Hay una canción de Sabina que, a marcha de Rock, nos narra el anhelo humano por soñar y vivir otras vidas distintas a la que vivimos. Está en nuestra naturaleza —casi diría que escrito a fuego en algún transposón tramposo heredado de alguna permuta génica con algún virus en la prehistoria— la insatisfacción perenne que nos obliga a buscar más. A desear más. Hasta el que proclama a los cuatro vientos estar plenamente satisfecho con su forma de ser, hacer y estar, desmiente con sus actos tal afirmación con la búsqueda de más y de más, repitiendo —intentando repetir, al menos— y reiterando el esquema de su éxito. Fromm diría que persisten en su modo de vida orientado al «tener» en lugar de vivir en el «ser». Pero allá cada cual con sus pupas y sus penas.
Sabina eligió ser un pirata cojo. A diferencia de muchos compañeros de aula, yo estoy contento con la profesión elegida, me identifica y me sigue regalando momentos de placer intelectual, pero no negaré —no puedo hacerlo— que en mi vida ha habido, hay y habrá momentos en los que he soñado, sueño y soñaré, he anhelado, anhelo y anhelaré, experimentar lo que podrían haber sido otras vidas. Quizá otras profesiones. Pirata con una pata de palo podría ser una de tantas buenas experiencias que vivir, pese a que la hemos heredado edulcorada en las proyecciones cinematográficas. Aunque en mi caso no hay una sola vida que prefiriese vivir, hay muchas que me encantaría experimentar, de los primeros exploradores de los polos terrestres sería aún mejor que abordar calaveras, bergantines, goletas y demás naves españolas, inglesas u holandesas según la bandera que me apadrinara y el viento de dónde soplara.
Con este esquema mental —potaje o puré, que dirían algunos— no es extraño que la atípica película documental 'Encuentros en el fin del mundo', dirigida por Werner Herzog, me haya encantado. Me la compré en Blu Ray en un arrebato consumista de esos que tanto me caracterizan, sin tener la más mínima idea de qué iba la historia pero buscando imágenes con una definición tan extrema que me hicieran saltar las lágrimas de puro placer visual, y me tropecé con un documento humano realmente valioso e inestimable. Una obra de culto dedicada al ser, un tributo libre de prejuicios y cuya búsqueda perpetua toma descanso allí donde las líneas de los mapas convergen —expresión tomada de uno de los protagonistas del filme—.
Como el propio director proclama al principio, no es un documental de pingüinos más. En la película encontraremos personajes infrecuentes, realizando cosas aparentemente mundanas en parajes hostiles y nada comunes. Un experto en finanzas que cambió el éxito del dinero por la conducción de vehículo dedicado al transporte de personas —guagua, bus— de dimensiones irreales en la base o ciudad de McMurdo, en el Polo Sur del planeta. O el de un filósofo que maniobra un tractor grandísimo. O un lingüista cuidando de un vivero o un invernadero en mitad de una noche soleada. Todos, junto con otros personajes casi de ficción, conviven en un lugar no hecho para cualquiera y que, por esa suerte especial que da la narrativa, te presentan como lugar de encuentro. Algunos dirán que hay que estar mal de la «azotea» para irse a vivir y trabajar a un sitio como ese. A lo que yo les preguntaría «¿tú eres feliz?», porque esta gente sí parece serlo pese a las condiciones extremas en las que viven.
Sin embargo, pese a que el documental se centra en el motivo, en la causa, que persiguen aquellos que se lanzan a lo desconocido buscando vete a saber qué, no se desperdicia la oportunidad para visitar enclaves de investigación científica y presentarnos a los que allí trabajan y viven. Y, cómo no, meditan sobre la existencia y sus trabajos. Hay momentos para sorprenderse con la riqueza que nos regala este mundo, como el sonido extraterrestre que emiten las focas de Weddell bajo el mar helado. De verdad que merece la pena escucharlo. ¿Qué soñarían los exploradores en tiempos de Amundsen y Scott al escuchar esos sonidos, recostados en plena noche, tal vez añorando el calor de los cuerpos de sus amantes, cuando aún no existían sintetizadores y la imaginación colectiva sobre extraterrestres y platillos volantes no hablaba de efectos especiales digitales, de rayos láser o de sables de luz?
En definitiva, 'Encuentros en el fin del mundo' es un documental difícilmente encasillable que nos brinda una oportunidad exquisita para conocer a la gente que hace posible que hayamos llegado a lugares increíbles. Un 'must see' que, por la condición humana egocentrista reacia a aceptar lo distinto, lo genuino, difícilmente será apto para cualquiera. Creo sinceramente que se ha de contar y disponer de una sensibilidad especial y de una mentalidad abierta para poder disfrutar de un documento visual, espiritual y transcendental como éste.
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