En más de una ocasión he dicho que me gusta usar el transporte publico. Soy usuario y defensor del mismo. Por varios motivos, de los cuales ninguno viene al caso. Sea como fuere, desde que la empresa se mudara a Tafira, en diciembre, vengo compartiendo guagua con los niños y niñas que estudian en el campus. Lejos de sentirme avergonzado, me hace gracia ser el abuelo de la clase. Rara vez comparto el habitáculo automotriz con otro carcamal. Rara vez, digo, pero no significa que no aparezca de vez en cuando otro vejestorio.
Hace unas semanas coincidí con un conocido-desconocido -luego lo explico- de mis tiempos de carrera: el 'garbage collector'. Digo conocido porque coincidimos en el tiempo durante los (mis) últimos años de carrera; desconocido porque, sinceramente, era un tipo harto raro con el que nunca intercambié una palabra.
Entre los estudiantes de otras carreras, los que estudiamos informática, antes contemplada como ciencia, luego como ingeniería, y ahora como menos que nada, tenemos fama de ser unos bichos raros. Y lo cierto es que, en cierta medida, de forma muy general, y salvando las prudentes distancias (cósmicas), autoridad no le falta a esa creencia. Pero si tanto en el infierno como en el clero hay niveles, escalas y estamentos, entre los bichos informáticos no deja de haber grados de rareza.
El bicho más raro con que me tropecé en los años de carrera en la Facultad de Informática, fue un chico de rasgos algo simiescos, sobrado en kilos, talante introvertido, de aspecto desaliñado y, aparentemente, falto en brillantez intelectual. Aquel chaval dejaba a la altura del betún a cualquier aspirante al título ‘Rarito del Año’. De sobrenombre ‘garbage collector’ tenía la extraña afición de repasar minuciosamente el contenido de las papeleras que había en la sala de estudios, en busca de apuntes y garabatos que otros estudiantes hubiesen tirado en ellas. Parecía adicto a los resúmenes que otros estudiantes, después de hacerlos y estudiarlos, desechaban para su reciclaje.
El garbage collector tenía un procedimiento reiterativo: Se acercaba a una de las papeleras, introducía las manos y escogía unos cuantos papeles. Los revisaba por encima, de pie en mitad de la sala, y se los llevaba a su mesa de estudios. Luego volvía, tiraba los anteriores y escogía otros nuevos. Una especie de “do-while-true” o bucle infinito.
Lo más extraño, a la par que asombroso, que le vimos hacer, fue recoger unas hojas, quitar con los dedos un chicle que las mantenía pegadas, y llevárselas a su mesa-guarida. El chicle, por supuesto, estaba masticado y remasticado por otra persona que había tenido a bien usarlo como pegamento para sellar sus notas.
No había nada más desestresante en los días de duro estudio, que descansar una rato las retinas de tanto apunte, y espiar, transformarnos en voyeurs, escondidos tras las cristaleras de las peceras, los movimientos de aquel extravagante individuo. No es que me sienta, a estas alturas, especialmente orgulloso de ello, pero es lo que había. Algo así como un extraño rito de si no te burlas es que eres igual de rarito y practicabas algún oscuro arte similar al de aquel pobre espécimen. Eso y que, en el fondo, parece un alivio que haya alguien más raro que tú del que poder burlarte. Además, y poniéndome en plan house, es casi un imperativo biológico discriminar, de una u otra forma, a los que se comportan de manera diferente y evitar con ello poner, de forma manifiesta, en peligro la herencia genética que se podría traspasar a la siguiente generación. Y aquí viene las preguntas que nunca me había hecho y sí me hice cuando lo vi entrar en la guagua hace unas semanas: ¿qué sentirían sus padres? ¿Cómo será tener un hijo así de... complejo? Y, mas importante, ¿es consciente de que es, a ojos de todos, un bicho rarísimo? ¿Y si lo es, qué pasará por su mente? ¿Drásticas y sangrientas formas de ajustar las cuentas?
El aspecto que llevaba era el de alguien que sigue estudiando, con su bolso y sus apuntes. ¿Llevaría en su bolso apuntes ajenos recolectados de las papeleras? ¿Mantendría viva esta extraña filia? ¿Qué haría con ellos cuando llegase a su casa? Más kilos y más viejo, pero transmitiendo el mismo talante y aspecto que transmitía hace diez años. Era el mismo, sin lugar a dudas, y aunque mi memoria no es lo que era. El garbage collector en persona.
Aunque también cabe la posibilidad, claro, que fuese un estudiante ejemplar en aquellos años, que ahora sea profesor y que esa sensación de ser un bicho raro entonces, y seguir igual ahora, no sea más que un prejuicio por mi parte. ¿O estoy en lo cierto y pasará a ser un referente de bicho raro en las próximas generaciones de informáticos? Para la mía lo fue, y es un personaje recurrente que reaparece en las conversaciones cada cierto tiempo. Confieso que tengo curiosidad, así que igual, la próxima vez que me lo cruce, le pregunto.
¿Mientras quede con vida un informático que haya estudiado en estas décadas, seguirá existiendo el recuerdo del 'garbage collector'?
3 comentarios:
Mi memoria selectiva ya lo ha borrado de los bancos de datos. Soy más básico que un capítulo de telenovela, solo me acuerdo de la compleja matriz de relaciones sexuales que había en aquel conjunto de edificios. He intentado recordar las peceras aquellas en las que estudiábamos pero el esfuerzo me ha agotado. Me piro a tomar un café y participar en la tertulia de la máquina.
A día de hoy, abril de 2009, el garbage collector sigue con su cometido: inspeccionar las papeleras de toda la facultad, hacer reflexionar con su presencia a los alumnos de 1º...y de demás cursos, provocándonos la misma pregunta retórica:¿acabaré cómo él si sigo aquí?
Sulaco, Creo que para cuando apareció este individuo tú ya habías acabado. El garbage collector apareció (o fui consciente de su existencia), cuando decidí retomar los últimos cursos para terminar la facultad de una vez por todas.
Luis, gracias por tu apunte. Temía estar convirtiéndome en una persona con prejuicios. Que lo soy, sea dicho de paso.
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