jueves, 14 de octubre de 2010

Pero antes fueron Madrid y Salamanca

Hace unos días contaba, así en plan «batallas del abuelo Cebolleta», el primer viaje que hicimos de casados [La Palma]. También contaba que por motivos económicos no habíamos podido viajar casi nada antes de la boda. La cual tuvimos que aplazar unos años, por si no había quedado indirectamente claro, porque no se terminaban las reformas del piso que compramos. El piso lo compramos a mediados de 2003 y nos casamos en julio de 2006. Resten y sabrán cuánto tardamos en tener el piso listo para convivir. Los amigos que no son amigos se burlaban diciendo que aquello parecía la obra del Escorial.

Si mi memoria no me falla (y yo no me fiaría mucho de ella, maldita), a mediados de 2002 llevábamos más de un año buscando nuestro nidito de amor y no conseguíamos ni un alquiler ni una hipoteca en la que sintiésemos que estábamos pagando un precio justo y adecuado por lo que íbamos a disfrutar. Uno, que siempre ha sido un idealista. Hartos de estar hartos, y de buscar y rebuscar algo que realmente nos hiciera creer en el libre mercado y en el quid pro quo entre seres humanos, decidimos despilfarrar parte de los ridículos ahorros —ridículos en parte porque siempre tendimos hacia la manirotura en lo tocante a la tesorería y en parte porque con sueldos miserables (yo fui menos que un mileurista) poco queda para ahorrar— y darnos el merecido lujo de viajar y visitar a nuestros amigos de Madrid que, por entonces, vivían entre Madrid y Ciudad Rodrigo. Ser ingeniero de caminos te ofrece la posibilidad de habitar en dos sitios a la vez, por lo que pude observar. Allí donde la obra te lleve, podría ser el título de una novela de aventuras. Ser ingeniero informático a lo más que te permite es a aspirar a ser un emigrante y encontrar un sitio donde te traten mejor. Pero no enturbiemos la entrada de hoy con penas y ni con miserias.

La plaza mayor

Hasta entonces no había estado nunca en Madrid, la capital de reino, y pude disfrutar por primera vez de calles y lugares que luego serían referentes en mis desplazamientos y visitas posteriores —incluso en los períodos de vivencia—. Hablo, claro, de la zona de Puerta del Sol y alrededores. De los nueve días que duró el viaje, cuatro los pasamos en Madrid aprovechando para visitar algún lugar cercano de índole histórico y cultural. Léase el Valle de los Caídos [@ Wikipedia], homenaje a la sinrazón de los ideales y a la expresión máxima del desprecio al que piensa distinto, que no tiene forma de concretarse más vil que en el asesinato sostenido e institucionalizado como forma de gobierno. Pero como forma parte de nuestra historia y hay que reconocer que es un pedazo de proyecto de ingeniería digno de la serie Magaconstrucciones, de la que soy adicto, hay que saber dejar de lado ese mismo sentir de desprecio idealista que llevó a que se pudiera construir, y visitarlo rindiendo tributo a quien se quiera rendir. En mi caso a los que realmente lo construyeron. Vale que lo idearan los victoriosos, pero fueron las manos de los perdedores, muriendo en el proceso de construcción, los que lo edificaron y excavaron. A ellos les corresponde el verdadero mérito. Casi parece una metáfora de la vida empresarial a día de hoy. ¿Quién si no saca verdaderamente adelante la empresa? ¿El que va a un almuerzo de empresa pagado por la empresa en un coche de ochenta mil euros pagado por la empresa? ¿O el que acepta los mil euros con la ilusión de que aprenderá lo suficiente como para ser el siguiente en tener coche de empresa?

¿No había dicho que nada de penas y tampoco nada de miserias?

Por cierto, y como colofón al párrafo dedicado a mencionar tan espinoso —y enquistado en nuestra historia y en las pasiones de vencedores y vencidos— lugar, me permití el placer de dar unos pasos de baile sobre la tumba de Franco mientras, a unos pocas decenas de metros, unos subvencionados empleados del clero preparaban algún homenaje sufragado por la Hacienda Pública a la memoria victoriosa del finado. Mientras me alejaba nervioso y excitado por la osadía y temeroso de que algún extremista presente e iracundo por la profanación allanase nocturnamente mi casa, me arrancase del calor de los brazos de mi novia y me llevase a algún lugar apartado para fusilarme sin juicio previo y para, acto seguido, abandonar mi aún caliente cadáver en alguna fosa común y anónima cavada en la curva de cualquier carretera secundaria, escuchaba la voz de una chica azuzando a su novio, marido o pareja con un casi imperceptible pero excitado «¡baila tú también!». Héroe por un minuto. No en vano —o tal vez para mi desgracia futura— soy descendiente sanguíneo de rojos e ideológicamente heredero de Humanistas que desprecia con vehemencia las venganzas sostenidas por décadas y sustentadas por simples creencias.

Hay una especie de prueba gráfica de mi osadía o insensatez. Prueba que, por carencias técnicas, dudo que llegue a publicar nunca. Forma parte del anecdotario personal y poco más.

Entre Salamanca y Extremadura

Los cinco días restantes los pasamos a unos trescientos kilómetros de la capital, en Ciudad Rodrigo [@ Wikipedia], donde tenían la «residencia de los días laborales» nuestros amigos. En esa ciudad pasamos más bien poco tiempo, pues se convirtió en el campo base para las incursiones de un día a otros lugares. Andando de aquí para allá visitamos La Alberca [@ Wikipedia], lugar realmente pintoresco digno de verse con los propios ojos, la propia y encantadora Salamanca y la no menos pintoresca Cáceres, Extremadura. El primer viaje que hicimos juntos mi mujer y yo, entonces como novios, tuvo mucho de Road Trip. De dramatizarlo como Road Movie se hubiese llamado 'Telma, Louise y el berraco', ya que mientras nuestro amigo Javier se deslomaba de sol a sol poniendo orden y sacando adelante una obra faraónica, su mujer Rocío intentando contener el genio de la criatura, su hija —la mentada criatura— de un año Sandra intentando gobernar el universo conocido a base de berrinches, mi entonces novia encargándose del volante y yo mismo, el que escribe este vertedero de sinrazón y disfrutando en el rol del berraco con el paisaje y las obras artísticas y monumentales que pueblan gran parte del territorio habitado de la Península, nos dedicábamos a quemar neumáticos kilómetro tras kilómetro. Fue un viaje fantástico del que guardo muy buenos recuerdos y buenas anécdotas. Como la de pasar de una visita temprana a La Alberca a unos 8 o 9 grados centígrados, a encontrarnos unas pocas horas más tarde en mitad de una Salamanca caldeada por el Sol con 22 grados y que a mí me supuso tener la garganta con molestias durante unos días.

Aunque lo exclame, realmente no resulta nada sorprendente lo bien que te lo puedes pasar en un viaje que vas improvisando sobre la marcha, como la gran mayoría de los que he hecho hasta la fecha, si puedes ejercer algo de control sobre lo que quieres ver y si todas las partes concursantes del evento se avienen a respetar el pacto ancestral de la buena convivencia, del cual uno de sus principales fundamentos es el deseo de disfrutar conjuntamente de la experiencia. Da gusto poder compartir experiencias novedosas, encontrar lugar nuevos, perderte «más o menos» por rincones desconocidos, y todo ello con buenos amigos. En Teoría de Juegos eso se llamaría simple y llanamente un gana-gana.

Casa de las conchas, en Salamanca

Desde el punto de vista fotográfico, este viaje supuso el salto al formato digital sin posibilidad de marcha atrás. Hasta poco antes del viaje seguía fiel a la cámara Nikon F-801 que mi padre me traspasó como herencia adelantada. Una fidelidad que le costaba a la tesorería común algo así como entre diez y once mil pesetas (aproximadamente 60 €) mensuales en negativos, revelados, ampliaciones, etc., etc. Decidimos que para eventos familiares y cosas similares de poca importancia era mejor usar una cámara digital por aquello del desechar las fotos directamente antes de incurrir en gastos de procesado químico. Nos presentamos en El Corte Inglés para llevarnos la Coolpix 950 que, en aquellos momentos, acababa de nacer al mercado isleño. Acabamos llevándonos la Coolpix 5700 que tenía reservada un anónimo que no había ido a buscarla en el tiempo que estipula el competitivo mercado de la oferta y la demanda, y pagando por ella el doble de lo que estábamos dispuestos a gastar: La nada despreciable cantidad de 1.500 € que, repartidos en las mensualidades del proletario, quedaba en porciones de 54 € que acabaron por sustituir en equidad todo lo que me quemaba en tratamientos químicos de mis instantáneas. A la vuelta del viaje se me ocurrió probar a ampliar unas fotos de cinco gediondos megapíxeles a tamaños de 50 x 40 y, simple y llanamente, aluciné en colorines. A finales de septiembre de 2002 tomé la decisión, basándome en los resultados, de no volver a sacar una fotografía analógica. No fue una decisión consciente, sino la desidia de la comodidad. Simplemente, evento tras evento, optaba siempre por la facilidad y los resultados garantizados de mi primera Nikon digital. Lo que iba a suponer una reducción en gastos de procesado químico acabó siendo una sustitución completa.

Sí, efectivamente, hay cosas que resultan fácilmente sustituibles. Como un sistema de capturar momentos por otro. Pero es difícil que unas vivencias sustituyan a otra. En especial, las de ese primer viaje que hicimos mi mujer y yo, serán difíciles de sustituir. Tal vez la memoria, en su deterioro constante segundo a segundo, acabe transformándolas en pausas del tiempo de grosor casi fantasmagórico y de significado casi irreal. Por suerte esta entrada y las imágenes que la acompañan perdurarán. En alguna medida que aún no llego a percibir completamente, lo digital también está sustituyendo a lo analógico para la persistencia de los recuerdos. Al igual que la Coolpix apareció para complementar a la veterana F-801, esta bitácora parece tener cada vez más la carga y responsabilidad de sustentar mi falible memoria. Esperemos que no llegue a sustituirla completamente.

Nota: Hay más imágenes de ese viaje en el álbum Flickr creado al efecto [Entre Madrid y Salamanca].

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