Tampoco sé si es bueno o malo. Simplemente sucede. Estoy ensimismado (¿o sería «enmimismado»?), tal vez sentado en una guagua o cualquier transporte público mirando al exterior por la ventana y, repentinamente, me doy cuenta que estoy pensando en la muerte. En mi muerte.
No me siento triste por ello. Ni angustiado. Tampoco me veo a mí mismo deseando que llegue para acabar con algún sufrimiento oculto y enquistado con el que no he sabido convivir. A estas alturas he aprendido a disfrutar de mí mismo. Y no me siento particularmente feliz pensando en ello. Diría más bien que es un sentimiento aséptico. Simplemente pongo mi muerte en perspectiva. Me dibujo a mí mismo ante la situación y me pregunto si, llegado el momento, podría decir que ha merecido la pena vivir mi vida. ¿Tendría el atrevimiento de llegar a decirle a alguien que me tomara como ejemplo? ¿A mis sobrinos que ahora ya están entrando en esa difícil y hormonada edad que son los 15 años? ¿O habría sido mi vida lo suficientemente interesante como para que los amigos, tal vez los pocos que he ido encontrando y manteniendo durante mi vida, exclamaran con gesto alegre frente a mis cenizas «¡he aquí a un tipo que vivió feliz y murió orgulloso!»?
A veces creo que lloramos a los muertos no porque nos importe realmente la pérdida. Muchas veces sería generoso decir que los conocíamos realmente. Hace poco han muerto algunos familiares, pero poco podría decir de ellos como personas. Nada más allá de la superficie.
Creo que muchas veces los lloramos porque creemos que su vida quedó inacabada y que les faltó las cosas importantes por vivir. O porque nos recuerdan, con su muerte, que nuestras vidas están incompletas. Son como avisos previos antes de la gran cita ¿Tal vez no sea más que nuestra proyección de nuestros miedos por decaer en unas existencias no saciadas? ¿Lloramos por nosotros? ¿O por la consciencia del mal uso que damos al tiempo que nos toca vivir? Nuestras lágrimas son un lamento no por nuestra pérdida, sino de pena por una vida incompleta, banal y que, por desgracia, ya no dispondrá de tiempo para ser corregida. Es lo que a veces creo.
La muerte es inevitable, eso es algo que sé. Que todos sabemos. Pese a que la mayoría de la gente rehuya de ella. Negándola en esa forma obstinada en que se niegan las cosas: evitando pensar en ellas, girando la cabeza. Sin embargo, ser consciente de nuestra caducidad nos puede guiar sobre los pasos que deberíamos dar para conseguir que nuestra propia y fugaz existencia tenga algo de valor. Al menos para nosotros mismos. Y, por mis propias creencias, lo que realmente tiene valor es aquello que también resulta apreciable a las personas que queremos. No hay nada más triste y patético —en mi humilde opinión— que el éxito en solitario.
Así es cómo pienso yo en la muerte. En mi muerte. Como alguien ajeno a mí mismo que me estuviera dando consejos sobre cómo mejorar mi vida para no arrepentirme de no haber vivido. Cosas como «¿es esta la elección que quiero recordar dentro de unos años?»
Vale, puedo resultar estrafalario. Pero si el cubo de la basura o la carretilla se abollan, nadie se compra uno nuevo. Quizá sea porque no usamos el cubo y la carretilla para comunicar nuestro estatus social ni nuestra identidad a los demás. Para Jai y para mí, los coches abollados se convirtieron en una declaración de principios de nuestro matrimonio. No todo necesita arreglarse.
Tal vez tenga algo que ver lo que leí allá por el 2007, a poco de cumplir los 35 años, haciendo calentamientos de cara a la crisis de los cuarenta, escrito de forma genial por el siempre magistral Frikosal [Teología Ficción: La doctrina del perpetuo revivir]. Recomiendo mucho leer a este hombre de prosa ligera, ideas claras, inquietudes infinitas y fotógrafo excepcional. Especial atención merecen las reflexiones de sus entradas de teología recreativa.
En cualquier caso, tampoco me obsesiono demasiado con ello. Aunque los anteriores párrafos puedan dar lugar a creer lo contrario. Duermo poco. La mayor parte del día mi cerebro funciona en pos de temas más prosaicos. Cuando funciona. Pero sé que la muerte sucederá cuando tenga que suceder. Me guste más o menos. Aunque hay quienes creen que la vida es, en realidad, una preparación para la muerte. De hecho, salvo que seas un ateo irredento, entrarás dentro de ese increíblemente inmenso grupo de gente, seas cristiano, musulmán, judío o budista, que creen que la vida es, precisamente, un conjunto arbitrario de sucesos para poner a prueba tu fe y, con ello, aprobar o suspender en el salto a la otra vida. Un examen constante en el que el tiempo lo limita tu existencia corpórea. ¿No resulta curioso que, de una forma u otra, todos obremos dirigidos por la inevitabilidad de la muerte? Al menos a mí sí me lo resulta. Unos movidos por el ansia de recompensa y premio en la otra vida —o enfocándolo a huir del castigo— y otros empecinados por hacer de esta una vida que haya merecido la pena. Y a poder ser perdurar en la memoria de unos pocos un poco más allá de nuestro tiempo.
No costará mucho imaginar que, con este mal de fondo, que algunos considerarán como pensamientos enfermizos, me sintiese inmediata e irrefrenablemente atraído por el libro 'La última lección' [@ Wikipedia] cuando, seducido tanto por su título como por su portada, lo extraje de la estantería de la librería en la que estaba y leí la reseña que traía en su contraportada. A su autor, Randy Pausch [@ Wikipedia], le habían dado seis meses de vida y quería enseñarnos lo importante que es vivir la propia vida. Está muy bien eso de fantasear con los consejos que me daría —o daría a otros—, cuando me llegara la hora, sobre de qué forma sería mejor vivir el tiempo que me/nos ha tocado. Pero ante lo incierto del cuándo, la fuerza de los argumentos se disipa y se pierde en la improbabilidad del tiempo inmediato. Ya se sabe que, en el fondo, nuestro cerebro es incapaz de hacer planes y tener perspectiva auto consciente del día que va tras mañana. Pero ante mí tenía la prosa de alguien que ya conocía el cuándo, por lo que aquello que pudiera decir tendría, además, el valor de la experiencia.
No lo dudé mucho y me lo llevé. Ha estado unos cuantos meses a la espera. Que en el momento de comprarlo me resultara atractivo por su temática no significa que mi mente tuviera otras preferencias a corto plazo. Como decía, la muerte no es tampoco un tema que me obsesione en exceso. Pero como a todo cerdo, le llegó su San Martín, y, en una especie de reinicio de la cola de espera de libros, busqué qué leer a continuación del que acaba de leer y se ubicó como opción inmediata.
El libro cuenta los preparativos y ahonda en los temas tratados en la conferencia que lanzó a la fama de Randy Pausch [Randy Pausch Last Lecture: Achieving Your Childhood Dreams @ YouTube]. Yo no la había visto y desconocía al autor y su fama cuando compré el libro, pero después de leer el libro dediqué un tiempo a ver la conferencia. Si alguien la ha visto y no ha leído el libro, aclarar que el libro apenas aporta mucho más a la historia del protagonista de lo que es la propia conferencia. Aunque son formatos completamente distintos. La prosa del libro rebosa ganas de vivir y vitalidad. Pero también es muchísimo más íntimo. Estás compartiendo pensamientos en privado, casi susurrados, en la intimidad de tu casa. Puedes volver atrás y rumiar otra vez los últimos párrafos especialmente intensos que acabas de leer. Tampoco estás cohibido por cientos de personas que comparten habitáculo contigo. Sin embargo, verlo contar las experiencias en persona es así mismo toda una experiencia. Resulta muy intenso. Choca muchísimo. ¿Cómo es posible que un tipo que sabe que la va a palmar en unos meses derroche tanta energía y tanta cantidad de buen sentido del humor? Te dan unas ganas enormes de tirarte al suelo a hacer flexiones con él. El libro y el vídeo son complementarios y merece la pena dedicarle tiempo a los dos. Aunque, por eso de fantasear con improbables, si tuviera que escoger uno para llevármelo a una isla desierta, optaría por el libro. Como dije, me resulta mucho más íntimo y personal.
—¿Cuántos hombres hay en el campo de fútbol al mismo tiempo?
Once por cada equipo, contestamos. Es decir, veintidós.
—¿Y cuántos tocan la pelota en un momento dado?
Uno.
—¡Correcto! Pues nosotros trabajaremos lo que están haciendo los otros veintiuno.
Aunque generalmente no me recreo —ni permeo en exceso— en lo emocional, sí que es cierto que me emociono con facilidad. Después de todo, pese a la cubierta de chocolate blanco y a la armadura de cinismo, tengo mi corazoncito. Confieso que me emocioné, al punto de ojos vidriosos, viendo el anuncio de la abuela premiada con la ONCE [@ YouTube]. Por poner un ejemplo que ahora me viene a la mente de cuán ñoño puedo llegar a ser. Quedarme en ese estado de aflicción al punto de la lágrima me ha pasado pocas veces. La última, con algunos párrafos de 'La última lección'. Es un libro, a mi modo de entender la vida, muy emotivo. Cierto que la prosa es mala, mucho, sintiéndolo francamente por el escritor o por el traductor. Pero la reducida calidad de la prosa no resta puntos a un libro que no busca explotarla como recurso principal, sino como mecanismo para hacer llegar las ideas. En ese aspecto es clara y funcional. Para mi gusto, algunas de las situaciones que cuenta, incluso algunos de los pensamientos que refleja, son sincera y llanamente, magistralmente humanos. Para llorar a moco tendido, si tu educación te lo permite. Son exposiciones magníficas de instantáneas de la vida de alguien que se gana el respeto de la gente por ser, precisamente, un ser humano ejemplar.
El libro ha rozado la categoría de must read. Se ha quedado a las puertas. Principalmente porque me ha resultado especialmente vitalista, que anima a arrimar el hombro, esforzarnos, en dar sentido a nuestra existencia, que empuja a agarrar la vida con ambas manos y que, en esencia, nos pide que no dejemos nunca de soñar ni de ser nosotros mismos. Algo que en estos tiempos de monotonía en la identidad de las personas y de crisis existenciales, además de económicas, es casi una balsa salvavidas. Sin embargo, la estructura de muchos micro capítulos, algunos de apenas un par de páginas, en las que se presenta el libro hace que la lectura resulte desigual, con muchos altibajos. Como el que ve un álbum plagado de instantáneas desordenadas. Algunas con tan poca definición que cuesta identificar los rasgos de la persona. A mi modo de ver, hay vivencias referidas en el libro que resultan puramente redundantes —algunas veces— o carentes de aporte a la fuerza argumental del hilo conductor —la mayoría de las veces—. Vamos, que hay mucha paja y que el libro bien podría haberse quedado en las dos terceras partes sin perder ni un ápice de su carga emocional y existencial, ni de su mensaje sustancialmente humano. En cualquier caso sí que considero que entra dentro de la categoría de los recomendados. Mucho. Por méritos propios y con pleno derecho.
No estiro más la larga entrada de hoy y acabo lanzando una pregunta que aparece en las primeras páginas: «Si tuviéramos que desaparecer mañana, ¿qué querríamos dejar como legado?» Espero que sirva para reflexionar a algunos.
No podemos cambiar las cartas que se nos reparten, pero sí cómo jugamos nuestra mano.
Randy Pausch
3 comentarios:
Yo hace mucho que dejé de pensar en eso, al fin y al cabo, la muerte forma parte de la vida. No me preocupa, cuando la parca llegue trataré de esquivarla, y si no puedo afrontarla con valentía.
En cuanto a mi legado, tampoco me preocupa, tengo casi claro que no será mas que alguna propiedad que no me haya fundido en viajes y que heredará alguno de mis sobrinos.
Como a todos, a mi ego también le gustaría dejar algún tipo de legado indeleble en la sociedad. Haber contribuido de alguna manera al bienestar general con alguna obra o descubrimiento científico, o lo que sea. Pero eso de momento parece que no va a poder ser.
Así que me conformo con tratar de hacer un poco más fácil y agradable mi existencia y la de los que me rodean, y para eso solo hacen falta pequeñas cosas.
Pero como dije, ya hace mucho que no pensaba en eso, debe ser que uso poco el transporte público ;-D.
Luis, está claro que todo esto es porque aún no he pasado -y superado- la crisis de los cuarenta. O que me están saliendo los primeros dientes. Vete tú a saber.
Cierto que el transporte público da para pensar y meditar mucho. Creo que debería ya sacarme el carné y comprarme un coche, para ser un hombre de verdad.
En cuanto a herencia, dado el mundo como va, y mi cambio paulatino de creencias, me parece que lo único que dejaré, serán deudas. Que se jodan. Haberse buscado otro padre/tío :-)
Bueno, como las deudas no se heredan puedes dejar tantas como te permita el banco.
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