Cuando la dirección me invitó a pasar unos días en Madrid a principios de este mes, raramente cabía otra posibilidad. Han sido cinco meses de incertidumbre. En realidad bastante más, pues era una consecuencia lógica que tarde o temprano tenía que llegar y que se podía percibir desde mucho antes. Antes incluso de mi traslado a Madrid por seis meses. Y pese a ya saber de antemano qué sucedería el lunes cuatro de octubre cuando llegué a la oficina principal, en un principio de mes que estaba resultando especialmente caluroso para ser esa ciudad, no dejó de ser una experiencia agridulce. Dulce porque en cierta forma me sentía libre gracias a que otro había tomado por mí una decisión que yo mismo habría tenido que tomar mucho tiempo antes. Agria porque era precisamente otra persona la que estaba decidiendo cuál sería mi futuro inmediato. La primera vez desde que en el año 95 me embarqué en la experiencia empresarial. Desde entonces y hasta hoy siempre había sido yo el que decidía cuándo, dónde, cómo, qué, quién y por qué.
El director, al que he llegado a apreciar y respetar en estos años a nivel personal y profesional, me repetía lo mismo que me había dicho en mayo pero, esta vez, cara a cara y con una carga de ineludible sentencia. El cierre de la oficina física y el enviar a todo el equipo de desarrollo a trabajar en sus casas (teletrabajo, que dicen) tenía como final inevitable que mi puesto de responsable pasara a carecer de sentido y utilidad. Y los múltiples intentos por reubicarme no han terminado de cuajar. Falta de proyectos, es el principal mal que aqueja en este momento. Pero salida por la puerta grande: «Todo lo que necesites. Cartas de recomendaciones. Recomendaciones verbales, que me llamen directamente. Si quieres mando un correo a conocidos». Se portó tan bien que, al final, casi me dio pena que tuviese que darme él la noticia. Me cae bien, muy bien. Un gran tipo el director. Igual que el resto de los grandes profesionales que en estos años he tenido el privilegio de conocer y de los que aprender.
Como decía, finalmente ayer viernes llegó la carta de despido y yo paso a engrosar esas inmensas filas de parados que ponen en entredicho la sociedad del bienestar, en general, y la economía española, en particular. Me sumo y convierto en otra papa caliente que el Gobierno central tendrá que tragarse en los próximos meses a causa de una crisis que les llegó servida en bandeja de plata y que se están teniendo que tragar sí o sí. No, no le echo la culpa de esta crisis a este gobierno en concreto. Esto viene de mucho más atrás. Pero ese es otro tema.
No negaré que en las últimas semanas he tenido breves ataques de pánico. Casi cuarenta años. Un encrudecemiento de la crisis que sólo permite ver nubarrones negros en el horizonte. Compañeros de profesión que me repiten que «la cosa está muy chunga» para conseguir trabajo. Hipoteca, que aunque relativamente pequeña no deja de ser una hipoteca. Conocimientos algo (muy, realmente) obsoletos. Y muchas más pegas que uno mismo se pone cuando deja que el cerebro de reptil tome la iniciativa en las decisiones existenciales. Lo que se siente es parecido al vértigo. Sientes que en el siguiente paso el futuro se derrumba abriendo ante ti un abismo de enormes acantilados, fondo infinito y que, casi inevitablemente, ese paso te hará caer hasta las profundidades de lo desconocido, perdiéndolo todo en la caída.
¡Pamplinas! Lo primero que se aprende cuando se lee algo de ciencia —y mucho de ciencia ficción— es que en el espacio no hay arriba ni abajo, que todo son referencias personales. Así que en ese momento de vértigo, impido que el pánico me domine, simplemente cambio mi perspectiva de qué es arriba y abajo y lo que un paso antes eran el suelo y un abismo de caída interminable, pasan a ser una pared ascendente y un llano en el siguiente. Acabo de escalar el acantilado y ahora estoy mirando una inmensa estepa fértil. No hay barreras. No hay límites.
Lo único cierto es que ante mí se abre un universo infinito de posibilidades. Cada paso será un cruce de caminos y, como decía Machado, se hace camino al andar. Creo que va a ser, cuando menos, entretenido, gratificante y, espero, un camino para mejorar y hacer muchas de las cosas que nunca me había decidido a hacer o que había pospuesto día sí, día también. Se abre un futuro de opciones y oportunidades. Me equivocaré, pues equivocarse está en la naturaleza misma de la sabiduría, pero el mayor riesgo es no hacer nada. No tengo miedo a equivocarme. Ya no.
Desde mayo hasta hoy ya había tomado algunas decisiones menores. Cosas que quería hacer. En estos meses ya puse algunas cosas en marcha, aunque buena parte se quedaron pendientes de conocer la fecha definitiva. La dirección ha intentado no desprenderse de mí. Ahora que ya no hay más vuelta de hoja, seguiré con las que había iniciado y retomaré cosas. Me embarcaré en nuevos proyectos e intentaré aprovechar el tiempo, que al final de cuentas, el tiempo es precisamente de lo que se compone la vida. Por consiguiente, intentaré vivir. Ya veremos en qué formas y medidas se van concretando todas estas buenas intenciones, pero es bueno recordar, en estos momentos, ese poema que se ha hecho famoso a raíz de la película Invictus y que lleva, precisamente, ese mismo nombre:
Fuera de la noche que me cubre,
Negra como el abismo de polo a polo,
Agradezco a cualquier dios que pudiera existir
Por mi alma inconquistable.
En las feroces garras de las circunstancias
Ni me he lamentado ni he dado gritos.
Bajo los golpes del azar
Mi cabeza sangra, pero no se inclina.
Más allá de este lugar de ira y lágrimas
Es inminente el Horror de la sombra,
Y sin embargo la amenaza de los años
Me encuentra y me encontrará sin miedo.
No importa cuán estrecha sea la puerta,
Cuán cargada de castigos la sentencia.
Soy el amo de mi destino:
Soy el capitán de mi alma.
Hoy es el primer día del resto de mi vida. Así que toca aprovecharlo.