¿Qué es lo que era el paquete? ¿Contrabando? ¿Tráfico de algo? ¿Tal vez estupefacientes? ¿O fue todo fruto de mi imaginación?
Tengo una imaginación fértil, desbordante, caótica, anárquica y con voluntad propia. De eso estoy seguro y doy fe. Hay que tenerla para seguir creyendo que el Neoliberalismo acabará retrocediendo ante los Derechos Sociales. Por ejemplo. Pero esto hace que haya veces en las que vea cosas que no son ciertas del todo. No es que alucine, quiero adelantarlo, pues habrá quien leyendo las palabras anteriores busque estos síntomas. Simplemente tengo una imaginación fértil, como decía antes.
El viernes fui a recoger a mi mujer al aeropuerto. Los días del fin de semana son los mejores de mi estancia en Madrid, pues puedo compartir el tiempo y las visitas a sitios nuevos con ella. En esta ocasión me acompañaba mi madre, que vino a pasar una semana con intención de aprovecharla consultando fondos bibliográfico para su tesis en egiptología. Como casi siempre, cogemos la línea 8 de metro, cuyas paradas ya sé de memoria: «Aeropuerto T4», «Barajas», «Aeropuerto T1, T2 y T3», «Campo de las naciones», «Mar de cristal», «Pinar del rey», «Colombia» y «Nuevos Ministerios». O a la inversa, si vas desde Nuevos Ministerios al Aeropuerto. Siempre con el «Metro con destino a …, próxima parada …, correspondencia con …».
Como suele suceder a esa hora, el vagón estaba casi lleno. Al no entrar con la suficiente mala educación —empujando «a lo madrileño»— no pillamos sitio donde sentarnos. Mi mujer y mi madre iban hablando de mil cosas a las que yo no prestaba demasiada atención. Pero parecía no importarnos ir mal agarrados en mitad del pasillo. Ya se sabe: «cuando dos mujeres se ponen a hablar…». El tramo que va desde la Terminal 2 hasta Campo de las naciones es bastante largo y aburrido (la línea 8 es la única línea de metro que me satura, hasta el momento). Al llegar, un hombre alto y —creo recordar— bien vestido, se abrió camino entre nosotros con cierta brusquedad; algo nada atípico en Madrid. Llevaba prisa. Había estado justo detrás de mi mujer, ocupando el hueco reservado a los minusválidos, espacio muy socorrido cuando no encuentras un asiento libre. No lo pensamos dos veces y nos abalanzamos para ocuparlo nosotros.
En el suelo descubrimos un maletín perfectamente camuflado. Apoyado contra la pared del vagón. Parecía un maletín de portátil, aunque más ancho y parecía contener una especie de caja. Ya resultaba curioso que tuviese exactamente el mismo color gris con el que está pintada la parte inferior de los vagones. Si no te fijabas detenidamente podía pasar completamente desapercibido, pero nosotros tropezamos con él. Enseguida giramos la cabeza buscando al hombre que acababa de abandonar el rincón, para gritarle que se dejaba su maletín, pero había desaparecido completamente. Se había esfumado. No se le veía en la estación a través de las ventanas y, por la puerta por la que acababa de salir, entraba un hombre, de media estatura, joven, de piel dorada por el sol y rasgos ligeramente islámicos. Podía pasar por europeo, del mediterráneo, pero la nariz lo delataba. Se movía con soltura, sonriendo, como si fuera un triunfador de la vida, transpirando «normalidad» con cada gesto. Con un peinado para atrás, vestido con chaqueta gris y camisa blanca abierta hasta la mitad del pecho, daba la sensación que su función en la existencia era ser feliz y estar satisfecho de sí mismo.
Todo esto había pasado en unos pocos segundos y yo había dejado el hueco reservado para minusválidos. El que alguien saliera tan rápido dejando tras de sí un paquete sospechosamente camuflado me hizo recordar los atentados del 11 de marzo. Empujé a mi madre y a mi mujer hacia la puerta para salir, mientras decía «esto tiene toda la pinta de ser un paquete sospechoso: ¿será una bomba?» pero con la cantidad de gente, junto con el desconcierto de las mujeres, y con la inseguridad de creer que todo esto no es más que fruto de mi imaginación, no llegamos a tiempo a la puerta. Entonces nos dimos cuenta que el joven árabe —o de rasgos mediterráneos— había aprovechado nuestro movimiento de escapada para ocupar el hueco y mantenía —esto fue lo más raro— el bolso o maletín con la punta del pié. Quería evitar que se moviese, pero al no haber sacado las manos de los bolsillos en todo el tiempo, también parecía querer hacer creer que no se había dado cuenta del bulto.
Viendo todo aquello yo dije, tal vez en voz más alta de lo que debía, «nos bajamos en la próxima parada». Mi madre y mi mujer se rieron, señalando que tengo una imaginación demasiado calenturienta. Lo que no es falso en nada, en honor a la verdad. Pero la espera entre una parada y otra hace que las alucinaciones se contagien. Y entre Campo de las naciones y Mar de cristal hay mucho tiempo cuando el instinto de supervivencia te está atosigando de forma punzante. Así que, para cuando la megafonía anunció la próxima estación, mi mujer, que también se había percatado del movimiento del pié, me preguntó «¿entonces nos bajamos». Yo estaba de espaldas al sospechoso, pero mi mujer vio cómo se giraba y la miraba fijamente. ¿Habríamos descubierto algo y ellos se habrían dado cuenta de que lo sospechábamos?
Nos bajamos. Creyendo que en ese estación conectábamos con la línea 10, la que suelo coger para llegar a Príncipe Pío, les propuse cambiar. Estaba equivocado. Acabamos dando una vuelta enorme para volver al mismo andén en el que nos habíamos bajado minutos antes huyendo de una muerte que mi imaginación detallaba como horrenda. Cuando llegamos vi que otro tipo con rasgos árabes, esta vez vestido de forma informal, con ropas coloridas y llevando una mochila, se situaba a cierta distancia de nosotros. Excusándose en mirar una pantalla que colgaba del techo, no nos quitaba los ojos de encima. Cada vez que lo miraba él volvía a mirar la pantalla, simulando que prestaba atención, para volver a mirarnos cuando pensaba que no me daba cuenta. Mi mujer y mi madre estaban de espaldas a él. Tal vez fuera el estrés de la situación, pero hubiese jurado —estaba casi seguro— que ese tipo se había bajado con nosotros del mismo tren y que había dado toda la vuelta. No dije nada a ninguna de las dos porque no quería alertarlas. Aunque seguramente me hubiesen dicho que tenía una imaginación —otra vez— desbordante. De hecho yo mismo no estaba seguro de nada. Ni del hecho de que ese tipo estuviese también en el metro cuando nos bajamos. Tal vez se trataba —lo más seguro— de una casualidad o, viéndonos como turistas despistados, que se habían equivocado de estación, viese la oportunidad de hacerse con algún botín y no tuviese nada que ver con el anterior. O, únicamente, le llamaba la atención nuestra conversación sobre atentados, paquetes sospechosos y cosas por el estilo.
No dejé de «tenerlo controlado» hasta que llegamos a Nuevos Ministerios. En esa estación, cuando bajamos, el tipo le hizo un gesto —¿otra vez mi imaginación?— a otro y siguió ya sin volver a mirarnos. Durante el trayecto, en el vagón alguna vez volvía a observarnos desde más distancia. El otro hizo un gesto de asentimiento miró fugazmente para nosotros y lo siguió, dejando algo de distancia. Primero uno y luego otro subieron por una escalera mecánica que conduce tanto a otras líneas de metro como a la entrada para pasar a los andenes de Cercanías. Yo contuve a mi mujer y a mi madre con la excusa de que no hacía falta correr, que dajáramos pasar antes a la horda. Ya en el andén, cuando vi que aquellos dos habían desaparecido por las escaleras, las convencí para coger el camino más largo, dando un rodeo, hasta el andén del cercanías para evitar subir por el mismo sitio.
Me relajé un poco al subir al tren y comprobar que en el vagón no había nadie que me sonase haber visto antes. Más relajado estuve cuando llegamos a la zona residencial y por la solitaria calle no nos seguía nadie. Pero cuando ya entramos en el piso y la calefacción nos recibió con los brazos abiertos, terminé de relajarme. Ya en la tranquilidad del hogar di por hecho que de haberse tratado de algo realmente grave no lo habrían montado de forma tan chapucera. Todo había sido una estúpida situación confusa. De haber sido cierto seguramente no seguiríamos entre los vivos. Nadie organiza algo así, de forma tan chapucera. Pero la mente juega malas pasadas.
Al escribir esto me río. De mí mismo, principalmente. Seguro que todo fue fruto de una imaginación desbocada y que lo sucedido era de lo más normal. Pero hasta la fecha no había visto un maletín como ese en el metro y no he vuelto a verlo desde el viernes. A lo mejor no era tan normal, después de todo y, fuera como fuese, fuimos testigos de un «intercambio». El contenido y el objeto de ese intercambio se escapan a mi conocimiento, pero mi imaginación quiso rellenar los huecos que faltaban usando lo visto en tantas películas y leído en tantos libros, excusándose en el dicho «la realidad supera a la ficción». Durante un rato fuimos los «testigos accidentales». Los que estuvimos en el lugar equivocado en el momento equivocado. Pero lo importante es que seguimos vivo para contarlo. Una anécdota más.
Actualización: He cambiado el título del artículo (y las primeras frases para dar coherencia), porque a mi mujer no le gustaba nada el que tenía originalmente. Ciertamente era demasiado, digámoslo, exagerado. Además de traer malos recuerdos.
Sin embargo, ella, tras leer el artículo, se sorprendió de lo que contaba del chico que nos siguió en Mar de cristal. Ella también se había percatado pero no quería decirnos nada para no crear nerviosismo. Hasta que no llegamos al piso tampoco estuvo tranquila.
5 comentarios:
Ya sabes lo que dice el refranero sobre el moro bueno …
... :-)
Si crees que te siguieron, es que te siguieron.
Lo más probable es que fuera una banda de carteristas, abundan, y los fines de semana más. Además tu acento te delata como guiri, lo cual te hace una víctima más fácil y apetecible.
Si hubiera sido un intercambio de algo, no creo que hubieras podido sentarte en el sitio, no te lo hubieran permitido. Lo más probable es que el moro que se quedó allí se hiciera con un portátil en cuanto tú te bajaste, seguro que se había dado cuenta del maletín, pero no quiso cogerlo mientras tú lo vieras.
En tu caso yo, aún teniendolo casi claro, hubiera hecho lo mismo. ya lo dice el refrán más vale prevenir. Aunque como soy un poco primavera, en cuanto me hubiera bajado habría buscado al segurita o poli dela estación para informar, por si las moscas.
Que nos siguieron lo tengo confirmado desde el momento en que mi mujer, al leer la entrada, me dijo que ella también había visto al tipo.
A mí lo que me mosqueó es que el color del maletín era exactamente el mismo que el de la parte baja del vagón del metro. Es un gris de tono medio tirando a claro. Relativamente raro, al menos a mi entender, para un maletín de ordenador. No había visto nunca uno así, de ese color. Eso fue lo que me alertó bastante. Daba la impresión que la intención era camuflarse y, por eso, opté por bajarme del metro.
La verdad es que es raro, y lo dicho, más vale prevenir.
Pasará al archivo como un expediente X
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