sábado, 16 de junio de 2012
La tentación la pintan de rojo
Hacía tiempo en la FNAC. Había visitado un piso en Usera, muy cuco pero caro y con engañosa publicidad que daba a creer completamente amueblado sin estarlo, y después había quedado con la casera del piso actual -y amiga- para pagarle la mensualidad. Entre una cosa y otra, frapuccino en el Starbuck y paseo a temperatura de aire acondicionado en el edificio de la FNAC que hay en Callao. Me dio por visitar la sección de fotografía y me quedé profundamente prendado de la versión en rojo vivo de la J1. Hace tiempo que le doy vueltas a llevar una de estas siempre en la mochila. A 399€ la tenían con el objetivo 10-30. Para pensárselo, ¿no?
'El lamento del perezoso'
La lectura de 'Firmin' [mi reseña] fue una experiencia inmensa. Sobrecogedora con sentimientos enfrentados. Alegría, humor y placer por el recorrido de situaciones y bufonadas del protagonista; tristeza y pena por las penurias que su condición le regala en la persecución de sus deseos y aspiraciones y por una vida plagada de tropiezos. Una rata que, en alma, no dista mucho de la mayoría de nosotros. Diría, incluso, que más humana que muchas personas que conozco. Dichosa empatía la mía.
Con su primera novela traducida y publicada [1] en lengua de Cervantes, Sam Savage [@ Wikipedia] me ganó como fiel seguidor y amigo incondicional. Incondicional en la manera que encorseta la unidireccionalidad del admirador anónimo que es desconocido por el admirado. Y a mi manera de ser fiel, claro, que como en todo y con todo hay matices, facetas y gamas cromáticas. Poco tiempo después de concluir la lectura de la primera descubrí en las librerías la recién publicada segunda (tercera), 'El lamento del perezoso', que el lamentado lector ocasional de la discontinuidad que resulta ser este mi rincón tendrá que lamentablemente sufrir leyendo y lamentándose observando impotente cómo destrozo su esencia y carisma, las del libro, con mis palabras, mis circunloquios y, en general, mis idas y venidas sin concretar destino claro y sin concluir nada aprovechable por generaciones venideras. Me considero amigo fiel, como decía, hasta el extremo del sacrificio si la ocasión lo demanda, pero de forma sosegada y, en crítica de muchos, desapegada. Así que aún viéndola expuesta en mis visitas periódicas a las librerías en busca del consuelo del consumista, que no es otro que dar satisfacción al deseo de consumir, la ignoré de forma reiterada, tozuda y persistente mientras la conciencia, ese parásito que nos recuerda a cada paso que no somos realmente tan fidedignos y en general algo peores de como nos vemos a nosotros mismos, me obligó a adquirir la edición de bolsillo por cinco euros en lo que, a escala cuántica, sería el equivalente al tiempo infinito y difícilmente imaginable entre causa y efecto.
Tal vez por resarcir al autor, o por acallar a mi conciencia, poco después [2] comenzaba su lectura. ¿Qué decir tras concluirla? Pues más bien poco. O mucho. En esencia, que no defrauda. Pero tampoco entusiasma como la primera. Aunque comparten la ambigüedad magistralmente retratada de la vida de comedia de un bufonesco protagonista —aquí un intransigente cuarentón proselitista del propio ego, allí una rata de portentos intelectuales de difícil imaginación—, que hace reír y divierte, y el drama impermeable, reverso de una misma moneda, de las aspiraciones y deseos insatisfechos e insatisfacibles que lo empujan y arrastran en la deriva existencial, esbozo amargo en esencia de cada uno de nosotros. Y en ambos textos, los protagonistas dan muestra sobrada, a veces en exceso relamida, de un intelecto de prodigio que asustaría al más pedante y que, al lector que fui yo, empequeñece por la fertilidad del verbo y la riqueza del sustrato lingüístico con el que el autor insufla argumentos y vida a los personajes protagonistas de sus dramas. Para quitarse el sombrero.
Que entusiasme en grado menor que la primera no significa que no suponga una lectura apasionante. No tan arrebatada como 'Firmir', pero igualmente absorbente y que cumple con creces el fin con el que nace todo libro, hacer disfrutar —aunque sea sufriendo la vida del personaje— con una historia bien contada y expuesta. Algo que parece ser, con tan breve recorrido en producción literaria, marca del autor.
Para esta ocasión Sam Savage elige contarnos la vida y obra de Andy, el protagonista, como si fuese una exposición de fotografías cronológicamente ordenadas, donde aquí el fotograma se sustituye por un texto, la mayoría de las veces cartas que envía en respuesta o demanda a terceros, pero también en anuncios de prensa que publica o en narraciones que el protagonista, como autor, editor, director y promotor de una revista, produce. Entre una fotografía y otra somos nosotros, en el papel de ávidos lectores, drogadictos que no ven el momento de encontrar otra dosis, los que rellenamos el intervalo transcurrido con la pieza que falta y en el que los actores secundarios, simplemente mencionados como destinatarios de respuestas escritas, toman cuerpo y ganan en presencia por las descripciones, el lenguaje y las emociones con que se les responde en las epístolas. En este aspecto, y para mi gusto personal, 'El lamento del perezoso' consigue superar a 'Firmir' al darnos la oportunidad de ser nosotros, al transmutarnos en una suerte de copilotos de la carrera, poniendo nuestra imaginación a trabajar a destajo para rellenar los huecos entre respuesta y respuesta.
El preámbulo de la narración, en la forma de sus primeras cartas, comienza de forma cómica, y porque aún no conocemos en profundidad al protagonista, del que casi se sospecha inmediatamente, sinceramente se presta a ello, que se trata de una versión agorafóbica, más sociópata y refinada, pero igualmente estrambótica y catártica, de Ignatius J. Reilly [3]. Pero a medida que avanza la historia se torna, a cada mensaje y carta enviados, en trágica, tragicómica, de la forma en que un personaje de las características de Andy (o Ignatius) puede ir sumergiéndose en las miasmas de la cocción lenta de sus neurosis hasta el punto de creer, poco después de alcanzado la meta volante que suponen las dos terceras partes del libro, que únicamente hay un final posible. A esa misma altura de la lectura se observa, como inspirado, de la forma en que inspira la buena prosa, que es observable, ahora ya transcurrido un tiempo, algo que pasa igualmente con las marcas de la edad, perceptibles únicamente cuando pasa un lapso considerable entre dos vistazos, la forma en que con cada carta se va erosionando el talante moral que amalgama al protagonista. Como si con cada correspondencia se arrancase parte del cemento con el que se sujetan los ladrillos que conforman la identidad del ser, preñado con sus anhelos y sus miedos, y que, a estas alturas de la lectura, lo que se percibe aún desdibujado es un castillo de naipes de precario equilibrio preparado y esperando al golpe de gracia. Y uno se adentra en el último tercio sobresaltado, deseando que no llegue lo inevitable y que el golpe finalmente yerre diana. También en ese momento te sorprendes con qué facilidad el autor, casi con la magia de un ilusionista, consigue embaucarte para que subas al escenario y permanezcas un poco más esperando la conclusión del número de prestidigitación magnífico en el que no haces más de preguntarte dónde estará el truco. Porque todos los buenos espectáculos de prestidigitador y todos los buenos libros deben sorprender al final.
'El lamento del perezoso' es un muy buen libro, para mi gusto, que, como poco, es muy, mucho, recomendable, pero que yo, y pese a la devoción adquirida por su autor, no concluiré con un must read. Pero se le acerca. Si puedes, léelo. Merece la pena.
[1] Sorprendentemente, hasta el momento de escribir esta cutre-reseña estaba convencido de que era la primera novela escrita por el autor a nivel universal, indistintamente de lengua y credo del que leyese, pero una rápida y fugaz visita a Wikipedia, por eso de intentar parecer más culto de lo que soy realmente cuando escribo, dio lugar al descubrimiento de que no, no era la primera y sí la segunda. Aunque tampoco es que haya publicado mucho más.
[2] Aunque no debería ser sorpresa para nadie a estas alturas, y aunque de la sensación de que es fresco el lenguado que corto y presento en esta entrada, en realidad se cuenta en meses el tiempo que ha transcurrido ya desde su lectura. Si me descuido un poco más, incluso diría que ha cumplido el primer aniversario —y algo más—. Se está convirtiendo en práctica habitual en mí.
[3] El protagonista de la genial 'La conjura de los necios' que, aprovechando el momento para seguir pariendo texto sin más finalidad que la de aumentar la entropía del universo en la forma del movimiento obligatorio de electrones y fotones llevando reiteradamente esto a un ordenador y a otro, y de ahí a la retina y cerebros de los despistados visitantes, que la novela de John Kennedy Toole ha subido en las últimas semanas puestos para ser releído, y disfrutado, en breve. Diría que va a por la cuarta relectura de tan magna novela.
Con su primera novela traducida y publicada [1] en lengua de Cervantes, Sam Savage [@ Wikipedia] me ganó como fiel seguidor y amigo incondicional. Incondicional en la manera que encorseta la unidireccionalidad del admirador anónimo que es desconocido por el admirado. Y a mi manera de ser fiel, claro, que como en todo y con todo hay matices, facetas y gamas cromáticas. Poco tiempo después de concluir la lectura de la primera descubrí en las librerías la recién publicada segunda (tercera), 'El lamento del perezoso', que el lamentado lector ocasional de la discontinuidad que resulta ser este mi rincón tendrá que lamentablemente sufrir leyendo y lamentándose observando impotente cómo destrozo su esencia y carisma, las del libro, con mis palabras, mis circunloquios y, en general, mis idas y venidas sin concretar destino claro y sin concluir nada aprovechable por generaciones venideras. Me considero amigo fiel, como decía, hasta el extremo del sacrificio si la ocasión lo demanda, pero de forma sosegada y, en crítica de muchos, desapegada. Así que aún viéndola expuesta en mis visitas periódicas a las librerías en busca del consuelo del consumista, que no es otro que dar satisfacción al deseo de consumir, la ignoré de forma reiterada, tozuda y persistente mientras la conciencia, ese parásito que nos recuerda a cada paso que no somos realmente tan fidedignos y en general algo peores de como nos vemos a nosotros mismos, me obligó a adquirir la edición de bolsillo por cinco euros en lo que, a escala cuántica, sería el equivalente al tiempo infinito y difícilmente imaginable entre causa y efecto.
Tal vez por resarcir al autor, o por acallar a mi conciencia, poco después [2] comenzaba su lectura. ¿Qué decir tras concluirla? Pues más bien poco. O mucho. En esencia, que no defrauda. Pero tampoco entusiasma como la primera. Aunque comparten la ambigüedad magistralmente retratada de la vida de comedia de un bufonesco protagonista —aquí un intransigente cuarentón proselitista del propio ego, allí una rata de portentos intelectuales de difícil imaginación—, que hace reír y divierte, y el drama impermeable, reverso de una misma moneda, de las aspiraciones y deseos insatisfechos e insatisfacibles que lo empujan y arrastran en la deriva existencial, esbozo amargo en esencia de cada uno de nosotros. Y en ambos textos, los protagonistas dan muestra sobrada, a veces en exceso relamida, de un intelecto de prodigio que asustaría al más pedante y que, al lector que fui yo, empequeñece por la fertilidad del verbo y la riqueza del sustrato lingüístico con el que el autor insufla argumentos y vida a los personajes protagonistas de sus dramas. Para quitarse el sombrero.
Queridos Vikki y Chum-Chum:
No hagáis caso de lo que dicen. Os lo prometo, no hay absolutamente nada de qué preocuparse. Estoy en el convencimiento de hallarme en un momento decisivo de mi vida, a pesar de todo, un momento que un día, al mirar atrás, consideraré el «pórtico de todos estos años tan fructíferos», o algo por el estilo.
Con mucho cariño para los dos,
Andy
Que entusiasme en grado menor que la primera no significa que no suponga una lectura apasionante. No tan arrebatada como 'Firmir', pero igualmente absorbente y que cumple con creces el fin con el que nace todo libro, hacer disfrutar —aunque sea sufriendo la vida del personaje— con una historia bien contada y expuesta. Algo que parece ser, con tan breve recorrido en producción literaria, marca del autor.
Para esta ocasión Sam Savage elige contarnos la vida y obra de Andy, el protagonista, como si fuese una exposición de fotografías cronológicamente ordenadas, donde aquí el fotograma se sustituye por un texto, la mayoría de las veces cartas que envía en respuesta o demanda a terceros, pero también en anuncios de prensa que publica o en narraciones que el protagonista, como autor, editor, director y promotor de una revista, produce. Entre una fotografía y otra somos nosotros, en el papel de ávidos lectores, drogadictos que no ven el momento de encontrar otra dosis, los que rellenamos el intervalo transcurrido con la pieza que falta y en el que los actores secundarios, simplemente mencionados como destinatarios de respuestas escritas, toman cuerpo y ganan en presencia por las descripciones, el lenguaje y las emociones con que se les responde en las epístolas. En este aspecto, y para mi gusto personal, 'El lamento del perezoso' consigue superar a 'Firmir' al darnos la oportunidad de ser nosotros, al transmutarnos en una suerte de copilotos de la carrera, poniendo nuestra imaginación a trabajar a destajo para rellenar los huecos entre respuesta y respuesta.
El preámbulo de la narración, en la forma de sus primeras cartas, comienza de forma cómica, y porque aún no conocemos en profundidad al protagonista, del que casi se sospecha inmediatamente, sinceramente se presta a ello, que se trata de una versión agorafóbica, más sociópata y refinada, pero igualmente estrambótica y catártica, de Ignatius J. Reilly [3]. Pero a medida que avanza la historia se torna, a cada mensaje y carta enviados, en trágica, tragicómica, de la forma en que un personaje de las características de Andy (o Ignatius) puede ir sumergiéndose en las miasmas de la cocción lenta de sus neurosis hasta el punto de creer, poco después de alcanzado la meta volante que suponen las dos terceras partes del libro, que únicamente hay un final posible. A esa misma altura de la lectura se observa, como inspirado, de la forma en que inspira la buena prosa, que es observable, ahora ya transcurrido un tiempo, algo que pasa igualmente con las marcas de la edad, perceptibles únicamente cuando pasa un lapso considerable entre dos vistazos, la forma en que con cada carta se va erosionando el talante moral que amalgama al protagonista. Como si con cada correspondencia se arrancase parte del cemento con el que se sujetan los ladrillos que conforman la identidad del ser, preñado con sus anhelos y sus miedos, y que, a estas alturas de la lectura, lo que se percibe aún desdibujado es un castillo de naipes de precario equilibrio preparado y esperando al golpe de gracia. Y uno se adentra en el último tercio sobresaltado, deseando que no llegue lo inevitable y que el golpe finalmente yerre diana. También en ese momento te sorprendes con qué facilidad el autor, casi con la magia de un ilusionista, consigue embaucarte para que subas al escenario y permanezcas un poco más esperando la conclusión del número de prestidigitación magnífico en el que no haces más de preguntarte dónde estará el truco. Porque todos los buenos espectáculos de prestidigitador y todos los buenos libros deben sorprender al final.
'El lamento del perezoso' es un muy buen libro, para mi gusto, que, como poco, es muy, mucho, recomendable, pero que yo, y pese a la devoción adquirida por su autor, no concluiré con un must read. Pero se le acerca. Si puedes, léelo. Merece la pena.
[1] Sorprendentemente, hasta el momento de escribir esta cutre-reseña estaba convencido de que era la primera novela escrita por el autor a nivel universal, indistintamente de lengua y credo del que leyese, pero una rápida y fugaz visita a Wikipedia, por eso de intentar parecer más culto de lo que soy realmente cuando escribo, dio lugar al descubrimiento de que no, no era la primera y sí la segunda. Aunque tampoco es que haya publicado mucho más.
[2] Aunque no debería ser sorpresa para nadie a estas alturas, y aunque de la sensación de que es fresco el lenguado que corto y presento en esta entrada, en realidad se cuenta en meses el tiempo que ha transcurrido ya desde su lectura. Si me descuido un poco más, incluso diría que ha cumplido el primer aniversario —y algo más—. Se está convirtiendo en práctica habitual en mí.
[3] El protagonista de la genial 'La conjura de los necios' que, aprovechando el momento para seguir pariendo texto sin más finalidad que la de aumentar la entropía del universo en la forma del movimiento obligatorio de electrones y fotones llevando reiteradamente esto a un ordenador y a otro, y de ahí a la retina y cerebros de los despistados visitantes, que la novela de John Kennedy Toole ha subido en las últimas semanas puestos para ser releído, y disfrutado, en breve. Diría que va a por la cuarta relectura de tan magna novela.
lunes, 11 de junio de 2012
Vaya, esperaba algo mejor
Pues la verdad que esperaba una mejora sustancial en el modelo de 13". El de 15" es demasiado grande para que sea realmente móvil-portátil. Me jode mucho no poder usarlo cómodamente en el avión, hablando claro. Quería un 13" con i7 quad core y ampliable hasta 16Gb. Pues no le han prestado demasiada atención y sigue siendo más o menos lo mismo. Apenas un poco mejor. Me pensaré entonces si tirar por el Air y apostar, definitivamente, por lo ligero en detrimento de la potencia bruta que tanto aprecio cuando programo. Quitando que, además, sale carísimo el almacenamiento.
lunes, 4 de junio de 2012
'Cartero'
Que soy un absoluto inculto no es algo que extrañe a nadie. Ni algo que quiera ni intente ocultar. Lo soy, y punto. Tanto que no es de extrañar que, cuando un compañero de trabajo —del trabajo anterior, o sea hace ya dos años— me recomendase, sonriendo más para él que para el resto, que leyese 'Cartero' de Bukowski, mi respuesta fuese una pregunta: «¿De quien?». Primera vez que escuchaba mencionar a ese autor. Si difícilmente recuerdo nada de las clases de literatura española del instituto, en las que iba a por el aprobado raso, más difícil será que alcance a tener conocimientos de literatura norteamericana. Pero eso no es excusa, supongo. Al parecer todo el mundo (culto) conoce a Bukowski. Es lo bueno de ser un ignorante: que lo es también de su propia ignorancia.
La recomendación del compañero coincidía con mi anterior época de trabajo en Madrid, en la que una vez por semana me colaba en La casa del libro y dejaba como un colador la cuenta bancaria llevándome libros y más libros. En una de esas visitas hice caso y compré algunos libros de Bukowski que dejaría abandonados en la biblioteca de Las Palmas hasta el momento en que decidiese prestarles atención. Y, como en muchas otras ocasiones, el momento le llegó y empecé a leer 'Cartero', primera novela del autor, pero no la primera que se publica en castellano. (Al menos según referencia de Wikipedia [aquí]).
Cuando tenía dieciséis años vi una película que se había estrenado un año o año y medio antes. 'El sargento de hierro' era. No sé si sería cierto o no lo que se decía entonces, que había batido el récord de número de insultos por minuto. Dudoso honor ese. Lo cierto es que supuso un choque. Al menos para mí. Alucinaba con el lenguaje y las formas. Hasta el momento no había visto nada igual y estaba alucinando, aturdido, magnetizado. Era como un antes y un después (al igual que otra contemporánea, 'La chaqueta metálica', aunque esta la vi bastante más tarde). El uso del lenguaje malsonante en el cine ha ido en incremento desde entonces y se ha convertido en algo normal, algo que ya no es tabú y que, sospecho, del que se abusa ahora de forma innecesaria (alguien tendría que hablar con Tarantino al respecto) [1]. Cuando visitaba a mis abuelos de niño y usaba «coño» para completar alguna frase, porque lo escuchaba en el lenguaje de los adultos de la época, escandalizaba a los padres de mi madre. No era normal en la casa de mis abuelos, donde lo más que llegué a escuchar exclamar a mi abuelo era un «me cago en la mar», pero sí en la de mis padres y mis tíos. Ver a estas alturas 'El sargento de hierro' no escandalizaría a ningún niño de dieciséis años. Se han criado en un mundo en el que el tono agresivo de las conversaciones y el lenguaje rico en nitrato de insulto está a la orden del día.
La mención a 'El sargento de hierro' no es gratuita. Mientras leía el 'Cartero' venía constantemente el recuerdo de esta película. Como si una década y media antes Bukowski persiguiera en la literatura lo que la película de Eastwood buscaba en el cine: romper esquemas y moldes usando un lenguaje carente de descripciones, parco, soez, casi telegráfico y sin sentimentalismos en el que el insulto es la norma, sujeto, predicado y complemento de cualquier situación que se presente. Al mismo tiempo, página tras página, sentía lo mismo que siento ahora con 'El sargento de hierro', que una vez se supera el impacto de la forma, el fondo se queda en poca cosa, en una historia más bien vacía. La historia de un cualquiera, de un antihéroe, de un sin suerte que zigzaguea por la existencia sin tener un rumbo claro más allá del culto hedonista que se puede lograr hacia uno mismo; y que si tiene éxito se debe más a la condescendencia de la fortuna que a méritos propios. 'Cartero' es una historia floja envuelta en una cáscara de palabras duras que no soporta el paso de los años y que, leída cuarenta años más tarde, donde uno ya tiene la mente anestesiada e inmune frente al lenguaje duro, a veces desproporcionado, no consigue —al menos a mí— contar gran cosa. Sospecho que dentro de otros cuarenta años, tal vez cuando debería ser considerado un clásico por tres generaciones posteriores, no pasará de ser una simple anécdota de colegio en la clase de Literatura. Sospecho que Bukowski no será un nombre que supere el paso del tiempo, salvo para los pedantemente cultos. Aunque cierto es que sí superará en el tiempo el que yo pueda dejar, claro. En cualquier caso, dudo que eso sea problema para ninguno de los dos.
Ha sido mi primera experiencia con el «realismo sucio» [@ wikipedia], que no la última, y siempre que supongamos que en cierta medida Ray Loriga no es heredero de esta tendencia, del que algo he leído. Ha sido la primera y reconozco que no me ha desagradado. Como decía en el párrafo anterior siento que ya no supone el choque emocional que pudo suponer en su momento, pero es cierto que forma parte de la historia de la literatura reciente. En ello algo de mérito lleva. De momento tengo unos cuantos libros más del autor —maldita manía la mía de dejarme llevar por la compra compulsiva— y este tampoco ha resultado tan poco estimulante como para descartar seguir con la lectura del resto. Volveré a leer algo de él con la esperanza de que el próximo, además de las (malas) formas, tenga mejor fondo. Mientras, apunto otros nombres del movimiento al que se asocia Bukowski. Hay alguno que promete.
Obviamente no es un libro que recomiende. Salvo que se esté muy interesado en la literatura per se o se haya criado uno completamente ajeno al mundo que lo rodea y siga pensando que lo más duro que puede decir una persona sea «teta» o «culo». En estos casos puede estar bien e, incluso, ser el revulsivo que se necesita para poner pie firme en la Tierra del siglo XXI. Sin embargo, si se es de los que usan chocho, coño, almeja o higo para referirse al aparato reproductor de ellas; si prefieren polla, cipote o tranca para referirse al de ellos; o si se felicita al amigo que tiene éxito con un «vaya cabronazo estás hecho» o un «qué hijo de la gran puta con suerte eres», como hace casi la gran mayoría de nosotros, entonces este libro no le dirá gran cosa. No más allá de un pueril pasatiempo.
[1] No pretendo insinuar que 'El sargento de hierro' fuese el comienzo del uso del lenguaje malsonante en el cine. Gran ignorante de la literatura, no lo soy menos de la historia del cine. Seguro que hay muchas películas de manufactura anterior en las cuales el lenguaje malsonante es normal. Pero con 'El sargento de hierro' la forma se transmuta en fondo. La película es una excusa para dejar que los personajes rajen de la forma en que lo hacen. La historia de los personajes se queda enajenada en algo secundario. Lo importante es que se use un lenguaje descarnado, soez, malsonante e insultante todo el tiempo, carente de toda emoción que no sea la agresividad, venga o no a cuento. Así la forma y el fondo se convierten en lo mismo. Y hasta 'El sargento de hierro' no había visto nada igual. Aunque lo dicho, no soy más que un pobre ignorante en la materia.
La recomendación del compañero coincidía con mi anterior época de trabajo en Madrid, en la que una vez por semana me colaba en La casa del libro y dejaba como un colador la cuenta bancaria llevándome libros y más libros. En una de esas visitas hice caso y compré algunos libros de Bukowski que dejaría abandonados en la biblioteca de Las Palmas hasta el momento en que decidiese prestarles atención. Y, como en muchas otras ocasiones, el momento le llegó y empecé a leer 'Cartero', primera novela del autor, pero no la primera que se publica en castellano. (Al menos según referencia de Wikipedia [aquí]).
Cuando tenía dieciséis años vi una película que se había estrenado un año o año y medio antes. 'El sargento de hierro' era. No sé si sería cierto o no lo que se decía entonces, que había batido el récord de número de insultos por minuto. Dudoso honor ese. Lo cierto es que supuso un choque. Al menos para mí. Alucinaba con el lenguaje y las formas. Hasta el momento no había visto nada igual y estaba alucinando, aturdido, magnetizado. Era como un antes y un después (al igual que otra contemporánea, 'La chaqueta metálica', aunque esta la vi bastante más tarde). El uso del lenguaje malsonante en el cine ha ido en incremento desde entonces y se ha convertido en algo normal, algo que ya no es tabú y que, sospecho, del que se abusa ahora de forma innecesaria (alguien tendría que hablar con Tarantino al respecto) [1]. Cuando visitaba a mis abuelos de niño y usaba «coño» para completar alguna frase, porque lo escuchaba en el lenguaje de los adultos de la época, escandalizaba a los padres de mi madre. No era normal en la casa de mis abuelos, donde lo más que llegué a escuchar exclamar a mi abuelo era un «me cago en la mar», pero sí en la de mis padres y mis tíos. Ver a estas alturas 'El sargento de hierro' no escandalizaría a ningún niño de dieciséis años. Se han criado en un mundo en el que el tono agresivo de las conversaciones y el lenguaje rico en nitrato de insulto está a la orden del día.
—De acuerdo —dijo ella—, te veré esta noche.
Estuvo bien, tenía un buen polvo, pero como todos los buenos polvos, al cabo de la tercera o cuarta noche empecé a perder interés y no volví.
Pero no podía dejar de pensar: «Caramba, todo lo que hacen estos carteros es dejar unas cuantas cartas en el buzón y echar polvos. Este es un trabajo para mí, oh sí sí.»
La mención a 'El sargento de hierro' no es gratuita. Mientras leía el 'Cartero' venía constantemente el recuerdo de esta película. Como si una década y media antes Bukowski persiguiera en la literatura lo que la película de Eastwood buscaba en el cine: romper esquemas y moldes usando un lenguaje carente de descripciones, parco, soez, casi telegráfico y sin sentimentalismos en el que el insulto es la norma, sujeto, predicado y complemento de cualquier situación que se presente. Al mismo tiempo, página tras página, sentía lo mismo que siento ahora con 'El sargento de hierro', que una vez se supera el impacto de la forma, el fondo se queda en poca cosa, en una historia más bien vacía. La historia de un cualquiera, de un antihéroe, de un sin suerte que zigzaguea por la existencia sin tener un rumbo claro más allá del culto hedonista que se puede lograr hacia uno mismo; y que si tiene éxito se debe más a la condescendencia de la fortuna que a méritos propios. 'Cartero' es una historia floja envuelta en una cáscara de palabras duras que no soporta el paso de los años y que, leída cuarenta años más tarde, donde uno ya tiene la mente anestesiada e inmune frente al lenguaje duro, a veces desproporcionado, no consigue —al menos a mí— contar gran cosa. Sospecho que dentro de otros cuarenta años, tal vez cuando debería ser considerado un clásico por tres generaciones posteriores, no pasará de ser una simple anécdota de colegio en la clase de Literatura. Sospecho que Bukowski no será un nombre que supere el paso del tiempo, salvo para los pedantemente cultos. Aunque cierto es que sí superará en el tiempo el que yo pueda dejar, claro. En cualquier caso, dudo que eso sea problema para ninguno de los dos.
Ha sido mi primera experiencia con el «realismo sucio» [@ wikipedia], que no la última, y siempre que supongamos que en cierta medida Ray Loriga no es heredero de esta tendencia, del que algo he leído. Ha sido la primera y reconozco que no me ha desagradado. Como decía en el párrafo anterior siento que ya no supone el choque emocional que pudo suponer en su momento, pero es cierto que forma parte de la historia de la literatura reciente. En ello algo de mérito lleva. De momento tengo unos cuantos libros más del autor —maldita manía la mía de dejarme llevar por la compra compulsiva— y este tampoco ha resultado tan poco estimulante como para descartar seguir con la lectura del resto. Volveré a leer algo de él con la esperanza de que el próximo, además de las (malas) formas, tenga mejor fondo. Mientras, apunto otros nombres del movimiento al que se asocia Bukowski. Hay alguno que promete.
Obviamente no es un libro que recomiende. Salvo que se esté muy interesado en la literatura per se o se haya criado uno completamente ajeno al mundo que lo rodea y siga pensando que lo más duro que puede decir una persona sea «teta» o «culo». En estos casos puede estar bien e, incluso, ser el revulsivo que se necesita para poner pie firme en la Tierra del siglo XXI. Sin embargo, si se es de los que usan chocho, coño, almeja o higo para referirse al aparato reproductor de ellas; si prefieren polla, cipote o tranca para referirse al de ellos; o si se felicita al amigo que tiene éxito con un «vaya cabronazo estás hecho» o un «qué hijo de la gran puta con suerte eres», como hace casi la gran mayoría de nosotros, entonces este libro no le dirá gran cosa. No más allá de un pueril pasatiempo.
[1] No pretendo insinuar que 'El sargento de hierro' fuese el comienzo del uso del lenguaje malsonante en el cine. Gran ignorante de la literatura, no lo soy menos de la historia del cine. Seguro que hay muchas películas de manufactura anterior en las cuales el lenguaje malsonante es normal. Pero con 'El sargento de hierro' la forma se transmuta en fondo. La película es una excusa para dejar que los personajes rajen de la forma en que lo hacen. La historia de los personajes se queda enajenada en algo secundario. Lo importante es que se use un lenguaje descarnado, soez, malsonante e insultante todo el tiempo, carente de toda emoción que no sea la agresividad, venga o no a cuento. Así la forma y el fondo se convierten en lo mismo. Y hasta 'El sargento de hierro' no había visto nada igual. Aunque lo dicho, no soy más que un pobre ignorante en la materia.
viernes, 1 de junio de 2012
Hasta los superhéroes se «empujan la caquita»
Me imagino al Valera trastocado leyendo la noticia: «A Linterna Verde le van los cipotes» (aquí). Esto es «Educación para la Ciudadanía » por la vía bestia y del hardcore. A ver cómo se las ingenian los wertianos para impedir que estos comics alcancen al cándido pube, sumido en la inocencia que a su edad le corresponde, y evitar que se lo adoctrine, se le tiente e invite a participar de los amarenamientos antinátura de esos sodomitas desviados y perversos que son los maricas y maricones. ¿Veremos tiendas de comics quemadas por fanáticos ultraderechistas? Esto se pone interesante, sí señor.
A ver cuándo DC se une a la nueva moda de agradar a los colectivos gay y sacan del armario a Bruce Wayne, que siempre hubo habladurías de ese rollito Batman-Robin que se traían. Eso sí, que lo hagan después de ver la esperadísima conclusión de la trilogía de Nolan sobre el caballero de Gotham. El único acercamiento del celuloide digno de mención a este personaje. Reconozco que ya no ando en edad de que me cambien estos esquemas así de un día para otro X-D
A ver cuándo DC se une a la nueva moda de agradar a los colectivos gay y sacan del armario a Bruce Wayne, que siempre hubo habladurías de ese rollito Batman-Robin que se traían. Eso sí, que lo hagan después de ver la esperadísima conclusión de la trilogía de Nolan sobre el caballero de Gotham. El único acercamiento del celuloide digno de mención a este personaje. Reconozco que ya no ando en edad de que me cambien estos esquemas así de un día para otro X-D
Suscribirse a:
Entradas (Atom)