No hace ni tres días que he llegado de un viaje a Florida. Con mi sistema nervioso aún adaptándose a las cinco horas de diferencia e intentando reponerse de las 24 horas de viaje
puerta a puerta que supuso regresar, ando con la mente puesta en mi próxima estancia de
larga duración en Madrid. No se sabe exactamente cuánto tiempo estaré. Puede que tres meses. Puede que seis. Tal vez un año. Todo depende de cómo se vaya desarrollando el proyecto. Lo único seguro es que salgo esta misma tarde y que intentaré volver al menos un fin de semana al mes para pasarlo con mi familia.
El viaje a Orlando ha sido el primer viaje largo que realizo y la primera vez que experimento el famoso
jet lag. Para la ida, que también supuso veinticuatro horas de viaje, contando desde que salímos de la puerta de casa a las cinco de la madrugada y llegamos a la casa de destino a las doce de la noche según horario de Orlando (cinco horas más en Canarias), el acomodarme al nuevo horario no resultó tan difícil. Estar las 24 horas sin dormir, y coincidir con la hora de irse a la cama allí, ayudó a cambiar rápidamente los biorritmos. También la ilusión de estar en un sitio distinto ayudó mucho. El día siguiente a nuestra llegada lo pasamos como si nuestro horario natural fuese el de allí.
En esta entrada no voy a hablar de la experiencia del viaje, algo que dejaré, supongo, para más adelante. Hoy quiero hablar de mi «mal hábito» de
medir todas las cosas de forma monetaria. No es que el dinero me importe mucho. Nadie que me conozca podrá decir que sea un roñica. Más bien soy un manirroto para el dinero. Sin embargo, desde que tengo uso de
capacidad adquisitiva, que no es lo mismo que
uso de razón, todo lo que hago lo suelo evaluar en términos de tiempo y dinero. Recientemente me he enterado, leyendo
los libros de Goldratt, que no lo hago del todo bien. Pero hasta la fecha me ha servido. Básicamente lo que hago es dividir lo que me gasto entre el
tiempo de amortización que considere oportuno aplicar para el caso concreto. Un ejemplo de esta desviación, en este caso orientada a
justificar el ocio, lo podemos encontrar
aquí, donde el período de amortización se medía en horas. Con los viajes hago lo mismo, pero en días.
Por poner un ejemplo usando los
costes del último viaje. Cada día que pasaba en Orlando suponía unos 90 € por persona. En estos noventa euros están incluidos el prorrateo de los pasajes de ida y vuelta, el alquiler de la casa, el del coche, los gastos proporcionales de combustible (el transporte, vamos) y el promedio de lo que nos gastábamos para comer -desayuno, almuerzo y cena- cada uno de los días. Todo ello hace que esa sea la cantidad que se supone que costaba permanecer un día en Orlando. Para cada uno de nosotros. Sin hacer nada más que estar allí. A esa cantidad se le sumarían los gastos específicos de la actividad, si decidíamos salir de la casa.
Hago todo esto porque es la forma en la que comparo luego la experiencia vivida. Parece mezquino, pero creo que es lógico y defendible que si uno se deja 130 € -a los 90 € persona/día de antes le he sumado los 40 € de promedio que costaban las entradas- en pasar un día en un parque de atracciones, no lo viva «exactamente» igual que alguien al que le pagan todo y no se gasta un euro. Uno trabaja una
jartá de días al año para conseguir un día de vacaciones. A unos dos días y medio por cada mes trabajado es lo que te viene correspondiendo. Y curra muchas horas para poder permitirse
el lujo de permanecer un día en Orlando. Eso depende del sueldo de cada cual, pero para un mileurista, como hay muchos, supone que debe trabajar durante tres días para permitirse el permanecer un solo día según las condiciones que nosotros elegimos para la estancia. Cambiando de escala: O trabajar tres para permanecer una semana. Y eso sin contar gastos adicionales como las entradas a los parques de atracciones.
Reitero que tiene la apariencia de la mezquindad, pero yo creo que evaluar estas cuestiones de forma monetaria permite que la mayoría de la gente interiorice mejor las cosas según sus propias circunstancias. Vuelvo a poner un ejemplo: «Veinte euros». Después de mucho tiempo dos compañeros quedan para cenar y, a la hora de pagar, toca a veinte euros por barba. El amigo A cobra dos mil quinientos euros netos al mes; paga una hipoteca de mil trescientos y, entre otros gastos domésticos -comida, coche, teléfonos, etc., etc.-, se «pela» otros mil euros. Su saldo a final de mes es positivo, de doscientos euros, y pagar veinte euros en una cena supone un 10% de ese saldo positivo. El amigo B es mileurista -estudió filosofía en lugar de una carrera
de futuro-, comparte hipoteca y le toca pagar cuatrocientos euros por la misma. Comparte gastos domésticos y le toca pagar otros cuatrocientos. Al final de mes también le queda un saldo positivo de doscientos euros. La salvedad es que como comparte gastos, mientras cena tiene la mente pensando en cómo afrontará el pago de los recibos ya que su pareja acaba de quedarse en paro y no podrá aportar lo mismo que él a partir del próximo mes. ¿Significa lo mismo veinte euros para cada uno? ¿Cuando yo digo que permanecer en Orlando significaba 90 € diarios, solo en estar allí, cómo interiorizas eso desde tu experiencia personal y el esfuerzo que te supone conseguir ese dinero? Puedo asegurar que yo no soy el amigo A.
Hago hincapié en todo ello porque será un poco la forma en que mida el
valor existencial reportado de las experiencias vividas en el viaje, a medida que me dedique a contarlas. Sin embargo ya decía Machado que «es de necios confundir valor con precio», así que lo que es aplicable para mí nunca lo será para otros. Pero esta es mi bitácora.
En mi caso, cuando viajo, intento aprovechar para ver, visitar y vivir todo aquello que difícilmente encontraré en otro sitio a sabiendas que será difícil que vuelva al mismo lugar en un futuro cercano. Tampoco en uno lejano. Hay demasiado que visitar en este planeta como para estar repitiendo lugares. Así, para ir concluyendo, la visita al
Kennedy Space Center en Cabo Cañaveral me aportó un valor enorme, tanto que no me pareció
nada caro lo que suponía la estancia más la entrada, mientras que dedicar un día a visitar un centro comercial típico americano (que es como el del resto de los que hay repartidos por el mundo con la salvedad de ser más grande) me aportó un valor nulo o cercano a serlo. Poniéndoles valores cuantitativos, además de cualitativos, ver naves espaciales y el sitio desde el que se lanzan me reportó un 8 en mi escala personal del valor existencial, frente a los consabidos 130 € que significaba estar allí. Mientras tanto curiosear entre camisas y pantalones «
tirados de precio» en un
Prime Outlet de Orlando me reportó un valor existencial de
cero patatero. Lo que vendría a ser
tirar 90 € por el retrete, hablando en plata. Sin contar que eso, además, tiene un alto
coste de oportunidad, dado que mientras entras y sales de tiendas de marcas para ver si consigues una «ganga» no puedes estar visitando a la
tribu seminole en los Everglades, por poner un ejemplo. Y a los seminole difícilmente los encontrarás al lado de tu casa. Y el tiempo que vas a permanecer en el lugar tampoco es infinito. No es algo que puedas «dejar para mañana».