lunes, 18 de enero de 2010

Curiosidades inconexas de Madrid y los madrileños

Hace ya unos días que se ha cumplido, sin descontar las dos semanas que pasé por Navidad en Las Palmas, tres meses que me desterraron a Madrid. En varias ocasiones he comentado lo bien que me siento aquí, en una ciudad grande, con lugares nuevos que conocer y con, esto es fundamental, un transporte público de envidia. Las grandes ciudades se construyen sobre buenos sistemas de transporte público. Los gobernantes que olvidan este detalle a) no quieren a su pueblo y b) condenan a la ciudad al caos. Madrid en su superficie es un caos, pero su transporte público es fantástico. Salvo cuando nieva, como he podido comprobar recientemente. Entonces los trenes también sufren retrasos y los vagones se llenan como latas de sardina. Esos días los madrileños prefieren no arriesgarse a coger el coche y el número de pasajeros se multiplica considerablemente. Entonces todo se retrasa. Si tienes mala suerte la duración del trayecto se triplica.

Una de las primeras cosas que me sorprendieron hace ahora casi tres años, cuando en junio de 2007 me vine unas semanas para empezar mi andadura en la actual empresa, fue que los madrileños habían adquirido una conducta muy civilizada. Enseguida observé que toda la gente, en las escaleras mecánicas, se alineaba pegada a la derecha, permitiendo que aquellos que tuvieran más prisa adelantaran por la izquierda. Un gesto extremadamente civilizado de un pueblo, el español, que no tiene fama de ser excesivamente cortés con el prójimo, quiero aclarar. Error que entonces me llevé de vuelta a Las Palmas y que a todo el mundo ponía de ejemplo de lo que podía llegar a ser una ciudadanía civilizada. Error obvio porque en tres semanas que estuve, poco tiempo tuve para observar que fuese causado por otros motivos.

Edificio Meneses


En general la gente en Madrid se mueve por inercia, con mucha prisa. Sospecho que en el fondo no saben por qué, pero todo el mundo parece tener una prisa infinita. Y empujan. En realidad creo que sé a qué se debe: a que no les importa demasiado el prójimo y que el pensamiento que suele rondar en sus cabezas es el de sí mismos. Parecen vivir en burbujas egocéntricas. De ahí que la gente se aparte a la derecha. Si te quedas en la izquierda, aquel que tiene más prisa, te empuja sin miramientos o te habla de malas maneras. Expresiones del tipo «¿te quitas ya?» no son raras de escuchar si alguien que es nuevo, o anda despistado, ocupa el lado izquierdo de una escalera mecánica. La derecha es un lugar más seguro en esos artilugios. O corres el peligro de morir arrollado.

Tienen demasiada prisa. Parecen no entender nada de probabilidades. Da igual lo que corras, tienes igual de probabilidades de llegar con el tren entrando en el andén que llegar justo cuando acaba de pasar y tener que esperar los cuatro o cinco minutos que tarda en llegar el siguiente. Eso cuando tardan cinco minutos, porque hay líneas que apenas tardan dos minutos entre tren y tren. «¡Es que cuando se tarda una hora y media en llegar a tu casa desde el trabajo, cinco minutos es mucho tiempo!», es una de las respuestas que me dan. En realidad el principio de la expresión suena más a «ejque», que es una forma muy madrileña de añadir la j en algunos momentos. Y entonces te das cuenta que viven constantemente en inercia, porque tampoco deben entender de escalas. Una diferencia de 5 minutos en un viaje de 90, representa apenas un 5% de incremento en el tiempo requerido. Yo vivo, teóricamente, a 10 minutos del trabajo, pero a veces tengo que esperar 15 minutos más el tren porque acaba de pasar. Eso significa una «penalización» de un 200%. ¿Quién pierde relativamente más?

Muchos madrileños son «torpedos con patas» incapaces de rectificar. Son como toros que embisten y, una vez decidido el destino, enfilan directamente hacia él sin importar el resto de transeúntes. Se sabe que el camino recto es el más corto, pero se llevan lo que haya por delante. Lo curioso es que es un comportamiento que he visto más reiterado en la «clase bien». Vivo en una zona residencial de, supuestamente, gente acomodada. En el supermercado, un Opencor, que hay cerca del piso, la gente que viste ropa de marca cara, se te cuela, no se paran en los cruces (aunque tú hayas llegado antes), y no tiene miramientos en golpearte con el cesto al pasar. Ni siquiera miran para atrás ni piden disculpas. Es, no queda más remedio que intuirlo, la forma en que se mueve la clase adinerada —y supuestamente culta— de esta ciudad. Triste. Aunque la clase más humilde tampoco se libra. Ni de eso ni del laísmo, característico del dialecto madrileño. No es raro escuchar cosas como «la dieron un golpe a la salida del colegio» o un «la compré un pantalón por su cumpleaños».

Me hace gracia ver el desconcierto que despierta, cuando tropiezan contigo, que te vean sonreír y pedir disculpas acompañado de un gesto con la cabeza. Casi se los coge desprevenidos y se ven obligados a sonreír también en un efecto reflejo. Como el bostezo, que se contagia. Es el mejor mecanismo de defensa en Madrid. Ser distinto, flexible, adaptable y, nunca, nunca, actuar como ellos. Eso es lo que embrutece a un pueblo. En estos casos uno se siente superior, más civilizado, como el adulto que ve a niños comportarse de forma irracional porque, precisamente, son niños.

En fin, estos son tan solo algunos detalles de las experiencias vividas aquí con los madrileños en estos tres meses. Ya dejaré caer alguna más en otro momento. Sin embargo, es cierto que no todos los madrileños son así. Hay gente muy respetuosa que, incluso, se paran para dejarte paso cuando vas despistado y perdido mirando los carteles del supermercado. O que te responden de forma muy cordial. Como uno de los hombres que atienden en las taquillas del metro de Príncipe Pío, extremadamente solícito. Algo que he observado hacer más con gente que no es madrileña. Como si los madrileños se despreciaran a sí mismos pero no a los que viene de fuera. De ser cierto sería algo muy curioso.

Sin embargo, a pesar de todo lo dicho aquí, o precisamente por ello, Madrid es una ciudad increíble. Magnífica. Un lugar lleno de rincones y gestos que bien merece la pena vivir —y sobrevivir— durante una temporada. El que sea larga o corta ya depende de cada cual o, en mi caso, de «los planes dentro de planes dentro de planes» que van destejiendo los que me trajeron aquí.

Aunque no es una ciudad en la que me gustaría envejecer.

2 comentarios:

sulaco dijo...

En Holanda suelen haber carteles en las escaleras mecánicas o en las cintas recordándote que te pongas a la derecha si no vas a ir caminando por la misma.

La gran diferencia con España es la maravillosa eficiencia del caos, esa forma de caminar por una ciudad atestada de gente sin que nadie te toque, todo el mundo esquiva a todo el mundo de manera natural a menos que haya un español suelto en el terreno. La gente avanza por la derecha y en las calles ves los flujos direccionales creados de forma espontánea y a la gente que cruza perpendicularmente a los mismos. Por supuesto nada de esto funciona en Amsterdam, pero esa es una ciudad de turistas.

Uno+Cero dijo...

Aquí en Madrid la peña ocupa el «flujo direccional» que más convenga para alcanzar su destino que, generalmente, intersecta brucamente con los «flujos direccionales» de otros peatones. Al menos a mí me hace gracia :-)