Hace tiempo que no escribo. He leído en multitud de sitios que el motivo para desatender la bitácora es que tienes cosas más interesantes que hacer. Es posible que así sea, no lo voy a negar. Este último mes que he pasado en Madrid ha consumido muchísimo tiempo lejos de un teclado y una pantalla. Principalmente en el aspecto laboral. Aunque también en la vertiente lúdica. Cuando llego al piso apenas dedico tiempo a leer algunos mensajes de correo y poco más. En realidad los mensajes ya los leo en el iPhone, así que el «poco más» es leer alguna bitácora de algún amigo. O leer sobre tecnología.
No se debe a que llegue especialmente tarde al piso. Al menos no de forma general, pues alguna vez quedo con alguien en Madrid para tomarme algo y rara vez consigo llegar antes de las diez y media de la noche, unas quince horas después de haber salido. En general es que llego agotado y dedico lo justo para cenar, recoger y limpiar un poco, ducharme y acostarme a leer. Me gusta leer media hora o, cuando el cansancio me lo permite, una hora. Estos ratos de lectura van quedando reflejados, cuando a mi entender lo merece, en
Retales de sabiduría. Aquellos días que estoy especialmente cansado, en lugar de leer dedico cinco minutos a algún juego de lógica que haya comprado para el iPhone. Sigo siendo de los que no le importan gastar uno o dos euros por un programa para el iPhone. Lo que conjugado con mi limitado intelecto hacen que caiga redondo tras un par de intentos por resolver el puzzle o lo que me traiga entre manos. Ha sido todo un descubrimiento lo que uno puede conseguir en la App Store.
Asimismo he descubierto, o
redescubierto, porque uno olvida las cosas con la costumbre, que disfruto levantándome temprano. En casa, con mi mujer, es ligeramente más complicado, pues en la convivencia el que uno se levante dos horas antes que el otro tiende a resultar molesto. Además de
madrugador -lo pongo en cursiva pues aún no tengo claro que lo sea realmente- soy ruidoso, lo confieso. Pero en la soledad de Madrid, me levanto a las seis de la mañana. Me ducho y hago ruido en la cocina, siempre moderado, pues no quiero que los vecinos me echen del piso tan pronto, sin preocuparme en despertar a mi mujer. Me tomo las cosas con calma, con mucha calma. En general desayuno cereales y fruta, tras lo que preparo el desayuno de media mañana para aguantar hasta la hora del almuerzo. Todo ello lo hago con tranquilidad, intercalando la lectura de la prensa digital -El País, por ejemplo- en el iPhone. ¿He dicho ya que ha sido la mejor inversión en mucho tiempo?
Salgo sobre las siete y veinte y ando cinco minutos hasta la estación de tren. En esta ocasión escuchando música -sí, en el iPhone-. A esa hora suele tocarle al portero, que debe andar rozando ya la edad de la jubilación, que es un cascarrabias y saluda con tanto asco que piensas que le has tenido que ofender en algún momento y, pese a que no llegas a recordar en cuál, te dan ganas de pedirle disculpas por lo que fuera. Contrasta enormemente con el resto de porteros, los de otros turnos, que siempre saludan amablemente y te sonríen. Supongo que al ser más jóvenes también andarán menos «quemados» y resentidos con sus respectivas existencias. En cualquier caso, éste primer
bache de la mañana no me afecta. Tampoco cuando llego a la estación y el tren acaba de pasar. Sonrío y sigo tarareando lo que vaya escuchando y disfruto de los impresionantes amaneceres que ofrece el cielo y del frío -entre siete y diez grados, depende del día- que hace a esa hora en Madrid en la primera quincena del mes de noviembre. La cámara del iPhone -¿con qué si no?- no es gran cosa, pero me permite saciar el apetito por hacer una foto a esos amaneceres que, de momento y como digo, son espectaculares. Por llegar justo a la vez que el tren alguno realmente de película se me ha quedado atrás.
Para un canario, esta sensación de frío es atípica y aún la disfruto. Así que rara vez, salvo cuando el aliento se condensa nada más salir de tu boca, me abrigo la calva. Ya habrá tiempo más adelante. Y, mientras los demás piensan que soy una especie rara de masoquista -o que tengo un aguante excepcional al frío-, yo les sonrío, con mis manos metidas en los bolsillos y tarareando, viéndolos recogidos dentro de la estación, cuyas cristaleras están empapadas del rocío de la noche. Para mí todo es nuevo y lo disfruto como un niño pequeño. A aquellos que se los cuento me recuerdan que aún está por llegar lo peor del invierno.
Dos estaciones, cinco minutos, son las que separan la estación de Aravaca de la estación de El Barrial Centro Comercial. Y algo menos de diez minutos andando es lo que separa la estación de la oficina. Así que no es raro que llegue a las ocho menos algo, a veces menos veinte, a mi puesto de trabajo. Eso es casi una hora antes de la hora oficial de entrada, las ocho treinta, y rara vez me tropiezo con alguien. A esa hora es una gran oficina habitada únicamente por los operarios del turno de noche. Tres o cuatro chicos que se toman el trabajo como una forma de adquirir experiencia y que están en el fondo «a su rollo». El lugar, a una hora tan temprana, tiene una cualidad casi onírica. A veces me recuerda a una película que vi hace muchísimos años, en el que un tipo se despierta tarde y sale corriendo al trabajo sin prestar mucha atención a casi nada. Cuando llega no hay nadie y piensa que se ha despistado y es fin de semana o festivo, sintiéndose como un pardillo. Pero no. Es un día laboral y no hay nadie. Así que sale a la calle y descubre que está solo, que todo el mundo ha desaparecido de la faz de la Tierra. ¿Era una película o lo leí? Tal vez es una mezcla que ha hecho mi mente deteriorada de las dos fuentes. El caso es que a primera hora, escuchando el sonido ininteligible de los operadores en la distancia, de la aspiradora que a veces utiliza la señora de la limpieza en el otro lado de la oficina, el arrancar el ordenador y sentarme en mi puesto de trabajo en esa casi soledad absoluta, con mi mente clara y despejada por el frío de la mañana y porque lleva ya más de una hora en activo, tiene algo de mágico. Me gusta madrugar.
Van llegando los compañeros y siempre los recibo con bromas. Hacía muchísimo tiempo que no me sentía tan bien en un trabajo, y eso se nota en el trato. Me tomo un café con algunos y sigo trabajando. Lo que hago ahora no es para tirar cohetes. En realidad, si no empezara con tan buena predisposición cada mañana, recitando las primeras estrofas de la grandiosa canción «Hoy puede ser un gran día» de Serrat, estaría más tentado a cualificarlo de trabajo basura. A veces tengo la sensación de que no me quieren allí. Que temen que haya ido a quitarles protagonismo u oportunidades de ascenso. O que soy tan idiota que no podré hacer frente a tareas más sofisticadas y tienen miedo de que les estropee algo. O, simplemente, que no hay nada interesante que hacer y eso es lo que hay. En realidad me la pela. Hacía mucho tiempo que no me lo pasaba tan bien trabajando y voy a intentar que dure. Y que le den mucho por la
puerta de atrás a todo el que se sienta amenazado.
Pullas y bromas intercaladas entre sesiones de duro, sesudo y rutinario trabajo amenizan la llegada del almuerzo. Aún no me traigo la comida. Los días son tan buenos que prefiero salir a comer fuera. A veces hace tan buen tiempo que dejo atrás la chaqueta con la que salgo a primera hora de la mañana y con un desubicado «hace un día de playa» me muevo en manga de camisa. Corta, porque sería una locura ir con manga larga a trabajar. Los
entendidos dicen que es un noviembre anormalmente caluroso y que ya vendrán tiempo peores. Climáticamente hablando, se entiende. Lo de «vendrán días más duros» o «tiempos peores» se encargan de recordármelo todos los días.
Los miércoles salgo a un restaurante que hay en Pozuelo con varios compañeros de trabajo, una tradición a la que me he sumado, y los jueves a un restaurante que descubrí en la segunda semana que queda a diez o quince minutos caminando, donde hacen una crema de verduras que te mueres de rica, como primer plato, y que ponen unos segundos platos en el menú
normal, aunque ligeramente escasos en cuantía, riquísimos cualitativamente expresado. Lunes y martes improviso.
Las tardes pasan volando, a veces con efectos soporíferos si el almuerzo ha sido más de la cuenta, dando paso a la hora de salir. Es raro el día que salgo a «mi hora». En general estoy saliendo media hora o cuarenta y cinco minutos más tarde de lo que me correspondería. Sumado a que entro antes, se supone que le estoy
regalando entre una hora y hora y media cada día. No me importa. Me pagan el alojamiento, la comida, el transporte y me dan la oportunidad de disfrutar de una experiencia única sin más gastos que aquellos en los que yo quiera incurrir en el capítulo de ocio. ¿Qué más dan cuatro o cinco horas extra a la semana? Si fuera House me dedicaría a descartar el «mucho porno que hay en Internet». Como no lo soy me dedico a aprender nuevas tecnologías y a darle mi toque especial a todo aquello en lo que me involucro.
Salvo cuando tengo que pasar a comprar algo para reponer en la despensa, trabajo al lado de un Hipercor, y si no he quedado con nadie en Madrid, salgo a coger el tren, nuevamente escuchando música y disfrutando del fresco que ya empieza a caer al anochecer, y me dirijo directamente al piso, a quince o veinte minutos del trabajo. Una vez en el piso, tal como decía al principio, recojo un poco, me ducho, leo algo en Internet y luego algún libro en la cama. Y a sobar. Ese ratito en el que ando por el piso haciendo y deshaciendo es cuando más echo de menos a mi mujer, porque el resto del día, aunque intercambiamos muchos correos, apenas tengo tiempo de pensar en nada más que en el trabajo. ¿He dicho que me lo estoy pasando muy bien en él pese a que podríamos considerar las actividades actuales rayanas en el trabajo basura?
Y ese es el día a día de mi último mes, algo más ya, en Madrid. Nada apasionante y nada como para escribir una novela mínimamente interesante. Pero no deja de ser lo que me pasa a mí y es lo que disfruto. Como me recuerdan cada día los compañeros de trabajo: «pronto llegarán tiempos peores«. Así que, aunque insustancial y ridículo, mi ritual o rutina diaria, no deja de ser una aventura apasionante. Al menos en un sentido microscópico y muy particular.
Para cuando se publique esto, si el avión no se ha caído en el Atlántico, hará como dos horas que estaré trabajando, repitiendo un lunes más la rutina que con excesivo detalle he descrito en esta entrada. Con la diferencia de que esta semana no volveré a Las Palmas el viernes y tendré el fin de semana para disfrutar y conocer, al menos durante las horas de sol -o bajo una capa de nubes, lo que toque-, Madrid. Por unos motivos u otros al final he estado yendo y viniendo todos los fines de semana desde que publiqué la anterior entrada relativa a mi estancia en la capital. A partir de ahora, y hasta Navidad, será mi mujer la que venga a conocer conmigo esta ciudad que tiene más de un rincón digno de mencionar. Esperemos que «los tiempos peores» se dejen esperar unas cuantas semanas más.