martes, 26 de agosto de 2008

Tesoros perdidos reencontrados (VII): "La gran cagada"

Dentro del conjunto de relatos que llegué a terminar, pues muchos los comencé y nunca los terminé, hay uno al que le tengo bastante cariño. Se trata de 'La gran cagada'.

Este relato lo escribí justo en una época en la que había retomado el hábito de visitar a Juan Manuel y a Irene. Ambos vivían en el barrio de al lado, a unos cien metros de mi casa, y los dos vivían en el mismo edificio, por lo que me acercaba a casa de Juanma y subíamos a darle la brasa a Jose y a Irene, pero en particular a Irene. Una de las tardes que Jose no estaba, Irene nos relató el apretón que sufrió estando en una discoteca. Fue la chispa para que nuestras dilatadas imaginaciones rellenasen el resto de la historia. Risas, risas y más risas en aquella tarde, una de tantas entrañables e inolvidables tardes que pasamos en casa de los padres de Irene hablando de mil y una cosas diferentes. Esa misma noche, en casa, me senté delante del ordenador y le di un poco de forma a los disparates que contamos, hilando una pequeña historia.

Al igual que con el resto de relatos que he presentado hasta el momento, éste que he encontrado es una de varias copias que tengo del mismo. Por fecha creo que es la última, la que preparé para el fanzine de la escuela de informática. Supongo que por eso lo de "privado" en el título. No lo sé, pero así se queda.

Que lo disfruten.

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La Gran Cagada (PRIVADO)


adaptación de una loca improvisación de
Juan Manuel Reyes Santana
y
el autor.


Dedicada a Irene Láiz,
que sin desearlo, se vio inmersa
en nuestras desquiciadas fantasías.




Todos éramos conscientes que, tarde o temprano, la raza humana se vería en peligro de extinción; pero nunca imaginamos que ocurriría del modo en que llegó.



Era una noche de verano. Fuera, en el exterior, la brisa marina suavizaba la temperatura ambiente y los más frioleros se abrigaban. Pero dentro, en el interior de la discoteca, hacía mucho calor; en parte debido a la densidad de personas, en parte a la máquina del aire acondicionado, que no estaba funcionando correctamente.

Irene se encontraba junto a la barra, en compañía de Antonio, saboreando el martini recién servido. Estaba en el segundo trago cuando llegó el resto del grupo, compuesto por Celia, Elena y Francisco. Éste último le pasó el brazo por encima del hombro a Irene.
-¿Qué bebes?- preguntó curioso, alzando la voz sobre la estridente música.
-Un martini- respondió sin mirarlo.
-¿Has probado el vodka?- inquirió nuevamente.
-No, nunca.
-¡Que no! ¡Pues tienes que probarlo!
-¡Está buenísimo!- intervino Celia.
-Sí. A mí es la bebida que más me gusta.- aseguró Elena.
-Hagamos una cosa; yo pago una ronda para nosotras tres, y si te gusta, tu pagas otra. ¿O.K.?- ofreció Celia.
-Bueno, por mí vale.
Celia sacó el dinero y pidió tres vodka con limón; los pagó y entregó uno a cada una de las otras dos. Irene miró cómo lo bebían las otras y luego las imitó. Intentó engullirlo de un solo trago, pero a medio vaso se atragantó. Depositó el vaso de vodka en la barra, haciendo un gran esfuerzo por no escupir lo que tenía dentro de la boca. Poco a poco logró tragar y sus pulmones volvieron a hincharse de aire.
-¿Qué, está fuerte, eh?- preguntó Francisco, tomando el vaso de ella, pensando que aquellos gestos eran debidos a otra cosa. Luego terminó con lo que quedaba de bebida.
-Bueno, vosotras esperad aquí, que nosotros vamos un momento al baño- habló Antonio, que ya daba el primer paso y tiraba de Francisco.
Celia y Elena sabían a que iban, pero no comentaron nada por respeto a Irene. Pero ella también lo sabía, porque cuando en el grupo estaba Marcos, el chico con el que estuvo saliendo, él hacía lo mismo: todos iban a gastarse parte de la asignación en la máquina de preservativos.

-¿Te gustó el vodka con limón?- preguntó Elena.
-Si, estaba muy bueno.
-Pues nada, ahora invito yo- terminó diciendo y sacó el dinero.
Cuando acabaron esta ronda, fue Irene la que pagó. Estaban terminando la tercera, cuando regresaron los chicos.
-¿Qué, aún estáis sobrias, niñas?- comenzó diciendo Antonio dando un ligero empujón a Celia, su novia.
-¡Ja, ja y já! Que gracioso es el carahuevo éste- respondió ella intentando parecer dura, pero la sonrisa la delató.
-¡Ufff! ¡Qué calor hace aquí!- exclamó Francisco agitando el cuello de la camisa al tiempo que se apoyaba en Elena.- ¿Por qué no salimos un rato?
Todos, menos Irene, aceptaron la idea. Ella sabía que querían estar solos y se excusó, alegando que parecía haber visto a una amiga de clase. Todos comprendieron que era mentira, pero se lo agradecieron con la mirada. El resto salió; irían a los coches o a algún lugar tranquilo, para gozar de la juventud.
Pidió un martini y, mientras lo bebía, se torturó con los recuerdos de Marcos: aún le dolía haberlo dejado. Decidió que debía encontrar un chico esa noche que le ayudara a olvidar. Bebía el último trago cuando alguien la tocó en el hombro.
-¿Irene?- una voz dubitativa.
Ella se giró y al instante reconoció al poseedor de aquella voz: era Pablo, un compañero de clase. Él era alto, fuerte y tenía una larga melena rubia quemada por el Sol que contrastaba con su piel morena, también expuesta durante muchas horas a la radiación solar.
-¡Ah! Hola Pablo, ¿qué tal?
-Muy bien. ¿Y tú?- preguntó mirando alrededor, como si buscara a alguien que en realidad no conociera.
-Bien. ¿Buscas a alguien?
-No, no...- mintió- ¿Estás sola?- e Irene entendió el porqué.
-No, mis amigos están fue... Mejor dicho: sí. Todos se han ido.
-Pues, si no te importa, me siento a tu lado. Es que yo también estoy solo- y se sentó en un taburete junto a ella.
-¡Muy bien!- y sonrió.
-Veo que tienes el vaso completamente vacío, ¿me permites invitarte a algo?
-Vale, un martini.
-Mejor un Bourbon. ¿O.K.?
-Bueno.
El camarero sirvió las bebidas. Ella comenzó a beber bajo la mirada de Pablo. El sabor del líquido era muy suave y le agradaba mantenerlo un poco en la boca, para tragarlo rápidamente a continuación. De repente se percató que los dos vodka y medio no le habían hecho efecto; «demasiado mitificado está el vodka», pensó y continuó bebiendo. Miró a Pablo, que bebía más lento, y se le ocurrió que aquella era la oportunidad de pasarlo bien esa noche; pero Pablo no se atrevía a entablar conversación.
-¿Bailamos un poco?- preguntó ella.
-Sí, sí... - e hizo amago de levantarse, deteniéndose al advertir que estaba dando la impresión de desesperado. Terminó su bebida un poco más rápido de lo que quería aparentar y se levantó.
Esperó a que Irene se hubo incorporado y se dirigieron a la pista de baile. El discjokey había pinchado un disco de una cantante estadounidense de voz algo chillona. La música no era más que un machacante ritmo extraído de una caja para tal fin y sintetizadores más samplers por todos lados; todo ello culminado por una aguda voz que repetía tres palabras, a modo de estribillo, a lo largo de toda la canción: era el número uno en las listas de ventas de éste verano.
Irene y Pablo bailaron separados, cada uno con su estilo personal. Él prefería moverse poco, principalmente de cintura para arriba, mientras que ella se movía mucho y en conjunto, agitando todo el cuerpo.
La potente música dejó paso a una más apaciguada y tranquila: comenzaba el tiempo para la música lenta. En la pista solo quedarían las parejas, que se juntarían en un asfixiante abrazo.
Ambos se pegaron tanto que, sobre sus respectivas pieles y a través de la delgada ropa, podían sentir el cuerpo del otro. Pablo sentía los pechos de Irene y no pudo resistirlo. Como un acto reflejo, su miembro comenzó a hincharse; pero no quiso apartarse. Ella se dio cuenta y se dijo que esta noche lo pasaría muy bien; ya iba siendo hora de divertirse.
-Tengo calor- confesó Irene al oído de Pablo- ¿Te importa si salimos a tomar un poco el aire?
-Yo también estoy super acalorado- reconoció él.
Dejaron la pista y se dirigieron a la salida; pero cuando se encontraban a mitad de las escaleras que llevaban a la puerta, la mezcla de licores junto a los 'moros y cristianos' del almuerzo y el bocadillo de chorizo de la merienda, todo ello bien agitado, calentado y ligeramente fermentado, hicieron su efecto.
Irene sintió como si una burbuja de aire se dilatara en su estómago y estallara. «¡Oh, no!», pensó aterrada y dirigió su mirada hacia el otro lado de la pista, hacia el baño. Bajó los escalones de tres en tres ante el asombro de Pablo, que ahora la veía abalanzarse sobre las parejas de la pista.
Encontró la primera pareja, empujándola con el brazo para quitarla del medio, provocando que tropezaran y cayeran. Clavó el codo en el abdomen de una imponente rubia, pisó a un chico, golpeó en la cara a un tercero, y todo en su loco ímpetu de alcanzar la puerta del baño. Era el caos, la luz estroboscópica producía un extraño efecto sobre la retina de los asombrados videntes: allí donde había una pareja bailando, ahora había un gran barullo. Tras ella, por encima de la música, se elevaban toda clase de injurias e insultos.
Un corpulento hombre intentó detenerla interponiéndose en el camino, pero ella no lo pensó dos veces: le adjudicó una tremenda patada en los testículos, dejándolo inconsciente. «¡Ánimo, que ya casi estás!», gritaba para sí, sin apartar la vista del objetivo.
Por fin llegó. Abrió de un empujón la puerta y entró. Al volver a cerrarse la puerta, se produjo un extraño efecto de vacío al pasar de intensos sonidos a un escaso murmullo; pero ella siquiera se percató. Buscó una puerta abierta, pero todas estaban cerradas, indicando que los retretes estaban ocupados.
Embistió, al azar, una de las puertas y le dio una tremenda coz. No estaba bien cerrada y se abrió a la primera, descubriendo a una chica de unos dieciséis años que se restregaba por la entrepierna una foto del guaperas de moda: Manolo Sanz. Aquella niña la miraba con el pánico pintado en la cara: ojos grandes y boca estúpidamente abierta; pánico provocado por la imagen de aquella furibunda mujer abalanzándose a por un retrete. Irene la agarró de la larga y rubia melena y la sacó a la fuerza de allí, barriendo el suelo con ella.
Entró y cerró la puerta con fuerza. Se subió la minifalda y casi rompe las bragas al bajarlas con tal violencia que ella, de no estar concetrada en evacuar, se hubiese sorprendido a sí misma. Se sentó y esperó a que saliera por si solo, pero nada ocurrió. Era extraño, porque sentía unos intensos retorcijones y un extraño burbujeo en las tripas. Hizo un poco de fuerza y ocurrió: un terrible estruendo, peor que un trueno, anunció la llegada. La masa fue expelida con tanta violencia que la temperatura subió varios grados alrededor de ella, dando lugar a la formación de electricidad estática en el aire cercano. Hilillos de luz escapaban de la vasija por aquellas sitios donde el culo de Irene no estaba unido a la tapa, produciendo zumbidos sordos al cortar el aire. La atmósfera, enrarecida, se estaba impregnando con un intenso olor a ozono.
Irene abrió los ojos y suspiró aliviado; se había quitado un gran peso de encima. Cuando salió del retrete, vio a la chica de dieciséis años. Encogida, sollozaba en un rincón, con las bragas aún a la altura de las rodillas. Era muy alta, incluso más que Irene; «por eso habrá pasado desapercibida al portero», se dijo. Se dirigió hacia ella y le puso una mano tranquilizadora en el hombro.
-Lo siento mucho, pero lo mío era más urgente- intentó excusarse.
-Es que... es que...- hizo pucheros-. Es que me has roto la foto- y mostró la imagen desgarrada.
-Bueno, perdóname- y se quedó pensativa.- ¡Ya sé lo que vamos a hacer! Quedamos para mañana y te doy un poster que tengo de él.
-¡De verdad!- exclamó entusiasmada, imaginando cuanto iba a disfrutar con una imagen tan grande de su ídolo.
-Si. Mira, mi teléfono es...- sus palabras se vieron interrumpidas por un extraño gorgoteo que salía de dentro de la taza de váter y recordó que no había tirado de la cisterna.
Se levantó para hacerlo, pero al mirar, no sin cierto morbo, al interior, vio una enorme masa burbujeante de color verde-pardusco. Sus fosas nasales se vieron invadidas por el olor del metano. Ella había dado la energía y puesto el recipiente, y la química había hecho el resto. Aquella viscosa materia comenzó a moverse, trepando por la pared de la taza. «¡Está viva!», gritó para sí. Presa del pánico, tiró con fuerza de la cisterna; pero el agua, al entrar en contacto con aquello, se evaporó, formando una densa niebla. Huyó de allí, llena de un inmenso terror.
-¿Qué es lo que ocurre?- preguntó la otra chica, asustada al ver que Irene abandonaba de aquella forma el baño; pero no obtuvo respuesta. Intrigada, se acercó al retrete. La niebla que de allí salía la impidió ver nada hasta que fue demasiado tarde.
En el exterior del baño había terminado ya la música lenta, y el machacante ritmo impidió que oyesen el grito. Irene buscó a Pablo, pero había desaparecido; «No importa, debo marcharme de aquí lo antes posible», y corrió hacia la salida. Allí la detuvo uno de los de seguridad.
-Tu eres la que armó el terrible escándalo antes, ¿verdad? Vas a darme una explicación ahora mismo- dijo amenazante.
-No, no...- e intentó soltarse, pero las fuertes manos del hombre no cedían.- ¡Está viva! ¡Está viva!- gritó histérica, mirando hacia atrás, esperando que en cualquier momento cayera sobre ellos.
-¿De qué coño estás hablando, tía?- preguntó furioso. Pero la respuesta llegó a continuación. Por debajo de la puerta del baño, comenzó a filtrarse la neblina, mezclada con un nauseabundo olor. La música paró. La gente empezó a alejarse de la puerta con pinceladas de miedo pintadas en los ojos. En el interior, el humo neblinoso hizo saltar la alarma, y el sistema antifuego se puso en funcionamiento, regando con una fina lluvia a todos los que estaban allí. A más agua más vapor se producía. Todos se empujaban histéricos, intentando alcanzar la salida de emergencias.

Gracias a la confusión reinante, Irene logró desasirse y alcanzó la calle. Estaba sudando y fuera hacía frío, pero a ella no le preocupaba; su única intención era llegar lo más lejos posible. Corrió por las calles sin dirección alguna.

La puerta del baño estalló en incontables pedazos, alcanzando a algunas personas. La masa hedionda y pestilente salió, expandiéndose por el suelo. Algunos gritaban aterrados. Terminaciones a modo de tentáculos, que modificaba a voluntad, apresaron a los que se encontraban más cerca. Los envolvía para disolverlos, digerirlos con sus jugos, hechos de ácido concentrado. Asimilaba a sus víctimas, sus proteínas, sus grasas; no dejaba nada de ellas.



Nada podría detener 'aquello'. Aún no hemos logrado deshacernos de éste ser, al que algunos han bautizado como "La Gran Mierda" y otros como "La Gran Cagada".


Las Palmas de Gran Canaria
Junio 1991

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¿A que te han entrado ganas de comer después de leerlo?

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