Hoy toca a su fin la estancia forzada por cuestiones imponderables de trabajo. Lo que venía a hacer a Madrid no se podía hacer sino en Madrid. Al menos esa era la excusa que me trajo aquí. Un proyecto que, tan pronto pisé el suelo de la oficina central se convirtió en vapor. Cinco meses de destierro sin tener un motivo claro para estar y en el que los planes dentro de planes dentro de planes se iban perfilando. Pero soy un tauro que, aunque eso no me dice absolutamente nada, pues no creo nada, pero nada de nada, en la astrología —que se lo pregunten a Carl Sagan (a partir del minuto 3)—, tal vez sirva para resumir que soy demasiado testarudo para dejarme vencer. Para tirar la toalla y dejar que se salieran con la suya. En el árbol de decisión que se planteara alguno de los hombres en la sombra, claudicar formaba parta de los desenlaces que arrojarían un valor positivo a la función utilidad. Sin embargo decidí no ponérselo fácil. Pero no todo el mérito es mío.
Hay muchas cosas que echaré de menos de Madrid, una ciudad grande con muchos rincones interesantes. Obviamente no será el carácter agrio de muchos madrileños. Por suerte no son todos así, claro. Tampoco será la manía de intoxicarse e intoxicar a otros con el tabaco. Menos aún el tráfico, del que por suerte he tenido que sufrir poco. Principalmente cuando he tenido que jugarme la vida cruzando algún paso de peatones, y temer que algún conductor acelerase para pasar antes que yo alcanzara la otra acera. Agradeceré no verme arrastrado por una masa inmensa de gente, sintiéndome como una sardina en una lata. Ni las horas punta en el tren donde la atmósfera estaba «cargada de humanidad» hasta límites que deberían considerarse tóxicos. No, desde luego. Hay cosas que no echaré nada de menos de mi estancia en Madrid y que agradeceré dejar atrás.
Echaré mucho de menos los cambios de estación, aunque sólo he podido vivir el otoño, de forma parcial, y el invierno. Me voy cuando comienza la primavera. Y ya viví el verano hace casi tres años. La nieve y ver nevar ha sido toda una experiencia que recomendaría tener a todo el mundo. Incluso el frío, que yo no he sufrido —o sentido en forma negativa— pero que no niego que haya hecho en estos meses, es algo que recomendaría experimentar y que recordaré con cierta nostalgia en el bochorno casi eterno de Las Palmas. Desde luego salir del piso con cuatro grados bajo cero no suele ser considerado una temperatura tropical, pero me hacía sentir vivo en una forma en que el calor —o frío— húmedo y pegajoso de Canarias no lo consigue. También echaré de menos el transporte público y la precisión de reloj suizo que demostraba en la mayoría de las ocasiones. Hubo fallos. Pero en cinco meses se pueden contar con los dedos de una mano los días en que tuve algún problema con el tren o el metro. Añoraré la cantidad de librerías que hay en Madrid, una en cada esquina (casi, casi), y la facilidad con la que uno puede encontrar un libro. Incluso el rastro de La Latina, pese a sentirme abrumado por la aglomeración de seres humanos que lo visitan, es un espectáculo digno de vivir en primera persona. O la oferta cultural en general, como museos y teatros.
Muchas cosas hay en Madrid que merecen la pena ver y vivir, sí, y que echaré de menos.
Pero si hay algo que realmente echaré de menos es a la gente. A los compañeros de trabajo con los que he convivido durante estos cinco meses. A esos que han permitido que esta estancia de casi medio año en un lugar ajeno no fuese un invierno espiritual. A Martín, su inmensa cultura y sus descripciones de un futuro distópico protagonizado por antropófagos. A Kiko, su agudo y brillante sentido crítico y su increíble memoria que lo convierten en un líder natural. A Beatriz, que en tamaño tan pequeño, concentra una increíble mala leche que, empero, provoca cantidades inmensas de risa. A Stefano, un joven italiano con unas ganas inmensas de vivir y un talento natural para los idiomas. A Víctor, casi un alma gemela, una especie de iteración mejorada de mí mismo con una década menos y con mejor carácter. A Gema (Fernández) y ese talante eternamente positivo que alegra desde primera hora. A David y a ese cerebro que da contra-respuestas que desarman a la velocidad del rayo. A Enma y su buen rollo eterno en tono de bable. A Lidia y su especial «¡pero qué me estás contando!» de perfecta maña. A Jose, a Rubén y a Álvaro, cuyos desayunos y charlas de primera hora me daban ánimos para empezar cada día. A Vicente, por inagotable e incondicional en nuestras juergas. A Javier (Alonso). A Sergio (Torres). A Pablo. A Gema (Sánchez). A Santa. A Ángel. A Raúl. A Iván. A Breyner. A Inés. A Ana. A Matos. A Fernando. A Virginia. A Ester. Y a muchos otros que hicieron, en mayor o menor medida, que aportaron su granito de arena, para que el acudir cada día a la oficina fuera algo que apeteciera hacer. O, al menos, que no fuera algo que odiase hacer. A todos ellos debo el mérito de aguantar tanto tiempo lejos de mi mujer y de mi familia y a todos ellos echaré de menos. Muchísimo. Con gente así merece la pena trabajar.
Gracias a todos por cada minuto que he pasado con cada uno de ustedes.
Esta noche vuelvo a mi casa. Con mi mujer, a la que no he dejado de echar de menos un minuto. A mi puesto en Las Palmas. Vuelvo al trabajo con una gran sensación de pérdida. La de todos esos conatos de amistad, que llegaron a desarrollarse más o menos en algunos casos. Gente increíble que dejo atrás y a las que les deseo lo mejor. Han sido cinco meses increíbles gracias a todo ellos. Los que tienen el verdadero mérito. Los amigos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario