La primera vez que lo vi parecía una picadura de algún insecto que se había dejado un pequeño aguijón dentro. Demasiado pequeño para darle importancia, pero molesto. Anduve hurgándolo hasta que sangró. Y tardó en curar, pero no le conferí demasiada importancia a este hecho. Luego lo vi crecer y, cuando me daba el Sol, más de lo cabal y sanamente aceptable, como he hecho toda mi vida, hincharse, resecarse temporalmente, resquebrajarse y volver a sangrar. Entonces, cuando ya medía unos tres milímetros de diámetro, empecé a preocuparme un poco más y fui al médico de cabecera. De ahí, un mes más tarde, al dermatólogo. Dermatóloga, en realidad. Una mujer joven (en relación a lo joven que puede ser un médico con plaza titulada que atiende; ¿treinta y poco años?) que le restó importancia: «daño celular leve, pero hay que extirpar», en ese tono en que usan las madres para tranquilizar a los niños. En unos tres meses me llamarían para la intervención «de diez minutos», señaló. «Protégete bien del Sol» se despidió de mí.
Siguió con los ciclos de encogimiento y agrandamiento. A los de encogimiento le seguía una enorme inflamación localizada, tras lo que crecía un poco más y acababa sangrando nuevamente. Empujado por la familia acabé acudiendo a un médico particular que, por las cosas del destino, era compañero de servicio de la doctora que me atendió, su jefe para ser más exactos, que confirmó el diagnóstico original, que también le quitó importancia y que, igualmente, me dijo que esperase y siguiese el proceso normal por la Seguridad Social.
Y los tres meses se convirtieron en cinco. Y los tres milímetros se convirtieron en un diámetro de cinco o seis. En estos últimos meses ha crecido más rápidamente. Aunque paciente preferente —dicho por la secretaria del servicio de dermatología— había pacientes con mayor prioridad. Algo totalmente comprensible.
Al final ayer tocó y me presenté en el servicio a la hora estipulada. Por ellos. En estos casos únicamente puedes aceptar. También es comprensible que a lo largo de la mañana se acumulen retrasos en cosas que por su naturaleza son imprevisibles, así que entré en el quirófano una hora más tarde. Efectivamente, la intervención duró apenas un cuarto de hora. El dolor más severo fue cuando pincharon la anestesia, local para el caso, y tampoco fue como para torcer el gesto. El resto del tiempo, anormalmente relajado para como soy, me lo pasé escuchando la conversación de los asistentes y notando la leve sensación de que me estaban hurgando en la cabeza. Si no es porque a veces presionaban tanto que pensaba que querían hundirme la cabeza en la camilla, me hubiese quedado dormido. También escuchaba cómo cauterizaban la herida. Resulta curioso, cognitiva y emocionalmente hablando, ser consciente de que te están achicharrando con un láser o con algún elemento altamente caliente una zona de tu cuerpo y no enterarte de nada. Supongo que será como un viaje astral en el que puedes observar cómo meten tu cuerpo terrenal en una picadora y, en el fondo, careciendo del órgano donde se producen y sustentan las emociones, reacciones químicas en el cerebro al fin y al cabo, darte completamente igual lo que esté pasando contigo. A esa sensación ayuda la privación sensorial de la vista. Escuchar, ese era el único sentido vigente. Me taparon la cara con «el paño verde ese» con el que cubren la zona adyacente al punto de operación. Papel extra absorbente, apenas traslúcido, para evitar que la sangre escurriese por todos lados. Me pasé casi toda la operación con los ojos cerrados.
Cuando pude usar nuevamente los ojos para reconocer el mundo de mi alrededor, intercambié un par de palabras con la doctora. «En un mes y medio tendremos los resultados y podremos confirmar si es lo que sospechamos y si se ha extirpado completamente». La interrumpí. Sentía una gran curiosidad, acuciada por sus últimas palabras. Hasta el momento nadie me había aclarado exactamente lo que era o, en todo caso, habían afirmado que era algo sin demasiada importancia. «Te hemos extirpado un pequeño cáncer maligno que tienes en la piel. Uno de tipo basocelular». Era la primera vez en todo este tiempo que escuchaba ese «maligno», pero no quise señalarlo. Continuó: «En mes y medio sabremos si se ha extirpado completamente. En el noventa y nueve coma nueve por ciento de los casos es así. Si viésemos que se ha quedado algo dentro te llamaría tan pronto tuviese los resultados. Si no, volveremos a vernos en cuatro meses para revisar tu caso». Y se despidió. Y yo salí, pedí hora para la revisión del si la biopsia sale bien, en cuatro meses, cogí un taxi y volvía a casa, sentándome en mi ordenador a seguir trabajando. El deber me puede.
Teletrabajando, claro. Lego caí en la cuenta de que ni siquiera sabía qué aspecto tenía mi amplia y despejada frente, herencia de mi padre, y fui al espejo a contemplarme. Ahora entendía por qué los vecinos se habían quedado observándome con curiosidad. Sin ser descomunal, llevo en la frente un buen trozo de gasas y esparadrapo. Llamativo. Casi como si quisiera cubrir un cuerno incipientemente emergente de forma burda. Aún no he visto el aspecto de la cicatriz. Siete puntos, me dijo la enfermera. Esta tarde me haré la primera cura.
Estoy bastante tranquilo, pero en el fondo de mi cráneo resuena esa duda de si lo habrán quitado todo como estrofa principal de una canción repetitiva y machacona que llevase a los coros ese maligno escuchado ayer en primicia. El tiempo dirá.
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