domingo, 19 de diciembre de 2010

INEMA

Hoy domingo me he levantado particularmente inquieto y deseoso de retomar aquel vestigio de mis memorias laborales que empezó contando la anecdótica experiencia de montador de escenarios para conciertos [Los preliminares laborales]. Sin embargo, me he levantado más inquieto aún porque observo algunos problemas de memoria. Ahora mismo no estoy nada seguro de que la primera empresa para la que «trabajé» (luego explico el motivo del entrecomillado) por cuenta ajena se llamara INEMA. Me preocupa. Cierto que hace de esto algo más de quince años y que no llegó a tres semanas lo que estuve allí; pero igualmente me preocupa no recordar el nombre de la empresa en cuestión.

En fin, sea o no sea, pero dejémoslo en que sí, en INEMA entré de la mano de mi entonces amigo Rafa cuando estaba terminando el tercer y último curso de la Escuela Universitaria de Informática (ciclo de diplomado) y avalado por el éxito oficioso que estaba cosechando Super Kutre Invaders [Tesoros perdidos reencontrados (I)]. INEMA fue mi primera mala experiencia profesional.

Entonces yo era bastante gallito e iba muy crecido por la vida y por las conversaciones entre los colegas, creyéndome un programador de élite; algo que la sabiduría del tiempo ha querido poner en su lugar. Pero esa no fue la causa —al menos principal— de que la experiencia fuese mala. Fue mi primera mala experiencia profesional porque descubrí, así de sopetón y sin previo aviso, lo que entonces —estamos hablando de principios del año 95— empezaba a escucharse tímidamente en las aulas de la universidad: el mantenimiento de software hecho por terceros. En España en general, y parece que con excesiva particularidad en Canarias, las metodologías de desarrollo, la Ingeniería del Software en sí, es algo que no sirve para nada. Eso es ahora en un porcentaje alto de empresas; entonces lo era absolutamente en todas.

Durante mi vida profesional se me ha tachado y acusado muchas veces de idealista, o lo que es lo mismo, de no ser realista y excesivamente teórico. Cierto que la experiencia es un grado y un camino para suavizar el carácter, por lo que entonces, cuando estaba dando mis primeros pasos como mercenario del código, me tomé muy mal que tras las presentaciones me sentaran delante de un ordenador y me encargasen arreglar un programa con tres años de vida que la empresa había vendido a una clínica. El problema aparecía de forma intermitente y se desconocía qué lo causaba, pero el síntoma estaba en que no cuadraban los valores de unos recibos cuando le daba la gana al código. La mayoría de las veces, sin embargo, sí funcionaba. La aplicación estaba hecha en Clipper [@ Wikipedia], que entonces vivía el final de su época dorada, y con el que yo aún no estaba demasiado familiarizado. En la universidad te enseñaban lenguajes como C y Pascal y, otra vez me apoyo en el «entonces», había un salto importante entre lo que se estudiaba en las aulas y las bibliotecas y lo que se te exigía en el mercadillo de la programación. Sin embargo, lo que era más importante, te enseñaban a pensar y a Programar Bien, en mayúsculas, por lo que aplicando una máxima de mi vida que ha sido que si alguien puede aprender a hacerlo, yo puedo también aprender, ni corto ni perezoso pedí la documentación del proyecto. No hay, fue la respuesta. Pues quién lo programó, para preguntarle a él las dudas. No están, al menos los últimos; esto lo empezó Fulanito y lo siguió Menganito con Summer'87 y luego el grueso lo programó Zutanito en Clipper 5, aunque Renganito hizo otra parte, ninguno de los dos está ya aquí. ¿Manual de usuario? No hay. Resumiendo, estaba ante un código, hijo de mil leches, de cuyo sentido de ser nadie sabía nada de nada y cuya única forma de entender para qué servía era ejecutarlo e intentar dilucidar qué estaba haciendo con aquellas pantallas. Siquiera entendía el dominio del problema lo suficiente, menos aún me podía imaginar aplicando correcciones en el dominio de la solución.

Creo que en mi vida me he sentido tan perdido y asustado como con aquel código que no sabía por dónde pillar. Fueron cuatro días horribles mirando una pantalla deseando que las horas pasaran lo más rápido posible porque, sinceramente, aquello era un sufrimiento casi inhumano. Y esa fue mi primera experiencia como programador profesional en una empresa (no cuento algunos trabajillos que hice el año anterior como estudiante).

Para alguien a quien lo que le gusta es la programación, que lo destinen al servicio técnico a cacharrear con ordenadores no es la mejor de las opciones. Al menos para mí no lo era, que nunca me ha gustado andar con el hardware. Lo mío es todo intelectual. Pero esa fue la decisión que tomó la jefa, mujer del jefe y socia fundadora, tras cuatro días quejándome de que aquello era imposible —y que yo sepa aquel defecto llevaba meses sin corregirse—. Entre revisar sectores defectuosos de discos duros, montar ordenadores, instalar software y ayudar a instalar alguna red Novell en un cliente pasaron las dos semanas siguientes. No ponía demasiado entusiasmo en ello y Rafa me comentó un día que los jefes no estaban contentos conmigo. Al día siguiente presenté mi renuncia y cobré, por esos días, dieciocho mil pesetas. Mi primer sueldo «profesional», tras lo que decidí que me dedicaría a acabar la carrera antes de volver a lanzarme a una experiencia profesional. INEMA era un claro ejemplo de cómo no se deben hacer nunca las cosas y tenía clarísimo qué haría yo cuando retomase la vida profesional.

Toca aclarar el trabajé entre comillas. No llegaron a darme de alta en la Seguridad Social, por lo que a todas luces, yo era un ilegal. No hubo feeling desde el primer momento, en especial con la jefa, y doy por hecho que por ese motivo pospusieron el alta, hasta que tuvieran claro qué hacer conmigo. Yo me adelanté por el aviso de Rafa, aunque tengo claro que de haber aguantado unos días más, ellos hubieran tomado la decisión de prescindir de mí. C'est la vie. Tuve que apretar un poco para que me pagasen mi dinero. A fin de cuentas, no había registro en ninguna parte de que, efectivamente, hubiese hecho algo para ellos.

Durante años no volví a saber nada de INEMA. Un día, hablando con el jefe que tenía en otra empresa, me dijo que él había conocido a los dueños de INEMA. Por lo visto se separaron y él murió al tiempo de un infarto o de sobredosis, no estaba claro. Al parecer había indicios de ser consumidor de cocaína. Aunque bien podían ser habladurías. Lo más probable. Pero antes de eso ya habían cerrado la empresa. En cualquier caso, a esas alturas, a mí ya me importaba poco lo que fueron e hicieron. INEMA fue de esas experiencias de las que uno sale fortalecido. Pero que prefiere olvidar lo antes posible.

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