Un fin de semana que me supo a poco, como todos los fines de semana en los que apenas aprovechas un día para convivir, porque el domingo ya estás más atento al reloj, y que no se te haga tarde para coger el avión, que a cualquier otra cosa. Aunque convivir, la verdad, lo hicimos poco. Con anticipación había quedado con el amigo Luis para iniciarme en el «arte» de sacar fotografías en la cabalgata de Carnaval, que coincidió con el sábado pasado. Así que, tras un almuerzo con parte de mi familia, Luis me recogió a las cuatro y seguimos para llegar al punto de origen a tiempo de empezar.
Creo que hace ya más de una década que no voy a una cabalgata de Carnaval. Para ser franco, no me termino de identificar con el espíritu carnavalero. Ni ahora ni nunca. O casi, pues hubo un par de años en los que sí salía. Pero eso es otra historia.
Sin embargo, desde hace unos años tengo ganas de ir para hacer lo que precisamente hice en esta ocasión, sacar fotos, nunca terminaba por decidirme a ir. En buena medida se debe que soy muy tímido. Por más que lo intento no consigo proyectarme pidiéndole a alguien disfrazado que pose para que le saque un retrato. Este ha sido siempre uno de mis puntos débiles en cuanto a la fotografía. Si hay un género que me guste es el retrato. El natural. Aquel en el que pillas a la gente en su contexto haciendo lo que les gusta hacer y que, por ser natural, da como resultado fotografías íntimas y que agrada visualizar. Pues yo rara vez lo consigo porque me da mucho palo ponerme a sacarle fotos a un desconocido en la calle. Y menos ponerme a medir la luz, a encuadrar, a elegir la apertura, etcétera, etcétera, mientras la víctima espera a que yo termine. Así que mi práctica habitual en los escasos intentos en que me he lanzado, se basa en una versión cómica del «aquí te pillo, aquí te mato». Casi sin tiempo para meditar. Y si ha salido bien, bien. Y si no, a joderse. Lo reconozco: me da mucha vergüenza andar sacando fotos a desconocidos. Soy gilipollas, también lo reconozco.
Así que, animado por la experiencia pasada de Luis, me lancé a acompañarlo con la esperanza de vencer mi timidez en el camino.
La «estrategia» iba a ser esperar a ver pasar todas las carrozas en el punto de origen, la plaza de Manuel Becerra, donde no había demasiado tumulto, comparado con otros puntos del recorrido, y luego andar hasta Juan XXIII, para sacar fotos de la gente que se iba sumando a la comitiva. Para cuando llevábamos aproximadamente una hora viendo pasar, casi a ritmo de tortuga, las primeras carrozas, sospechamos que la cosa se podría prolongar mucho más de lo deseado. Se rumoreaba que habría unas ochenta carrozas. ¡Vaya contraste con la mediocre cabalgata de reyes! Y después de un rato habíamos alcanzado a contar veinte. Así que, cuando una de las mujeres de protección civil que andaban por el lugar nos confirmó que se esperaban ochenta y nueve, decidimos que no llegaríamos a verlas todas. Optamos por empezar la caminata.
El grupo lo conformábamos cinco tipos que portaban cámaras. A Luis y a mí, se nos sumaron Carmen, Marco y un hombre del que no consigo recordar su nombre (seguro que Luis, cuando lea esto, lo recuerda en un comentario). O debería decir que yo me sumé a ellos, porque yo era el novato en la expedición carnavalera.
Durante el comienzo iba bastante tenso. Tenía la sensación de no pintar nada en aquel sitio. Vestido de paisano y cargando un monstruo de cámara (el cuerpo junto con empuñadura de baterías y un objetivo 18-200 conforman lo que a mi entender sería un buen e impresionante pisapapeles), miraba para todos lados en busca de la vía de escape más próxima. También creo que sufro algo de fobia social. Fueron unos primeros treinta minutos raros. Andaba acojonao, hablando mal y pronto.
Sin embargo el resto parecía estar en su salsa. Marco, Luis y el hombre-cuyo-nombre-no-recuerdo, como si lo llevaran haciendo toda su vida. Practicaban un juego que era algo así como «perdona bonit@, pero te voy a meter la lente en toda la jeta para sacarte una foto cojonuda y te aguantas hasta que me quede contento con el resultado». Yo estaba alucinando con tanta soltura. Y de tanto verlo me acabé soltando yo también. Me animó ver que la gente no se lo tomaba a mal. Que la mayoría parecía muy dispuesto a ser fotografiado y participar en aquel juego al que yo no terminaba de cogerle el punto. Por puro mimetismo conductual, me atreví a importunar a alguno para meterle —yo también— la lente en toda la cara. Y el flash. Sospecho que a alguno le habré quemado la retina de forma irreversible.
Y así, a medida que andábamos el camino, la cosa iba fluyendo cada vez más y mejor. O lo habría ido si no fuera por la cantidad abrumadora de gente que nos cortaba el paso en algunos puntos. Hubo momentos en los que caminaba pegado a un carroza, casi adherido a ella y con riesgo de morir bajo sus ruedas, y aún así no había hueco para avanzar. Pero, aparte de fluir, la propia gente se iba animando tanto que ya eran los carnavaleros los que, confundiéndonos con periodistas, nos pedían salir en prensa tras posar. Es lo que tiene llevar una cámara grande. El tamaño sí que importa.
El que la gente te pidiese que los fotografiaras era una experiencia novedosa. Para un tímido patológico como yo resultaba casi surrealista y embriagador. Y lo habría seguido siendo si no hubiera sido que a una chica se le ocurrió preguntar «¿En qué periódico va a salir publicada? ¿En el Canarias 7?». Pregunta a lo que no se me ocurrió otra cosa que responder salvo «Yo las entrego y ya veremos si las escogen». Me cogió completamente por sorpresa y no tenía nada claro si era éticamente pertinente aprovecharme del deseo de fama de los allí presentes. Pues sí que iba a ser que nos tomaban por fotógrafos «profesionales», después de todo. Eso le restó bastante del encanto al resto de accidentes de este tipo. Luis anduvo más hábil en sus respuesta y contestaba que él las entregaría al organismo responsable del Carnaval y que ya decidirían ellos si las publicaban. Esta me la apunto para la próxima.
Porque sí, habrá próxima. La experiencia, pese a tener sus momentos de angustia y ansiedad, ha resultado sumamente gratificante. Ya me podría haber pulido una fortuna en loqueros que no habría avanzado ni un milímetro, si fuera pertinente usar tal unidad de medida en los avances de los tratamientos, en vencer ese miedo cerval a pedir a otro ser humano desconocido que pose para mí en una situación como esta. Así que a repetir para reforzar la cura. Me quedan mínimo dos o tres buenas experiencias similares para adquirir la soltura de los maestros a los que acompañaba, pero ya se sabe que el hábito hace al monje. A esperar el Carnaval de 2011.
2 comentarios:
Pues el otro colega es Guillermo, creo. Es que a estas horas de la madrugada mi cerebro de gasoil (del antiguo) aún no ha terminado de arrancar.
En cuanto a lo de pedir a la gente una foto, el auténtico profesional es Marcos. Ese día no estaba en su salsa, o puede que fuera la falta de luz al no haber sol. Si no hubieras visto como le dice al tio que se mueva se gire y lo coloca con la iluminación adecuada, luego que pose con la mano por aquí y la otra por allá, total que se pega media hora colocándole y luego le dice quieto y espera a que te saque la foto. Un número digo de verse. Lo mejor de todo es que la gente le hace caso, yo creo que alucina tanto que no le da tiempo a reaccionar ;-)
La verdad es que ya vi alguna de las suyas. Aunque fuera en plan flojo. Aluciné cuando paró al padre que llevaba al niño disfrazado en brazos cogiéndolo por el brazo, lo arrastró hasta donde quiso y le metió, casi literalmente, la cámara en la cara al chiquillo. A 10 centímetros tenía el objetivo. Y el padre sin saber muy bien qué hacer :-)
En mi vida hubiese sido capaz de hacer algo similar. Y dudo mucho que llegue a hacerlo nunca.
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