miércoles, 12 de junio de 2013

Adiós Ernesto

Esta noche ha fallecido nuestro compañero y amigo Ernesto Mateos, ha sido un fallo cardiaco repentino mientras estaba en su casa tranquilamente preparando la cena.

Estará en el Tanatorio de San Isidro a partir de las 7 de la tarde.

Vamos a enviar una corona de flores de parte de los equipos, si queréis participar pasar por mi mesa o por el sitio de María.


Un Saludo
Santiago

Ese era el correo electrónico de las 10:35. La forma oficial que señalaba el antes y el después de lo que ha sido este día.

Antes fue la chica que con asombro le decía a otra que no se lo podía creer. Sucedía justo entrando al pasillo central que divide, con divisores de apenas metro y poco, toda la zona diáfana donde se trabaja. Unos metros más adelante, al girar la cabeza a la derecha, otra chica llorando desconsolada, junto a unos grandes ventanales, y un grupo de personas que se iba congregando alrededor de ella. No alcanzaba a oír sus palabras, pero miraban y señalaban a la zona donde yo me siento, al fondo. A mi pregunta los compañeros de mesa se encogían de hombros. Tan atónitos como yo. La sorpresa era general. Algo de jefes, supusimos. Unos minutos más tarde se nos acercó Santi. ¿Os habéis enterado ya? No. Ernesto murió anoche. ¡Qué me dices! Siendo ateo únicamente se me ocurre explicar cómo me sentí aludiendo al alma. Se me había caído a los pies de golpe. Me sobrevino una sensación de pesadez, un estado de agotamiento y un desconcierto general inmensos.

María llegó un poco más tarde. Se lo anunciaron en mitad del pasillo, sin dejarla llegar hasta su mesa. Ese mismo pasillo que recorría yo extrañado por las lágrimas de aquella chica a primera hora. Allí mismo rompió a llorar María de forma desconsolada. Eran ya varios años trabajando juntos.

Ernesto tenía treinta y ocho años en el momento en que su corazón decidió dejarlo en la estacada. Tal vez treinta y nueve. No terminamos de ponernos de acuerdo entre nosotros. También tenía un marcapasos desde hacía dos años. Y una mujer de la que siempre hablaba bien. Sus palabra sobre ella estaban siempre cargadas de proyectos escritos en tiempo futuro y de planes de vejez juntos.

Coincidimos en todos los almuerzos cuando yo me quedaba a comer en la empresa. Desde mi punto de vista se cuidaba. Mucho. Más de una vez bromeaba diciendo estar harto de tanta acelga insípidamente guisada. La sal prohibida, y muy parco al llenar su plato. Comía relativamente poco, comparado conmigo. El precio que hay que pagar por un corazón ya tocado.

Su carácter era el de un hombre muy tranquilo. Cordial. De trato agradable y paciente. Siempre dispuesto a echar una mano. Una de esas personas que te caen bien desde el primer momento. Y a mí me cayó genial. Y ese «primer momento» fue responder a una pregunta que me cogió completamente desprevenido. Levanté la mirada del monitor para mirarlo con lo que imagino será cara de estúpido. Absorto como estaba en el código tuve que pedirle que repitiera la pregunta. ¿Te gustan los comics? Y me dejó el primer tomo de Bone. No sé cuándo lo podré leer, le advertí. Tranquilo, ya me lo devuelves cuando lo leas. Hacía ya unos meses que estaba en el cliente y no habíamos pasado de algún hola y algún adiós al cruzarnos. Esa pregunta y ese gesto sin venir a cuento me descolocaron. Luego ya empezamos a coincidir más. Y a compartir experiencias. A profetizar futuros negros y dar solución a todos los problemas del Mundo. Y a almorzar en grupo. Incluso a cooperar de pasada en los mismos proyectos.

La última vez que lo vi fue el viernes pasado. Almorzamos juntos. Con el resto de los compañeros. Y fue un día especialmente bueno. Pullas, bromas y muchas risas. Porque cuadró y el tema dio para reírnos a carcajadas un buen rato. Ernesto el que más. Yo, el protagonista, haciendo el payaso y diciendo cosas de payaso. Ser canario y tener este acento tan particular tiene ventajas. Poco después yo salía para el aeropuerto a pasar unos días en mi hogar, teletrabajando. No me podía imaginar que hoy ya no estaría para el café de primera hora. Café que se desarrolló en el más absoluto silencio. El resto mirábamos serios, taciturnos y cabizbajos nuestros respectivos vasos. Perdidos en nuestros pensamientos, temiendo de reojo a nuestros propios miedos.

No puedo decir que Ernesto fuera un amigo. Dicen que pasados los treinta ya no se hacen amigos de verdad. Muy poco tiempo juntos. Y más allá de un apellido común y una buena colección de almuerzos, pocas cosas más compartimos. Diría que tampoco lo conocía tanto. Y siempre en el contexto del cliente. Pero lo conocía lo suficiente para que me cayera muy bien y me sintiese cómodo en su compañía. A su carácter bonachón se sumaba el que ambos éramos desplazados. Contratados por terceros que desarrollábamos nuestro trabajo en tierra de otros. Mercenarios sin patria. Nuestro futuro estaba ligado a la necesidad que de nuestro quehacer tuviese el cliente. Y, pese a todo ello, sí reconocía en él las virtudes de un amigo potencial.

Su muerte me dejó completamente trastocado. Tardé dos horas en conseguir concentrarme lo suficiente como para hacer algo «productivo». Y el día lo he pasado mayormente serio, cabizbajo y pensativo. Debía vérseme lo suficientemente afectado que varios pensaron que tenía una relación más estrecha y me dieron el pésame. Se los agradecí igualmente. No era momento para hacer correcciones que no venían al caso.

No somos nadie, decía María en el almuerzo. Hoy no pude estar más de acuerdo con ella.

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