Desde que mi mujer [su blog] y yo comenzamos nuestra relación, allá por octubre de 1998, tuvimos muy claro que, tan pronto pudiésemos, comenzaríamos a viajar. Por separado lo habíamos hecho muy poco, pero al poco de conocernos, descubrimos que ambos teníamos muchas ganas (latentes) de conocer Mundo. Así que, año tras año, teníamos la esperanza de comenzar a poner en práctica esa actividad que queríamos disfrutar juntos. Tardamos mucho, pues cuando el dinero no abunda, poco se puede viajar. Cuando yo ya tenía un trabajo ligeramente mejor remunerado (vamos, que ya podía decir que «ahora sí» era mileurista), llegó la compra, reforma y acondicionamiento mínimo del piso. El que se haya metido en estos temas sabrá cuán fácil es que los presupuestos se salgan de madre. Hubo una época en que creíamos de la existencia de algún tipo de conspiración, porque como uno fuera a mirar cualquier cosa para la casa, incluso la más nimia e insignificante, no volvía sin haberse dejado menos de 100 € en la compra. «¿Pero es que todo está a 100 €?», nos preguntábamos asombrados. En fin y resumiendo, tragadero de perras, tras tragadero de perras, se iban demorando los proyectos de viaje.
Aunque nos pudimos permitir alguna escapada durante los primeros años de noviazgo, tuvimos que esperar bastante para comenzar con la práctica. Así que, tras el primer viaje de casados [La Palma], todos los años buscamos la forma de hacer coincidir al menos dos semanas de nuestras vacaciones e irnos a alguna parte. Aunque sea a la vuelta de la esquina para pasar únicamente una noche. Pero que no se diga que ese año no viajamos. Así ha sido desde 2006.
Este año, sin embargo, ha costado bastante que me decidiera. La experiencia maligna de Orlando, me hizo pensar seriamente en los motivos para viajar. Dejarte una pasta en una experiencia que no te aporta nada, no es algo que me apasione ni creo que sea la forma más inteligente de gastar dinero. Eso y que la verdad que no he tenido un año especialmente bueno en otras áreas. Todo ello, a modo de potaje, me empujaba a mirar y mirar alternativas sin decidirme nunca por alguna. Se iba acercando la fecha en que había solicitado vacaciones, la primera quincena de septiembre, y aún no habíamos decidido. Generalmente suelo solicitar las vacaciones con bastante antelación (este año lo hice en abril), en agosto aún no sabía dónde quería ir. Apremiado por la cercanía de las fechas, yo estaba por pasar unos días en un balneario para desconectar absolutamente de todo, incluso encerrarme durante una semana en una cabaña en Finlandia junto a un lago. Mi mujer, que me conoce mejor que yo mismo, sabía que eso no era lo que realmente me iba a satisfacer. Al menos este año. Uno no puede huir de sus problemas.
Mi mujer ha tenido que aguantar todo este tiempo mis frecuentes ataques aventureros. Ataques en la forma de retahíla con todos los lugares que me gustaría ver. Japón, Canadá, Nueva York, Yellowstone y Cañón del Colorado, Nueva Zelanda y Australia, La Patagonia, Grecia, Noruega, Finlandia, Islandia, etcétera, etcétera, etcétera. De hecho ha tenido que aguantar también, que vaya cambiando el orden cada vez que me pongo a enumerarlas. O que añada, como es el caso de Nepal, que desde hace un par de años tengo ganas de visitar. Uno, que es muy voluble. En esa lista estaba, también, volver al Valle de Arán [@ Wikipedia].
La primera vez que estuve en Valle de Arán contaba con cinco años. Mis abuelos maternos decidieron cargar conmigo. A todos los efectos, mi abuela teniendo entonces 39 años y mi abuelo cuarenta y pocos, era su «hijo menor». Mi tío Rafa, el menor de sus hijos y, por tanto, el menor de mis tíos, tenía 7 años más que yo. Siempre lo he considerado más un hermano que un tío. Sí, efectivamente, se podía decir que era el pequeño de la familia. Al menos hasta que mi hermana [su blog] decidió que tenía que aparecer en este universo para quitarme el privilegio de los mimos de padres y abuelos.
Es de esperar que, habiendo ido con esa edad, hace ya más de tres décadas, no recuerde absolutamente nada de aquel viaje. Pero lo cierto es que aún conservo una serie de recuerdos. Algunos más fiables que otros. Soy consciente que año tras año se van difuminando. Ahora no podría describir la cara que tenía entonces mi abuelo, por ejemplo. O de si había más o menos hierba en los prados que visitamos (aunque creo recordar que era abundante y bastante alta). Ni mucho menos los sitios que visitamos. Pero sí tengo recuerdos precisos de algunas cosas y vivencias. Recuerdo un túnel infinito hasta llegar al Valle de Arán. Recuerdo que, siendo el enano, me cogían en brazos para que no me mojara los pies en el agua helada. Recuerdo perfectamente a mi abuela y a su amiga Teresa —fuimos dos familias al viaje— con calambres en los pies tras mojarlos en el riachuelo. Justo después de pisar mierda de vaca en un prado completamente lleno de ella. O intentar cruzar un río por unos troncos. Y jugar al póquer de dados en el hotel y traerle suerte a mi abuelo. Y las provocaciones de mi tío para escucharme gritar llamando a mi abuela. También lo de escondernos bajo mantas en la parte de atrás del monovolumen porque íbamos más de ocho, sumando los cuatro adultos y los seis niños, en el coche alquilado. El susto que me dio mi abuelo cuando esperábamos en un cruce para cortarme el hipo yendo yo de copiloto distraído a la búsqueda de pan (y funcionó). De cuando mi tío Rafa se adelantó para llegar a una mancha blanca que había en una montaña, más bien unos riscos, en nuestra búsqueda de nieve y/o hielo. En fin, muchas pequeñas anécdotas que aún recuerdo y que, de vez en cuando, le contaba a mi mujer, añadiendo el «algún día me gustaría volver al Valle de Arán».
Fue mi mujer la que, aprovechando ese «me gustaría volver» la que me propuso olvidarnos de escondernos en un balneario o en una cabaña en el quinto pino y lanzarnos a visitar el Valle de Arán. Y eso es lo que hemos hecho. Y, de paso, lo extendimos para visitar algún sitio más.
Supongo que ya iré desgranando el viaje en futuras entradas de esta bitácora. Aún, terminándolo (en el momento de escribir esto), está demasiado reciente como para hacer una valoración sosegada. Diré que el viaje no ha salido del todo como lo imaginaba originalmente, y que en algún momento me ha desilusionado no poder hacer alguna de las cosas que me apetecía hacer —principalmente senderismo—, pero sí sé que, en su saldo total, el viaje ha sido espléndido y muy positivo. La mayor parte del tiempo me he sentido como un niño descubriendo un mundo nuevo. Fantástico. Francamente memorable. De esas experiencias que te obligan a reconocer que no hace falta salir de España para asombrarse con sus paisajes y sus rincones. Para repetir, porque me temo que mi mujer tendrá que seguir aguantando el «algún día me gustaría volver al Valle de Arán». Ahora con más razón. A poder ser, eso sí, en otra época del año. Creo que todos estos paisajes que he visto terminando el verano estarán increíbles en tiempo de deshielo.
4 comentarios:
Esparamos ansiosamente por las aventuras acontecidas en el viaje.
En cuanto a la época yo he estado en invierno y es impresionante.
Una de las fotos tiene un mensaje diciendo que no está disponible
@Luis, buscaré tiempo, aunque tampoco ha sido nada que no se espere: carreteras, montañas, bosques y mucha agua.
@sulaco, Ups! Corregido (creo). Gracias.
El Valle de Aran es una zona preciosa, y más cuando se va por un recuerdo familiar anterior. Volver a un sitio que tienes ganas de recordar es una gran experiencia. Yo he ido en todo tipo de épocas y en cada una es una experiencia inolvidable. Hay zonas que no se olvidan.
Las fotos están chulas.
Y la situación... ya que las cosas están mejorando hay que darse algún "capricho" de vez en cuando, despejarse.
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