionales a la inmensidad. «Anda que como se resbale alguien, te vas a llevar la exclusiva», bromea uno de ellos». Es Saulo, un joven informático cuya pálida piel revela que trabaja en Madrid. «Siempre que puedo, nos regalamos una escapada, y más con este paisaje».



¿Mi piel es pálida porque trabajo en Madrid? ¡Ya le vale! ¡Si sólo llevo dos meses desterrado allí! Ayer estuve fastidiadillo. No deja de ser irónico estar como un roble en Madrid con temperaturas veinte grados inferiores -y nieve- y venir a la isla natal a ponerse malo de la garganta. Por ello no salí a comprar la versión impresa del periódico. Me quedaré con la curiosidad por saber qué más diría del «joven pálido» cuya palidez delataba que trabajaba en Madrid. Expresión que a sulaco le produjo no pocas carcajadas, sospecho. En cualquier caso, y más allá de que no fuera la forma más adecuada de describirme, no deja de ser cierto que el aparecer en prensa -aunque sea en su forma digital- provoca un aluvión de egolitrones, la partícula indivisible que inflama el ego de uno mismo. Como cuando comprobé que aparecía en Google Street View.

Tras la experiencia mediática nos encaminamos a la presa de Las Niñas, donde siguiendo a la inversa el cauce del barranco -que perfectamente se podría llamar río- pude ver lo que no había visto en mi vida en esta isla. El agua corría con muchísima velocidad. No soy nada aficionado al vídeo, pero aprovechando que llevaba el iPhone conmigo -algo de lo que tuve oportunidad de (casi) arrepentirme cuando la funda se me cayó en el agua- grabé un par de vídeos: éste y éste.

Agua corriendo hacia la presa de Las Niñas


En fin, un día que, como en las ocasiones anteriores que quedo con Luis o sulaco para salir a sacar fotos, se pasó rapidísimo y de forma muy amena. Me gusta salir con gente inteligente a disfrutar de los paisajes canarios. Más cuando se consiguen instantáneas difíciles de ver repetidas en el futuro.

Por cierto, dado que apenas uso mi equipo fotográfico he decidido regalarlo. Así que envíame un mensaje por si estás interesado... ¡Inocente!

jueves, 24 de diciembre de 2009

Feliz Navidad

Creo que cuando uno comienza a meter vídeos (y fotos) de otros en su blog, es sinónimo de decadencia. No digo que se enlacen, recurso que yo he utilizado alguna vez. Pero incrustarlos dentro del propio blog... En fin, que cada uno tiene su escala de valores. Hay quienes piensan que comprar ordenadores de la manzana mordida es de prepotentes y otros que perder el tiempo con Windows -o Linux- es de idiotas. Si todo el mundo pensara y actuase igual, sobrarían seis mil millones de personas.

Cierto es -o asumido como cierto lo tiene la gente- que toda regla tiene su excepción. Por un momento, con la esperanza de que no fuera interpretado como signo de debilidad y de futura degeneración de éste, mi vertedero personal de verborrea sin sentido, estuve tentado de incrustar un vídeo para felicitar la navidad a todos aquellos que, como cortesía, se pasan por aquí de vez en cuando. Una de las pocas bitácoras, sospecho, que no aparecen -o no debería hacerlo- en el buscador de buscadores. Si llegas aquí es porque me conoces -y he sido tan imprudente de contártelo- o porque las casualidades existen. Buscaba un vídeo que representase, en superficie, y no necesariamente en base, lo que pienso sobre las fechas navideñas. Sé que cuesta creerlo, pero la simple idea de mancillar mi espacio con semejante subproducto de la web-dos-punto-cero me producía una sensación similar a la que podría sentir si metiese los testículos bajo una plancha industrial para el marcado al rojo vivo de placas metálicas. Duele.

Visto que soy materialmente incapaz de recurrir al artefacto en cuestión, he optado por buscar alguna foto que pudiese concretar, y resumir, lo vivido en Madrid en estos dos meses y poco que ya llevo por aquí. Sin ser la más destacable, ni la más adecuada para las fechas en cuestión, he optado por ésta:

Amaneceres en RENFE


Por un lado refleja lo cotidiano. Mi vida, como la de muchos habitantes de Madrid -e imagino que de otras grandes ciudades-, está ligada a los trenes y a sus horarios. A las inclemencias -o bondades- del tiempo reinante. Es lo tradicional. Por otro lado, la imagen contiene lo insólito, lo nuevo para alguien que no es natural del lugar. Ni para muchos de los habitantes. La nevada que vivimos esta semana. Quería tener la experiencia de vivir un día de nieve antes de volverme a Las Palmas, fuera por Navidad o definitivamente, y lo he podido experimentar. Es un regalo. Y estamos en fechas de regalos. Ésta es una estampa que refleja ambas circunstancias. No es una gran foto -y con un iPhone tampoco se va a poder conseguir mucho más-, pero me gusta porque es una buena síntesis de lo que he vivido y estoy viviendo en Madrid.

Me enrollo mucho. En fin...

Feliz Navidad a tod@s los que me han acompañado, me han guiado, o me han escuchado-barra-leído, se han creído lo que les he dicho -o no-, durante otro año más.


Para cuando se publique esto deberíamos estar iniciando la maniobra de descenso hacia el aeropuerto de Gran Canaria, donde espero poder pasar, sin sobresaltos, las próximas dos semanas, antes de volverme a Madrid. A algunos espero verlos durante estos días. Y al resto, pues recuerden que los excesos se acaban pagando. Pero en la medida de las posibilidades de cada cual, intenten que sea siempre otro el que los pague.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Mil muertes distintas

[...] Tan contentos, hasta que alguien los aplastaba o los envenenaba o les rompía el cuello con una barra de hierro. Yo, por mi parte, he vivido más que todos ellos y, a cambio, he muerto mil muertes distintas. Me he movido por la existencia dejando en pos un rastro de miedo, como un caracol. Cuando muera de verdad, será un aburrimiento.


Firmin
Sam Savage
Booket

Los pajarillos de la estación de El Barrial Centro Comercial

Hace ya dos meses que la empresa decidió que era más valioso en Madrid que haciendo las veces de responsable de la delegación de Las Palmas. Más allá de los planes dentro de planes dentro de planes que veía en esta decisión, la acogí con los brazos abiertos porque me daba una oportunidad -todo pagado- que no había tenido hasta la fecha: vivir en una gran ciudad. Cuando llegué no tenía ni idea de cuánto duraría. Aún, pasados estos dos meses, tampoco lo tengo claro. Igual me largan esta semana, que igual lo hacen dentro de un año. En realidad no me preocupa, al menos de momento, porque me propuse disfrutar de lo que me fuera ofreciendo el día a día.

Una de las cosas que más me fascinan de vivir en Madrid es todo lo relacionado con el transporte público. Creo que tanto los trenes de cercanía como los metros son un medio de transporte fantástico. En general muy puntuales, lo que siempre es de agradecer. Te percatas que una gran ciudad lo llega a ser porque tiene una buena red de transporte público. Está claro que yo no soy demasiado objetivo, pues vivo a diez minutos en tren del trabajo y a otros tantos de Príncipe Pío, quizá la mejor estación de trenes que hay en Madrid. Para mi gusto, claro. Desde Príncipe Pío ya puedo alcanzar cualquier rincón de la ciudad en metro. Al aeropuerto tardo unos treinta y cinco minutos. No vivo en el centro, pero estoy a quince minutos de la Gran Vía.

Los pajarillos de la estación de El Barrial

Decía que no soy objetivo porque a) me gusta el transporte público y b) no tengo que usarlo demasiado. Está claro que algunos de mis compañeros de trabajo, que viven a hora y media en tren, no piensan los mismo que yo. Ellos prefieren el coche y, por consiguiente, se tragan algún que otro atasco innecesario. Pero me fascina, decía al principio del párrafo anterior, porque no he visto un lugar donde la gente se aliene más que en el tren o el metro. Aunque tienen que aguantar estrecheces y desconocidos que invaden los espacios vitales de otros, la gente se la apaña para imaginar que están en otros sitios, que conservan su independencia, poniendo barreras de todo tipo. Leyendo, durmiendo, escuchando música... Es, cuando menos, un laboratorio para estudiar la psicología del ser humano.

Otra cosa que me encanta, más de los trenes que del metro, por obvio, son sus estaciones. Obvio porque las estaciones de tren, que en general están en el exterior, se engalanan más para resultar atractivas a la luz del día. Luz que nunca llega a las de metro, siempre ocultas, escondidas, bajo tierra. Las que suelo visitar o ver tienen, cada una, su particularidad. Cada una demuestra su propia personalidad. O tal vez son un reflejo de las personas que las frecuentan. Así no es raro que las haya descuidadas. Contrastando con otras que fueron edificios importantes otrora. Tal vez, si veo que la cosa sigue para largo, me proponga fotografiar algunas de las estaciones. Ya veré.

La estación de El Barrial Centro Comercial, donde me bajo y subo cada día laboral, pues es por donde llego y abandono la empresa, tiene una familia de pajarillos de comportamiento muy curioso. No sé cómo lo hacen, pero son capaces de detectar una migaja de algo que caiga, por ejemplo, en el otro extremo de la estación. Soy malo calculando distancias, pero diría que de extremo a extremo habrá unos cien metros. Aunque rara vez los he visto alejarse tanto. Así que resulta un espectáculo verlos venir volando desde tan lejos porque ha caído al suelo algo que, por poner, tendrá apenas unos dos milímetros de radio. Y eso ya es mucho, en muchos casos. Agudeza visual, eso es lo que tienen estos bichos. A veces he pensado que hay alguno vigilando y da la voz de alarma, pero se mueven todos tan al unísono, tan velozmente, con una respuesta tan rápida e inmediata, apenas fracciones de segundo después de haber caído el trozo al suelo, que resultaría sorprendente que esperasen a que un vigilante diese la voz de alarma. Y tampoco observo que algunos lleguen rezagados. Es una bandada que ataca al unísono, todos a la vez. No hay vanguardia ni retaguardia. Tan solo unos están más lejos que otros. Mala suerte para los que deben volar mayor distancia. Después de verlos durante un rato, resulta una danza curiosa.

Rara vez les echo comida. Principalmente porque no suelo llevar nada conmigo. Pero cuando sí, no me importa jugar un rato con ellos. Resulta relajante. Los ves a unas decenas de metros y dejas caer unas pocas migas. Inmediatamente saltan y vuelan, casi en picado, hasta donde estás para pelearse, algunas veces, por los pedacitos. Los más osados se acercan a escasos veinte centímetros de los pies. Se los ve gordos, cebados, porque cada día hay alguien que les regala comida. Algunas veces más de uno, pues el día es largo. Así que, aunque no sea yo el que les echa de comer, me entretengo viéndolos lanzarse contra los trozos de comida que otros les echan. Cuando los tienes cerca los escuchas discutir con su piar particular. No conozco de aves, así que no sé de qué especie son, pero son bonitos. Me gustan. Tonos salvajes, casi de camuflaje, pero aves domesticadas. Tan acostumbradas al ser humano que dependen de ellos para engordar. ¿Sobrevivirían si, de repente, nadie les volviera a echar comida?

Cada estación tiene sus peculiaridades. La de El Barrial tiene unos pajarillos insaciables que vuelan incansables de lado a lado, de extremo a extremo, alimentándose de lo que descuidan otros o de lo que los pasajeros de tren que esperan les echan de comer. Viéndolos volar y revolotear se me pasan volando, valga la redundancia, los minutos hasta que pasa el siguiente tren. La estación de El Barrial es una de mis preferidas.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Vivir de los sueños

Y en África, en épocas de hambruna, los niños hambrientos comen tierra. A buen hambre no hay pan duro. El mero hecho de masticar y tragar algo, aunque no alimente el cuerpo, nutre los sueños. Y los sueños de comida son como cualquier otro sueño: puedes vivir de ellos, mientras no te mueras.

Firmin
Sam Savage
Booket

Dónde no puede empezar un relato

Podemos no saber nunca dónde empieza un relato, pero a veces sí que podemos decir dónde no puede empezar: donde la corriente ya fluye con pleno impulso.

Firmin
Sam Savage
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Un útero semántico

Concebía la primera frase como una especie de útero semántico repleto de atareados embriones de páginas sin escribir, resplandecientes pepitas de genio, ansiosas de nacer. De ese gran recipiente fluiría, por así decirlo, el relato completo.

Firmin
Sam Savage
Booket

Quejas por algo leve

Alforja 127. A veces es bueno que haya algo leve que falla (comida fría) para que no se quejen de cosas importantes (sueldo bajo).

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Ignacio Canela Mercadé
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El agravio comparativo (2)

Alforja 117. Cuando favoreces a alguien, estás consiguiendo molestar al resto.

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Ignacio Canela Mercadé
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El agravio comparativo (1)

Alforja 116. El agravio comparativo es la mayor enfermedad laboral.
Corolario 1. Uno sólo se compara con los que están mejor que él.
Corolario 2. Uno nunca se conforma (cuando va andando quiere una bici, si tiene bici quiere moto, si tiene moto quiere una más grande y así hasta llegar al helicóptero).

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Ignacio Canela Mercadé
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La gente nueva

Alforja 115. La gente nueva puede ver las cosas de manera distinta, y hacerse preguntas clave como «¿por qué?» o «¿para qué?». Sé inteligente y aprovecha esta oportunidad de cambiar a mejor.

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Ignacio Canela Mercadé
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Maneras de resolver los problemas

También explicaba que había distintas maneras de resolver los problemas: «Con un problema podemos hacer varias cosas: solucionarlo, trasladarlo o minimizarlo». Y volvía con el ejemplo de la sala de reuniones: «Si en la sala de reuniones hay una bombilla fundida, puedes llamar al encargado para que la cambie (solucionado), puedes utilizar una lámpara de mesa (minimizado) o puedes coger una bombilla de la sala de al lado y ponerla (trasladado)».

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Ignacio Canela Mercadé
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Niveles en la resolución de problemas

Decía: «Podemos distinguir tres niveles en la resolución de problemas: corto plazo (CP), medio plazo (MP) y largo plazo (LP)». Y ponía el siguiente ejemplo: «[...] La mesa está llena de polvo. [...] No tienes demasiado tiempo de reacción. Puedes tomar medidas a CP (coger una toalla del lavabo y pasarla por la mesa para disimular un poco), MP (mañana hablarás con el encargado para ver qué ha ocurrido y que no se repita) y LP (harás un planning con los días que hay reunión para que sepan cuándo tienen que pasar y así no tener que estar siempre pendiente)».

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Ignacio Canela Mercadé
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La gente se esfuerza en lo que le interesa

Alforja 85. La gente suele poner esfuerzo en lo que le interesa. Pon a gente interesada en cada proyecto o haz que la gente se interese por el proyecto.

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Ignacio Canela Mercadé
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Es fácil tener ideas (2)

Alforja 84. Tener ideas es relativamente fácil. Lo costoso es sacarlas adelante.

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Ignacio Canela Mercadé
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Es fácil tener ideas (1)

- Es fácil tener ideas, incluso es gratis. Lo costoso es ponerlas en marcha, sacar los proyectos adelante. En cuanto nuestra amiga la Gallina se puso a escribir un artículo sobre el tema que había propuesto y descubrió que realmente era costoso obtener la información, que se requería tiempo para hacer un buen artículo, que no sabía lo suficiente de redacción, etcétera, entonces se dio cuenta de por qué el editor decía que le sobraban las ideas y, sin embargo, le faltaban artículos.

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Ignacio Canela Mercadé
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Un responsable

En este sentido, tenía muy presente las palabras de Nakio, probablemente recuperadas de algún antiguo consejo de su abuelo: «Siempre tiene que haber un responsable y sólo uno, pues tierra de dos es tierra de nadie».

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Ignacio Canela Mercadé
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Sevilla en números

Después de casi cuatro meses desde que hicimos el viaje, he terminado de repasar y elegir las fotografías que he venido publicado, poquito a poco, en el álbum de flickr relativo a los días que pasamos en Sevilla. En total pasaron 152 fotografías. Menos si no eres familiar, motivo por el que reflejará una cantidad inferior. Lo que no está nada mal teniendo en cuenta que en cinco días y medio pulsé 580 veces el disparador, dejando que la cámara produjera su particular sonido de apertura y cierre del obturador. Es una relación, como digo, nada mala, pues significa que una de cada cuatro fotografías ha pasado la criba. Reconozco que no soy especialmente bueno criticando mis propias instantáneas. Primero porque no considero casi ninguna especialmente buena. Y segundo porque, dado que todas me parecen -y si parecen deberán serlo- mediocres, no consigo discriminar con acierto y reducir a un número especialmente pequeño. Lo que, como desventaja adicional, conlleva que aburriré a la gente cuando les presente el fotolibro del viaje, que de forma rutinaria llevo montando desde 2006 para cada viaje (o situación especialmente destacable), y que para la ocasión he optado por uno de 80 páginas. Sin olvidarnos que desde hace unos cuantos libros, me decanto por disponer una imagen por página, eso hace que de las 152 me quede con unas cuantas menos. Tampoco está mal. De cada seis o siete veces que sonó el obturador, una fotografía acabará en el fotolibro del viaje. Es un porcentaje más que aceptable.

Giralda desde el patio interior de la catedral¿Podría ser el número de fotografías elegidas un buen indicador de la satisfacción que produce un viaje? A nadie que me conozca, que haya leído el preámbulo tras la vuelta, o que, simplemente, me haya preguntado por mis experiencias en Florida, le sorprenderá que afirme, vehementemente si me obligan, que de los dos viajes realizados en 2009, el de Sevilla fue el mejor, con varios órdenes de magnitud de diferencia. En Sevilla no recordaba mi casa ni tenía ganas de volver. En Orlando no veía el momento de volver, pese al sufrimiento de 20 horas en vuelos que me separaban de mi hogar. Y esto se notó en las ganas que tenía de usar la cámara. En Sevilla siempre la tenía fuera, colgando del cuello. En Orlando, salvo en ocasiones muy puntuales, iba casi todo el tiempo en la mochila; que por cierto compré allí. Todo ello conduce a la inevitable apreciación de que hubo días en los que no hice una sola fotografía en Orlando. Aunque aún tengo que revisar cuántas disparé. Por tanto, repito la pregunta. O la modifico, porque es de suponer que una cosa es el abuso, el número de disparos, y otra el uso, las que llegarán a buen término: ¿Se podría aducir que el número de fotografías disparadas durante un viaje podría ser un buen indicador de lo bien que nos lo pasamos? Dando por afirmativa la respuesta a esta pregunta, diré que, por tanto, el ratio de fotografías tomadas por día fue de unas 100. Como curiosidad, eso vendrían a ser tres carretes de 36 fotografías de los de antes. Y, tomando las elegidas, serán unas 27 al día. ¿A alguien le parecen pocas imágenes por día?

Puente Reina Isabel II o de Triana - Sevilla

En cuanto a la dimensión monetaria, algo que ya adelanté en Jet Lag prorrateado, la métrica adecuada, si es que hubiera alguna, sería la de euros/día por persona, sin incluir las entradas a los sitios ni los gastos extraordinarios. Dicho lo anterior, veamos los gastos que entrarían en este capítulo:

  • Vuelos de ida y vuelta: 70 € cada uno
  • Cinco noches de hotel: 350 € (incluyendo desayuno)
  • Comer y cenar: aprox. 60 € de media por día (los dos)
  • Transporte público: 40 € (en total)

Sumemos: 70 x 2 + 350 + 60 x 5,5 + 40 = 860 €. Cantidad que habría que dividir entre dos y entre cinco días y medio. A saber: 860 / 2 / 5,5 dará aproximadamente 80 € persona/día. O sea, que vivir en Sevilla durante cinco días y medio suponía 80 € por cada uno. Recordemos: eso es lo que costaba sólo estar y moverse por Sevilla. Cada uno. O, dicho de otra forma, eso vendría siendo el precio base de estar en la ciudad. A lo que habría que sumar lo que se gaste cada uno de los días en otras actividades. Por ejemplo, uno de los días alquilamos un coche (70 € más 10 € de gasolina) para acercarnos a Itálica y a Carmona.

No recuerdo el precio de las entradas de los distintos sitios en los que entramos, pero creo recordar que no fue mucha la cantidad cuando tocó pagar ni fueron muchos los sitios en los que se exigía pago. Comentándolo con mi mujer creo que en total nos gastamos unos 40 €. Tal vez 50 €.

Iluminación nocturna de La Giralda - Sevilla

Resumiendo. En total nos gastamos unos 1000 €. 500 € cada uno. O sea, menos de 100 € al día cada uno. En un viaje que resultó ser genial en una ciudad que merece la pena visitar y disfrutar.

Siguiendo con la neura de los números. ¿Se podrán relacionar ambas magnitudes? No sé. Tal vez podría convertirse en una métrica interesante, suponiendo que el número de fotos tomadas es un indicador de la satisfacción de estar en el lugar, en el que se relacione la cantidad de dinero con el trofeo de las instantáneas. ¿Algo como 100 €/día entre 27 fotos/día que serán 4 €/foto? ¿Es esto mucho? ¿Poco? En realidad debería ser el doble, ya que he usado la cantidad de uno, pero al ir en pareja, sería un coste indivisible. ¿Qué tal usar las páginas del fotolibro? 1000 € entre 80 páginas tendría que reflejar la experiencia vivida en un libro estaría a unos 13 €/página.

Quedarían otras dimensiones que tal vez acabe explorando. ¿Qué tal las distancias recorridas? Pero para ser la primera vez que me meto a analizar el viaje de esta forma, creo que lo voy a dejar como está. Ya lo iré perfeccionando en próximos viajes. Si me da la gana. De momento me quedo con estas dos ideas: 80 €/día persona no es especialmente caro y quedarme con 27 instantáneas por día es una cantidad más que digna.

Sé que todo esto suena muy materialista, pero al final, dentro de 10 años, cuando apenas recuerde los detalles, y ya solo quede la sensación general, las fotografías, o las páginas del fotolibro, serán ese pequeño -o gran- recordatorio de todo lo bueno que pasamos y vivimos en Sevilla. Siendo así, ¿es justo que me obceque en darle una dimensión monetaria a todo esto? En realidad sospecho que no será válido hasta que las compare con los números que arroje cualquiera de los otros viajes que haya hecho. Ya veremos.

viernes, 11 de diciembre de 2009

'Brujerías'

Hay novelas de Terry Pratchett que cuesta un poco más leer, y otras que se leen de forma rápida, de cuyo mérito deberíamos culpar a la especial dosis de humor con que las pergeña. 'Brujerías' es una de esas novelas que se te pasan rápido, muy rápido, leyendo las calamitosas y ridículas situaciones en las que se meten un par de brujas de pueblo a causa de su particular forma de ver las cosas. Una de ellas será Esmeralda, más conocida por Yaya, cuya aparición en escena sucede en la novela anterior, 'Ritos iguales', la primera de la saga de las brujas. En esta segunda novela de dicha saga, sexta del universo extravagante de Mundodisco, la acompañará Tata Ogg, ejemplar único donde los hubiera y nota disonante en el gremio especial y específico de las brujas. Por atípica y por cabra loca. No serán escasas las situaciones en las que se aprovecha la divergencia de caracteres para enfrentar a las protagonistas, provocando con ello un efecto cómico, ocasionalmente desternillante, pese a -o precisamente por- la cabezonería y a la cabezología de ambas.

Verence frunció el ceño. Parecía que, para ser un fantasma, hacía falta un esfuerzo mental muy superior al requerido para estar vivo. Se las había apañado muy bien durante cuarenta años sin tener que pensar más de una o dos veces al día, y ahora se veía obligado a hacerlo constantemente.

En alguna ocasión -y sospecho que repetiré hasta la extenuación- he comentado que lo de Pratchett no es disfrutar de su prosa. Para leer a Pratchett hay que tener ganas de reír a costa de situaciones cotidianas exageradas de tal forma que resultan cómicas. El autor de la saga se inspira aquí y allí para escribir sus novelas. Siempre buscando la situación cómica, aunque, más dependiendo del tema y la novela, acompañada del regusto de alguna crítica inteligente y velada. Para 'Brujerías' se apoya en Shakespeare y ahí donde debería encontrarse un drama, un dramón de angustias vitales, corres el riesgo de proyectar migas de pan a la cara de tu pareja si cometes el error de leer el libro mientras desayunas y tienes el infortunio de entender el humor ácido de un párrafo particular. Al igual que los grimorios encadenados de la biblioteca de la Universidad Invisible, la mayoría de los libros de Pratchett deberían ser acompañados de instrucciones con redacción de precauciones y leídos en situaciones que conlleven un compromiso justo de la integridad de la persona. ¿A quién no le ha pasado empezar a toser, casi asfixiarse, con tal de no reírse a mandíbula batiente en el transporte público y parecer un demente o un ido de olla de cara al resto del pasaje? Hacer de uno aquello de mejor muerto que parecer idiota.

En fin, otro libro más, el sexto, de un universo que, por extraordinario, por extremo, acaba siendo mundano y común. Un espejo de circo en el que se reconoce, aun deforme, el espíritu y las personas de nuestro propio mundo. Para leer si te gusta el autor. Para leer si te gusta la fantasía traviesa y, en especial, para leer si te gusta el humor inteligible e inteligente.

jueves, 10 de diciembre de 2009

'Ensayo sobre la ceguera'

Los libros, como lo son las películas, los discos y cualquier otro artículo de consumo que se busque para matar el tiempo, llenar los momentos de soledad o, simplemente, disfrutar con pasión del acto de su consumo, y no necesariamente en el sentido mercantil de la palabra, no dejan de suponer formas de accidente en nuestro camino por la existencia. Forma particular de accidente, cierto es, pero accidente al fin y al cabo, en el que uno puede distinguir un principio, el momento en que posa la mirada en el primer renglón del primer párrafo de la primera página, un nexo, cuando se va reconociendo los nombres y/o las intenciones de los personajes, y un final, cuando llega el momento de despedirte, tal vez de forma definitiva, a veces con signos de ruptura irreconciliable, o con la sensación de que, haciendo uso y abuso de una frase especialmente memorable del cine, «podría ser el comienzo de una gran amistad». Accidentes, muchas veces, que van más allá de la línea temporal directamente reconocible y propia, ofreciendo claros caminos de causalidad en el acto de tropezarlo.

Dada la poca frecuencia con la que leo y que, según mi progenitor, «me trago lo que me echen», más recriminado hacia el gusto fílmico, por «tragarme» más películas malas de las que un humano medio podría resistir, son escasos los accidentes que acabaron en ruptura con mutuo desprecio, el del autor hacia mí por ofenderme con prosa, verso o temática infumable, y el mío hacia un libro que no hizo más que robarme mi valioso tiempo. Valioso porque al fin y al cabo, tal como decía Hawking, es una dimensión que sólo se puede recorrer en un sentido, cuyo recorrido no se recupera más que en su recuerdo. Igualmente son pocas las veces en las que, tras cerrar la contraportada de un libro, he respirado profundamente y he dado las gracias por haber tenido la oportunidad de leerlo en vida. Entre uno y otro extremo, caben la mayoría de los casos restantes. Unos más próximos al disgusto y otros al acto placentero del recuerdo de pasar sus páginas.

En el grupo de libros magníficos ha caído 'Ensayo sobre la ceguera', del que tras disfrutar de tres de sus obras empiezo a considerar a Saramago un paladín de la prosa y del que, sospecho, acabaré degustando más libros que, eso sí, habré de encolar en lo que ya parece una lista infinita de pasta de papel impresa amontonada en mi mesa de noche, en mi estantería y en múltiples sitios a la espera de su propio turno, mientras amarillea los cantos con resignada paciencia. Nada recomendable para un alérgico, un asmático o una persona que, por naturaleza, se disguste con el desorden.

Con el tiempo y la intimidad, las mujeres de los médicos acaban también por entender algo de medicina, y ésta, tan próxima en todo a su marido, había aprendido lo bastante para saber que la ceguera no se pega sólo porque un ciego mire a alguien que no lo es, la ceguera es una cuestión privada entre la persona y los ojos con que nació.

Decía, antes de desviarme de la trama inicial de mis pensamientos, los cuales se deshilachan con extrema facilidad, que 'Ensayo sobre la ceguera' ha resultado un descubrimiento formidable y que ha pasado, con meritoria justicia y total sometimiento por mi parte, a ser uno de esos libros marcados y remarcados que tendré el gusto de repetir en lectura en algún momento de mi futuro. Tal vez lejano, tal vez cercano, pero de seguro será un libro que volveré a leer. Y de esos libros que, por desgracia para los cercanos, recomendaré con vehemencia y convicción cada vez que me den la oportunidad. Dos veces agradecido con el destino, pues no solo oportunidad de leer, sino también en préstamo, porque nunca había sido objeto, habiéndolo sostenido en mis manos, de compra compulsa. Uno de esos extraños casos en que, tal vez por hacer justicia a «la excepción que confirma la regla», aún atrayéndome el título, no llegué a pasar por caja llevándolo conmigo. Libro prestado indirectamente por una amiga, que en origen prestó a mi mujer, y que deberé devolver con un sentimiento de pérdida.

No sé si en todos sus libros será igual, pero de Saramago me encanta cómo rehuye el emplear nombres propios, convirtiendo a sus personajes en arquetipos, usando nombres que los describen por lo que son o por lo que hacen. Y, para mí y mi incapacidad para memorizar nombres, resulta fascinante, porque no necesito recordar si Fulanito, Meganito o Zutanito, cuando aparecen referidos en un párrafo sin más reseña, eran el vendedor de cilantro, el jugador de póquer o el amante de la mujer del protagonista. No, aquí «el primer ciego», «la mujer de las gafas oscuras» o «la mujer del doctor» es cuanto necesitamos para reconocer y recordar lo que es y lo que hace un personaje determinado en una trama fantástica y exquisitamente iniciada, desarrollada, entrelazada y finalizada. Una trama que, una vez más, presenta una obra coral, sin más protagonista que la propia situación, pero que sirve, a modo de ensayo clínico, para hurgar en las personas, en sus miedos, en sus odios, en sus deseos y, en fin, en todo lo bueno y lo malo que puede arrojar de cada uno, en solitario y en grupo. Marionetas de una circunstancia y un contexto que los fagocita, los digiere y los zarandea sin pasión ni compasión. Una trama que hace pensar y meditar sobre la fragilidad de la sociedad, sobre en qué se sustenta la «humanitaria» colaboración, convivencia y aceptación del prójimo. Tal vez llevando al extremo aquello que se dice, en parte con burla y en parte en serio, sin saber si la proporción que corresponde a cada una sería mitad, tercio o infinitesimal, «la conciencia no es más que el sentimiento de que tal vez nos estén mirando». ¿Será, entonces, que la fragilidad de nuestro mundo, de nuestra comunidad, de nuestra buena vecindad, habremos de agradecérsela al poder y la capacidad de la vista? ¿O, en su forma inversa, tal vez con carácter perverso, al miedo de ser vistos?

Un texto para reflexionar.

Un libro grandioso al que se le debe rendir el justo tributo que merecen las obras de arte, que en este caso no es otra cosa que ser admirado en la forma de su lectura.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Tito, ¿qué es egolatría?

tactactactactactactactactactactactactactac...

- ¿Qué estás haciendo, chavo? ¿Trabajar?
- No. Escribir.
- ¿Y qué escribes?
- Escribo sobre un libro que he leído.
- Ah...

tactactactactactactactactactactactactactac...

- ¿Qué es egolatría?
- Es el culto a uno mismo, a mí, ser sobresaliente, superior, superlativo; de mente prodigiosa, deslumbrante y ejemplarizante, sin comparación posible con el resto de mortales, inferiores; de ánimo y alma magnánimos y, no lo olvidemos, amo y señor de mi tiempo y de esta casa, mi reino, donde soy el único y verdadero dios.
- Ah, vale...

«Niños»...

tactactactactactactactactactactactactactac...

Conversación con mi sobrino Samuel.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Desarrollamos el cerebro para matar

- ¿Qué otra cosa podrías ser? Lo seres humanos no desarrollaron el cerebro para tumbarse en los lagos. Matar es lo primero que aprendimos. E hicimos bien, o estaríamos muertos, y los tigres poseerían la Tierra.

El juego de Ender
Orson Scott Card
Edición limitada Zeta

Cuando le quiero le destruyo

- [...]Y todo se reduce a esto: en el momento en que entiendo verdaderamente a mi enemigo, en el momento en el que le entiendo lo suficientemente bien como para derrotarle, entonces, en ese preciso instante, también le quiero. Creo que es imposible entender realmente a alguien, saber lo que quiere, saber lo que cree, y no amarle como se ama a sí mismo. Y entonces, en ese preciso momento, cuando le quiero...
- Le vences
- No, no lo entiendes. Le destruyo. Hago que le resulte imposible volver a hacerme daño. Lo trituro más y más hasta que no existe.

El juego de Ender
Orson Scott Card
Edición limitada Zeta

El nombre es una prótesis

El nombre es una prótesis, un implante que se va confundiendo con el cuerpo, hasta convertirse en un hecho casi biológico a lo largo de un proceso extravagante y largo. Pero tal vez del mismo modo que un día nos levantamos y ya somos Millás o Menéndez u Ortega, otro día dejamos de serlo.

El mundo
Juan José Millás
Booket

Solo somos el escenario

Recordé un día en el que paseando por el campo, en Asturias, me detuve frente a una vaca que estaba a punto de parir y comprendí que el embarazo había sucedido dentro de su cuerpo como el lenguaje sucede dentro del nuestro. [...] La idea resultó enormemente liberadora. Quizá no seamos los sujetos de la angustia, sino su escenario; ni de los sueños, sino su escenario; ni de la enfermedad, sino su escenario; ni del éxito o el fracaso, sino su escenario...

El mundo
Juan José Millás
Booket

El cobre sabe a electricidad

[...] Más complicado fue entender que el frío quemaba, pero lo cierto es que un día me abrasé los labios al llevarme a la boca un pedazo de cobre que encontré en el jardín, a primera hora de la mañana. Me gustaba el sabor del cobre; todavía, al pronunciar la palabra cobre, siento un cosquilleo eléctrico en la punta de la lengua. El cobre sabe a electricidad. [...]

El mundo
Juan José Millás
Booket

miércoles, 2 de diciembre de 2009

'Rechicero'

Hace tiempo que tengo aparcada la serie Mundodisco, libros divertidos del genial Terry Pratchett. Aunque yo empecé leyéndolos de forma algo desorganizada al principio (en realidad me leí dos que vendrían a caer casi en medio de la colección), al poco comencé a leerlos desde el principio. Tal como voy publicando las reseñas. En orden.

El quinto libro de la serie es 'Rechicero', tercero de la saga del hilarante Rincewind, cobarde como pocos -bueno, he conocido alguno que lo es más-, pero con talento sobrenatural para meterse en todos los berenjenales en los que se puede meter alguien en el universo alternativo del descomunal platillo de tierra que sobrevuela el cosmos apoyado sobre cuatro descomunales elefantes que no hacen gran cosa sobre una aún más descomunal tortuga de dimensiones planetarias. Sin olvidarnos de su fiel -más por necesidad que por elección propia- Equipaje, singular complemento de viaje que una vez más hará de las suyas durante las desventuras del protagonista.

Rincewind apartó la visa. En cuestión de magia, era un perfecto inútil, pero tenía un cien por cien de éxito a la hora de seguir con vida hasta aquel momento, y no quería estropear el récord. Lo único que necesitaba era aprender a nadar en el tiempo necesario para lanzarse al mar. Valía la pena intentarlo.

Creo haber dicho ya en alguna ocasión que la prosa de Pratchett no es nada del otro mundo (ni del otro mundodisco). Más bien cae dentro de lo simplón en la mayoría de las ocasiones. Pero no desmerezcamos lo simple por el simple -valga la redundancia- hecho de serlo. Lo genial de Terry Pratchett no es su prosa, no, es la forma tan única de coger una idea que la mayoría de la gente acepta de una forma y no se plantearía la posibilidad de que fuera de otra, y conseguir darle la vuelta hasta descolocarla, consiguiendo, empero, que parezca de lo más natural en un universo que, por risible, acabas dando por naturalmente aceptable. Así no es extraño que lo que debería ser la antítesis, lo contrario hecho carne, de Conan, sea una chica de formas voluptuosas, con aspiraciones de llegar a ser una gran experta en peluquería, pero que por arte y gracia de los párrafos del autor, no podría ser más parecida a aquello de lo que debería ser opuesto. Un Conan que en su versión femenina acabará siendo Conina, cuya genética la convierte irremediablemente en una máquina de dar pescuezones a diestro y siniestro, pese a que su verdadera vocación serían los cortes exóticos y los cuidados avanzados del cabello. Un cándido ejemplo de cómo la bestia puede habitar dentro de la bella o, si fuera Punset el que lo dijera, de cómo los genes se imponen a las aspiraciones.

En fin, otra de esas novelas de Pratchett que, sin aspirar a merecer algún premio renombrado en los círculos elitistas de literatura, de bien seguro acabará por provocar más de una carcajada. Algo tan necesario en nuestros tiempo de miras estrechas y almas encogidas.

viernes, 27 de noviembre de 2009

'Alta diversión'

He repetido hasta la saciedad, y creo que lo seguiré haciendo con frecuencia, que soy un inconsciente que se deja llevar por el instinto coleccionista. A veces me da por la tecnología, en pretérito fue por los sellos, casi con constancia por la música, y en los últimos tiempos, casi de forma sistemática, por comprar libros. Desde hace un buen tiempo hasta la fecha, son muchas las constantes adquisiciones de literatura que expolian mis reservas monetarias. Y, lo que es «peor», son libros orientados a la gestión empresarial (o a cosas por el estilo). Lo «genial» del asunto es que, hasta hace, como quien dice, nada, a mí los libros de empresa «me la pelaban». Y mucho. Quizá la culpa haya que encontrarla en el libro 'La meta', novela empresarial que me encantó. Tal vez sigo buscando para encontrar algo similar, que lo hay. Incluso mejor. Y persisto en la búsqueda. O tal vez, quiero inclinarme más por esta opción, principalmente porque no me deja como un estúpido ante mis propios ojos, es que estoy intentando comprender el universo particular que motiva o dirige los impulsos de los empresarios y los insaciables aspirantes a directivo del año con los que he ido tropezando durante mi vida. Algo así como el que estudia una psicología especial y que intenta encontrar sentido al sinsentido de algunos líderes que llegan a serlo por motivos que aún no logro alcanzar a comprender. Y antes de suponer que no se lo merecen soy más proclive a creer que soy yo el que no encuentra la causa aparente en la suerte de lotería que los ha llevado al puesto que ocupan. Pese a que de todo hubo, hay y habrá.

Decía, antes de perderme en una autojustificación pseudoexistencialista más proclive al grouchismo que al marxismo, que me pierden en los últimos tiempos los libros de corte empresarial que, como buen defensor y presa del sistema del neoliberalismo capitalista, acabo coleccionando en compulsas compras que acontecen en las situaciones más inesperadas. ¿Que veo un sitio donde venden libros? Ahí voy yo a mirar, muchas veces, con la esperanza de que alguno caerá. Y como he dicho en otras ocasiones, me dejo llevar por los títulos de los mismos, y no tanto por las elocuentes -muchas veces no tanto- palabras con las que decoran la contraportada con tal de embaucar al posible comprador. Yo. Si el título resulta sugerente, tiembla mi tarjeta. Hay un relación inversa entre mi riqueza y lo interesante y atractivo que resulte un título.

Una de estas ocasiones en las que me vi gravitando irresolublemente hacia la compra de texto impreso, sucedió en la vuelta del viaje a Florida, del que apenas he comenzado a comentar nada. En Madrid, mientras esperábamos la hora para embarcar, me acerqué a uno de los tantos kioskos de ventas de revistas que están repartidos por todo el aeropuerto. Me atrajo ver varias estanterías llenas de libros además de las consabidas revistas. Lo primero que te tropiezas es una, estantería baja en este caso, que casi te bloquea el acceso al resto, cargada de muchos libros sobre el tema que últimamente me atrae tanto. Ahí fue donde, además de otros llevado por una gula consumista incontenible, compré el libro 'Alta diversión', porque me atrajo el título -¿cómo no?- y lo que prometían en contraportada. Y lo cierto es que cumple con lo que promete. Bueno. En realidad más o menos.

[...] Por ejemplo, hay momentos durante un proyecto en los que conviene volverse a estudiar esta joya de la teoría del management, y distribuirla entre los miembros del equipo:

LAS SEIS FASES DE UN PROYECTO:
  1. Entusiasmo.
  2. Desilusión.
  3. Pánico.
  4. Búsqueda de culpables.
  5. Castigo de los inocentes.
  6. Recompensa y honores a los no participantes.

Sin ser un libro que caiga enteramente en lo que mi estrechez de miras concibe como «gestión empresarial», la lectura es en general muy amena. Se lee rápido y resulta muy instructivo en muchas ocasiones. La estructura, aunque parece más orientada a libro de textos o recetario, queriendo decir con ello que los autores optaron por una esquematización del proceso instructivo, la mayor parte del tiempo, más que recetas -o tal vez con un estilo particular de receta que no alcanzo a percibir como tal-, lo que ofrecen son ejemplos con los que intentan justificar la elección de dicha forma organizativa. Aunque en este tercio suene como algo negativo, nada más lejos de la realidad. Algo así como decir que el contenido moldeó al continente, y no a la inversa. Tal vez ha resultado una forma abstrusa e inadecuada de decir que, tras leído, da igual la forma que le hubiesen dado a una colección desenfrenada de buenas anécdotas y ejemplos sobre cómo fomentar -por sabidas ventajas- el humor en la empresa.

Decía que el libro está bien nutrido de ejemplos y comentarios sacados de la vida real de varias empresas. Sorprende, porque hay que confesarlo desde una perspectiva de casi cuarentón de mentalidad ibérica, que existan empresas así. Tal vez la atrofia justificada y justificable de vivir en un universo empresarial gris. Asombra, casi resulta increíble, que existan empresas de colores brillantes donde la gente se lo pasa bien y, además, fiscalicen con beneficios comerciales. Incredulidad que acaba siendo seguida y adelantada rápidamente por un sentimiento de envidia que no sabría calificar si de sano o enfermizo. Decía que es lo malo de trabajar en un universo gris: acabas creyendo que los colores no existen y cuando te los tropiezas da grima verte a ti mismo como gris. Así que la razón se niega a reconocer la existencia de tales fenómenos empresariales. Son leyendas urbanas.

Pese a todo lo bueno, y adelantando que tras concluir éste párrafo acabaré recomendando, si hubiera oportunidad u ocasión, su lectura desenfadada, reconozco también, por ser justos y no inducir a su lectura con falsedades, que hubo momentos -más de los que caben contados con los dedos de una mano- en los que empezaba una página deseoso por alcanzar con rapidez el final para ver si la otra cara de la hoja traía prosa más interesante. Tal vez de puro empalago por el dulce ajeno o tal vez, creo yo, porque reiterar es sinónimo de aburrir. Y los autores pecan a veces de repetirse en exceso. Eso sin contar que no deja de suponer su publicación una plataforma de autobombo y platillo en la que ofrecernos sus servicios como única empresa que se dedica a hacerte ver, bajo la seductiva forma de un término bárbaro más atractivo como es el coaching, que dicho en su versión original no subtitulada da más caché, tu potencial para el uso del humor en tu organización. Un libro ameno, instructivo, pero -o sin pero- propagandístico. Sin «pero» porque habrá que reconocerle el mérito a los autores y el derecho a usar su publicación en la mejor forma que les convenga para su propio beneficio. ¡Ah!, el neoliberalismo, que me atrofia el sentido crítico.

Acabó el párrafo anterior y tal como prometí continúo, anticipando su fin, esta entrada de hoy, esperanzado de que al menos les haya resultado amena, con la recomendación, tal vez mirando para otro lado o cruzando los dedos tras la espalda, nunca lo sabremos, que si tienen oportunidad, o les interesa el tema en particular, o tienen a alguien que se preste a prestarlo, lo utilicen para reírse un rato, de vez en vez, porque sí es cierto que momentos cómicos los ofrece. Y es que hay anécdotas de las narradas entre sus páginas que merecen alguna carcajada como recompensa.

Y tal vez, porque todo es posible, encuentren inspiración para introducir, si fuere el caso y resultara oportuno, un mejor ambiente en la empresa con el buen uso del buen sentido del humor. Que tal vez, a fin de cuentas, habrá servido para instruir o enseñar que hay otras formas de hacer buena gestión empresarial. Pese a que suponga romper algunos paradigmas actualmente instalados en la mentalidad del directivo competente, competitivo y, lástima decirlo -máxime si es para terminar la entrada-, gris.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Elogio a los programadores de visualizadores de música

No recuerdo dormir tan bien durante tanto tiempo como lo hago desde que estoy en Madrid. Tal vez sea porque por las noches hace más frío y ayuda a aturdir los sentidos. O que «me tienen explotado», como me dice o recrimina el amigo sulaco, y llego rendido. Lo cierto que por una causa, por otra o cualquier motivo desconocido, duermo de un tirón la mayoría de las noches. No duermo mucho. Con cinco o seis horas para mí es suficiente. Pero son aún mejores si las duermo de un tirón. Como llevo haciendo seis semanas.

Sin embargo, las viejas costumbres rara vez se olvidan y, de vez en cuando, hay alguna noche que me desvelo antes de tiempo. Son noches que la cabeza gira a millones de revoluciones por minuto. Así que con esa celeridad neuronal, es estúpido intentar seguir durmiendo. Pocas alternativas tengo cuando mi cerebro decide funcionar a ese ritmo. Ahora intenten imaginar lo que podría suponer para cualquier cuerpo, animado o inanimado, verse acelerado de cero a cien mil en apenas un microsegundo. Quedaría destrozado inmediatamente por la fuerza de empuje. Por ello, la solución de leer no funciona casi nunca. Intentar meter ideas, conceptos o sentires estáticos dentro de una centrifugadora los destroza nada más aproximarse al horizonte de sucesos. En esos casos lo mejor es encender el portátil y ponerme a escribir cualquier cosa. Lo que se me va ocurriendo. Como si la palabra me poseyera y yo únicamente fuera un autómata a su servicio para dejarla por escrito. Casi el cien por cien de todo lo que se produce en esos momentos de insomnio, suele desaparecer en la papelera con la misma velocidad con que fueron escritos. De no hacerlo, el borrador de esta bitácora necesitaría un universo alternativo para contener tanta entropía.



Pero hay veces que la energía que genera mi cerebro es tan intensa que tampoco puedo detenerme a escribir. Siempre habrá una limitación mecánica en mis movimientos, que nunca llegarán a la altura de lo que exige la mente incandescente y casi febril que, por voluntad propia, decide explotar universos alternativos de causalidad. En estos casos límite, la única alternativa es escuchar música. Tal vez por aquello de que aplaca a las fieras. Hasta la fecha, en estos casos, paso de encender el ordenador y opto por escucha música en el iPod/iPhone con los ojos cerrados con la esperanza de no levantarme especialmente agotado. Sin embargo, hace poco tuve la ocurrencia de escucharla en el portátil. Y aún tuve la mayor ocurrencia de probar a «visualizar» la música, buscando algo en lo que centrar la mente.



No sé si en las versiones anteriores del iTunes existía este visualizador. O si es exclusivo de Mac. Lo cierto es que me parece fascinante. En apenas unos minutos esa especie de simulación física de partículas y gravedad consiguió que mi mente dejara de jugar con millones de cauces alternativos del futuro y se centrara en esos movimientos hipnóticos. Y tras la pausa de la maravilla, empecé a imaginar cómo podría estar programado -deformación profesional- hasta considerar que, aunque parezca sencillo, no lo debe ser. En realidad pocas cosas son ya sencillas en los ordenadores y sistemas operativos de hoy; salvo la interacción con el consciente humano. Es fácil sentenciar «esto es una mierda» o «esto es una chorrada y se programa con la punta del cipote», pero conozco muy poca gente que tenga la habilidad para imaginar, para diseñar y para programar un visualizador como el que me tropecé, por accidente, una noche de insomnio en el iTunes. Y es que, para mí, que me conozco conocedor de los entramados de la tecnología, es una de esas pequeñas joyas que pasan desapercibida para la mayoría de la gente, que ahíta y acostumbrada a la trivialización de la tecnología, no saben apreciar en su justa medida. El que programó -o los que programaron- este visualizador es un genio -o son unos genios-. No solo porque es cojonudo, sino porque he encontrado algo que consigue sacar a mi mente superior de espacios hiperreales hasta encontrar la calma nuevamente. Si Lorenz vivía un idilio desenfrenado con su atractor caótico, yo he encontrado en el visualizador del iTunes un «focalizador de orden». Magnífico.

Si existe la curiosidad por saberlo lamento decir que no, que aún siendo cojonudo, no consiguió reintegrarme al mundo de Morfeo, pero me animó, a las cuatro de la madrugada, a empezar a escribir esto. Digno de elogio.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Dos bandas sonoras para sentir

Hay música que molesta. Hay música que no gusta. Hay música que te acompaña. Hay música que se tararea en el trabajo, ocasionalmente de forma inconsciente. Hay música que se repite; no como el ajo. Y hay música que te hace sentir, que hurga en las entrañas de tus emociones, y que suponen «un antes y un después». Mi biblioteca iTunes tiene mucha música que entra dentro de este último grupo. Sin embargo, o tal vez por tener tanta, hasta dentro de esta música poseo algunas que alabo como «especiales».

Hace ya una eternidad hablaba de dos magníficas obras de arte del cine documental. Baraka y Home son, para el que no lo recuerde, estas dos joyas. En gran medida porque conjugaban unas fotografías increíbles con unos sonidos que acariciaban, durante la mayor parte del tiempo de la partitura, el alma. Música que no quitaba protagonismo, como debe hacer el buen vino con la buena comida, sino que amplificaba la experiencia, que la duplicaba seduciendo otros sentidos, pero cuyos ecos duraban mucho más tiempo que las propias imágenes.

Las dos bandas sonoras son obras magníficas, que compré en la tienda iTunes al día siguiente de ver cada una de las películas, y que son fieles compañeras en mis andares. Desde entonces me acompañan, primero en mi iPod y ahora en el iPhone, allá a donde vaya. No es raro que aparezcan en la lista de reproducción 'Reproducciones recientes' cada vez que sincronizo con la biblioteca de iTunes.

Considero las dos como obras muy buenas, exquisitas, en su totalidad. Pero supongo inevitable que con el tiempo me haya decantado por la de Armand Amar, en general más coherente y dulce, sobre la de Michael Stearns, para escuchar el disco «como un todo». Sin embargo, aunque Cum Dederit es magnífico, uno de mis favoritos, no hay un único tema en la banda sonora Home que tenga la fuerza e intensidad que tienen The Host of Seraphim. Es un tema duro, traído -y atraído- por una voz preciosa, que te desgarra, que te hace consciente de lo pequeño e insignificante que eres en el universo, pero que al mismo tiempo te libera de la carga de tener que soportar el mundo sobre tus hombros. Es un tema hermoso que te hace sentir como una piedra para luego elevarte como una pluma. Y no, no he fumado ni tomado ninguna sustancia ilegal.

Todo el tiempo las he tratado como bandas sonoras, como acompañantes «de segunda», pues la banda sonora se crea para acompañar a la imagen, la que habrá de ser la verdadera protagonista. Sin embargo, en este caso, ambos compositores han creado música que trasciende y traspasa sus propias fronteras. Que va más allá del cuarto en que se confinó originalmente. Que se expande. Es, a todas luces, música del y para el mundo. Dos magníficas obras con las que, como si del amor se tratara, sufrí un verdadero flechazo nada más verlas. O mejor dicho, escucharlas.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

'El éxodo de los gnomos' (trilogía)

Ya he confesado en más de una ocasión que me gusta muchísimo la prosa y el estilo de Terry Pratchett. En realidad, hablar de Terry Pratchett es hablar, casi en el noventa y nueve por ciento de los casos, de su serie Mundodisco, que a estas alturas tiene más libros que la Enciclopedia Inglesa volúmenes. Así que, por simple propiedad transitiva, me gusta muchísimo la prosa y el estilo de la serie Mundodisco. Sin embargo, dentro de ese uno por ciento que no es el consabido Mundodisco, encontramos la trilogía 'El éxodo de los gnomos'. Sí, «trilogía» viene de tres. Sí, efectivamente, 'El éxodo de los gnomos' se trata de una serie de tres libros. Ni dos, ni cuatro. Tres. Eso es lo que quiere decir «trilogía».

Tras la aclaración de lo que podemos entender por «trilogía» pasemos a la obra en sí y a la trascendencia que pueda tener en nuestras vidas, que es ninguna. Dicho de forma rápida y resumida: aunque está en la línea de las novelas relativas a un mundo plano sostenido sobre cuatro elefantes que se mantienen erguidos sobre el caparazón de una tortuga de dimensiones planetarias, es bastante floja, repetitiva y, perdóname padre-pratchett, aburrida durante buena parte de sus páginas, que pasan delante de nuestro intelecto sin excesiva repercusión. Para el que tenga intelecto, que a veces no es el caso del que escribe esto en este momento. Lo mío es la programación, no la inteligencia.

Masklin le dio vueltas a estas palabras mientras volvían sobre sus pasos. En el Exterior no había tenido nunca religiones ni política, pues el mundo era demasiado grande para preocuparse por cosas así. Con todo, tenía serias dudas acerca de Arnold Bros (fund. en 1905). Al fin y al cabo, si había construido la Tienda para los gnomos, ¿por qué no la había hecho a la medida de éstos?

Cierto que el planteamiento del posible origen de los gnomos, que más allá de ser seres salidos de la entraña de algún bosque que no tenía nada mejor que fabricar gnomos por generación espontánea nos ofrece un origen accidental distinto y -¿por qué no?- más plausible (no quiero desvelar nada), unido al sentir crítico del autor con los estamentos religiosos -una vez más- y con las jerarquías de poder, no deja de ser ingenioso, curioso, ácido y merecedor, en general, de ser leído. Como lo suelen ser en su caso todas las veces que el autor ironiza sobre religión o política, que a veces parece que se repite más que el ajo. Sin embargo, las partes agudas e inteligentes representan un porcentaje muy pequeño de la letra escrita en los tres libros, por lo que a duras penas se justifica la inversión de tiempo que llevaría leerlas. Aunque ya se sabe, habrá quien disienta -o mienta, por aquello de la auto-coherencia en la defensa de la obra de Pratchett- y diga que es estupenda. No seré yo de esos y, salvo que no tengas nada mejor que hacer, y mira que se me ocurren cosas mejores que hacer, no son libros que recomendaría leer.

En resumen, literatura de la que está bien para pasar el rato en el retrete, sin más trascendencia, que se olvida rápidamente, y que dará la razón a los detractores del escritor, pese a que el que escribe cree, a pies juntillas, que se trata de «la excepción que confirma la regla». A Pratchett hay que leerlo. Sí o sí. Bueno, siempre que no se trate de 'El éxodo de los gnomos'.

martes, 17 de noviembre de 2009

Mis quince minutos de googloria

-¡Coño! ¡El coche de Google!- exclamo mientras toco en el hombro a mi primo Marcos para que deje de monopolizar por una vez la conversación y preste atención.

-¿Cómo?- pregunta Víctor, que aún no ha tenido tiempo de reaccionar.

Sin parar a concretarle le digo: -¡Hagamos el gili y saludemos!


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El diálogo es más o menos real. El del suéter rojo soy yo. Lástima que la calidad sea tan mala, pero hagan un ejercicio de imaginación y podrán distinguirme en ese manchón borroso.

Ya me han alegrado el día.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Madrid, un mes más tarde

Hace tiempo que no escribo. He leído en multitud de sitios que el motivo para desatender la bitácora es que tienes cosas más interesantes que hacer. Es posible que así sea, no lo voy a negar. Este último mes que he pasado en Madrid ha consumido muchísimo tiempo lejos de un teclado y una pantalla. Principalmente en el aspecto laboral. Aunque también en la vertiente lúdica. Cuando llego al piso apenas dedico tiempo a leer algunos mensajes de correo y poco más. En realidad los mensajes ya los leo en el iPhone, así que el «poco más» es leer alguna bitácora de algún amigo. O leer sobre tecnología.

No se debe a que llegue especialmente tarde al piso. Al menos no de forma general, pues alguna vez quedo con alguien en Madrid para tomarme algo y rara vez consigo llegar antes de las diez y media de la noche, unas quince horas después de haber salido. En general es que llego agotado y dedico lo justo para cenar, recoger y limpiar un poco, ducharme y acostarme a leer. Me gusta leer media hora o, cuando el cansancio me lo permite, una hora. Estos ratos de lectura van quedando reflejados, cuando a mi entender lo merece, en Retales de sabiduría. Aquellos días que estoy especialmente cansado, en lugar de leer dedico cinco minutos a algún juego de lógica que haya comprado para el iPhone. Sigo siendo de los que no le importan gastar uno o dos euros por un programa para el iPhone. Lo que conjugado con mi limitado intelecto hacen que caiga redondo tras un par de intentos por resolver el puzzle o lo que me traiga entre manos. Ha sido todo un descubrimiento lo que uno puede conseguir en la App Store.

Asimismo he descubierto, o redescubierto, porque uno olvida las cosas con la costumbre, que disfruto levantándome temprano. En casa, con mi mujer, es ligeramente más complicado, pues en la convivencia el que uno se levante dos horas antes que el otro tiende a resultar molesto. Además de madrugador -lo pongo en cursiva pues aún no tengo claro que lo sea realmente- soy ruidoso, lo confieso. Pero en la soledad de Madrid, me levanto a las seis de la mañana. Me ducho y hago ruido en la cocina, siempre moderado, pues no quiero que los vecinos me echen del piso tan pronto, sin preocuparme en despertar a mi mujer. Me tomo las cosas con calma, con mucha calma. En general desayuno cereales y fruta, tras lo que preparo el desayuno de media mañana para aguantar hasta la hora del almuerzo. Todo ello lo hago con tranquilidad, intercalando la lectura de la prensa digital -El País, por ejemplo- en el iPhone. ¿He dicho ya que ha sido la mejor inversión en mucho tiempo?

Amaneceres en RENFE


Salgo sobre las siete y veinte y ando cinco minutos hasta la estación de tren. En esta ocasión escuchando música -sí, en el iPhone-. A esa hora suele tocarle al portero, que debe andar rozando ya la edad de la jubilación, que es un cascarrabias y saluda con tanto asco que piensas que le has tenido que ofender en algún momento y, pese a que no llegas a recordar en cuál, te dan ganas de pedirle disculpas por lo que fuera. Contrasta enormemente con el resto de porteros, los de otros turnos, que siempre saludan amablemente y te sonríen. Supongo que al ser más jóvenes también andarán menos «quemados» y resentidos con sus respectivas existencias. En cualquier caso, éste primer bache de la mañana no me afecta. Tampoco cuando llego a la estación y el tren acaba de pasar. Sonrío y sigo tarareando lo que vaya escuchando y disfruto de los impresionantes amaneceres que ofrece el cielo y del frío -entre siete y diez grados, depende del día- que hace a esa hora en Madrid en la primera quincena del mes de noviembre. La cámara del iPhone -¿con qué si no?- no es gran cosa, pero me permite saciar el apetito por hacer una foto a esos amaneceres que, de momento y como digo, son espectaculares. Por llegar justo a la vez que el tren alguno realmente de película se me ha quedado atrás.

Para un canario, esta sensación de frío es atípica y aún la disfruto. Así que rara vez, salvo cuando el aliento se condensa nada más salir de tu boca, me abrigo la calva. Ya habrá tiempo más adelante. Y, mientras los demás piensan que soy una especie rara de masoquista -o que tengo un aguante excepcional al frío-, yo les sonrío, con mis manos metidas en los bolsillos y tarareando, viéndolos recogidos dentro de la estación, cuyas cristaleras están empapadas del rocío de la noche. Para mí todo es nuevo y lo disfruto como un niño pequeño. A aquellos que se los cuento me recuerdan que aún está por llegar lo peor del invierno.

Dos estaciones, cinco minutos, son las que separan la estación de Aravaca de la estación de El Barrial Centro Comercial. Y algo menos de diez minutos andando es lo que separa la estación de la oficina. Así que no es raro que llegue a las ocho menos algo, a veces menos veinte, a mi puesto de trabajo. Eso es casi una hora antes de la hora oficial de entrada, las ocho treinta, y rara vez me tropiezo con alguien. A esa hora es una gran oficina habitada únicamente por los operarios del turno de noche. Tres o cuatro chicos que se toman el trabajo como una forma de adquirir experiencia y que están en el fondo «a su rollo». El lugar, a una hora tan temprana, tiene una cualidad casi onírica. A veces me recuerda a una película que vi hace muchísimos años, en el que un tipo se despierta tarde y sale corriendo al trabajo sin prestar mucha atención a casi nada. Cuando llega no hay nadie y piensa que se ha despistado y es fin de semana o festivo, sintiéndose como un pardillo. Pero no. Es un día laboral y no hay nadie. Así que sale a la calle y descubre que está solo, que todo el mundo ha desaparecido de la faz de la Tierra. ¿Era una película o lo leí? Tal vez es una mezcla que ha hecho mi mente deteriorada de las dos fuentes. El caso es que a primera hora, escuchando el sonido ininteligible de los operadores en la distancia, de la aspiradora que a veces utiliza la señora de la limpieza en el otro lado de la oficina, el arrancar el ordenador y sentarme en mi puesto de trabajo en esa casi soledad absoluta, con mi mente clara y despejada por el frío de la mañana y porque lleva ya más de una hora en activo, tiene algo de mágico. Me gusta madrugar.

Al salir del trabajo


Van llegando los compañeros y siempre los recibo con bromas. Hacía muchísimo tiempo que no me sentía tan bien en un trabajo, y eso se nota en el trato. Me tomo un café con algunos y sigo trabajando. Lo que hago ahora no es para tirar cohetes. En realidad, si no empezara con tan buena predisposición cada mañana, recitando las primeras estrofas de la grandiosa canción «Hoy puede ser un gran día» de Serrat, estaría más tentado a cualificarlo de trabajo basura. A veces tengo la sensación de que no me quieren allí. Que temen que haya ido a quitarles protagonismo u oportunidades de ascenso. O que soy tan idiota que no podré hacer frente a tareas más sofisticadas y tienen miedo de que les estropee algo. O, simplemente, que no hay nada interesante que hacer y eso es lo que hay. En realidad me la pela. Hacía mucho tiempo que no me lo pasaba tan bien trabajando y voy a intentar que dure. Y que le den mucho por la puerta de atrás a todo el que se sienta amenazado.

Pullas y bromas intercaladas entre sesiones de duro, sesudo y rutinario trabajo amenizan la llegada del almuerzo. Aún no me traigo la comida. Los días son tan buenos que prefiero salir a comer fuera. A veces hace tan buen tiempo que dejo atrás la chaqueta con la que salgo a primera hora de la mañana y con un desubicado «hace un día de playa» me muevo en manga de camisa. Corta, porque sería una locura ir con manga larga a trabajar. Los entendidos dicen que es un noviembre anormalmente caluroso y que ya vendrán tiempo peores. Climáticamente hablando, se entiende. Lo de «vendrán días más duros» o «tiempos peores» se encargan de recordármelo todos los días.

Los miércoles salgo a un restaurante que hay en Pozuelo con varios compañeros de trabajo, una tradición a la que me he sumado, y los jueves a un restaurante que descubrí en la segunda semana que queda a diez o quince minutos caminando, donde hacen una crema de verduras que te mueres de rica, como primer plato, y que ponen unos segundos platos en el menú normal, aunque ligeramente escasos en cuantía, riquísimos cualitativamente expresado. Lunes y martes improviso.

Las tardes pasan volando, a veces con efectos soporíferos si el almuerzo ha sido más de la cuenta, dando paso a la hora de salir. Es raro el día que salgo a «mi hora». En general estoy saliendo media hora o cuarenta y cinco minutos más tarde de lo que me correspondería. Sumado a que entro antes, se supone que le estoy regalando entre una hora y hora y media cada día. No me importa. Me pagan el alojamiento, la comida, el transporte y me dan la oportunidad de disfrutar de una experiencia única sin más gastos que aquellos en los que yo quiera incurrir en el capítulo de ocio. ¿Qué más dan cuatro o cinco horas extra a la semana? Si fuera House me dedicaría a descartar el «mucho porno que hay en Internet». Como no lo soy me dedico a aprender nuevas tecnologías y a darle mi toque especial a todo aquello en lo que me involucro.

Salvo cuando tengo que pasar a comprar algo para reponer en la despensa, trabajo al lado de un Hipercor, y si no he quedado con nadie en Madrid, salgo a coger el tren, nuevamente escuchando música y disfrutando del fresco que ya empieza a caer al anochecer, y me dirijo directamente al piso, a quince o veinte minutos del trabajo. Una vez en el piso, tal como decía al principio, recojo un poco, me ducho, leo algo en Internet y luego algún libro en la cama. Y a sobar. Ese ratito en el que ando por el piso haciendo y deshaciendo es cuando más echo de menos a mi mujer, porque el resto del día, aunque intercambiamos muchos correos, apenas tengo tiempo de pensar en nada más que en el trabajo. ¿He dicho que me lo estoy pasando muy bien en él pese a que podríamos considerar las actividades actuales rayanas en el trabajo basura?

Y ese es el día a día de mi último mes, algo más ya, en Madrid. Nada apasionante y nada como para escribir una novela mínimamente interesante. Pero no deja de ser lo que me pasa a mí y es lo que disfruto. Como me recuerdan cada día los compañeros de trabajo: «pronto llegarán tiempos peores«. Así que, aunque insustancial y ridículo, mi ritual o rutina diaria, no deja de ser una aventura apasionante. Al menos en un sentido microscópico y muy particular.

Para cuando se publique esto, si el avión no se ha caído en el Atlántico, hará como dos horas que estaré trabajando, repitiendo un lunes más la rutina que con excesivo detalle he descrito en esta entrada. Con la diferencia de que esta semana no volveré a Las Palmas el viernes y tendré el fin de semana para disfrutar y conocer, al menos durante las horas de sol -o bajo una capa de nubes, lo que toque-, Madrid. Por unos motivos u otros al final he estado yendo y viniendo todos los fines de semana desde que publiqué la anterior entrada relativa a mi estancia en la capital. A partir de ahora, y hasta Navidad, será mi mujer la que venga a conocer conmigo esta ciudad que tiene más de un rincón digno de mencionar. Esperemos que «los tiempos peores» se dejen esperar unas cuantas semanas más.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Un Dios colérico

Y bien, Dios estaba ahí todo el tiempo para lo bueno y para lo malo, generalmente para lo malo, porque se trataba de un Dios colérico, violento, castigador, fanático. Dios era un fanático de sí porque vivía entregado a su causa de un modo desmedido, como si en lo más íntimo desconfiara de la legitimidad de sus planes o de sus posibilidades de éxito. Podríamos decir que era un nacionalista de sí mismo. Tenía otras caras, pero ésta dominaba sobre las demás. Lo raro para un pensamiento ingenuo como el nuestro era que lograba estar sin estar, pues se manifestaba a través de su ausencia, que lo llenaba todo.

El mundo
Juan José Millás
Booket