Por Príncipe Pío pasaba casi todos los días la primera vez que vine a Madrid a pasar unas semanas para la «toma de posesión de mi cargo». Con el horario de verano, que nos permitía salir a las tres, cuando fichaba el final de la jornada, cogía el tren y, yendo en sentido contrario al hotel en el que me quedaba, me dejaba caer en esta estación. De ahí ya tiraba para otras partes, casi siempre a Callao o Sol, los otros dos puntos que más me atraen hasta la fecha. Los tres conforman el «triángulo de las bermudas» en relación al que orbito durante mis estancias en la capital. Recientemente he sustituido Sol por Ópera, pues están una al lado de la otra. Pero eso es otra historia.
El trabajo intelectualmente cansino —y el horario esclavizador que padezco— me invitan a recogerme en el piso la mayor parte de los días tan pronto salgo del trabajo. El tren que cojo seguiría hacia Príncipe Pío tras pasar por Aravaca. Únicamente hay una estación de distancia entre ambas. Pero, como decía, la mayoría de las veces prefiero quedarme allí donde resido para intentar descansar. Sin embargo, aquellos días que bajo a Madrid, irremediablemente acabo pasando por Príncipe Pío para coger el cercanías de regreso a lo que ahora llamo, fríamente, «casa». Salvo cuando es muy tarde —si a las once y media de la noche se le puede llamar tarde—, que opto —más bien me veo obligado, porque ya no pasan trenes— por el taxi. En esas ocasiones que paseo por Madrid —de media una vez por semana— acabo en el andén donde está el dispensador de libros. Y no hay ocasión en la que no me detenga delante de él para revisar lo que ofrece esa semana. Creo que ya tengo controlados los hábitos de renovación y aquellos libros que permanecen más tiempo expuestos. ¿Será porque se venden más?. Comprar libros de forma compulsiva es uno de los muchos desórdenes obsesivos que sufro. Así que no puedo evitar repasar las entrañas de la máquina en cada ocasión. Repitiendo varias veces, incluso, si el tren se demora más de lo deseado. A veces la suerte no me acompaña y llego justo cuando acaba de pasar uno. Y todas las veces me siento tentado a comprar alguno. Para ir leyendo mientras espero la llegada del tren. Por suerte, no sin un gran esfuerzo, la mayoría de las veces consigo contenerme y, hasta la fecha, apenas un par de libros han sido los que he arrancado de su letargo a través de la abertura inferior, que a modo de boca, ofrece la máquina. Resulta una tentación constate.
Pero no era de la estación de guaguas de lo que quería hablar. Al lado de la escalera de acceso me tropecé, junto a otras máquinas de vending, un dispensador de ramos de rosas. Está claro que no despierta en mí la misma fascinación que el dispensador de libros, pero no deja de resultarme bastante curioso que hayan elegido las rosas para ser vendidas de forma automática. A este paso acabaremos copiando la idea del dispensador de bragas usadas de los japoneses.
2 comentarios:
En Estados Unidos yo aluciné con los dispensadores de iPod, algo que jamás se me ocurriría comprar en una máquina así.
¿Dónde vi yo un dispensador de iPod hace poco? Creo que no fue en Estados Unidos. De todas formas no me pareció tan extraño como el de los libros y, aún más, el de las rosas. Las rosas son demasiado perecederas... ¿O no?
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