Hace ya bastante tiempo hablaba sobre una serie de ocho discos recopilatorios de música que creé, 'Enjoy the Sound', buscando la forma de recuperar el interés de una chica con la que estuve saliendo y que me dio la patada. Aunque de forma figurada, el sentimiento fue parecido al sufrido si me la hubiese dado de forma literal en la entrepierna. Aunque mirado de forma retrospectiva el que me dejase es algo que le agradeceré eternamente. Sí, hablo de la chida de la prohibición.
Al principio lo importante era el disco en sí. La música que contenía. Pasaba horas buscando los temas y recortando el principio y el final para que encajasen y diesen sensación de continuidad. En la mayoría de las ocasiones conseguía que al terminar una encajase bien el comienzo de la siguiente. Sin saltos. Elegía los temas por lo que contaban las canciones o por sus títulos. El mensaje era lo esencial. Quería ablandar su duro corazón.
Pero el ímpetu inicial, el empuje causado por la patada, fue perdiendo fuerza y los discos eran cada vez más para mí que estar pensados para ella. Eso sucedió cuando montaba el cuarto, pero la inercia me hizo seguir por el mismo camino hasta el séptimo, el último que le hice llegar. Una vez pasado el empuje inicial, mientras montaba el noveno de los discos, que nunca llegué a terminar, comencé a preocuparme para que disfrutar del disco fuese una experiencia completa. Por aquella época a mí me encantaba sentarme a escuchar música los sábado o domingos por la mañana. Cogía un CD, lo ponía en el aparato de música y me sentaba a leer el libreto escuchando lo que hubiese elegido. Para mí eso significaba una experiencia completa con el disco: hojear el libreto del disco mientras lo escuchabas en el reproductor. Por supuesto eran los tiempos en que no usaba el ordenador para escuchar música ni tenía un iPod. De hecho tenía un discman con unos auriculares que parecían un casco espartano de lo grande que eran.
Tomando como referencia los discos de Pink Floyd, que cuidaban muchísimo el tema de los libretos que acompañaban los discos, principalmente por sus fotografías, me puse a buscar fotos con las que acompañar las letras. A mediados de los 90 no estaba Flickr y en Internet apenas se conseguían fotos interesantes. Salvo las relacionadas con la pornografía, claro. Así que aproveché que tenía una colección de libros de grandes fotógrafos en casa y escaneé unas cuantas. Luego cogí mi copia del Corel Draw y me puse a pegarlo todo, intentando prestar especial atención a los detalles.
No recuerdo el tiempo que me llevó hacer la mitad del primer libreto. Lo que sí sé es que acabé agotado. El ordenador personal que tenía por aquel entonces no daba para mucho, desde luego no estaba pensado para diseño gráfico, así que a medida que creía el documento Corel Draw con las imágenes, los textos y los diseños, aquello iba cada vez muchísimo más lento. Hacer cualquier modificación, cuando llevaba cuatro hojas, podía suponer tres o cuatro minutos mirando el reloj de arena en la pantalla hasta que se redibujaba todo. Agotador. En realidad tampoco sabía usar muy bien el Corel, lo que doy por hecho que era un agravante a mi sufrimiento.
Así que, cansado de darle al ratón y al cuadrante creativo de mi cerebro, bastante pequeño por cierto, apagué y me dije "ya seguiré mañana". Pero a "mañana" le siguió "pasado" y a "pasado" "el próximo fin de semana", y después de "fin de semana" vino "cuando termine el proyecto". Un gran ejemplo de procrastinación. El resumen último de mi vida.
Sé que nunca llegaré a ser un gran diseñador gráfico. Tampoco lo he pretendido. Pero de lo que hice en aquella ocasión, lo que se perfilaba y que se quedó en apenas un bosquejo presentado en las imágenes que acompañan la publicación de hoy, promesa de lo que no fue, llegué a estar ligeramente orgulloso. Gasté muchísima tinta para imprimir algunas pruebas y, sobre un papel de calidad, quedaba bastante bien. Y es que, aún mirándolo de forma retrospectiva, con la emoción del empuje totalmente disuelta en la marea del tiempo, me sigue pareciendo un diseño elegante.
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