Me despertaba esta mañana a las 5:20, como casi todas las mañanas. Hoy, con la tranquilidad de haberlo dejado todo dispuesto la noche anterior —incluso la higiene íntima— decidí remolonear en la cama. Me acompaña siempre mi iPad, como libro de mesa de noche. Abrí la aplicación de El País y me puse a leer los titulares destacados.
Una entrevista a Rajoy se llevó la mayor parte de los diez o quince minutos que demoré levantarme.
Que gane el PP no es algo que me
preocupe en exceso. Era algo previsible y, siendo como son, ya sabemos lo que recibiremos (por mucho que escatimen en dar respuestas sobre sus planes concretos). De hecho, puedo decir que Mariano Rajoy me resulta simpático. Tiene ese punto de tonto honroso, de esos que harán lo posible por cumplir sus promesas, que hasta lo hace simpático y, me arriesgo a sugerir, hasta entrañable. Lo malo del PP no es Rajoy, es la cohorte de buitres, por un lado, y fundamentalista, por el otro, que sustentan y ansían el poder a toda costa. Esos, la mayoría, que están en la sombra y, como parte visible del iceberg, lo tenemos en esos políticos de ultraderecha que se llaman de centro y que van dejando esa herencia difícil de soportar.
Pese a todo ello, y como decía, Rajoy no me cae mal. Pero me preocupa. Lo veo demasiado contento y alegre. Entrevista que leo, comentario que escucho, parece encantado con ser elegido presidente en unos días. Tal como yo lo veo, a todos nos gusta recibir en premio una herencia de un tío abuelo del que no conocíamos su existencia. Nos hace ilusión. Lo que no nos la hace tanto es cuando llegamos a ver la casa victoriana recién heredada esperando deleitarnos con la visión de una magnífica mansión y encontrarnos un cenagal de mierda como cimentación y una casa sin techo comida por las termitas. Sin embargo a Rajoy parece encantarle esa idea. Y, meditando en ello esta mañana, mientras buscaba el escondite que tiene mi pito contra el frío para la primera micción matutina, fue que recordé las palabras del fantástico libro '
Un mundo feliz' y que ya
cité aquí:
El Salvaje movió la cabeza.
—A mí todo esto me parece horrendo.
—Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni el pintorequismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza.
Me da mal rollo que este hombre esté tan contento con lo que se le viene encima. Me da a mí que lo que le alegra es la posibilidad de grandeza que conlleva las grandes penurias a las que nos vamos a ver sometidos. La idea de convertirse en héroe salvador de la patria que, con el sacrificio, logró rescatarnos del pozo de mierda en el que ellos mismos (no vayamos a ser tan estúpidos de creernos, a estas alturas, que los azules no participaron también en la fiesta del despilfarro y la hipocresía financiera). Me preocupa, porque en realidad, lo que viene no es motivo de alegría. Sus próximos y predecibles recortes son mucho más que «apretarse el cinturón». Significan que gente, tal vez mucha, lo pasará realmente mal. Sí, posiblemente al final de la experiencia, llegue la sensación de haber superado los obstáculos; de habernos crecido contra la tormenta. La sensación de satisfacción personal que puede dar el superar la prueba de caminar sobre brasas ardiendo. Las preguntas, sin embargo, son: ¿Cuántos habrá que dejar atrás como sacrificio? ¿Y, lo que me da malas vibraciones, en realidad debe haber alegría en afrontar esta
ejecución lenta? A ver si va a resultar que en realidad cree en esa educación de jesuíta sobre aquello de que las vicisitudes y las penurias de este mundo lo hacen a uno grande y digno de merecer entrar en el cielo. Si eso es lo que busca, entonces que no siga, que yo le pago la dominatriz que le ponga el culo morado y que, por favor, dejen al cargo a alguien que se preocupe menos por el sacrificio y más por resolver el problema de la forma menos dolorosa posible para la nación.