Desde niño siempre he sentido fascinación por el espacio. No. Debería corregir la preposición y el tiempo verbal y decir «de niño sentí» fascinación por el espacio. Era la fascinación derivada de la visión y propuesta hollywoodense. O sea, naves espaciales, pequeñas, grandes y de dimensiones planetarias, batallas entre naves incorrecta y excesivamente sonoras a velocidades de vértigo, clases de esgrima fundamentadas en una física extraña, héroes enfrentados a monstruos y monstruos interdimensionales imposiblemente hambrientos, robots con muy mala leche y más listos que el hambre y que muchos humanos, robots más tontos e inútiles que una piedra, inteligencias artificiales con una nave como cuerpo, extraterrestres milimétricamente idénticos a los terrícolas o con parecidos carnalmente sospechosos, agujeros negros que conducían a universos infernales, y, en definitiva, fenómenos cósmicos inciertos que argumentaban y justificaban dos horas de cinefilia abnegada. En fin, que me fascinaba todo lo que el espacio imposible podía ofrecer a una imaginación calenturienta y flexible como la que yo tuve en el rango de edades de un dígito y en buena parte de los comienzos de los dos dígitos.
Aunque la edad disminuye muchas cosas, entre ellas la inquietud y disfrute por y con la ciencia ficción (a veces desmedida), mi abuelo consiguió inculcarme cierto interés por el espacio en su vertiente científica y casi anónima. Anónima, al menos, para el que no esté realmente interesado en el cuerpo de esta ciencia. A mi abuelo lo perdí bastante joven, así que su afición por una ciencia silenciosa, de espera paciente y de memoria prodigiosa, no tuvo tiempo de competir con los apabullantes efectos especiales de corte millonario, primero, ni con la sobredosis hormonal, después. Creo que de haber tenido un corazón más fuerte —no se puede decir que llevase una vida especialmente insana—, habría conseguido vencer buena parte de esa dejadez que predomina sobre todo lo que me atrae. No es falta de curiosidad, que de eso tengo en dosis imposibles. Es gandulitis crónica, como bien decía mi madre mientras viví bajo su techo y como yo mismo no dejo de repetir en mis infrecuentes entradas. Nunca haré el esfuerzo de memorizar los nombres de las estrellas ni de la arquitectura de las constelaciones. Mi abuelo sí conocía la mayoría de ellas.
Pero supongo que algo de esa intención debió quedar enterrada. Algo así como un rumor sordo. Porque cada vez que tengo la oportunidad, que no son muchas, me acerco a los lugares de culto, allí donde hombres y mujeres de verdad, muchos de ellos incluso permanecerán en el anonimato eternamente, hicieron, hacen y harán ciencia y, con suerte y fortuna, historia. En el viaje de novios a La Palma, disfruté como un niño de uno de los poquísimos días de «puertas abiertas» que al año ofrece el Observatorio del Roque de los Muchachos y de la oportunidad de conocer, de primerísima mano, lo que allí se hacía y a los jóvenes, la gran mayoría, que hacían una vida en un reducto aislado. Vida que a mí se me antojaba interesantísima, pues, en el fondo, siempre he anhelado y envidiado la posibilidad de dedicarme a la investigación. Morirme de hambre, sí, y posiblemente virgen, también, pero disfrutando de la búsqueda del conocimiento.
Ya de entrada, y con la perspectiva del viaje a realizar, lo que más me atraía de la oferta lúdica de Orlando era acercarme a Cabo Cañaveral y visitar el Centro Espacial Kennedy [web oficial]. Retrospectivamente, es lo único (salvando algunos pequeños detalles de la visita a Miami) que mereció la pena del viaje. De verdad, de las dos semanas que estuvimos en esa dichosa ciudad —más bien no-ciudad—, el único día que se puede decir que fui feliz fue el día que visité el Centro Espacial Kennedy y vi, aunque todo muy orientado al espectáculo, los sitios reales donde hombres y mujeres de verdad escribieron capítulos de la historia de la humanidad. Visitamos la sala (una de ellas) donde se hizo el seguimiento de alguno de los Apollo enviados a la Luna. Vimos el interior de un transbordador de verdad. Subimos a una de las torres (si a eso se le podía llamar torre) desde la que se supervisaba el lanzamiento de algún cohete. En fin, que lo que allí vi era todo de verdad. En un sentido de realidad intangible diferente y genuino, pues ya se sabe que el cartón piedra y el plástico de los parques de atracciones también existen en esta realidad física que nos circunscribe. Todo estaba allí en una función trascendente muy distante y diferente en proposición, ajena a y de turistas ávidos, del entretenimiento lúdico que bañaba el resto de actividades de la región. En las pocas horas que estuve allí, creo que rejuvenecí quince o veinte años. Imposible de aspecto, pero sí de ánimo. Me sentía como un niño pequeño lleno de ilusión en aquel rincón del mundo mirando con ávida curiosidad todos los cachivaches que allí había colgados o aparcados, como el módulo lunar que tenían en mitad del la nave-almacén destinada a los visitantes.
Cierto que todo estaba filtrado y destilado, a veces hasta la saciedad, el aburrimiento y el empalago, por la mano de la mercadotecnia. Lo que a mi gusto le restaba mucho a la experiencia, pero había una diferencia sustancial, casi abismal, entre saber que dentro de aquella colorida corteza de gomaespuma y materiales sintéticos había un tipo, posiblemente una suerte de becario que malvivía con los pocos dólares que ganaba agitando esa piel tan atractiva para los niños y para aquellos adultos con poco atisbo de inquietud cognitiva, y saber a ciencia cierta que tras una de aquellas tantas puertas que había en todos los edificios del complejo espacial había gente haciendo un trabajo destinado a responder preguntas, a controlar instrumentos de los que depende otras vidas y, en general, a contribuir, granito a granito, a engrandecernos como especie enriqueciendo nuestro conocimiento y saber sobre el cosmos. Si alguno no es capaz de percibir la diferencia, entonces, le recomiendo encarecidamente que siga recurriendo a las revistas del corazón y los programas del marujeo para seguir sustentando su, diría, inexistente existencia. Pero yo sí soy capaz de entender la diferencia, abismal, cósmica, entre un modelo de entretenimiento y otro. Pero como muchas otras, esa capacidad reside en el cerebro. A veces más, a veces menos, desarrollado.
Retrospectivamente hablando, repito, la visita al Centro Espacial Kennedy es lo único que podría justificar un viaje de veinticuatro horas de ida y otras tantas de vuelta. Por desgracia no lo suficiente como para olvidar y rectificar el resto de las vivencias y experiencias mediocres, insustanciales y —en algunos momentos incluso— detestables que tuve que vivir o sufrir. Pero si en alguna ocasión tuviese oportunidad —u obligación— de pasar por esa zona, volvería a visitar el Centro Espacial Kennedy. Incluso me plantearía el poder compartir comida con un astronauta, para lo que hay que pedir cita previa. Aunque dudo que yo vuelva a tener esa oportunidad, sí recomendaría a todos que intentaran disfrutarla. Un viaje bien programado, que busque aprovechar lo exclusivo que nos pueda ofrecer la zona y no tanto mimetizar el estilo de vida norteamericano, debería —casi por obligación, por deuda moral con la gente que escribió allí la historia— pasar por Cabo Cañaveral y por el Centro de Visitantes del Centro Espacial Kennedy.
En mi caso hubiera sido perfecto si, además, hubiese podido visitarlo con mi abuelo. Creo que a él también le hubiese gustado. Pero aún con su ausencia de forma presente, y acompañado por una de las personas más importantes de mi vida, mi mujer, la visita fue fantástica.
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