sábado, 25 de septiembre de 2010

'Inception'

Ojo si no has visto la película. No cuento nada del argumento, pero durante mis divagaciones psico-filosóficas puedo darte algún dato, alguna información u opinión que podría predisponerte a cómo verías la película y, por ende, fastidiarte lo que podría ser una de las mejores experiencias psicocognitivas que se te ofrecerán en este pésimo año 2010. Así no me extraña que Sulaco [Distorsiones] la haya visto como diez veces ya. Se presta a eso, desde luego.

Allá tú si sigues a partir de este punto.

He hecho un pequeño experimento. No es la primera vez, pero es lo suficientemente raro como para no recordar claramente en qué otras ocasiones compré una banda sonora antes de ver la película. Sé que lo hice con 'Killing Fields' de Mike Oldfield porque estaba en «mi época Mike Oldfield» y compré todos y cada uno de los discos que había sacado hasta el momento. Alguna vez más, pero no sabría decir cuáles. Sean cuales fueren, la última ha sido la de 'Inception', que en España se ha llamado 'Origen'.

Ninguna de las películas de Christopher Nolan [@ Wikipedia] que he visto me ha defraudado, aunque me he dejado la primera en un camino relativamente poco poblado de producciones. 'Memento' me pareció buenísima. La enésima reconstrucción de Batman me parece prodigiosa —tanto que a día de hoy tan solo hay un Batman de verdad y el resto son meras parodias del personaje— hasta el momento con sus dos películas a cada cual mejor. 'The Prestige' estuvo entretenidísima. Incluso la de 'Insomnio' cumplió bastante bien y no salí con mal sabor del cine cuando la vi. Ahora le ha tocado el turno a 'Inception'. Creo que a día de hoy es uno de los pocos directores a los que le sigo siendo «fiel» e intento ver sus películas en el cine antes de volver a verlas en alta definición arropado por el Home Cinema doméstico. 'Inception' no iba a ser una excepción. Máxime cuando las opiniones «de fiar» la tildan de magistral. No iba a ser una excepción aunque casi acaba siéndolo.

He ido dejando pasar el tiempo, primero porque me iba de vacaciones y luego por los jaleos en el trabajo, diciéndome todos los días que del siguiente fin de semana no pasaba. La he ido dejando pasar olvidándome que Las Palmas no deja de ser una ciudad pequeña y que aquí se pierde el interés por las novedades de cartelera como se pierde el interés en el papel higiénico tras limpiarse el culo. Tan pronto lo coges, acaba cayendo en el cagadero del olvido. En Las Palmas las películas no duran un suspiro en la cartelera. Fui corriendo el jueves porque era el último día que la ponían en el cine. In extremis, casi.

Antes de enterarme de que la quitarían de cartelera esta semana, me juré el lunes que de esta no pasaba e, inspirado por las palabras de Adastra sobre la banda sonora [Inception], además de por el hecho de que escucho con muchísima frecuencia uno de los últimos trabajos de Hans Zimmer [@ Wikipedia], 'The Dark Knight', cooperando con otro grande de las bandas sonoras, James Newton Howard [@ Wikipedia], pasé por caja en iTunes Store para ir abriendo boca (no, no le hice caso y no las escuché en YouTube; ¡faltaría más!).

Hay un par de temas que inmediatamente se han convertido en ídolos que adorar por mi DOC. Buenísimos. El contador de reproducciones está que echa humo en esos temas de tanto repetir. Aunque, para ser franco, en su conjunto la banda sonora tampoco me parece tan excepcional. Como conjunto sigo prefiriendo la mencionada hace un momento 'The Dark Knight'. De hecho, por usar el apelativo empleado por Adastra, me parece mucho más épica la banda sonora de 'Gladiator', del mismo compositor y de hace una década. Tal vez esto sea lo que tiene escuchar una banda sonora antes de ver una película, que no llena igual.

La banda sonora musical es una parte importante y vital de una película, eso no hay quien lo discuta (salvo los de Dogma, claro). Cierto que hay muy buenas películas sin música, pero si la banda sonora es la correcta, el maridaje, la experiencia conjunta, se convierte en magistral, en colosal incluso. El proceso normal es ver la película y que la banda sonora penetre a nivel subliminal en uno, saliendo de la sala con un buen sabor de boca. El segundo paso es hacerse con las pistas de sonido y rememorar secuencias especialmente emotivas. Ahí está lo grande, porque la banda sonora hace de catalizador, de recordatorio, de las sensaciones vividas o experimentadas tras ver la película. Son pocas, muy pocas, poquísimas, las bandas sonoras que podrían vivir sin la película; de conseguir tener una forma de existencia independiente y convertirse en evocadoras de sentimientos sin pasar por la visualización previa del metraje. No, por desgracia, o por suerte, las bandas sonoras de películas son criaturas dependientes. La banda sonora de 'Inception' no es una excepción.

¿Pero qué pasa cuando uno se lanza a escuchar una banda sonora sin haber visto la película? No puedo hablar por el resto de la Humanidad, pero cuando una banda sonora es tan dependiente como lo es la de esta película, mi cerebro ha estado recurriendo a recuerdos intentando llenar lo que faltaba. Sin tener ni una sola idea de la historia —me negué rotundamente a que nadie me contara cualquier cosa ni a leer absolutamente nada que apestara a posible reventada de argumento. ¡Ni la sinopsis he leído!—, sin haberla visto por tanto, no sabía si mi cerebro estaba rellenando con imágenes y sensaciones de la película más acertada por el tipo de banda sonora o si es que debería empezar a tomar ya la medicación que me mandará el psiquiatra cuando decida visitarlo. El caso es que cuanto más la escuchaba más ganas tenía de volver a ver la película 'Dark City', una película, permítaseme decirlo, fantástica y sobresaliente. Cuanto más la escuchaba más me recordaba a las sensaciones vividas con esa película y su también fantástica banda sonora.

Después de verla he entendido por qué. Personalmente creo que la banda sonora de Trevor Jones [@ Wikipedia] es incluso más épica —¡epiquísima!— que la de Zimmer y —¡herejía! ¡herejía!— hubiese funcionado igualmente bien con 'Inception'. Y si no me crees, y has visto la película de Nolan, intenta decirme qué partes de la misma te evocan o hacen recordar los siguientes temas: The Wall, Into The City, The Strangers Are Tuning o You Have The Power. Todas en YouTube. Sinceramente, dime si no son dos bandas sonoras que te encajan/intercambiables la una con/por la otra.

Eso sí, de tanto hablar de ella, me han entrado unas ganas irrefrenables de escuchar compulsivamente la banda sonora de 'Dark City'. A ver cómo consigo hacerme con ella. No hay forma de engañar a Amazon para que me la venda en MP3. Y parece que únicamente se puede conseguir en USA. Mientras busco la forma, y de momento, seguiré amortizando la compra de 'Inception' durante unos cuantos días más. Que sí, que lo confieso: cada vez que la escucho me gusta más y, después de todo, Adastra va a tener razón: «Hans Zimmer debe desayunar trolls vivos todos los días».

Si pudiese repetiría al menos otra vez más en el cine. Pero tendré que esperar a diciembre o enero, como muy pronto, para poder verla en Blu-Ray en la tranquilidad de mi salón.

viernes, 24 de septiembre de 2010

'No es país para viejos'

Mientras leía 'La carretera' [mi reseña] tenía la sensación de que acabaría desarrollando verdadera afición por su autor, Cormac McCarthy [@ Wikipedia]. No es difícil afirmar tal cosa cuando uno está leyendo una novela como 'La carretera'. Pero en contra de lo que cree la mayoría de los románticos, un primer beso espectacular no dice nada de cómo será una relación. Por eso mismo estaba expectante y ansioso por leer otro libro, al tiempo que temeroso para que no me pasara lo que ya me ha sucedido en varias ocasiones: tropezar con un buen libro de un autor, que deja el listón muy alto, para despeñarme por un acantilado con la lectura del siguiente que caía entre mis manos.

Pero a las dudas de cómo sería la siguiente lectura, se sumaba la de qué libro elegir. La última no tardó mucho en resolverse gracias a mi padre. Me traspasó su ejemplar de 'No es país para viejos' tras leérselo y así yo no tuve que andar meditando mucho al respecto. Tan solo encolarlo en la lista de espera y leerlo tan pronto tuviese ganas de ponerme con él, lo que sucedió más bien pronto.

He de decir que tengo hace bastante tiempo la película en Blu-Ray. También cosa de mi padre, que se la compró y me la dejó y aquí sigue esperando (en el momento de escribir esto aún no la he visto). Para ser sincero, leí la sinopsis y no me atrajo demasiado. Así que confieso que de no haber leído el libro anterior, 'No es país para viejos' hubiese corrido similar suerte que su versión cinematográfica: acumular polvo indefinidamente. Pero hete aquí que tenía muchas ganas de volver a disfrutar del estilo tan particular con el que escribe Cormac McCarthy.

Es una novela relativamente corta y que se lee de un tirón. En realidad son como dos novelas o historias. Al principio de cada capítulo se presenta, a modo de monólogo, la percepción del viejo Sheriff, protagonista absoluto de esta parte, sobre el devenir del mundo en general y de su propia historia personal. El Sheriff será también elemento importante, aunque con carácter de personaje secundario, dentro de la narración de la historia principal del libro. La introducción del viejo Sheiff hace de marco emocional perfecto porque consigue que simpatices con su asombro ante la forma en que las cosas van empeorando irracionalmente en este mundo y su sentimiento de desamparo ante una crueldad y un mal que ya resultan incomprensibles en su origen y naturaleza. Te sientes desamparado con él y ya estás listo para la segunda parte de cada capítulo. Que es simple y llanamente cruda y descarnada. A lo que ayuda la prosa parca, austera y directa del autor. Cortante y afilada. La suma de las dos partes hace que acabes cada capítulo ligeramente acongojado.

Y realmente funciona. Engancha.

Cruzó Ryan Street con la sangre que se le encharcaba en las botas. Se puso la bolsa delante y abrió la cremallera y metió la escopeta dentro y la volvió a cerrar. Se quedó en pie tambaleándose. Luego se dirigió al puente. Tenía frío y tiritaba y pensó que iba a vomitar.

Disfruté mucho con la lectura de 'No es país para viejos'. Aunque reconozco que 'La carretera' me gustó más. Bastante más. Este es un libro bastante duro, aunque en otros aspectos y, quizá por ello, más realista. 'La carretera' es intensamente devastador porque nos habla de un futuro plausible, distópico, aunque nos deja la posibilidad de creer que nunca llegaremos tan lejos. 'No es país para viejos' no te deja oportunidad. Es un retrato visceral de un universo al que no queremos mirar, pero que nuestro cerebro de lagarto reconoce como existente y siempre cercano. Hay un Anton Chugurh acechando tras cada esquina. Está aquí. Convivimos con él. Es inquietante por ser tan próximo a la realidad.

Libro recomendable.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El incidente nocturno del coche ardiendo - Mi peculiar forma de actuar

A mi mujer le sorprendió que tan pronto terminé de despertarme —me llevó bastante tiempo percatarme completamente de lo que estaba sucediendo— tirase mano de la cámara para hacer fotografías del coche ardiendo. Supongo que a mucha gente le sorprenderá que, ante el desamparo de otra persona y el drama que se estaba viviendo, yo pensara en tomar fotografías. A mí lo que me sorprende es que no bajara a la calle para tomarlas de cerca. Mi sentimiento de vergüenza me paraliza.

No es la primera vez que me veo disparando con la cámara en un suceso dramático. Cuando tengo la cámara conmigo siempre hago fotografías de lo que esté sucediendo. Habrá quien crea que eso es una muestra de un sentimiento morboso muy desarrollado. Yo creo que no. Si no llevo la cámara conmigo nunca me paro como observador más tiempo del justo y necesario requerido para cerciorarme de que no se necesita mi auxilio. Una vez que sé que soy prescindible, continúo mi camino, dejando atrás a todos esos que se pelean por ver lo que está pasando. En carretera soy igual. Observo cómo todos los conductores reducen la velocidad cuando pasan cerca —me refiero a la vía de sentido contrario en una autopista, arcén mediante, por ejemplo— de un accidente para mirar con curiosidad. Cuanto más aparatoso y escabroso es, más reduce el conductor la velocidad. Yo sigo mirando al frente y, en todo caso, miro a esos que miran, porque algún día me gustaría documentar gráficamente el morbo del ser humano.

Si tengo la cámara cerca es distinto. Repentinamente tengo la necesidad de inmortalizar lo que sucede. Es como si la cámara se convirtiera en mi memoria visual y, sin ella, no tuviera nada que recordar. Si no lo hago siempre que se presenta la oportunidad es porque me contiene el sentimiento de vergüenza que me embarga cuando intento sacar una fotografía en determinadas circunstancias. Sé que la gente lo vería mal y prefiero evitar problemas.

Coche ardiendo

Habrá quien vea en esa necesidad de tener una cámara para detenerme en un accidente una forma de desapego absoluto al ser humano o una incapacidad de empatizar con el drama ajeno. Otra vez creo que se equivocan los que piensen así. Si no del todo, sí que lo suficiente como para invalidar el supuesto. El querer tomar instantáneas de momentos dolorosos no tiene nada que ver con mis propios sentimientos.

Tuve la desgracia de perder a mi abuelo bastante joven. Perder un abuelo puede parecer algo normal, incluso natural, dado el salto generacional y la esperanza de vida. Pero mi abuelo tenía 59 años cuando murió de un infarto. Y yo era un niño de veintitrés años cuando sucedió. En mi vida he llorado una pérdida como lloré la de mi abuelo. Hace ya tanto tiempo de esto que me cuesta recordar los años que han pasado desde entonces, pero mi abuelo y las experiencias vividas siguen formando parte de las conversaciones que mantenemos en las reuniones familiares. En ese aspecto podríamos decir que no ha muerto aún y que mientras quede uno de nosotros seguirá estando presente en la memoria colectiva.

Pasados cinco años de la muerte decidimos que se sacaran sus restos del nicho y que se incineraran. Sabía que sería una experiencia dolorosa presenciar el proceso, pero yo quería llevar mi cámara y documentarlo, inmortalizarlo. Mi madre se negó. Otra vez surgió el «qué pensarán». Sí documenté cuando esparcimos parte de sus cenizas en la sierra de Córdoba. Esas imágenes forman parte de mi memoria, pero también de la memoria colectiva y del legado que dejaré a los que vengan.

He comentado alguna vez —creo que también en este mi rincón vertedero particular— que hace mucho tiempo me atraía profundamente la profesión de fotógrafo de guerra. Si a Sabina le apasionaba imaginar la vida del pirata cojo con pata de palo, a mí la del reportero gráfico de conflictos bélicos. Conocí a un tipo que había sido fotógrafo en guerras y me convenció de que no siguiera por ahí. «No merece la pena volver a tu casa y revivir una y otra vez las pesadillas que has tenido que experimentar de primera mano», me dijo en una cena. No recuerdo el nombre de aquel chico ni su aspecto (soy mal fisonomista y peor recordando los nombres), pero se le veía bastante deteriorado. Apenas tenía unos pocos años más que yo. Eso, sumado a que siempre he sido muy cómodo y poco aventurero, fue suficiente para desistir en mi idea de estudiar periodismo gráfico (otra de esas tantas cosas que siempre he querido hacer). De hecho, el simple hecho de ser nada aventurero hubiese bastado. Para lo único que sirvió conocer a aquel hombre fue para destruir la imagen cargada de romanticismo del fotógrafo de guerra.

Puede parecer que esta entrada de hoy es una especie de justificación de mi forma de actuar. De que tengo la necesidad de excusarme. Es posible. Nunca voy a negar que exista en todo lo que escribo un intento de justificar no ya mis actos sino mi propia existencia. Pero las cosas, siendo siempre más complejas y enrevesadas que un simple si o no, también son más simples que un freudiano análisis de mis actitudes. Pese a que in situ me preocupa encontrarme en medio de un conflicto por proceder indecoroso, sí es cierto que en general lo que piense la gente de mí —me permitiré una licencia poética de corte gutural y ordinario— me suda el testículo izquierdo, que es el que tengo por lo general más caído.

En realidad esta entrada se debería tomar con una reflexión autodirigida hacia mí mismo. Algo así como un «pensar en voz alta». Tengo claro qué me empuja y motiva a tomar fotografías en ciertas condiciones que otros podrían considerar poco adecuadas para un aficionado. Lo que realmente me sorprendió y me dejó un poco asombrado fue el hecho de revisarlas y publicarlas tan pronto terminé de apretar el disparador.

Cuando yo me alejé de la ventana aún había mucha gente en la calle. Y supongo que aún seguirían mucho más tiempo. Para mí hubo un momento en el que el asunto perdió interés. En realidad no lo tuvo más allá del instante inicial hasta que comprobé que no habría daños personales y ningún daño material más allá del coche incendiado. Ahí se impuso otro interés, el del reportero. Cierto que no lo soy, pero creo que me queda esa espinita clavada. Con el tiempo voy descubriendo que lo que generalmente más me gusta fotografiar, quitando la naturaleza y sus paisajes, son los eventos, actividades y sucesos sociales. No me refiero a los «de sociedad». En general la gente con nombre y apellidos me trae sin cuidado. Hablo de eventos en que gente anónima realiza actividades comunes —o no tan comunes—. Creo que esta podría ser la explicación, dentro de un universo de explicaciones plausibles, por la que me lancé a revisar precisamente esas fotografías y no otras bajo la excusa de que necesitaba algo con lo que distraerme y relajarme hasta que volviese el sueño.

Para empezar ya he mirado en Internet y hay varios cursos de fotoperiodismo que rondan los dos mil quinientos euros.

martes, 21 de septiembre de 2010

El incidente nocturno del coche ardiendo - El suceso

El fin de semana dormí más bien poco. Entre unas cosas y otras me acostaba tarde, muy tarde, lo que es más bien la norma en mi existencia, y me levantaba muy temprano. Esto último entre semana y sus días laborales es lo natural, pero los fines de semana no. Supone casi un delito.

Llegué a la noche del domingo tan cansado que, de forma inusual, estaba dormido como un tronco pasados apenas unos minutos de las once y media de la noche. Lo sé porque miré el reloj justo instantes antes de acostarme y, tras echarle el brazo por encima a mi mujer, me sumí instantáneamente en un sueño profundo.

Primero pensé que era una explosión. Demasiado baja, realmente. Fue un ruido sordo de algo que se rompía o que se resquebrajaba. Mi mujer ya estaba levantada y subía las persianas para asomarse por la ventana. Yo aún estaba intentando identificar el sonido insistente que lo inundaba todo. Una alarma, era una alarma. Lo identifiqué justo cuando mi mujer exclamaba que un coche ardía en la calle. Di un pequeño traspié al terminar de incorporarme y buscar las gafas. Realmente estaba muy profundamente dormido cuando el sonido de los materiales quejándose por el fuego que los consumía nos despertó. Creo que lo que escuchamos fueron los vidrios reventando.

Coche ardiendo

Al principio éramos unos pocos los que estábamos asomados en ventanas. Dije que iba a llamar a la policía para avisar y mi mujer contestó que creía que uno de los vecinos ya estaba llamando. Pero tampoco él sería el que diese la alarma. Tuvo que ser alguien que llevaba más tiempo despierto y contemplando la escena. Apenas me dio tiempo de coger el teléfono cuando ya se veía el titilar de unas luces con tonos de azul característico de la policía. Subía un primer coche patrulla. Para entonces yo ya empezaba a estar despierto, tomando consciencia del entorno. Me estaba costando enormemente. Pasaban unos minutos de las dos y media de la madrugada.

Inmediatamente después apareció otro coche patrulla y, tras dejarlos a distancia prudencial, los agentes se bajaron y corrieron. Tontamente siempre he creído que un coche ardiendo es sumamente peligroso porque su depósito puede explotar. Es lo que tiene haberse criado viendo cine y televisión, donde todo se exagera. Los policías parecían tener más claro que el verdadero riesgo era que el fuego se propagara a los coches cercanos, así que hicieron cuanto estuvo en sus manos para alejar ambos coches antes de que la situación empeorase y prendiesen.

En una calle inclinada el que estaba por debajo fue fácil, a trompicones y botes lo acabaron alejando. El que estaba por encima fue más complicado. Rompieron la ventanilla delantera e intentaron desbloquear la dirección, pero no conseguían alejarlo lo suficiente. Finalmente un policía se acercó corriendo, se sentó al volante y lo puso en marcha. Supongo que el propietario se acercaría con las llaves en la mano para hacerlo él mismo. Pero a la policía se les paga para que corran los riesgos y todo el mundo tenía que permanecer tras la barrera policial provisional de seguridad.

Para entonces yo ya había cogido la cámara y, ante la sorpresa de mi mujer, estaba haciendo algunas fotos desde la ventana de mi casa. Había muchos vecinos en la calle curioseando, aunque muchos más asomados en las ventanas.

Intentaron contener el fuego con extintores y no se llegó a nada. Fueron los bomberos, haciendo acto de presencia apenas pasados unos minutos, los que consiguieron apagarlo. En dos veces. Cuando levantaron el capó descubrieron que seguía ardiendo y aplicaron nuevamente el chorro a presión para sofocarlo.

Mientras a los vecinos que se habían personado en la calle, casi todos vestidos con pijamas y camisones blancos, los mantenían a ralla tras la cinta que dispuso la policía, a la supuesta propietaria del coche, vestida de forma diferente, de un rojo intenso, casi que parecía tal vez para destacar su protagonismo en esta noche dramática, se le permitió acercarse bastante más. Espectadora en primera fila del desastre. Cuando los bomberos dieron su trabajo por concluido, la policía le tomó declaración y, aún a cierta distancia, observaba los restos de su coche quemado. No logro imaginar qué podría estar pensando esa mujer en ese instante, aunque imagino que aún no había tenido tiempo de digerir toda la vivencia. Supongo que pasadas unas horas sería cuando ya tomaría conciencia plena de lo que había ocurrido: su coche se había quemado.

En estas situaciones la percepción del tiempo es extraña, así que no sabría decir a ciencia cierta cuánto tiempo tomó todo. Particularmente me pareció que todo sucedió rapidísimo. Me extrañaría que pasaran más de diez o quince minutos desde que mi mujer y yo nos asomábamos adormilados y asombrados a la ventana, hasta que los bomberos daban por finalizada la intervención en el coche y dejaban que la grúa se acercara al tiempo que tomaban declaración a la propietaria.

Mientras la grúa terminaba de maltratar al coche, que se quejaba y parecía resquebrajarse aún más cuando el gancho intentaba engancharlo de la mejor forma posible en la curva, yo ya me dirigía al ordenador. El sueño había desaparecido completamente y mi cerebro trabajaba a marchas forzadas. Difícilmente iba a poder dormir si me metía en la cama. Así que se me ocurrió revisar las imágenes que había capturado y las subí a Flickr con la esperanza de que esta rutina mecánica me relajara lo suficiente como para recuperar el sueño.

No sé qué hora exacta era cuando terminé. Supongo que bastante tarde, según dijo mi mujer, que tampoco podía dormir y recurrió a la televisión como terapia de relajación. Cuando me metí en la cama aún seguía dándole vueltas a lo sucedido. La adrenalina tarda en reabsorberse. En mi mente todo había acabado con un final feliz en comparación a lo que podría haber sido. En ninguna de las fotos se aprecia que las llamas llegaron a alcanzar varios metros de altura. Fue impresionante. Las aceras son muy estrechas y los coches se aparcan muy cerca de los edificios. La gente suele dejar tendidos paños de cocina para que el calor de la noche los seque y duermen con las ventanas abiertas dejando que las cortinas sean filtro opaco para preservar la intimidad de la alcoba. ¿Y si hubiese corrido un poco más fuerte el viento? ¿Y si esas llamas que se estiraban metros hubiesen alcanzado alguna cortina cercana? El desenlace tal vez hubiese sido mucho más dramático.

También me preocupaba que fuese un acto de vandalismo. Si es así, no tardaremos en ver otro coche ardiendo. Los psicópatas rara vez se conforman con un éxito. Quienquiera que lo hubiese hecho, querrá volver a experimentar la sensación de poder que da el arrebatar con la destrucción las posesiones ajenas. Pobre chica, pensé, víctima de alguien que no tiene mejor forma que divertirse que provocar daño y dolor al ajeno.

Espero que haya sido un accidente y no algo intencionado.

Cuando por fin conseguí dormirme lo hice profundamente. Agotado. El despertador nos arrancó nuevamente del sueño para avisarnos que había que ir a trabajar. Este segundo despertar fue tan horrible como el primero, incluso peor, pues no era la señal de supervivencia de tu cuerpo la que te lanzaba hacia delante buscando identificar la amenaza y lo que estaba sucediendo. Se trataba de la ordinaria y monótona costumbre de levantarse para trabajar. Llegué casi una hora tarde al trabajo.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Picazón nostálgico-fotográfica retrorreversible

Me los tropecé haciendo limpieza de papeles este fin de semana. Hay que ver la cantidad de papel inútil que acumula uno al transcurrir del tiempo. En mi caso dos cajones completamente llenos. Andaba rompiendo tongas de papeles presumiblemente revisadas y prescindibles y se cayó un trozo del cuadernillo número nueve. Rebusqué y saqué el resto de los trozos de la bolsa donde los estaba tirando. Rebusqué entre los montones aún no clasificados de papeles y rescaté el resto. Salvo el cuadernillo siete, que no apareció por ninguna parte. Del tres rescaté dos, incluso. «¿Y para qué los quiero?», me pregunté. Cierto, cierto, pero escanearlos y guardarlos en formato digital tampoco me va a llevar tanto tiempo. Y, para no ocupar espacio en mi disco duro inútilmente, aquí los dejo. ¿Quién sabe? Igual alguien, en un futuro muy lejano, los encuentra hasta interesantes.

Empiezan en el número cero.

Cuadernillo Agfa 0 - Consejos básicos (portada y última página)

Cuadernillo Agfa 0 - Consejos básicos (páginas interiores)

Cuadernillo Agfa 1 - La fotografía de paisaje (portada y última página)

Cuadernillo Agfa 1 - La fotografía de paisaje (páginas interiores)

Cuadernillo Agfa 2 - Fotografía deportiva y de acción (portada y última página)

Cuadernillo Agfa 2 - Fotografía deportiva y de acción (páginas interiores)

Cuadernillo Agfa 3 - La fotografía con Flash (portada y última página)

Cuadernillo Agfa 3 - La fotografía con Flash (páginas interiores)

Cuadernillo Agfa 4 - La fotografía de viaje y aventura (portada y última página)

Cuadernillo Agfa 4 - La fotografía de viaje y aventura (páginas interiores)

Cuadernillo Agfa 5 - El retrato fotográfico (portada y última página)

Cuadernillo Agfa 5 - El retrato fotográfico (páginas interiores)

Cuadernillo Agfa 6 - El álbum familia (portada y última página)

Cuadernillo Agfa 6 - El álbum familiar (páginas interiores)

Cuadernillo Agfa 8 - Las películas de alta sensibilidad (portada y última página)

Cuadernillo Agfa 8 - Las películas de alta sensibilidad (páginas interiores)

Cuadernillo Agfa 9 - La fotografía de los niños (portada y última página)

Cuadernillo Agfa 9 - La fotografía de los niños (páginas interiores)

Diría que buena parte de esos consejos siguen siendo válidos a día de hoy.

Ya están en el contenedor de reciclaje de papel. Por esas cosas del karma igual acaban sirviendo para fabricar el embalaje de cartón de la próxima cámara que me compre. Como canta Jorge Drexler, todo se transforma.

Estos cuadernillos llegaron a mí junto con muchos otros papeles y artículos de índole variada metidos en dos grandes bolsas, cuando mi padre me traspasó finalmente su equipo fotográfico Nikon, junto con todo lo que él había acumulado durante años, y que yo apenas revisé entonces.

¿Cuánto tiempo tendrán? ¿Veinte años?

En la limpieza también me he encontrado el manual de la Nikon F-801 y del Flash SB-24, dos de las joyas del equipo que heredé anticipadamente de mi padre.


Estos de momento no los tiraré.

Hay que ver lo que nos hace acumular el apego al papel.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Diseño reincidente (I) - IntroMix 2010, filosofía zen, las articulaciones y el bambú

Más o menos a mediados de la década de los noventa del siglo pasado mi conocimiento del inglés era nefasto. Finalizada la primera década de este siglo no puedo decir que sea mucho mejor, aunque hoy en día puedo decir que entiendo bastante bien lo que leo e, incluso, lo que escucho. Pero entonces me costaba mucho más. Cediendo finalmente al deseo vocacional (originalmente quise estudiar Matemáticas Y —importante ese «y»— Física, pero decantándome por Ingeniería Industrial), acabé metido en Informática y, como todo buen «amante» de la misma, abracé temprano la Orientación a Objetos. Tan temprano como tuve conocimiento de ella (como una década y pico después de su «invención»). Y de esa manera un tanto atropellada y particular en la que yo abrazo las cosas, claro.

Dos libros fueron relevantes en esos tiempos: 'Design Patterns: Elements of Reusable Object-Oriented Software' y 'Object-Oriented Software Construction'. El segundo lo pude sacar de la biblioteca de la escuela, mientras que al primero tuve acceso únicamente vía el préstamo de libros entre universidades y tras fotocopiarlo frenética y completamente en el plazo de los tres días que tenía para devolverlo a la universidad de Barcelona. Hoy en día tengo las versiones en castellano de ambos libros que apenas hojeo, pero que me gusta tener ahí como recordatorio de que fueron libros importantes en su momento. De hecho no descarto leerlos nuevamente, esta vez comprendiendo plenamente (espero) lo que cuentan. Confieso que he estado tentado de pedir las versiones originales por petardeo nostálgico.

Júntense ganas de aprender, juventud marcada por un desorden de capacidad de atención no diagnosticado (o con hormonas insaciables a la par que insatisfechas) y que la fuente de conocimiento estaba escrita en lengua bárbara y casi ininteligible, y no ha de resultar descabellado, impensable ni insólito que en mi cabeza se conformaran unas interpretaciones de los patrones de diseño [@ Wikipedia] y del diseño por contrato [@ Wikipedia (en)] bastante particulares que poco, o nada, tenían que ver con los originales. Exagero un poco, que ya se sabe que soy heredero de andaluces (y alemanes/holandeses e italianos, además de canariones, pero que no apartan demasiado a mi deseo perenne de exagerar). En el fondo creo que algo sí que entendí.


Mi juvenil testa se llenó de ideas un tanto alocadas que, a la primera de cambio, empecé a aplicar. Cuando en 2002 me encomendaron —en realidad casi me encomendé yo mismo aprovechando que era el jefe del proyecto— la tarea de diseñar el sustrato de un producto en el que trabajaríamos durante los siguientes años, empecé a aplicar todas esas ideas malinterpretadas, a la par que maravillosas, que se fueron concretando, en los siguientes años, en una serie de arquitecturas específicas. Cada una refinaba la anterior dejando atrás lo que no me gustaba y añadiendo lo que iba descubriendo/aprendiendo en el transcurrir de los meses. Puedo afirmar que los años comprendidos entre 2002 y 2005 fueron muy buenos años en lo referente a aprendizaje acelerado y exponencial de todas estas cosas que tanto me atraían.

Fue también en 2002 cuando empecé a abrazar, de la mano de Jose Miguel Santos —espero algún día escribir una entrada en su honor—, la filosofía de los test unitarios [@ Wikipedia (en)]. Entonces aún no había escuchado/leído nada de Mocks [@ Wikipedia (en)] ni de Stubs, así que acabé ingeniándomelas para montar tests que pudiesen cambiar/usar piezas de la arquitectura por otras que no hicieran gran cosa o que, en su defecto, trabajasen sobre versiones de datos embebidas. De hecho, los primeros desarrollos de las aplicaciones siempre las basábamos en Bamboo.Prevalence [@ Sourceforge], una adaptación para .Net de la idea original que tuvo Klaus Wuestefeld [su idea] y que se concretó en System Prevalence [@ Wikipedia (en)] de persistencia. De esta forma, además de forzarnos a pensar en las operaciones del sistema como comandos [@ Wikipedia], podíamos posponer las preocupaciones de las las particularidades del diseño usando un sistema de almacenamiento relacional. (¿A alguien se le escapa a estas alturas que Hibernate [Pagina oficial] intenta precisamente solventar el salto semántico entre el modelo de orientación a objetos y el modelo relacional?)

Otra de las cosas que sucedieron en 2002 fue que caí —en este caso era reacio a abrazar— en las redes de .Net. Yo quería a toda costa hacer el proyecto con Java, pero el entonces presidente de la compañía en la que trabajaba dijo que C# «era el futuro». Cosas peores se han dicho y afirmado durante la Historia de la Humanidad (del estilo «¡La virgen se me ha aparecido y me ha hablado!»), pero he de reconocer que al final a mí me gustó mucho C# y le agradezco que me forzara y me violentara en aquella ocasión y de esa forma. Aunque luego demostró equivocarse en todas las demás predicciones que preconizó. Y fueron muchas. Anecdóticamente, pasados unos años, llegó un día, levantando los brazos cual predicador que dirige su discurso a un Dios magnánimo que lo ilumina e impregna de sabiduría, y exclamó que Java era el futuro y que C# era un subproducto de Microsoft. «Vete a tomar por donde amargan los pepinos», fue mi respuesta.

El gradiente resultante de la multiplicación de todas estas fuerzas se concretó en el uso a destajo de las interfaces. Venía de varios años programando en Delphi [@ Wikipedia] y apenas había tenido tiempo de profundizar ampliamente en Java cuando me vi arrastrado a usar C#. Me enamoré de las interfaces tan pronto las comprendí (las de Delphi entonces no eran verdaderas interfaces). Y, por mucho que digan los que lo defienden, una clase abstracta no es lo mismo. Ya explicaré por qué yo creo que no son lo mismo, aunque reconozco que hay un elemento de gusto particular en ello. Solo para empezar, y dados los lenguajes de los que estamos hablando (C# y Java), la herencia múltiple no existe y te queda usar interfaces. Pero yo no uso apenas herencia múltiple.

Con este plan, lo primero que hago siempre es escribir todas las interfaces de todos los elementos que creo son susceptibles de presentar algún cambio y de las entidades arquitectónicamente relevantes. Hablando un día con Esteban [HCoder.org], en nuestros años de universidad, usó una de las mejores metáforas que he escuchado hasta la fecha para explicar la flexibilidad que se puede conseguir con un buen diseño orientado a objetos. Ponía como ejemplo las articulaciones del cuerpo humano y que un buen diseño tenía que ser articulable para ganar en flexibilidad. Imaginen un brazo que únicamente tuviera un hueso que uniese el hombro con la mano pero respetase la longitud total. Para que se hagan una idea, intenten rascarse la nariz con el brazo recto (como si estuviera escayolado de extremo a extremo) sin doblar el codo. Con suerte, dada la longitud, con un brazo tan poco flexible llegarían a rascarse el culo, pero habría que pedirle a otro que te rascara la nariz.

A la metáfora anterior yo le suelo añadir otra que me contó otro amigo, Juan Manuel, cuando apenas teníamos dieciséis o dieciocho años y que, por las edades de las que hablo, no tenía nada que ver con la programación ni la orientación a objetos y sí mucho con los desamores de juventud. Era esa del roble, el bambú y la tormenta. Internet está plagada de adaptaciones de la parábola al alcance de un googlazo (acabo de acuñar un nuevo término), así que no necesito profundizar más.

Cuando explico a alguien la importancia del diseño y de las decisiones tomadas, la conclusión es que el software (el código) supera mejor la adversidad (la tormenta) cuando es flexible. Esto significa que no necesariamente hay que recubrirlo de capas y de capas de robustez para que sea impenetrable. Simplemente hay que hacerlo crecer entre tormentas frecuentes (los tests unitarios) para que gane en sabiduría y fortaleza. La sabiduría es el conocimiento destilado hasta alcanzar la utilidad imprescindible para ser aplicable, desproveyéndolo de toda terquedad e información innecesaria. El código fuente no deja de ser una forma de conocimiento tácito (un modelo escrito de cómo funcionan las cosas), por lo que un código fuertemente testado es un código que desarrolla los elementos justos y necesarios, y no más, para funcionar en condiciones adversas. Por eso mismo empiezo siempre escribiendo únicamente las interfaces, que meto todas —a modo de licencia poética de inspiración meyeriana— dentro de un subdirectorio que denomino "contratos". Todas esas interfaces representan las articulaciones, los elementos funcionales susceptibles de ser ampliados, modificados o eliminados en el transcurrir de las siguientes decisiones (también en 2002 comencé a abrazar la filosofía ágil [@ Wikipedia]). No escribo nada sin tener la interfaz antes. Matizando lo que defiende la idea del «Test First» [@ Wikipedia], yo hago «Interface first, then Test… Or not». Pero eso es otra historia.

[Continuará …]

viernes, 17 de septiembre de 2010

'Ender en el exilio'

Hace unos meses reinicié la lectura de la única saga de ciencia ficción que me gustó tanto cuando leí por primera vez los libros, que la vuelvo a leer cada pocos años. El que frecuente este vertedero de incontinencia verbal sabrá que hablo de la saga de Ender y que hace unos meses, poco antes de volverme de Madrid, volví a leer 'El juego de Ender' [mi reseña]. Uno de los mejores libros del género, en particular, y de narrativa de ficción en general.

Cuando preparaba, justamente, la reseña del primer libro de la saga, descubrí que el autor, además de continuar la saga de la sombra, paralela a la historia de Ender, había sacado un par de libros que unían 'El juego de Ender' con 'La voz de los muertos'. Así que, como tenía la intención este año de volver a leerme la saga completa, consideré que era oportuno hacerlo en el orden en el que se contaría la historia cronológicamente y no en orden de publicación. Por algún motivo que no alcanzo a recordar, di por hecho que 'Ender en el exilio' era justo la que venía a continuación y, coincidiendo que se anunció su publicación en castellano cuando hice referencia a 'El juego de Ender', esperé para darle la excusa a mi madre de regalármelo por mi cumpleaños, lo puse en la cola de espera, y me lo leí.

Y me decepcionó.

Algo que empieza a ser una costumbre por aquí es meter aclaraciones del estilo «entiéndase que no digo que el libro sea malo, únicamente digo que a mí no me gustó». Pues aquí va otra vez. 'Ender en el exilio', sin poder confirmar que es una narración carente de calidad, es un libro que no me llenó casi nada. Reconozco que el autor tiene cierto dominio del arte narrativo. No en vano la práctica hace al maestro, y Card ya tiene una buena cantidad de libros escritos y muchos años escribiendo a sus espaldas. Pero el que uno sea bueno haciendo algo, en este caso escribiendo, no convierte el producto, en este caso el libro, en algo inmediatamente merecedor de admiración. Y no lo es. Es un libro que se lee sin despertar demasiada pasión y que, a mi entender, se detiene excesivamente en el detalle durante la mayor parte de la narración que transcurre entre el comienzo y el desenlace, el nudo dicen, llegando a lo destacable del desenlace sin haber alcanzado el estado de excitación necesario para disfrutar con él. Con el gravamen, además, de que sucede a una velocidad demasiado rápida para lo que resulta la norma en el resto de la narración. Una fémina experimentada verá en esto una parábola entre el libro y el mal sexo. Algo así como unos juegos previos innecesariamente largos pero malos que la dejan a medias en la lubricación, tras lo que viene un coito con eyaculación precoz. Por cierto, como anécdota o apunte, otro autor que adolecía mucho de este problema era Michael Crichton.

Desde mi punto de vista, lo ideal es que uno alcance el punto máximo, la confrontación entre los opuestos, entre el protagonista y su némesis, con ansia de que suceda. Todo lo que acontece anteriormente en el libro debe hacerlo para que sea un calentamiento, como un canal o una preparación, para un aprendizaje del protagonista, que esgrimirá y mostrará en el momento necesario para salir victorioso. Es lo que esperas en este libro. Y te quedas con las ganas para, justo después, encontrarte que acabas de terminar de leerlo. Otra vez a mi entender, recalcando lo anterior, lo ideal de una novela —al menos de este tipo— sería que la intensidad fuese siempre creciente, sin tirones ni trompicones, y que cerca del final alcanzara su máximo, con un lector excitado y expectante impedido a dejar de leer, casi conteniendo el aliento, momento a partir del cual iría cayendo poco a poco, nuevamente sin trompicones, acunando al lector para que no se haga daño en el descenso, hasta terminar. A poder ser sin alargarlo mucho para que no se le pase a uno la sensación experimentada con el culmen, ni tan corto para que uno tenga la sensación de que lo abandonan en el borde de un precipicio. Visualmente se podría parecer a una curva de función gaussiana con la campana desplazada hacia la derecha.

    —Me alegro de que decidiese usar ese poder suyo para hacer el bien.
    —No estoy seguro de que sea así —dijo Mazer—. Lo emplea para lo que él cree que es bueno. Pero no tengo claro que se le dé especialmente bien determinar qué es lo «bueno».
    —Creo que en clase de filosofía al final decidimos que «bueno» es un término recursivo hasta el infinito: sólo se puede definir en cuanto a sí mismo. Lo bueno es bueno porque es mejor que malo, aunque por qué es mejor ser bueno que malo depende de cómo definas bueno, y así sucesivamente.

Volviendo al símil de la mujer, si en el rol de lector fuéremos la fémina expectante, y el libro el amante dispuesto, sufriríamos un aburrido, monótono y tedioso proceso de calentamiento para, sorpresivamente, encontrarnos que nos empitan cuando menos lo esperamos, con un acto que no durará más de lo que lo hace el acto sexual de un conejo, y descubrir, inmediatamente después, que el viril se marcha a ver la televisión, dejándonos despatarrados, fríos y decepcionados, —o en este caso, por respeto al género de la protagonista usada en el símil, despatarrada, fría y decepcionada— preguntándonos si, para eso, merecía la pena todo el tiempo invertido. No, desde luego que no: 'Ender en el exilio' sería un muy mal amante, llegado el caso. Suerte que uno no es una mujer y no le preocupan las cosas en esos términos.

Para rematar el desencanto, tras leerlo descubrí que en realidad, de los dos volúmenes publicados dentro de la saga de Ender y que se suponían hacían de puente entre las dos primeras novelas originales, éste vendría a ser el segundo, cronológicamente hablando, y no el primero. Así que además de dejarme a medias, no vi cumplido el deseo de leer nuevamente la saga respetando la cronología del protagonista. Habrá que esperar a un nuevo intento. Aunque aquí se me plantea una pregunta importante: ¿merecerá la pena volver a leerlo cuando decida volver a leer toda la saga? Tengo mis dudas. Hasta la fecha, los cuatro libros de la saga original me gustaron lo suficiente como para releerlos de vez en cuando. Incluso 'Ender el xenocida' e 'Hijos de la mente'. Pero 'Ender en el exilio' me va a costar leerlo de nuevo, llegado el caso. Igual hago caso a Sulaco y opto por escucharlos en lugar de leerlos, cuando me vea en la tesitura de decidir, y así podré satisfacer la necesidad de hacer justicia cronológica a su lectura. Pero esto es hablar del futuro. Ahora voy a concentrarme en conseguir el otro libro, 'Guerra de regalos'. Espero que éste sí merezca la pena y me de más cariño que su hermano. Al menos espero que no resulten tan infantilones sus argumentos narrativos.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Val d'Aran (prolegómenos)

En el momento de publicarse la entrada de hoy, yo debería estar de camino al aeropuerto de Bacerlona y coger el avión de regreso a Gran Canaria. Acabo de pasar dos semanas de viaje en unas más que merecidas vacaciones.

Desde que mi mujer [su blog] y yo comenzamos nuestra relación, allá por octubre de 1998, tuvimos muy claro que, tan pronto pudiésemos, comenzaríamos a viajar. Por separado lo habíamos hecho muy poco, pero al poco de conocernos, descubrimos que ambos teníamos muchas ganas (latentes) de conocer Mundo. Así que, año tras año, teníamos la esperanza de comenzar a poner en práctica esa actividad que queríamos disfrutar juntos. Tardamos mucho, pues cuando el dinero no abunda, poco se puede viajar. Cuando yo ya tenía un trabajo ligeramente mejor remunerado (vamos, que ya podía decir que «ahora sí» era mileurista), llegó la compra, reforma y acondicionamiento mínimo del piso. El que se haya metido en estos temas sabrá cuán fácil es que los presupuestos se salgan de madre. Hubo una época en que creíamos de la existencia de algún tipo de conspiración, porque como uno fuera a mirar cualquier cosa para la casa, incluso la más nimia e insignificante, no volvía sin haberse dejado menos de 100 € en la compra. «¿Pero es que todo está a 100 €?», nos preguntábamos asombrados. En fin y resumiendo, tragadero de perras, tras tragadero de perras, se iban demorando los proyectos de viaje.

Planell d’Aigüestorte

Aunque nos pudimos permitir alguna escapada durante los primeros años de noviazgo, tuvimos que esperar bastante para comenzar con la práctica. Así que, tras el primer viaje de casados [La Palma], todos los años buscamos la forma de hacer coincidir al menos dos semanas de nuestras vacaciones e irnos a alguna parte. Aunque sea a la vuelta de la esquina para pasar únicamente una noche. Pero que no se diga que ese año no viajamos. Así ha sido desde 2006.

Este año, sin embargo, ha costado bastante que me decidiera. La experiencia maligna de Orlando, me hizo pensar seriamente en los motivos para viajar. Dejarte una pasta en una experiencia que no te aporta nada, no es algo que me apasione ni creo que sea la forma más inteligente de gastar dinero. Eso y que la verdad que no he tenido un año especialmente bueno en otras áreas. Todo ello, a modo de potaje, me empujaba a mirar y mirar alternativas sin decidirme nunca por alguna. Se iba acercando la fecha en que había solicitado vacaciones, la primera quincena de septiembre, y aún no habíamos decidido. Generalmente suelo solicitar las vacaciones con bastante antelación (este año lo hice en abril), en agosto aún no sabía dónde quería ir. Apremiado por la cercanía de las fechas, yo estaba por pasar unos días en un balneario para desconectar absolutamente de todo, incluso encerrarme durante una semana en una cabaña en Finlandia junto a un lago. Mi mujer, que me conoce mejor que yo mismo, sabía que eso no era lo que realmente me iba a satisfacer. Al menos este año. Uno no puede huir de sus problemas.

Caballo pastando en Pirineos

Mi mujer ha tenido que aguantar todo este tiempo mis frecuentes ataques aventureros. Ataques en la forma de retahíla con todos los lugares que me gustaría ver. Japón, Canadá, Nueva York, Yellowstone y Cañón del Colorado, Nueva Zelanda y Australia, La Patagonia, Grecia, Noruega, Finlandia, Islandia, etcétera, etcétera, etcétera. De hecho ha tenido que aguantar también, que vaya cambiando el orden cada vez que me pongo a enumerarlas. O que añada, como es el caso de Nepal, que desde hace un par de años tengo ganas de visitar. Uno, que es muy voluble. En esa lista estaba, también, volver al Valle de Arán [@ Wikipedia].

La primera vez que estuve en Valle de Arán contaba con cinco años. Mis abuelos maternos decidieron cargar conmigo. A todos los efectos, mi abuela teniendo entonces 39 años y mi abuelo cuarenta y pocos, era su «hijo menor». Mi tío Rafa, el menor de sus hijos y, por tanto, el menor de mis tíos, tenía 7 años más que yo. Siempre lo he considerado más un hermano que un tío. Sí, efectivamente, se podía decir que era el pequeño de la familia. Al menos hasta que mi hermana [su blog] decidió que tenía que aparecer en este universo para quitarme el privilegio de los mimos de padres y abuelos.

Vista del Glaciar del Aneto

Es de esperar que, habiendo ido con esa edad, hace ya más de tres décadas, no recuerde absolutamente nada de aquel viaje. Pero lo cierto es que aún conservo una serie de recuerdos. Algunos más fiables que otros. Soy consciente que año tras año se van difuminando. Ahora no podría describir la cara que tenía entonces mi abuelo, por ejemplo. O de si había más o menos hierba en los prados que visitamos (aunque creo recordar que era abundante y bastante alta). Ni mucho menos los sitios que visitamos. Pero sí tengo recuerdos precisos de algunas cosas y vivencias. Recuerdo un túnel infinito hasta llegar al Valle de Arán. Recuerdo que, siendo el enano, me cogían en brazos para que no me mojara los pies en el agua helada. Recuerdo perfectamente a mi abuela y a su amiga Teresa —fuimos dos familias al viaje— con calambres en los pies tras mojarlos en el riachuelo. Justo después de pisar mierda de vaca en un prado completamente lleno de ella. O intentar cruzar un río por unos troncos. Y jugar al póquer de dados en el hotel y traerle suerte a mi abuelo. Y las provocaciones de mi tío para escucharme gritar llamando a mi abuela. También lo de escondernos bajo mantas en la parte de atrás del monovolumen porque íbamos más de ocho, sumando los cuatro adultos y los seis niños, en el coche alquilado. El susto que me dio mi abuelo cuando esperábamos en un cruce para cortarme el hipo yendo yo de copiloto distraído a la búsqueda de pan (y funcionó). De cuando mi tío Rafa se adelantó para llegar a una mancha blanca que había en una montaña, más bien unos riscos, en nuestra búsqueda de nieve y/o hielo. En fin, muchas pequeñas anécdotas que aún recuerdo y que, de vez en cuando, le contaba a mi mujer, añadiendo el «algún día me gustaría volver al Valle de Arán».

Fue mi mujer la que, aprovechando ese «me gustaría volver» la que me propuso olvidarnos de escondernos en un balneario o en una cabaña en el quinto pino y lanzarnos a visitar el Valle de Arán. Y eso es lo que hemos hecho. Y, de paso, lo extendimos para visitar algún sitio más.

Artiga de Lin - Uelhs deth Joeu

Supongo que ya iré desgranando el viaje en futuras entradas de esta bitácora. Aún, terminándolo (en el momento de escribir esto), está demasiado reciente como para hacer una valoración sosegada. Diré que el viaje no ha salido del todo como lo imaginaba originalmente, y que en algún momento me ha desilusionado no poder hacer alguna de las cosas que me apetecía hacer —principalmente senderismo—, pero sí sé que, en su saldo total, el viaje ha sido espléndido y muy positivo. La mayor parte del tiempo me he sentido como un niño descubriendo un mundo nuevo. Fantástico. Francamente memorable. De esas experiencias que te obligan a reconocer que no hace falta salir de España para asombrarse con sus paisajes y sus rincones. Para repetir, porque me temo que mi mujer tendrá que seguir aguantando el «algún día me gustaría volver al Valle de Arán». Ahora con más razón. A poder ser, eso sí, en otra época del año. Creo que todos estos paisajes que he visto terminando el verano estarán increíbles en tiempo de deshielo.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Distópico

Hoy toca compartir una reflexión tonta.

Creo que al ser humano, en este caso como individuo y no especie, le encanta la ficción distópica. Esa de la que tanto abunda en la narración ficticia y en el cine catastrofista. Ejemplos de ello podrían ser '1984', 'Mad Max' y la reciente 'La Carretera' [mi reseña]. Me arriesgo a llegar aún un poco más lejos: la necesita. Necesita ver materializada la posibilidad de que haya futuros alternativos en los que la sociedad se va a tomar por donde amargan los pepinos. Sí, los individuos necesitan las distopías.

Sustento mi tesis en que eso se debe, en gran medida, a esa pequeña cabróna que roe nuestro seso y que no es otra que la aversión a la pérdida (o al riesgo). Uno más dentro de ese extenso catálogo de prejuicios cognitivos [@ Wikipedia] que tan bien nos caracteriza como especie. Al salir del cine, o al terminar de leer la novela, nos queda esa satisfacción de saber que nuestro mundo es mejor y, calmando al bicho de la aversión, nuestra conciencia queda tranquila con un «mejor no arriesgarse a cambiar las cosas porque, visto lo visto, la cosa siempre puede ir peor». Así que, por esa magia de la autoconvicción, la desidia, el discurso malintencionado y el abandono tácito y activo de la dejadez, convertimos ésta, nuestra realidad, como «la mejor de las realidades posibles». Ya sabemos la respuesta a la pregunta del por qué, lo acabo de decir: «siempre podría ir peor».

En la escuela, una de mis asignaturas favoritas era la de Matemáticas. En el instituto no varió mucho. Lo que más me gustaba dentro de las matemáticas caía dentro del Álgebra. Los vectores eran, además de divertidos, fáciles de visualizar. Disfrutaba con los ejercicios de vectores. Allí, entonces, se nos hablaba de cosas como la dirección, el módulo y sus componentes, por poner ejemplos. Y cómo dos vectores, teniendo igual dirección, incluso módulo, eran diferente a nivel de sus componentes. El juego de los vectores se aprovecha luego en Física, otra de mis asignaturas favoritas, con los cambios del punto de referencia y del observador. Así, para dos observadores distintos, situados en puntos de referencias diferentes, un mismo fenómenos se puede interpretar de maneras opuestas. Relatividad, que le dicen.

Algo parecido pasa con las realidades alternativas. Un observador que, por ejemplo, esté sobreviviendo dentro una realidad en la que los zombies se están zampando a todo cacho de carne que se tropiecen, creerá que nuestra realidad es una de las mejores realidades posibles que se pueden dar. En esta, al menos, los únicos que te pueden comer son los bancos o los empresarios inmorales; pero el riesgo de contagiarse es, a lo sumo, bajo o inexistente. Salvo que te hayas creído que con un MBA te vas a comer el mundo —que no al mundo—. Y lo peor que te puede pasar es que tengas que hacerte la vasectomía, con el fin de evitar que tus —ahora imposibles— hijos hereden las deudas, y tener que vivir hasta la jubilación con tus padres. Eso es, precisamente, lo que nos encanta, como observadores del «otro lado», de las ficciones distópicas. Sabiéndonos «envidiables», nuestra realidad, después de todo, «no es tan mala» y nos crecemos/conformamos.

Por contraposición y antagonismo de términos, estando en esta realidad, observamos como distópicas las que nos presenta la ficción, por lo que podríamos creer que la nuestra, entonces, es una utopía. ¿A que es bonito vivir en una utopía? Pero, hete aquí una cuestión curiosa, que si sólo cambiamos el vector de observación, girándolo 180º, resulta que, lo nuestro ya no es una utopía, sino una distopía menos mala. Algo que no suele pasarse por el pensamiento general porque, lo queramos o no, detestamos trabajar con matices de grises. Para la mayoría las cosas son blancas o negras. Así que, zombies malo, ser moroso, no tener trabajo y un futuro totalmente incierto, bueno.

Repito, nos guste o no, esto, esta realidad en la que vivimos, no deja de ser un tono de gris más.

Las ficciones utópicas no suelen tener buena acogida. No me imagino una película con éxito de taquilla, o un libro que sea un best seller, en la/el que nos cuenten lo bien que va todo en un mundo sin problemas. O con no más problemas que la indigestión del niño por comerse dos galletas de más. Creo no errar mucho al afirmar que sería un absoluto coñazo ver/leer esa ficción perfecta. Reconozcámoslo, el éxito comercial —y a fin de cuentas del libre mercado— reside en ver cómo otros las pasan putas para nosotros sentirnos superiores (sentir el éxito). ¿A que al final vamos a ser unos cabrones? Recalco la última afirmación: El éxito del libre mercado es que alguien, al final, las pase realmente putas [Un documental que deberías ver: 'Money as Debt'].

Sin embargo, por muy poco comercial que llegara a ser, que una ficción, una realidad alternativa, sea un coñazo inaguantable no apta para un guión de cine, no significa que sea menos factible imaginarla. Y, tal como decía aquel, si se puede imaginar, se puede hacer. Por tanto, debemos suponer que un observador situado en esa realidad alternativa algo más utópica, tal vez en un cine de su universo, contemplaría esta nuestra maravillosa realidad como una distopía nada agradable. Ahora va a resultar que, en el fondo, estamos jodidos y que, después de todo, pese a todas esas realidades alternativas (o ficciones, no vayamos a ponernos malos por tanto uso del vocablo «realidad»), lo nuestro también es una distopía. Yo exclamaría, casi seguro, «¡vaya mierda!».

Aquí es cuando, los más puritanos, dirán que estoy confundido y que no es lo mismo la velocidad que el tocino, y que no puedo compara la realidad, la nuestra tangible y cotidiana, con las ficciones. Cierto, cierto, diré yo. Pero permítanme apuntar que, apenas hace unos años, había un grupo de presión con mucho prestigio, un lobby que le dicen, que enunciaba, exclamaba y defendía a ultranza que el ladrillo no dejaría de crecer nunca, que los precios de las viviendas crecerían infinitamente y que, a fin de cuentas, la mejor inversión que podría hacer uno en su vida era especular con la compra y venta de pisos. Para esas personas, y todos los políticos que fomentaron esa utopía fantástica, esta realidad que vivimos hoy en día —entonces ficción—, no era más que eso, ficción del subgénero distópico. Ahora todos, o casi todos, anhelamos en secreto aquella realidad, que ahora sería ficción, utópica de un crecimiento sin límite. ¿A que al final no va a resultar tan complicado imaginar una realidad alternativa mejor que la actual? Que levanten la mano todos los que se negarían a volver a los tiempos del ladrillo si el paro bajara al 4%. Me parece que nadie ha levantado la mano. Ah, sí, veo un brazo levantado allí al fondo. Debe ser el verde-rojiprogre que nunca se entera de nada.

En fin, que para no aburrir más y concluir ya, no se me ocurre una distopía peor en la que vivir porque es, precisamente, la que me toca vivir. Así que la próxima vez que vea una película catastrofista de un mundo posnuclear con un puñado de humanos viéndoselas canutas para sobrevivir —¿Terminator 6?—, imaginaré una diálogo con el protagonista en el que concluiré con «quita, quita, al menos tu realidad la hemos podido comercializar en la nuestra y se ha hecho un éxito de taquilla; la nuestra es que no la quieren comprar ni para hacer bolsas recicladas con las que recoger caca de perro». ¿Se puede sufrir una distopía peor que esa en la que, encima, tienes que aguantar y aceptar que no es, siquiera, comercializable? ¿Hay algo peor que ser puta y ni siquiera tener el desahogo de la queja de ser mal pagada porque no hay forma de vender tus servicios?

Pero dejémoslo ya, porque tengo la sensación que alguno me saldrá con eso del «bueno, bueno, la cosa podría ser aún peor».

lunes, 6 de septiembre de 2010

'Marvel Zombies'

¿Nadie más considera que ya le estamos dando algo más que otra vuelta de tuerca al asunto de los Zombis? Yo sí creo que se nos está yendo un poco de las manos la moda de los los muertos-no-muertos andantes con un apetito infinito de carne humana. ¿O no? Después de tropezarme libros —algunos de ellos en los primeros puestos de las listas de ventas— como 'Zombi - Guía de supervivencia', 'Guerra Mundial Z' o ese con un título algo más surrealista 'Orgullo y prejuicio y zombies', —no he leído ninguno, así que tampoco puedo decir si merecen o no la pena; aunque no niego que han despertado en mí cierta curiosidad, especialmente el último, del que hasta parece que se hará una película [@ IMDb]— me encuentro, hurgando en los fondos mafiosos de los vagos, viciosos y maleantes, una serie de cómics bajo el título de 'Marvel Zombies' [@ Wikipedia]. Quedé alucinado. Y, al menos en primera instancia, no positivamente.

Di con ellos explorando otras formas y otros contenidos con los que explotar mi nueva maravilla tecnológica [iPad], viendo que algunos fanáticos andaban subiendo a la red de redes los volúmenes de comics que se hicieron famosos a finales de los 70's y principio de los 80's [El boom del cómic adulto @ Wikipedia]. Publicaciones como CIMOC, 1984, COMIX, etc. Aquel que haya llegado aquí accidentalmente desconocerá que yo crecí y me crié desde los seis o siete años leyendo primero cómics de Asterix y de superhéroes, como Thor, Spiderman, La Masa y Capitán América, luego Mortadelo, Filemón y Superlópez, y, después, en los años de instituto, 1984 y CIMOC, que compró puntualmente mi padre, por aquel entonces aficionado a dicha revista, y que acabaron desapareciendo poco a poco de las estanterías donde él los guardaba. Pues, para aquellos nostálgicos, en Internet se pueden conseguir todos o casi todos esos volúmenes escaneados. Además de muchas otras cosas, como 'Marvel Zombies'. ¿Qué no se puede conseguir en Internet a estas alturas?

Lo confieso. Me pudo muchísimo más la curiosidad que la sorpresa, el desagrado y el desconcierto que me produjo la simple idea de leer un cómic de superhéroes convertidos en zombies hambrientos que se lanzan a hincarle el diente y zamparse todo lo que tengan al alcance y que aún no haya sido infectado. Pero lo peor de todo esto, y contra todo pronóstico (o no), es que me he divertido muchísimo con esta serie limitada que, debe ser por el éxito cosechado, ya van como por cuatro o cinco partes (miniseries de pocos volúmenes). ¿También harán una película?

A bote pronto, sin tener ni idea de qué iría la historia, y teniendo ya la imagen de zombies como seres poco menos que idiotas que se mueven por una especie de instinto animal, no conseguía encajar la idea del superhéroe tambaleándose de un lado a otro, con los brazos extendidos y la boca abierta para intentar alcanzar al superviviente de turno. Lo mejor de la historia, lo que más me gustó, es que los personajes siguen disfrutando de su capacidad intelectual casi completamente intacta, pero que el hambre que sienten los ciega totalmente y los empuja a cazar lo que puedan para darse un atracón. Tras lo cual se calman por un tiempo hasta que vuelven a tener un mono inmenso. Durante el tiempo pos-papeo, son casi normales y, quitando la descomposición característica de los zombies, son completamente racionales. En la historia se presenta la infección como una adicción irrefrenable que los convierte en monstruos hambrientos.


Todo esto lo cuento —además de porque apenas fastidia la historia, algo que evito hacer a toda costa— porque, lo juro por el Monstruo Volador del Espagueti, no he podido evitar lanzar globos sondas al universo de las analogías que me han devuelto un paralelismo inquietante. He visto reflejada, en un juego de dos grados de relación, primero entre el zombi tonto y el zombi inteligente irrefrenablemente adicto y segundo entre este último y el hombre vulgar y corriente, que al final los zombies somos todos nosotros, siempre hambrientos de más y más. Nos movemos por la vida como seres insaciables, creyéndonos racionales, pero completamente dominados por la sinrazón que provoca el hambre infinito. Hambre que aprovechan para manipularnos pues, a todas luces, no dejamos de ser unos verdaderos analfabetos funcionales [Cómo fabricar un engañabobos]. Andamos constantemente buscando más y más y más y más, llenándonos parcialmente cuando conseguimos algo para, tan pronto ha dejado de ser nuestro foco de interés, aspirar al siguiente objeto-persona-sentimiento que despierte nuestra atención. La próxima vez que vayas a un centro comercial y veas a toda esa gente de un lado para otro buscando en qué gastar el dinero, con qué divertirse o a quién exigir compañía, superpón en la imaginación una secuencia de cualquier película de zombies andando y vagando buscando a qué darle un mordisco.

Esto es lo que me pasa por leer tan seguido '¿Tener o Ser?' [reseña] y 'Marvel Zombies'. ¿Acabaré como el protagonista de 'Psiquiatras, Psicólogos y otros enfermos' [reseña]? Espero que no.

Aunque pierda mi —ya de por sí raquítica o inexistente— credibilidad con ello, voy a recomendar la lectura de al menos las dos primeras mini series de 'Marvel Zombies'; las que yo he leído hasta el momento. Con matices, claro. Si en alguna ocasión fuiste seguidor o aficionado a los cómics de superhéroes, al menos hasta el punto en que identificas a buena parte de los que forman parte de la trama principal (Lobezno, Capitán América, Ironman, Hulk, Spiderman, Magneto, Estela plateada o Galactus, por enumerar a unos pocos), entonces creo que te lo pasarás muy bien con esta historia. Al final de eso se trata. En caso contrario, si eres una persona normal, que tuvo una infancia normal, normalmente alejado de este tipo de personajes e historias, entonces esto te parecerá una payasada y, obviamente, para ti no es, ni está recomendado.

A modo anecdótico, decir que el iPad es un cacharro cojonudo, pero la aplicación —gratis— que estoy usando para leer los cómics —ejem, ejem— piratillas, ClourReaders [@ iTunes], no termina de funcionar del todo bien. A veces no se distinguen bien los textos dentro de los bocadillos o globos, por el tamaño relativo de la letra, y es un coñazo andar ampliando y reduciendo la página. Así que, enganchado a la puñetera historia de los héroes Marvel convertidos en muertos vivientes, acabé terminando de leerla en el iMac. Con el iPad me estaba poniendo de los nervios. Para eso descargué la aplicación Simple Comic [Web], que funciona bastante bien. Por si a alguien le llegara a interesar compartir la experiencia de los 'Marvel Zombies' en la oscuridad de su habitación.

viernes, 3 de septiembre de 2010

La Palma

¿Y por qué no? No, no me refiero a que vaya a visitar La Palma [@ Wikipedia]. Bueno, sí, es probable que a final de año con Sulaco y Luis. Y también es posible que vuelva con mi mujer el año que viene, quizá para celebrar nuestro quinto aniversario de bodas. La Palma es una isla fantástica en muchos aspectos. De hecho es, para mi gusto, la mejor del archipiélago. Pero no, no es por eso. Este año, al menos, el viaje será a Pirineos.

Me apetece hablar de La Palma. Simplemente. Bueno, por eso y porque ya he tenido varias bitácoras o blogs o como quieran llamarlo. Al final los acabo borrando cuando me aburro o pasan a tener un tono y contenido demasiado personales. Es una maldita tendencia que tengo: hacerlos demasiado personales. Siempre. Y por eso los acabo borrando. Pero este, sin embargo, vertedero de todas mis frustraciones —y no se me ocurre nada más personal que eso—, parece que va a perdurar. Hasta ya me hace gracia, para ser sincero. Así que, aunque en su momento lo publiqué en la bitácora que entonces tenía abierta (encefalogramaplano), hoy haré un pequeño repaso de la experiencia. Sirva a modo de backup de mi cada vez más fallida memoria. También porque no he perdido la esperanza de que algún fotógrafo de Magnum [Web] vea mi trabajo y me pida que trabaje para ellos. O, tal vez, que los de Lonely Planet [Web] me ofrezcan unirme a recorrer mundo y contar mi peripecias. Tampoco quiero descartar que sirva para que dentro de diez mil años, algo parecido a un arqueólogo cibernético cuando la raza regrese a la Tierra, sus orígenes, descubra este rincón y concluya que los terrícolas éramos una panda de brutos pedantes que nos enrollábamos en exceso. En el peor de los casos que sirva, si nada de lo anterior cristaliza, para recordarme, en el otoño de mi vida —si llego—, tal vez cuando mi memoria flaquee tanto que no recuerde si he comido ya o aún tengo que cocinar el almuerzo, para recordarme que una vez visité una isla maravillosa de nombre La Palma. En realidad dos veces.

Casetas para cambiarse


La primera vez fue en 1995 —¿o en el 96?—, tenía 15 años menos, y pesaba unos 76 o 78 kilos. Fui de la mano de mi tío Rafa para recorrer la Ruta de los Volcanes [la última que aparece en Tourlapalma.com; aunque nosotros empezamos desde más atrás (recorrimos/ascendimos más)]. Ya entonces lo sedentario me atraía más que lo activo y acabé reventado. Guardo muy buenos recuerdos de aquel paseo agotador, con noche al raso bajo lluvia, truenos y relámpagos, pero no los negativos de las fotografías que saqué. Los negativos se perdieron. Conservo, eso sí, las primeras copias impresas que algún día tendré que digitalizar para garantizar que se conserva alguna instantánea. Sigo manteniendo la ilusión de repetir la caminata con mi tío.

La segunda vez que fui ya estábamos a mediados de 2006, acababa de casarme con la mujer de mi vida —al menos hasta el momento de escribir esto— y ya pesaba yo entre 90 y 92 kilos. El peso es importante porque a) si hacemos caso al dicho que causaliza la gordura partiendo de la felicidad, era uno de los tipos más felices del mundo (exactamente a kilo y medio de incremento de felicidad por año); y b) porque el sobrepeso limita mucho lo que puedes hacer. Que se lo cuenten a mis rodillas. De todas formas era nuestro viaje de bodas, regalo de mi familia, y tampoco teníamos pensamiento de hacer una caminata como la que yo hice la primera vez que fui. Nos movimos en coche y visitamos todos los rincones que pudimos y nos dio tiempo. Quedaron algunas caminatas que nos apetecía hacer, pero mantenemos la esperanza de volver para completar lo inconcluso.

El viaje a La Palma de 2006 tuvo el sabor de la improvisación. Nosotros no teníamos dinero para viajar. El poco que habíamos ahorrado decidimos dedicarlo a terminar de amueblar la casa. (O de avanzar, porque uno acaba descubriendo que no se termina nunca de amueblar completamente la casa.) Y decidimos, por eso de ser distintos, que a nuestra boda no irían más que los allegados. (No hay diferencia apreciable entre «muy» y «no muy»; se es allegado o no.) Nada de lista de bodas, tampoco. Queríamos que quienes fueran se sintiese libres de ir. Sin compromisos. En la celebración, aquel que quisiera acompañarnos en la pequeña cena que tomaríamos, lo haría sabiendo que cada uno se pagaba lo suyo. Ese era cuanto dinero tenían que dejar, por lo que no ganamos nada con el evento. Y no queríamos. Así de sencilla planificamos nuestra boda. Y, a falta de lista, mi familia materna se descolgó por sorpresa con una semana en La Palma como regalo de bodas. Veinticuatro horas después de dar el «sí, quiero» estábamos dejando las maletas en nuestra habitación de La Hacienda de San Jorge [Web del hotel]. Un hotel que, para ser de tres estrellas, el personal nos hizo sentir como si estuviéramos en uno de cinco. O, dicho de otra forma, habiendo después disfrutado de un fin de semana en el H10 de Meloneras, de súper lujo pijo, sigo prefiriendo el de La Palma. ¿De qué me sirve que cambien las sábanas todos los días si luego es todo frío, sintético e impersonal?

Navegando bajo el Sol


Además de la Ruta de los Volcanes, que yo sí hice una década antes, y de Marcos y Corderos, que decidimos dejar para otra ocasión, nos quedó pena de no llegar temprano para bajar a La Caldera de Taburiente. Fuimos, pero el día estaba demasiado caluroso como para empezarla cuando llegamos. Éste también deberemos hacerlo en el próximo viaje. Asumiendo que habrá que madrugar mucho. Sin embargo tuve muchísima suerte. Pudimos ver muchos rincones increíbles de la isla, independientemente de que destaque lo que no llegamos a ver. Pero cuando llegamos lo primero que hice fue acercarme a una oficina de turismo y preguntar si había la posibilidad de visitar el observatorio del Roque de los Muchachos. No tenía esperanza, pero nunca se sabe. Pues, precisamente y contra todo pronóstico, el sábado que nos volvíamos de La Palma había jornada de puertas abiertas y aún quedaban plazas. Y sólo se organizaban ese año cuatro jornadas. También era suerte que llegásemos para aprovechar justo la última. No me voy a extender con lo genial que estuvo la visita al observatorio, pero me sentía como un niño pequeño. Creo que de siempre había tenido ganas de entrar en un sitio de esos donde se hace ciencia de verdad, donde se indaga y se busca descubrir la verdad sobre el universo. Para no aburrir mucho con este tema, concluir que la visita la Observatorio Astronómico del Roque de Los Muchachos [Web del Astrofísico de Canarias] el día que nos volvíamos fue la guinda al tremendo pastel que supuso la estancia en esa magnífica isla, llena de rincones increíbles que merecen muchísimo la pena visitar. Una semana no es tiempo suficiente para disfrutarlos todos.

La Palma es una isla fantástica que nos recuerda y demuestra que no es necesario recorrer miles de kilómetros para descubrir rincones cargados de naturaleza y de paisajes de fotografía. La Palma es un sitio que todos deberíamos saber disfrutar más y apreciar mejor. Volveré. Seguro. Y, si puedo, vuelvo al astrofísico. De hecho parece que ahora hay más posibilidades de visitarlo durante el verano. El año que viene.