Creo que contaba con ocho años -puede que fuesen nueve, incluso diez- cuando tuve mi primer, y último hasta el momento, accidente de coche. La mente es muy curiosa. No recuerdo la edad exacta, pero sí muchos de los detalles de aquel día y de los posteriores. Camino del colegio me atropelló un coche que, según fuentes presenciales, adelantaba a un camión que estaba detenido delante del paso de peatones, invadiendo en el adelantamiento el carril contrario y llevándome por delante cuando yo salía, según conductor, corriendo de delante del vehículo detenido. Según un amigo que estuvo presente volé, como solo un niño delgado cual fideo, y más bien bajito para su edad, puede volar cuando un coche de una tonelada le mete un machangazo de la leche, como el que dicen yo recibí. Exagerando, porque no dudo que mi amigo exagerase, volé diez o doce metros después de estampar mi cabeza contra el capó del coche que me atropelló. Según paquito, así llamábamos a quien me lo contaba, con la cabeza abollé el capó mucho, muchísimo.
Todo esto lo cuento basándome en lo que recuerdo que me contaron, a su vez, los que dijeron estar presente. La versión del conductor fue ligeramente distinta. Yo lo único que recuerdo, claramente además, es salir de casa con prisas después de almorzar. En aquel entonces al colegio se acudía por la mañana y por la tarde y tenías dos horas para comer. A mí me daba tiempo de volver a casa, a 15 minutos caminando, y retornar al colegio para las dos horas de la tarde. Como decía, lo que recuerdo claramente, con una vivacidad extraña después de casi tres décadas, fue despedirme de mis padres y cerrar la puerta corriendo porque ya se me hacía tarde. Temía escuchar la sirena del colegio, que se oía a dos kilómetros de distancia, antes de haber cruzado el puente de Pedro Hidalgo. Iba un poco justo de tiempo. Al cruzar el puente, corriendo, llegaba en un minuto al colegio. Realmente corriendo estaba en el colegio en cuatro o cinco minutos. Lo de los quince era porque nos lo tomábamos con mucha calma para volver a casa o ir a primera hora a la escuela. Es muy posible que la versión del conductor de cruzar corriendo por el paso de peatones y sin mirar fuera cierta, pero me atropelló en un paso de peatones a la puerta del colegio yendo él en sentido contrario. Según cuentan, claro.
Lo siguiente que recuerdo fue despertarme a oscuras en una habitación extraña, con la luz de la calle levemente proyectada en algunas partes del techo y sombras indistinguibles por todas partes. Recuerdo despertarme y preguntar "¿papá?". Estaba casi a oscuras, pero de alguna forma era consciente que mi padre estaba por allí, esperando angustiado a que despertase. No sé si les entendí después que los médicos estaban preocupados porque no despertase al poco tiempo. Eso ya no importa. Lo cierto es que, desde que me atropellaron hasta que me desperté, pasaron unas trece o catorce horas. Inconsciente -o en coma- todo ese tiempo.
Durante casi una semana, la siguiente, estuve recuperándome de mis heridas y recibiendo a mi preocupada familia durante los tiempos habilitados para visitas que tenía el Hospital Insular. La mayoría de las cosas las recuerdo vagamente, ha pasado mucho tiempo. Lo que sí recuerdo es que cada vez que me quedaba solo lloraba porque quería volver a mi casa, con mis padres. Lo hacía cuando dejaba la habitación de juegos que tenía la planta infantil y caminaba por el pasillo para volver a mi cama, a leer algún comic. También recuerdo a una enfermera muy guapa, de ojos verdes, que me descubrió llorando un día y me dijo que no me preocupase, que hablaría con el doctor para que me diesen el alta pronto. Sí recuerdo a un chico que tuvo menos suerte que yo, compañero de habitación, que llevaba once días ingresado tras ser, también, atropellado. Y la visita de un tipo extraño que se acercó a mí y me dijo que había sido yo el que se había lanzado a la carretera, corriendo porque me perseguían otros niños, también lo recuerdo. Sí, era el conductor, que en su única visita para ver que había salido del estado vegetal y no había quedado tetraplégico aprovechó para convencerme que tenía tendencias suicidas. El hospital era un sitio triste, todo blanco, de ese blanco que usaban los hospitales hace casi tres décadas.
Ningún hueso roto, pero la cara deformada por los raspones con el asfalto y el labio partido y con unos cuantos puntos de sutura que hacían el abrir la boca para tragar una tarea insufrible. No digo ya masticar, porque me dolía la mandíbula, que por suerte no estaba rota. Pero esos daños no impidieron el alta, que vino cinco días después de ser ingresado. Aún recuerdo el dolor, unos cuantos días más tarde, al quitarme los puntos del labio. Aun se puede apreciar la cicatriz. Sobretodo cuando hace mucho frío y tengo el labio inferior lívido.
Las heridas de la cara eran muy feas. Mi abuela materna se lamentaba a su señor dios que podría quedarme desfigurado de por vida, aunque a los médicos, y a mis padres, les preocupaban más los daños cerebrales. Eran principios de los años ochenta, así que los avances para ricos que vemos en Dr. House eran más bien ciencia ficción para la Seguridad Social canaria. No era la primera vez que probaba la dureza de mi cráneo, a veces duro como el diamante. Con seis años, jugando en una pequeña ladera, perdí el equilibrio y decidí -de forma involuntaria- hacer de proyectil contra una roca. Cinco minutos inconsciente, mucha sangre, el director del colegio acojonado gritando, llevado por dos amigos, el coche del director, la casa de socorro, seis puntos y una fea cicatriz en la frente, como recuerdo y a modo de resumen. Pero esta vez no habían sido unos minutos minutos inconsciente, fue algo más de medio día completamente perdido. Tremendo meneo tuvo que llevarse mi tierno e infante seso para permanecer tanto tiempo en ese estado. Así que los médicos, sabios ellos, decidieron hacerme un electroencefalograma que, pese a lo que pese a muchos, no salió plano (algunos, que conozcan mi historia blogueril, entenderán el chiste -que es muy malo, confieso-). Plano no, pero demasiada agitadera tenían aquellas rayitas que proyectaban mis ondas cerebrales. No sé si fue desorden intelectual profundo o daño cerebral crónico severo lo que dictaminó el médico que le explicó a mi madre, con cara de circunstancia, la dolencia sufrida. Por supuesto, como buena madre que es, se rió del doctor. Mi madre, joven e ilustrada como pocas madres de la época, sabía cómo debía realizarse la prueba y cómo era, de especial importancia, hacerla en condiciones de total tranquilidad. No fue el caso. Recuerdo, creo que claramente, cómo cada dos por tres la enfermera -morena, de pelo rizado y algo feucha- me pedía que cerrase los ojos cuando, tras haber 'despellejado' a alguien -¿del trabajo?- con otra enfermera compañera, se daba cuenta que estaba prestando atención a lo que contaban y, por lo que sé ahora, un niño tierno e inocente no debería escuchar. Eso sin contar los portazos que daban en una de las puertas laterales, los gritos de dolor durante las curas de un niño en algún cuarto cercano o las veces que abrían la puerta principal para entrar, salir, entrar, salir, entrar, salir y que aprovechaba para buscar a la figura paterna que estaba sentada en un taburete en el pasillo. Vamos, que de tranquila no tuvo nada la sesión. Pero para el médico yo debía ser la reencarnación del anticristo con aquellos movimientos violentos de las curvas de mi genial intelecto. Puede que realmente se estuviesen gestando poderes telequinéticos o telepáticos que luego no he sabido desarrollar, de ahí las curvas tan inquietas. Tampoco importa.
No faltaron las vecinas que dijeron a mi madre, por aquel entonces todavía puericultora de la guardería de Tres Palmas, que tendría que haber muerto en el accidente. Tal vez sea cierto o tal vez no, pero deberías hacerte la siguiente pregunta mientras fantaseas con la idea de mi fallecimiento tan prematuro: ¿Qué habría sido de tu triste existencia sin mí en ella para ayudar a definirte como persona?
Por cierto, no hay nada más allá. Al menos yo no recuerdo nada de mi estado de coma. O tal vez aún sigo en él y esto no es más que mi fantasía soñando cómo habría podido ser mi vida después del accidente. Igual me despierto dentro de diez años para descubrir que el Mundo ha seguido sin mí. O no me despierto nunca, por lo que igual tú no has existido y cuando yo muera desaparecerás y todo lo que tú realmente sientes es lo que yo quiero, en mi eterno sueño, que sientas. ¿A que suena interesante? Disfruta de tu existencia, sea o no fantasía mía, porque no sabes cuándo puedo despertar o cuando te puede atropellar un coche.
2 comentarios:
Je t’aime
¿Un admirador? ¿Una admiradora? Espero que lo segundo.
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