martes, 28 de octubre de 2008

Tesoros perdidos reencontrados (XV): 'Dragón', otro relato cutre

'Dragón' fue uno de los últimos relatos que escribí. Una vez más, releyéndo los primeros párrafos entiendo por qué dejé de hacerlo. Escribir, quiero decir. Si creyese que por publicar aquí mis cosas podría perder mi trabajo no lo publicaría, pero esto sirve de recordatorio de las cosas que no debo volver a intentar nunca más. En fin....

Éste no fue publicado en el fanzine de la escuela, pues para cuando lo escribí yo apenas pasaba por la facultad de informática y estaba muy desconectado de todo el ambiente 'in-cultural' del movimiento que había detrás de su publicación. Es más, sospecho que la mayoría de la gente que levantó y movilizó las conciencias durante los años 92-95, que fue en los de mayor participación de todos, ya había desaparecido de aquellos lares, dejando huérfana la revista y sin una mente con intención clara.

Pues nada, a mortificar otro rato a los accidentales lectores que pasen por aquí. A mamarla.

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Dragón

– Pobre hombre –se escuchó un ligero susurro dentro del ascensor–. Tanto tiempo trabajando para la empresa y ahora le dan la patada. La compañera miraba la espalda de aquel hombre al que hacían referencia las palabras de su amiga. Por su constitución y por el leve recuerdo de su cara al cruzarse en la entrada del ascensor, creía que debía rondar los sesenta o, de lo contrario, había envejecido prematuramente.
El ascensor desaceleró bruscamente segundos antes de pararse completamente en el bajo. Las puertas se abrieron y el individuo nombrado fue el único que abandonó el elevador; el resto se dirigía a los aparcamientos de los sótanos. Mientras las puertas permanecieron abiertas, lo contemplaron alejarse hacia la puerta principal del edificio. Llevaba los hombros caídos, símbolo de una derrota interior; de una batalla perdida hacía mucho tiempo ya.
Al atravesar las dobles puertas de cristal sintió el golpe del crudo invierno que estaba azotando la ciudad. No se inmutó, tan solo metió las manos en la vieja gabardina abierta. Se giró y echó una mirada al lo alto del gran edificio; volvió a mirar al suelo y comenzó a andar.
Aún no tenía muy claro hacia dónde iba a dirigirse ahora que acababan de despedirlo.


El primer whisky le supo a rayos. Para una persona que no probaba el alcohol nunca, un vaso repleto de whisky sin ningún diluyente auxiliar era pura gasolina. Pero al cabo de unos pocos dejó de percibir ningún gusto.
Lentamente recorrió el antro con la mirada. El efecto del alcohol y la penumbra reinante le impedían reconocer rápidamente los pocos elementos decorativos. Al fondo, en una esquina, se encontraba una muda y maltrecha caja de música, cuyos discos probablemente hacía mucho tiempo habían dejado de ser tocados por la aguja. Un poco más acá, unas mesas de maderas diferentes rodeadas de sillas dispares completamente vacías y sucias. Unos pocos cuadros comprados de ocasión ocultaban sendas manchas en las amarillentas y descascarilladas paredes.
Observó al borracho que se encontraba al fondo, al otro extremo de la barra. Se había derrumbado, desparramando sus brazos sobre la tabla, de forma grotesca. Babeaba entre ronquidos lastimeros.
Aparte del camarero, era el único ser humano consciente dentro de aquel antro de mala muerte al que había ido a parar. No le importaba lo más mínimo. Pero el camarero no pareció darle tan poca importancia. Tras llenarle por quinta vez el vaso no se alejó buscando algo que limpiar con su rancio trapo, sino que se quedó mirándolo intentando entablar una conversación. Posiblemente intentaba huir de lo monótona que debía ser su existencia durante aquellas lúgubres horas en las que no parecía entrar ni una mosca en el local.
– ¿Qué le trae por este lugar... buen... hombre?– Por un momento pareció dudar que el calificativo buen diera el sentido de cortesía que él quería darle. Desde luego no debían pasar muchos buenos hombres por aquel lugar.
Cerró los ojos un momento, concentrándose en encontrar el equilibrio que se acababa de esconder en algún recoveco de su consciencia. Parecía que iba a caerse sobre la barra como había hecho el borracho del fondo. Volvió a abrir los ojos y le costó enfocar la fea y curtida cara del camarero. Sonrió beodamente, levantó el vaso y diciendo a trompicones “me han despedido” se bebió el resto del contenido de un golpe. Se incorporó con torpeza y depositó un billete grande sobre el mostrador. El camarero miró aquel billete con deseo, hacía mucho tiempo que no veía tanto dinero impreso contenido en un solo trozo de papel.
– Quédese con la vuelta... buen... hombre... – sonrió nuevamente y puso rumbo a la salida. A punto estuvo de caerse en varias ocasiones, pero logró alcanzar el exterior.
El gris y frío mediodía pareció despejarlo un poco cuando penetró por los poros de la piel de su cara. Cada pocos pasos debía pararse y apoyarse en la pared para recuperar el equilibrio que intentaba arrebatarle el efecto del alcohol. Tan sólo se cayó una vez. Una gastada anciana que paseaba por aquel gastado barrio se alejó cuanto pudo del borracho a la velocidad que sus raídas piernas le permitían.
Logró localizar una entrada de metro y se aventuró hacia el interior del subsuelo. Compró un billete hacia su casa y se sentó en espera del metropolitano que debía pasar en veinte minutos.
El alcohol y el cansancio permitieron que durmiera antes que enfrentarse con lo que había estado esquivando toda la mañana. Con el hecho irrefutable de que había sido despedido y de que ya no tenía adónde ir. Evitaron que tuviera que enfrentarse consigo mismo.


Cuando despertó le dolía ferozmente la cabeza. Desconocía las horas que llevaba allí durmiendo. Cuando se dio cuenta, estaba tendido lejos del banco donde creía haberse dormido. Le habían robado los zapatos, la gabardina y todos los objetos de valor que tenía junto con el dinero que le quedaba de su finiquito.
Queriendo arrancarse el sopor, se restregó los ojos con los puños. Notó su cara pegajosa y percibió un olor rancio que provenía del lateral de su cabeza. Había dormido sobre sus propios vómitos.
Se incorporó a duras penas y buscó un reloj en la pared más cercana. Las nueve y media de la noche. El último metro ordinario estaba a punto de pasar; tendría que esperar hasta las once para coger el primero de los nocturnos.
Subió y buscó el primer asiento libre alejado del resto de los pasajeros. Los viajeros lo miraban al pasar con una mezcla entre repulsión y pena. Al sentarse contempló el reflejo de un rostro sobre el cristal. Se reconoció en aquel deteriorado rostro que lo hacía parecer un vagabundo. Pero a fin de cuentas, eso era lo que ese mismo día había pasado a ser: un inestable errante, un viejo desguace inservible. Por primera vez en el transcurso del día, una lágrima se le escapó al observar su devastado e inevitable futuro y se cubrió la cara con las manos para intentar conservar algo de la honra que hoy le habían arrebatado y evitar humillarse aún más ante todos esos compañeros de trayectos que no eran más que caras desconocidas adheridas a cuerpos extraños.
Todos aquellos desconocidos, compañeros fortuitos de vagón, se fueron bajando poco a poco. Tan sólo quedaban una anciana y una pareja cuando se subieron tres jóvenes con el talante y colores de gallos de pelea. Los otros pasajeros bajaron la mirada, como si proceder así pudiera evitar que se fijaran en ellos; la táctica del avestruz. Pero en breve se cebaron con todos; sus burlas se dejaban oír sin ningún tipo de vergüenza: agresivas, provocativas, desafiantes. Eran pollos vestidos con la misma indumentaria que llevaban todos los valentones que se creen ajenos a la sociedad en la que viven y lo quieren demostrar con vestimentas propias de su tribu. Allí estaban, con sus ropajes de colores bélicos y disonantes que los identificaban desde lejos y lanzaban la disuasoria advertencia, como si cascabel de serpiente se tratara, al osado que les dirigiese la mirada.
Al verlos, comenzó a recordar. Su mente buscó en los surcos de la memoria que años atrás abandonó a la vorágine del olvido. Y al velo de unos ojos alcoholizados, fueron apareciendo con nitidez inimaginable. Se remontó muchos años atrás, cuando aún no había alcanzado la quincena.

Allí estaba su hermano mayor, desangrándose por un navajazo de los tarántulas. Él lloraba arrodillado viendo cómo la vida de su hermano se le escapaba pegajosa, rojiza, entre los dedos que intentaban tapar sin conseguirlo aquella herida producto de una emboscada. Respiraba con mucha dificultad. Cada inhalación se distanciaba más de la otra; cada exhalación era menos profunda. En un último esfuerzo, le pidió a su hermano pequeño, que escuchaba tras una cortina de lágrimas de dolor y odio, que cuidara de los viejos. Ahora era todo cuanto les quedaba. Le hizo prometer, con visible esfuerzo, que no haría como él, que realmente cuidaría de sus padres. Las palabras “te lo prometo” alcanzaron unos ojos velados y unos oídos sordos por la muerte.
Pero las palabras pronunciadas con dolor no podían apagar otra escrita con el fuego del odio en su corazón: venganza. Y una promesa hecha a un muerto no salvaría a los causantes de su muerte. Sí, cuidaría de los viejos, pero antes debía cobrar una deuda.
Dos semanas más tarde, tenía ante sus ojos a quien asestó la mortal puñalada. Temblaba por el miedo y por los golpes, sujeto por ambos brazos, derrumbado de rodillas, por los componentes de la banda de su hermano asesinado. Su cara llena de magulladuras y moretones no le ablandó. Le sujetó por el mentón y le levantó la cabeza hasta enfrentar sus ojos. Los suyos, ahítos de rabia, los del otro, cargados de dolor. Lo estudió detenidamente durante breves segundos. Le escupió a la cara y sin pestañear le rajó la garganta. Así fue como a los catorce años y poco mató sin compasión a una persona que para él ya no era persona; era uno de los cerdos que acorralaron y mataron a su hermano. Y la sensación le agradó.
Aquella muerte no logró calmar su rabia, pero lo inició como el miembro más joven de los dragones y así lo acreditaba el tatuaje que llevaba en su pecho a la altura de su corazón, ganado con la sangre de una tarántula.
Había acabado con el verdugo, pero no con los compinches que lo acorralaron y lo apalearon para ponérselo en bandeja; igual que habían hecho ellos posteriormente con el mismo verdugo. Quedaban los demás y no descansaría hasta verlos a todos muertos. Así fue cómo empezó su cruzada personal. Para cuando cumplió los quince ya llevaba doce cicatrices, dos de ellas en la cara, y había provocado treintenas a sus enemigos. Era el que con más arrojo se lanzaba a la batalla, el que más enemigos reducía con sus golpes, el que más sangre rival esparcía. Con tanto coraje luchaba que pronto sus propios compañeros de batallas lo elogiaron. Hasta tal punto se convirtió en punta de lanza, siendo el que siempre corría primero contra los otros, que dejaron de llamarlo por su nombre y lo rebautizaron como Dragón. Aun siendo el menor de todos ellos, esperaban hasta que él lanzaba, con su voz inmadura de niño prematuramente crecido, el grito de guerra: “¡Dragones, muerte a los tarántulas!”.
Se ganó una merecida reputación con sudor y sangre, suyos y ajenos. Y tras sobrevivir, peleando ferozmente con músculos precozmente forjados de acero, a varias emboscadas de sus enemigos, comenzaron a rehuirle. Sin pretenderlo, todos hablaban de él. Muchas chicas lo miraban con la adoración que se le brinda al héroe victorioso y se le entregaban gratuitamente. Otras lo odiaban: eran las hermanas y novias de aquellos tarántulas caídos, tullidos y minusválidos que había ido dejando en su carrera a un éxito construido sobre una montaña de sufrimiento ajeno.
Era un luchador, un guerrero. Era alguien. Alguien admirado y temido.
Pero sus padres no lo querían así. Aquellos a los que había prometido, ante la muerte, proteger y cuidar, lo rechazaban abiertamente. Y los odiaba por ello. Y se odiaba a sí mismo por odiarlos. Porque antaño, no hacía tanto tiempo, los había querido y amado, cuando se mantenía al margen de aquellas guerras, sin sentido ni motivo decía su padre, que se desarrollaban abajo en las calles de su empobrecido barrio. Sin embargo, ahora, tras lo que le parecían siglos, él participaba de aquellas incongruentes luchas; y ante los ojos de niño educados por su padre, no dejaba de verse como un hombre fracasado forzando su propia muerte. Los rehuía porque le recordaban una promesa por la que no estaba dispuesto a renunciar a un universo de violencia que lo habían convertido en un ídolo.
Pocas veces volvía ya a su casa, huyendo de la insostenible mirada de sus padres. Dormía fugazmente en la cama de alguna niña que se le entregaba con veneración o en la calle, como un perro, siempre alerta a un posible ataque. Cuando regresaba, una vez cada diez o quince días a lo sumo, lo hacía porque ya no soportaba tanta adrenalina, tensión y sobresalto en sus momentos de descanso a la intemperie, y se entregaba a dormir descargando la vigilia sobre los hombros de sus padres. Allí podía recuperarse de esas horas de insomnio forzado, sabiéndose a salvo ante la triste mirada de sus progenitores. Regresaba cuando estaban dormidos, de madrugada, y dormía todo el día hasta la noche siguiente, momento en el que comprobando que volvían a dormir, abandonaba su cuarto y se adentraba nuevamente en sus territorios.
La noche en que todo comenzó a cambiar empezó esquivando el vengativo cuchillo que una falsa adoradora entregada lanzó contra su pecho cuando lo recogió en su cama. Era el arma lanzado por una chiquilla, no mucho mayor que él, novia de algún tarántula que había caído bajo su propia navaja. Cuchillo que no le costó arrebatar con un rápido golpe fruto del hábito. Luego la humilló poseyéndola ferozmente en su lecho, arrebatándole a la fuerza su virginidad. Aquello le dejó mal sabor de boca, por lo que a media noche salió a cazar ratas, encontrando a dos que machacó a golpes hasta la inconsciencia, hasta calmar su amarga conciencia.
Cansado, decidió aliviarse en la tranquilidad de su dormitorio. Cuando llegó encontró a sus padres aún levantados. Estaban sentados juntos en la mesa de la cocina. Su padre, sin camisa, tenía un vendaje casero alrededor del torso, con una ligera mancha rojiza en el lado izquierdo, que su madre terminaba de ajustar. Preguntó. Su padre había evitado que un pobre e infeliz borracho fuera apaleado y robado por unos dragones. A cambio, los amigos de su hijo le habían rajado un costado. Su madre lloraba porque si no podía trabajar por aquel corte, le despedirían y los echarían de su casa, sin dinero para vivir. Resultaba que aquel infeliz, que le había costado un navajazo a su padre, un disgusto a su madre y que ahora dormía su borrachera en la cama de su desaparecido hermano, llevaba en la cartera mucho más dinero del que el honrado sueldo de trabajador en la fábrica de su padre les permitiría reunir durante todo un año. Su padre lo había traído a su casa, desconociendo la cantidad de dinero que portaba consigo, porque desangrándose no podría llevarlo a un hospital. Les dijo que se quedaran con el dinero, que vivirían holgadamente durante mucho tiempo mientras su padre se recuperaba; en cuanto al borracho, lo bajaría ahora mismo a la calle, para que la durmiera en el asfalto; dudando que a la mañana siguiente se acordara siquiera de cómo había ido a para allí, ni de que había estado bajo su techo. Su padre le gritó que él no había criado a una rata insensible, que no era mejor que los tarántulas a los que tanto odiaba y que de seguir pensando así era mejor que abandonara su techo donde siempre había recibido y vivido gente honrada y trabajadora que no habían hecho jamás mal a nadie. Sin mediar más palabras, dio media vuelta y se marchó por donde había entrado.
Pasó más de un mes antes de que volviera a refugiarse nuevamente bajo el techo familiar. Esta vez porque sus hazañas estaban comenzando a molestar al cuerpo de policía, que normalmente no prestaba mucha atención ni ayuda a los habitantes de aquella zona, pero que en su búsqueda de nuevos territorios por conquistar estaba alcanzando a otros barrios, enfrentándose a bandas diferentes y sembrando algo de su reino de terror en otros lugares, de gentes socialmente diferentes a las de su localidad.
Sin embargo, aquella mañana, su padre no respetó su sueño de vampiro y lo despertó. Apunto estuvo de costarle la vida el sobresalto que le causó ser arrancado de su tranquilo sueño, encontrándose soñando con la tranquilidad de su cama cuando aún era inconsciente del mundo al que se había lanzado para saciar su sed de venganza. Le preguntó a su padre por qué no estaba trabajando esa mañana como todas las otras mañanas que él recordaba. Pero luego se fijó en que ocultaba la mano dentro del bolsillo de su raída chaqueta y le preguntó el motivo. “El dolor”, contestó sosegadamente, y le mostró una mano de dedos crispados, hasta el punto que clavaban las uñas en la palma. “¿Qué pasa, viejo?”. “Simple. Me estoy muriendo, hijo”. Esta última afirmación lo cogió desprevenido, por sorpresa, y fue incapaz de articular respuesta alguna.
Ante el silencio, el padre comenzó a contarle su historia. El hombre al que había salvado la vida aquella noche, resultó ser una persona importante, propietario de una empresa, que se perdió, habiendo bebido más de la cuenta, por las calles del barrio y cuyo coche se averió cerca de donde lo atacaron. Como agradecimiento le ofreció pagarle los gastos médicos y compensarle con una retribución económica. Era un buen hombre, padre de familia como él mismo había sido una vez. Su padre aceptó el médico pero por otro motivo. Hacía ya tiempo que sentía bruscos y repentinos mareos que le sobrevenían a cualquier momento. Aprovechando la ocasión consultó a un especialista que de otra forma no habría podido pagar. Lo que sospechaba se ratificó: algo se le había jodido en la azotea; cáncer, un tumor se lo estaba comiendo vivo por dentro. Entonces aquel hombre se ofreció a dejarle una suma a su mujer para cuando él muriese. Pero él prefirió pedirle otro favor. Le habló de un hijo descarriado al que siempre había querido; le confesó su creencia de que tarde o temprano volvería al buen camino y que si lo colocaba en algún puesto de su empresa, podría ayudar a su madre hasta el final de los días de ésta. El hombre aceptó y lo esperaba para cuando quisiera incorporarse. “Hijo, debes cuidar de tu madre”, concluyó.
Esas últimas palabras de su padre despertaron el eco de otras que había oído en labios de su moribundo hermano y que él, por odio y sed vengativa de sangre, había relegado al olvido. Había renunciado a pensar que sus padres pudieran necesitar de su ayuda y, ahora, la voz fantasmal de su hermano le reventaba los tímpanos mientras sus ojos le mostraban con desmedida crudeza la realidad de un padre moribundo. “Cuida de los viejos”, se repitió para sí en voz baja y se odió por todo cuanto había hecho para no cumplir su promesa; por lo egoísta que había sido. Había matado y maltratado por sí mismo y por su hermano muerto, pero nunca había hecho nada por sus propios padres y, contemplando los ojos sin esperanza de su padre, volvió a ver los de su hermano muriéndose y rompió a llorar. Pero esta vez ya no eran lágrimas de amargo odio, eran las lágrimas de un niño que llora de tristeza y que se abraza a su padre buscando un consuelo que no encontró nunca en la venganza.
A los pocos días se presentó en la oficina y al lunes siguiente comenzó a trabajar de mozo en uno de los almacenes.
En dos meses su padre murió y su madre lo siguió tres años después. Pero él ya había cambiado. Desterró al admirado y temido Dragón y se entregó a su nueva vida cargada de monotonía. Exudaba soledad por los poros y continuó siempre solo, sin desear ni soportar a nadie a su lado. Iba de casa al trabajo y de éste de regreso a casa para dormir hasta el día siguiente. Huraño y poco hablador con los compañeros del trabajo y con cualquier persona que intentara introducirse en su vida.
Tras la muerte de su madre, con todo su escaso sueldo para sí mismo, decidió mudarse a otra vivienda, en otro lugar lejos de aquel barrio lleno de dolor, odio y rencor. Si no hubiera dejado aquella vida, reflexionó, era cuestión de tiempo que hubieran acabado con él.
Durante casi cuarenta años, realizó su trabajo impecablemente. Le ofrecieron el puesto de jefe de almacén en varias ocasiones y él lo rechazó siempre porque no quería volver a sentirse importante. Tan sólo quería seguir adelante, sin más. En otras ocasiones, las caídas del mercado obligaban a realizar recortes de personal, pero a él nunca se le despidió. Sus compañeros de trabajo lo odiaban por su independencia y porque estaba protegido por el mandamás. Sus jefes lo odiaban porque no podían, en su caso, tomar decisiones sin verse humillados por contraórdenes del mandamás. Nadie lo quería por su condición de protegido; todos lo odiaban porque ellos eran vulnerables, mientras que a él nunca se le podría echar. Ni tan siquiera les dejaba el placer de ser ellos quienes le dieran la espalda; él había pasado de ellos desde el principio.
Hasta aquel día en que recibió la noticia de que el dueño había fallecido junto con el requerimiento de presentarse en las oficinas centrales al siguiente lunes. Así lo hizo, llevaba su mejor traje, chaqueta y zapatos. Tan sólo los había usado una vez antes, en el entierro de su madre. La gabardina también estaba poco usada. Acudió, nervioso, para que le explicaran “que la nueva directiva había decidido cambiar varias cosas en su afán por romper con viejas concepciones y políticas desfasadas, defendidas fervientemente por el anterior presidente y dueño, que estancaban a la empresa dentro de un mercado cada vez más competitivo y daban una imagen de debilidad ante los accionistas frente a la competencia. Que para lograr sus nuevas metas y abordar el nuevo rumbo fijado, habían decidido colocar a personal altamente cualificado y eficiente en cada uno de los puestos de la renovada empresa, desde el más importante hasta el más insignificante. Que si era tan amable de pasar por contabilidad –planta quinta–, podría recoger el sueldo hasta la fecha y su finiquito y que, atendiendo a la consideración especial que le había dirigido el anterior presidente y dueño de la empresa le darían una considerable gratificación”. Sin más lo despidieron.
Con la considerable gratificación cargada en sus bolsillos abandonó el edificio, sede central de la empresa para la que había estado trabajando durante cuarenta años, adentrándose en la fría mañana de invierno.

Poco a poco fue regresando al presente. Un presente que le mostraba a escasos metros tres niños insolentes que lo miraban burlescamente y se mofaban de él. Uno de ellos hizo el gesto de sacarse un moco y de lanzárselo, lo que despertó al instante carcajadas en los otros dos. Se reían de todos sin importarles nada.
Y el dragón que creía muerto ya, y que simplemente estaba dormido, comenzó a despertar. La sangre comenzó a hervirle, sus músculos empezaron a tensarse y su cabeza se inclinó ligeramente hacia delante, para contemplarlos con la mirada de un cazador; de un león dispuesto a saltar sobre ellos. Se levantó lentamente. Tenía la mano derecha sobre el pecho bajo la camisa semiabierta, posada sobre el deslucido y desgastado tatuaje de un dragón. Lo embargó el placentero recuerdo de la victoria y del miedo y la admiración que causaba.
Aquellos que tenía allí no eran diferentes a los tarántulas que tantas veces pateó. Eran escoria. Y no era imposible que fueran también tarántulas con otros hábitos. Debían morir para que él recuperase su propia estima. Y lo iba a realizar con sus manos desnudas, como hiciera antes con otras cucarachas.
El ruido del metro quedó escondido bajo un ensordecedor alarido que sobresaltó a todos.

– Teniente, los chicos mantienen su versión de que el viejo los atacó enloquecido. Que ellos tan sólo se estaban riendo de él por haberse vomitado encima; pero que en ningún momento lo provocaron –. El policía revisaba unas notas–. Sin embargo, la vieja, la señora... como se llame... dice que era un valiente; que esos niñatos estaban molestando a todos y que él fue el único hombre con cojones -literalmente lo dijo así- para enfrentarse a ellos.
– ¿Qué dicen los otros?
– ¿La pareja? Parecen ratificar lo que cuentan los críos. Dicen que el hombre se levantó y se abalanzó sobre ellos gritando algo así como “dragón”. Aunque desconocen si hubo provocación, porque miraban hacia otra parte.
– ¿Dragón? Qué raro. ¿Se sabe algo de la identidad de ese hombre? ¿Podría ser un demente escapado del psiquiátrico?
– Negativo a lo primero. Iba indocumentado, pero sinceramente creo que le robaron, porque la camisa y el pantalón no parecen los de un vagabundo normal; y tampoco creo que un demente escapado vistiera así. De todas formas lo encontramos inconsciente y está de camino al hospital. Los de la ambulancia dijeron que tiene un derrame en el ojo izquierdo y que no descartan una posible hemorragia encefo... ¡Como coño se diga! Bueno, si logra despertar ya nos lo contará él mismo.
El detective chupó profundamente el cigarro y mantuvo, pensativo, el humo durante un largo período para exhalarlo por las fosas nasales al terminar. Tras un minuto, el policía impaciente preguntó:
– ¿Qué hacemos con los testigos? ¿Y con los chicos?
– Nada. Deje irse a esas personas a sus casas, pero antes tome sus datos. En cuanto a los chicos... Creo que algo de culpa tienen en todo este drama. Vamos a darles una pequeña lección. Llévelos a comisaría y déjelos esta noche entre rejas. Mañana ya se encargarán sus padres de darles unas cuantas tollinas. Ande, vayámonos. Ya no hay nada más que ver aquí.

Poco a poco los sentidos le fueron comunicando dónde se encontraba. Estaba sujeto sobre una mesa o, como posteriormente descubrió, una camilla. El techo, blanco, estaba a muy corta distancia. Sentía movimientos bruscos a izquierda y derecha; así como acelerones y frenadas. Escuchaba una sirena a una distancia fija, muy próxima a él; ni se alejaba ni se acercaba. Sin lugar a dudas se encontraba en el interior de una ambulancia que lo transportaba a él. Le dolía mucho la cabeza y no podía abrir el ojo izquierdo; pero con el derecho hizo un barrido moviendo ligeramente la cabeza; única parte de su cuerpo que no estaba inmovilizada por agarres. Encontró a un hombre vestido con un uniforme de camisa azul celeste y pantalones negros que manipulaba unos tubitos que tenía conectados al antebrazo. No había lugar a dudas, estaba en el interior de una ambulancia que lo llevaba a alguna parte.
¿Pero cómo había ido a parar allí? Intentó recordar los últimos acontecimientos. Lentamente fueron apareciendo imágenes y se vio a sí mismo lanzándose hacia unos chiquillos. Cómo uno de estos, el más cercano, lo esquivaba y le daba un golpe en la espalda y, como resultado de un tropiezo, era lanzado contra una ventana que se rompía. Entonces todo era negrura hasta que había despertado hacía unos minutos dentro de la ambulancia.
Una sensación de vacío infinito se apoderó de él. Se sentía nada; como si fuera un viejo que ya no importaba a nadie. Tampoco tenía a nadie a quien pudiera importarle. Y comenzó a llorar. Era nadie que se desplazaba en una ambulancia hacia lo desconocido; nadie para el que ya no había un hueco en este Mundo. Era un ser inútil sin futuro que se arrastraría como una sombra de lo que antaño fue; hasta que la muerte simplemente formalizara el trámite.
El Dragón había muerto.

Las Palmas de Gran Canaria
3/febrero - 26/abril/1998

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