Dada la poca frecuencia con la que leo y que, según mi progenitor, «me trago lo que me echen», más recriminado hacia el gusto fílmico, por «tragarme» más películas malas de las que un humano medio podría resistir, son escasos los accidentes que acabaron en ruptura con mutuo desprecio, el del autor hacia mí por ofenderme con prosa, verso o temática infumable, y el mío hacia un libro que no hizo más que robarme mi valioso tiempo. Valioso porque al fin y al cabo, tal como decía Hawking, es una dimensión que sólo se puede recorrer en un sentido, cuyo recorrido no se recupera más que en su recuerdo. Igualmente son pocas las veces en las que, tras cerrar la contraportada de un libro, he respirado profundamente y he dado las gracias por haber tenido la oportunidad de leerlo en vida. Entre uno y otro extremo, caben la mayoría de los casos restantes. Unos más próximos al disgusto y otros al acto placentero del recuerdo de pasar sus páginas.
En el grupo de libros magníficos ha caído 'Ensayo sobre la ceguera', del que tras disfrutar de tres de sus obras empiezo a considerar a Saramago un paladín de la prosa y del que, sospecho, acabaré degustando más libros que, eso sí, habré de encolar en lo que ya parece una lista infinita de pasta de papel impresa amontonada en mi mesa de noche, en mi estantería y en múltiples sitios a la espera de su propio turno, mientras amarillea los cantos con resignada paciencia. Nada recomendable para un alérgico, un asmático o una persona que, por naturaleza, se disguste con el desorden.
Con el tiempo y la intimidad, las mujeres de los médicos acaban también por entender algo de medicina, y ésta, tan próxima en todo a su marido, había aprendido lo bastante para saber que la ceguera no se pega sólo porque un ciego mire a alguien que no lo es, la ceguera es una cuestión privada entre la persona y los ojos con que nació.
Decía, antes de desviarme de la trama inicial de mis pensamientos, los cuales se deshilachan con extrema facilidad, que 'Ensayo sobre la ceguera' ha resultado un descubrimiento formidable y que ha pasado, con meritoria justicia y total sometimiento por mi parte, a ser uno de esos libros marcados y remarcados que tendré el gusto de repetir en lectura en algún momento de mi futuro. Tal vez lejano, tal vez cercano, pero de seguro será un libro que volveré a leer. Y de esos libros que, por desgracia para los cercanos, recomendaré con vehemencia y convicción cada vez que me den la oportunidad. Dos veces agradecido con el destino, pues no solo oportunidad de leer, sino también en préstamo, porque nunca había sido objeto, habiéndolo sostenido en mis manos, de compra compulsa. Uno de esos extraños casos en que, tal vez por hacer justicia a «la excepción que confirma la regla», aún atrayéndome el título, no llegué a pasar por caja llevándolo conmigo. Libro prestado indirectamente por una amiga, que en origen prestó a mi mujer, y que deberé devolver con un sentimiento de pérdida.
No sé si en todos sus libros será igual, pero de Saramago me encanta cómo rehuye el emplear nombres propios, convirtiendo a sus personajes en arquetipos, usando nombres que los describen por lo que son o por lo que hacen. Y, para mí y mi incapacidad para memorizar nombres, resulta fascinante, porque no necesito recordar si Fulanito, Meganito o Zutanito, cuando aparecen referidos en un párrafo sin más reseña, eran el vendedor de cilantro, el jugador de póquer o el amante de la mujer del protagonista. No, aquí «el primer ciego», «la mujer de las gafas oscuras» o «la mujer del doctor» es cuanto necesitamos para reconocer y recordar lo que es y lo que hace un personaje determinado en una trama fantástica y exquisitamente iniciada, desarrollada, entrelazada y finalizada. Una trama que, una vez más, presenta una obra coral, sin más protagonista que la propia situación, pero que sirve, a modo de ensayo clínico, para hurgar en las personas, en sus miedos, en sus odios, en sus deseos y, en fin, en todo lo bueno y lo malo que puede arrojar de cada uno, en solitario y en grupo. Marionetas de una circunstancia y un contexto que los fagocita, los digiere y los zarandea sin pasión ni compasión. Una trama que hace pensar y meditar sobre la fragilidad de la sociedad, sobre en qué se sustenta la «humanitaria» colaboración, convivencia y aceptación del prójimo. Tal vez llevando al extremo aquello que se dice, en parte con burla y en parte en serio, sin saber si la proporción que corresponde a cada una sería mitad, tercio o infinitesimal, «la conciencia no es más que el sentimiento de que tal vez nos estén mirando». ¿Será, entonces, que la fragilidad de nuestro mundo, de nuestra comunidad, de nuestra buena vecindad, habremos de agradecérsela al poder y la capacidad de la vista? ¿O, en su forma inversa, tal vez con carácter perverso, al miedo de ser vistos?
Un texto para reflexionar.
Un libro grandioso al que se le debe rendir el justo tributo que merecen las obras de arte, que en este caso no es otra cosa que ser admirado en la forma de su lectura.
2 comentarios:
Yo aún no me he atrevido con Saramago, hace tiempo que tengo ganas de "incarle el diente" pero no acabo de decidirme. Además creo que de empezar no cogería esta novela, no se me da pinta de ser una historia muy triste, dramática o dura, y como que no me apetece leer tristezas.
Amigo, Luis, esta obra es magnífica. Muy, muy, recomendable. Pero, efectivamente, no es recomendable según con que estado de ánimo vaya uno. Una que me gustó mucho fue La balsa de piedra. Distinta. Diferente, pero buena también.
En breve creo que me pondré con alguna otra. Hay un par de ellas que me llaman mucho la atención. Por sus títulos, claro. Y, desde luego, lo leído hasta el momento ayuda a querer hincarle el dien... el ojo a Caín, que publicó hace poco.
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